XXV. ​​​​​​​Como era habitual los sábados a esa temprana hora

XXV.


Como era habitual los sábados a esa temprana hora de la mañana, un grupito de cinco jóvenes de entre dieciséis y dieciocho años entró apresuradamente a la Basílica de La Reina, uno de los templos más grandes de Santiago, ubicado en un lujoso barrio residencial del sector oriente de la ciudad. Desde el fondo reconocieron la inconfundible melena gris del padre Hernando Kádenas, que los había convocado para la sesión de confesiones y de dirección espiritual que realizaban semanalmente.

El sacerdote estaba vestido con una reluciente sotana negra y endosaba una elegante estola violeta adornada con imágenes de cálices, incensarios, custodias y candeleros, bordadas en distintos tonos amarillos. Hincado sobre un antiguo reclinatorio de madera finamente acolchado con fieltro de seda púrpura, el sacerdote mantenía la vista fija sobre el sagrario mientras musitaba avemarías, padrenuestros y glorias, al tiempo que con sus gruesas manos rosadas desgranaba un rosario de grandes cuentas de perlas delicadamente talladas.

Este rosario lo bendijo y me lo regaló personalmente el Santo Padre. – Lo había contado varias veces a los muchachos, a quienes decía siempre que debían también ellos rezar todos los días al menos uno de los misterios. – Si quieren llegar al cielo – agregaba – les recomiendo encarecidamente la práctica diaria del Santo Rosario con sus cuatro misterios: gozoso, doloroso, glorioso y luminoso. El Santo Rosario – insistía – es un camino seguro de santidad, que está al alcance de todos los católicos.

Los muchachos se acercaron caminando por el pasillo de la nave central tratando de no hacer ruido. El padre Kádenas tenía fama de santo, y ellos no dudaban de que así era, por la intensidad de su mirada, por la dignidad con que se desplazaba siempre lentamente, y porque lo veían rezar constantemente, ya sea arrodillado en el templo o sentado en los patios interiores leyendo un pequeño libro negro, o paseándose con el rosario en la mano.

En el grupo juvenil que formaban habían comentado más de una vez lo privilegiados que eran de tener a un varón tan santo como confesor y director espiritual. No era que ellos lo hubieran escogido entre los varios sacerdotes de la parroquia, sino que había sido el mismo sacerdote quien los había seleccionado, y eso les hacía sentirse de algún modo especiales. Que él se molestara y reaccionara irritado si lo distraían cuando se encontraba en oración, no lo entendían como un defecto sino como una prueba más de su santidad. Además, el padre Hernando Kádenas parecía leer en sus mentes juveniles, pues descubría siempre sus travesuras y sus pecadillos aún antes de confesárselos.

Las confesiones eran un rito al que los jóvenes llegaban siempre con temor, aunque a veces resultaban incluso placenteras. Los muchachos no entendían por qué en ocasiones el santo sacerdote los reprendía duramente y los amenazaba con el infierno, por los mismos pecados que en otros casos se mostraba complaciente e incluso cómplice. Ocurría a veces que durante una misma confesión se pasaba de la primera a la segunda actitud. El sacerdote les mostraba así que Dios podía ser un juez terrible o un padre benévolo y misericordioso. Pero las actitudes de Kádenas ¿dependían de su estado de ánimo o eran su modo de ganarlos para el servicio de la Iglesia y de Dios? Lo cierto era, y lo habían conversado alguna vez entre ellos, que el modo en que el cura los trataba en las confesiones, a veces condenándolos duramente y exigiendo que reprimieran sus instintos, y otras veces mostrándose comprensivo y complaciente y casi invitándolos a dejar que fluyeran, no dependía tanto de la cantidad y variedad de los pecados que los muchachos confesaban, que eran casi siempre los mismos, sino de las preguntas e indagaciones que sobre ellos les hacía el sacerdote.

Los jóvenes comprendieron que el padre Kádenas estaba terminando el rosario cuando vieron que se lo echó al bolsillo y volviéndose hacia la imagen de la virgen de Fátima que se encontraba al costado del altar comenzó a recitar en voz alta: "Dios te salve, reina y madre de misericordia. Vida, dulzura y esperanza nuestra, Dios te salve. A tí clamamos los desterrados hijos de Eva; a tí suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas. Ea, pues, señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos... ".

Hernando Kádenas se levantó del reclinatorio, hizo una venia frente al altar y se dirigió directamente al confesionario, limitándose a un vago gesto de saludo a los muchachos. Se sentó en el asiento interior del confesionario, dejando la puerta abierta y manteniendo cerradas las tapas de las rejillas que normalmente separaban al confesor del pecador. Eso implicaba que los jóvenes tendrían que ponerse frente al sacerdote, arrodillados en el piso, y hablarse quedamente al oído rozándose las mejillas; los jóvenes dando cuenta de los pecados cometidos y él inquiriendo detalles sobre ellos.

Para los muchachos no era importante el orden en que pasaban a cumplir el sacramento, porque igual debían todos esperar que terminaran de confesarse para pasar juntos a la sacristía, donde Kádenas completaría la instrucción semanal dirigiéndolos en una meditación basada en algún trozo bíblico o en alguna enseñanza de los Santos Doctores de la Iglesia. Para el sacerdote también era igual, pues los pecados de los jóvenes eran los mismos, con diferencias sólo en los detalles.

Gerardo Castro fue el último en pasar. Le molestó un poco sentir en su rostro el aliento tibio de Kádenas cuando éste se inclinó hacia él, por lo que instintivamente tomó cierta distancia. El padre inició siguiendo el ritual acostumbrado:

Ave María Purísima.

Sin pecado concebida. Hace una semana que no me confieso, padre.

Lo sé, Gerardo. Dime cómo te has portado.

Más o menos, padre.

Veamos como has andado con los mandamientos. ¿Te has acordado de rezar todas las mañanas y antes de acostarte?

Casi siempre, padre.

Eso está bien. ¿Has tenido dudas de fe?

No padre, creo que no.

Bien. Vamos al cuarto mandamiento. ¿Has obedecido a tus padres?

Sí, padre, casi siempre.

Veamos el quinto. ¿Alguna pelea con otros jóvenes? ¿Has sentido odio por alguien? ¿Has sido violento? ¿Algo que confesar sobre el quinto?

No padre, nada esta semana.

Bien, entonces vamos al sexto, que es el que más te cuesta ¿verdad? Cuéntame qué has hecho.

Gerardo dudó un momento. Aunque lo había confesado ya otras veces, sentía vergüenza de decirle al padre que se había masturbado nuevamente.

Lo de siempre, padre. Es que no lo sé vencer, padre. Me arrepiento, pero vuelvo a caer.

No te aflijas tanto. Sabes que Dios perdona setenta veces siete. Pero debes confesar claramente el pecado. ¿Cuántas veces?

Dos, no, tres veces, padre.

¿Dónde lo hiciste?

Acostado en la cama.

Mmm, ¿En qué piensas cuando lo haces?

No sé, padre. En cualquier cosa.

No, Alvaro. Tienes que confesarlo todo. Un pecado es el pecado de obra o acción, y otro pecado distinto es el que se comete con el pensamiento y la imaginación. Tienes que confesar también el pecado si tuviste malos pensamientos.

Sí, padre. También pequé con el pensamiento.

¿Pensabas que estabas con alguien cuando lo hacías con la mano? Tal vez imaginabas que era otra persona la que te lo hacía...

Así fue, padre.

¿Te lo hacía, en pensamiento digo, con la mano o con la boca?

Con la mano y con boca, padre.

Dices que estabas pensando en otra persona. ¿Era hombre o mujer?

¿Qué importa eso, padre? ¿No da lo mismo?

No da lo mismo, absolutamente no. Con una mujer o con otro hombre son pecados diferentes.

Gerardo se puso rojo de vergüenza, tragó saliva y finalmente confesó.

Pensaba en un hombre, padre.

¿Alguien de la parroquia?

No, padre. Un hombre que usted no conoce.

Bien, no tienes que darme un nombre. Pero era necesario que lo confesaras todo. Es bastante malo ese pecado, Gerardo, lo sabes.

Unas lágrimas brotaron de los ojos del muchacho. Una de ellas fue a dar al dorso de la mano que el padre Kádenas mantenía apoyada en su rodilla, a la altura del vientre del joven arrodillado frente a él. Sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo pasó para que se enjugara las lágrimas. Mientras Gerardo se secaba los ojos el sacerdote le dio unas caricias con los dedos levantándole el mentón mientras le dijo con voz dulce:

No te preocupes. No es tan grave. ¿Sabes que hay muchos buenos sacerdotes que son gays? Con la ayuda de Dios se pueden superar todos los pecados. Es lo que enseña la Iglesia. Y al confesar los pecados con arrepentimiento por haberlos cometido, sabes que se borran del todo. Es como si nunca los hubieras cometido. Ahora dime, ¿tienes algo más que confesar?

El sacerdote comprendió que Gerardo dudaba. Era su deber ayudarlo para que la confesión fuera completa.

Debes confesarlo todo. ¿Cómo te voy a perdonar, en nombre de Dios por supuesto, si dejas un pecado sin confesar? Dime, pues, ¿algún otro pecado de pensamiento?

Sí, padre. Soñé que estaba con el mismo hombre y que lo tocaba.

¿Lo soñaste dormido o despierto? Porque dormido no es pecado, lo sabes.

Despierto, padre.

Cuéntalo todo. Tú lo tocabas ¿donde?

Yo lo masturbaba a él y él a mí, padre. Y nos besábamos.

¿Cuántas veces?

Fue una sola vez, padre. Otras veces logré desechar la tentación.

Y esa vez que pecaste ¿sentiste placer?

Sí, padre.

¿Te deleitaba?

Sí, padre, aunque al mismo tiempo sentía remordimiento.

Claro, porque sabías que estabas pecando. ¿Algo más que confesar?

No, padre. Creo que es todo.

Bien. Solamente dime una cosa. ¿Has estado con ese hombre con el que pecas en pensamiento? Me refiero a si has estado con él, si se han tocado, si se han besado.

No, padre. Nunca. Él no sabe ...

No sabe ¿qué? Gerardo.

No sabe que pienso en él.

Bien. Nunca se lo digas. Nunca ¿oíste? Promete que nunca le dirás nada, y que no te acercarás a él.

Lo prometo, padre. Nunca sabrá nada.

Bien. Como penitencia dirás diez padrenuestros y veinte avemarías. Ahora cierra los ojos y pide perdón a Dios.

El sacerdote lo miró con cariño, resistiendo apenas la tentación de extender sus dedos para acariciar el lóbulo de la oreja del muchacho.

"Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filli et Spiritus Sancti". Ya estás limpio otra vez. ¿Ves que no es tan terrible?

Mientras caminaban hacia la sacristía seguidos por los otros jóvenes, Kádenas le preguntó:

¿Qué edad tienes, Gerardo?

Cumplí diecisésis la semana pasada, padre.

Es una linda edad, Gerardo. Una linda edad ...

Sentados en círculo, Hernando Kádenas abrió los brazos, tomó la mano de Gerardo que estaba a su izquierda y de Jovino Cuevas a su derecha. Estando todos tomados de la mano hizo una oración invocando la luz del Espíritu Santo. Enseguida, antes de soltarse explicó:

Hoy meditaremos sobre el pecado, la misericordia de Dios y la gracia santificante.

Los jóvenes se aprestaron a escuchar atentamente la enseñanza del sacerdote santo que los había escogido para formar parte, así se los había dicho una vez, de su más querido círculo católico juvenil.

El pecado – comenzó explicando Kádenas – es el más horrendo de los males que pueden sucederle a un hombre o a una mujer. El pecado grave es peor que la muerte, porque nos hace merecedores del infierno eterno. Por eso a los pecados graves de les llama "pecados mortales". El pecado es una ofensa gravísima que le hacemos a Dios; a ese Dios que nos dio la existencia y que nos ama infinitamente. Por eso es tan horrible. Porque el pecado ofende el más grande amor que nos tiene el Señor.

Kádenas miró a los ojos, uno a uno, a los cinco muchachos que sabía que estaban pendientes de cada una de sus palabras. Él conocía bien los pecados de cada uno de ellos, y ellos sabían que él los conocía. Guardo un momento de silencio, apreciando en los ojos tristes de los muchachos el impacto de sus duras sentencias. Continuó:

Es terrible, pero es un hecho que todos los hombres y todas las mujeres somos pecadores. ¡Cómo debe dolerle a diosito que seamos tan malagradecidos, pecando y ofendiéndolo en el amor infinito que nos tiene! Y como Dios es justo y merecemos un castigo terrible y eterno por el pecado horrendo que cometemos, tiene que mandarnos al infierno para siempre.

Sintiendo que sus palabras fuertes y decididas impactaban suficientemente el alma generosa de los jóvenes continuó:

Pero la misericordia de Dios es más fuerte que su justicia. Aunque hayamos pecado, él continúa amándonos infinitamente. Y precisamente al perdonar nuestros pecados, Él nos muestra cuán inmensa es su misericordia y cuán infinito es el amor que nos tiene. Cuando nosotros pecamos, el corazón de Dios, ofendido inmensamente, se inflama de un amor aún más grande, como si fuera posible que el amor infinito de Dios creciera todavía más. Así es como nuestro pecado se convierte en la ocasión perfecta para que Dios nos manifieste su misericordia y que nosotros conozcamos su amor. ¡Feliz culpa la de adán y la nuestra!, porque nuestros pecados, por la misericordia infinita de Dios, hacen crecer el amor de Dios, si así pudiera decirse, y nosotros, al sabernos y sentirnos perdonados, también hacemos crecer el amor que tenemos hacia Dios. Si nos mantuviéramos siempre limpios y puros ¿cómo podría Dios manifestarnos su perdón y misericordia? Y ¿cómo sabríamos nosotros la inmensidad de su amor si no probáramos su misericordia? ¡Difícilmente se encendería en nuestro corazón el amor ardiente hacia Dios, que él espera de nosotros!

Kádenas cerró los ojos y guardó nuevamente silencio, para que las palabras que había dicho tuvieran el tiempo necesario para penetrar en las mentes de los jóvenes. Enseguida agregó:

Pero, entonces, no debemos permanecer en el pecado, y si caemos y recaemos, tenemos siempre que levantarnos. Y poco a poco, con la gracia de Dios, iremos superando el pecado y acercándonos santamente a Dios Nuestro Señor. Porque, además de su perdón y misericordia, él nos concede la Gracia santificante. Gracia divina que es la energía espiritual que va introduciendo poco a poco en nuestras mentes y corazones para que lo amemos con amor cada vez más puro, alejándonos progresivamente del pecado. Aunque del pecado, por nuestra humana condición, nunca nos veremos enteramente liberados. Por eso debemos siempre luchar contra las tentaciones, y si caemos, recurrir al bálsamo saludable de la confesión, que nos limpia una y otra vez.

Kádenas los miró con mirada intensa, profunda, deteniéndose en cada uno de sus escogidos hasta que ellos, no resistiendo su mirada, bajaban los ojos. Era importante que ellos percibieran que él era el representante de Dios ante ellos. Que sintieran en su mirada el juicio y la condena de sus pecados, y también el amor que les profesaba. Este pensamiento lo llevó a concluir la enseñanza del día preguntándoles:

¿No les parece maravilloso que Dios, en su infinita bondad, depositara en la Iglesia, a través de los sacerdotes, el poder de dispensar su gracia? Porque, sí, los sacerdotes tenemos el poder de perdonar los pecados y de limpiar las almas y el mundo del pecado. El sacerdocio es el más sorprendente y fascinante ministerio sagrado. Los sacerdotes somos la expresión de la omnipotencia y del amor de Dios en la conciencia y el alma de los fieles. Por el bautismo los introducimos en la Iglesia. Por la confesión los limpiamos del pecado. Por el sagrado ministerio de la eucaristía traemos la presencia del Señor en las sagradas especies del pan y del vino, que consagramos y que les damos en la santa comunión. Por la extremaunción introducimos el alma de los moribundos al reino de los cielos. Y mediante el sacramento del matrimonio, hacemos que todas esas acciones sexuales impuras que constituyen horrendos pecados, se transformen y conviertan entre los esposos, en actividades limpias y puras. ¿No les parece genial este invento divino del sacerdocio? ¿No se sienten también ustedes internamente llamamos por el Señor a ser dispensadores de su amor y de su gracia infinita?

Los muchachos asintieron moviendo la cabeza. Hernando Kádenas continuó:

Ya sé que ustedes se sienten y se saben pecadores. Pero es importante que entiendan que los sacerdotes somos dispensadores de la gracia no en razón de nuestra propia santidad, sino por la simple consagración al ministerio en la recepción del sacramento del sacerdocio. Hasta el más pecador de los curas tiene los mismos poderes fantásticos. Porque, por cierto, lo que hacemos los sacerdotes no lo hacemos nosotros como hombres, sino que lo realiza el mismo Dios por intermedio nuestro. De él es el poder y la gloria. Amén.

Don Hernando se puso de pie dando término a su enseñanza del día.

Ahora, queridos jóvenes, regresen a la iglesia y reflexionen sobre lo que les acabo de enseñar. Mediten sobre el pecado, sobre el amor misericordioso del Señor, y sobre la Gracia santificante. Y después, arrodillados delante del Santísimo, entren en la intimidad del Señor, escúchenlo, que tal vez los esté llamando a su servicio, como escogidos suyos para ser portadores de su poder, de su misericordia y de su gracia. Rueguen que les dispense la gracia santificante con la seguridad de que Él, en su infinita misericordia, se las concederá.

El sacerdote se despidió dando a cada uno de esos jóvenes discípulos predilectos un beso afectuoso en la mejilla. A Gerardo Castro, que fue el último en despedirse, le pareció que los labios húmedos del sacerdote se mantuvieron en su rostro por más tiempo del acostumbrado.

Hernando Kádenas se sentía orgulloso de su trabajo pastoral entre los jóvenes. Nadie como él había llevado a tantos muchachos a sentir el llamado de Dios y a ingresar al Seminario. Estaban ya repartidos en las iglesia de las diócesis de Chile más de quince sacerdotes que él había guiado espiritualmente, y dos de ellos ya eran obispos. Él los había guiado y ellos continuaban pidiéndole consejos, y a varios de ellos los seguía confesando. Con razón muchos lo consideraban santo. Y esa fama, no sabía él mismo si era merecida o no, era perfectamente funcional a sus propósitos. Él debía en consecuencia alimentarla. No ciertamente por amor propio y vanidad, sino a mayor gloria de Dios y de la Iglesia.

Confiaba en que esos muchachos, Gerardo, Jovino, Arturo, Esteban y Mario, cualquier día de estos sentirían también la vocación. De él dependía que fueran fieles al llamado del Señor. Que al menos tres de ellos, Señor, lleguen a consagrarse al santo ministerio. Bendícelos, Señor. Bendice especialmente a Gerardo, que apuesto y bello como Tú lo creaste, podrá realizar grandes obras por la Iglesia.

Y así ocurría, en efecto, pues en ese mismo momento, orando frente al Santísimo, Gerardo se sintió feliz. Tal feliz como nunca antes lo había estado. Borrados sus pecados se sentía como nuevo. Pero no era solamente por eso que estaba feliz. Le había parecido que la mirada que le dio el Kádenas cuando hablaba con tanta pasión sobre el sacerdocio, significaba que el padre creía que también él podría contarse entre los escogidos. Y, sobretodo, se sintió aliviado por algo muy profundo que desde hacía varios años lo inquietaba y avergonzaba: ¿qué hacer con su escondida homosexualidad, que por fin había podido dar a conocer a alguien, sin que por eso lo dejaran de querer? Que no le gustaran las mujeres ¿no tendría también un sentido espiritual? ¿Acaso la condición homosexual le facilitaría, con la gracia de Dios por supuesto, vivir mejor la castidad sacerdotal?


 

* * *


 

En la primera misa del domingo que comenzaba a las seis y media, el padre Kádenas esperaba divisar a sus discípulos preferidos. Él recomendaba encarecidamente a los círculos juveniles de la parroquia que la prefirieran, pues en ella rezaba especialmente para que surgieran muchas y santas vocaciones, y acostumbraba proclamar en los sermones especiales llamados para suscitarlas en los adolescentes y jóvenes. La Iglesia necesitaba vocaciones y él había decidido hacía años dedicar toda su actividad pastoral a promoverlas. Lo hacía siempre en íntima conexión con la dispensación de los sacramentos, que entendía que constituían la primera y principal, si no la exclusiva actividad propiamente sacerdotal. Era ese su carisma, su singular vocación, en la que estaba evidenciando sorprendentes éxitos.

Vio a Gerardo, Jovino y Mario sentados en la primera fila. Observó que en el coro formado por más de veinte jóvenes de ambos sexos se encontraba Arturo. Buscando más atrás alcanzó a ver también a Esteban que estaba junto a sus padres y sus tres hermanos. Que estuvieran allí sus cinco discípulos predilectos lo llenó de gozo.

Las misas de don Hernando llenaban siempre el templo. Los feligreses de la parroquia se sentían atraído por su fama de hombre santo, y por los modos tan dignos, pausados y piadosos con que ejecutaba los ritos y recitaba las oraciones. Sus sermones eran simples y breves, lo que era también muy apreciado por los feligreses.

Ese día durante el sermón la vista se le desvió repetida e involuntariamente hacia Gerardo, en cuyo rostro apreciaba religiosa piedad, humilde virtud y un gran encanto juvenil, todo lo cual lo atraía tan fuertemente que se le hacía difícil dejar de mirarlo. Después, cuando el muchacho se acercó para recibir la comunión, los ojos del sacerdote no pudieron dejar de posarse sobre sus labios perfectos al momento de colocar la sagrada hostia en su lengua húmeda. No era la primera vez que don Hernando se sentía atraído por un joven apuesto y dulce como el muchacho que tenía delante, y que había empezado a ocupar sus pensamientos y deseos.

Al terminar la misa y comenzar a guardar los paramentos sagrados vio entrar a Gerardo a la sacristía, tímido y sonriente.

Quisiera hablar con usted, padre. Tengo algo importante que decirle y preguntarle.

Está bien, Gerardo; pero ahora no puedo porque mis hermanos sacerdotes me están esperando y debo atenderlos. ¿Te parece que conversemos el miércoles a las seis de la tarde?

Por supuesto, padre. Como usted diga. Vendré el miércoles a esa hora.

Acordado, pues. Estaré en mi casa parroquial. Ahora ven acá.

Gerardo se acercó y el padre lo atrajo a sí en un abrazo afectuoso. Después, con el pulgar de la mano derecha lo bendijo haciendo la señal de la cruz en su frente. Gerardo se retiró emocionado. Sintió que el padre Kádenas era para él como el papá con el que soñaba desde chico, que se había ido de la casa cuando tenía sólo siete años, y del cual no había vuelto a saber. El que hacía ahora las veces de su padre era el conviviente de su madre, un hombre rudo que lo despreciaba y lo insultaba debido a sus modos algo femeninos de caminar y gesticular.

El miércoles Gerardo ya no estaba tan seguro de decirle al padre Kádenas que quería ser sacerdote y que había decidido pedirle que lo orientara y guiara con ese fin: pero le había prometido ir a verlo y él estaría esperando lo que le había anunciado que quería contarle. Golpeó tímidamente la puerta.

La puerta está abierta. ¡Entra! – era la voz inconfundible del sacerdote.

Gerardo abrió la puerta y entró a una sala grande, el living de la casa.

Toma asiento en el sofá. En un minuto estoy contigo.

La sobriedad de la sala contrastaba fuertemente con el cuadro que atrajo inmediatamente la atención del joven. Gerardo tomó asiento y su vista se detuvo en esa pintura colgada en la pared frente al sofá. Se trataba de la reproducción de un famoso fresco de Miguel Ángel que representa la tentación de Adán y Eva y la expulsión del Paraíso. El cuadro está dividido en dos partes, por el árbol dibujado al centro, sobre el cual se encuentra el demonio tentador, que es una enorme serpiente enroscada en el tronco y que termina en la copa verde con la imagen de una mujer con el torso desnudo, que extiende su brazo pasando a Eva la fruta del pecado, al tiempo que Adán alza y alarga su cuerpo para coger él mismo otra manzana del árbol. Los cuerpos enteramente desnudos de Adán y Eva son bellos y sus rostros despreocupados y sin malicia. Pero a la derecha del cuadro se ve a los mismos Adán y Eva igualmente desnudos, pero más viejos y con rostros desencajados de dolor, que son expulsados del paraíso por un ángel rojo que los apunta con una espada desde la copa del árbol, haciendo contrapunto con el demonio tentador. La mirada de Gerardo se detiene en un particular inquietante y turbador: la cabeza hermosa de Eva en el paraíso está al lado y a la altura de la entrepierna de Adán, y aunque ella está mirando en dirección del tentador, por la mente del joven pasó la idea de que apenas Eva se gire se encontrará con el miembro desnudo de Adán apuntando a su boca.

El original de esa pintura está en la Capilla Sixtina. – explicó el padre Kádenas entrando a la sala y yendo a sentarse junto a Gerardo en el sofá. – ¿Te gusta?

Sí, padre. Es impresionante ...

Sí, impresionante e inquietante. Nos recuerda que somos pecadores, y que aunque el pecado nos deleita y atrae con fuerza casi irresistible, merece un castigo terrible. Por suerte Dios vino a salvarnos y nos dejó el sacramento de su misericordia. Pero dime cómo has estado. Cuéntame lo que querías decirme.

Gerardo, turbado por lo que había imaginado mirando la pintura de Miguel Ángel, había perdido completamente la seguridad en sí mismo y ya no quería decirle al sacerdote lo que había pensado. Guardó silencio, interrumpido prestamente por don Hernando.

No seas tímido – lo animó el sacerdote. – ¿Pensaste en lo que les dije el sábado?

Gerardo asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

¡Lo sabía! Hace tiempo que lo sé, Gerardo. Quieres ser sacerdote ¿verdad? ¿Es eso lo que querías decirme?

Sí, padre. De eso quería hablar con usted.

Yo he rezado mucho por tu vocación, en las misas y con el Santo Rosario; y sé que Dios ha escuchado mis oraciones.

Las dudas de Álavaro se disiparon como por milagro. Si el santo sacerdote lo aseguraba con tanta convicción, debía ser esa y no otra la voluntad de Dios.

Efectivamente, padre, es de lo que quería conversar con usted. Lo medité el otro día y la idea me sigue rondando. Sí, creo que Dios quiere que sea sacerdote.

Don Hernando se volvió hacia el muchacho, lo miró con evidente afecto. Sentenció enseguida, mirando hacia lo alto:

¡Alabado sea Dios! ¡Otra santa vocación entre nosotros!

Volvió a mirar a Gerardo a los ojos, tomó sus dos manos en las suyas y le dijo:

Ser sacerdote es una vocación maravillosa, Gerardo. Pero cumplirla es muy difícil. Se requiere perseverancia, dedicación intensa a la oración, colaborar permanentemente en las actividades pastorales de la parroquia, y sobre todo, obediencia. Completa obediencia a tu director espiritual, que sabe el camino y te puede guiar con seguridad hacia el cumplimiento de la vocación que deseas.

Dicho esto agregó, sin soltarle las manos:

¿Estás dispuesto?

Sí, padre. Lo estoy.

Entonces Kádenas, soltándole las manos y posándolas en las rodillas que el joven mantenía juntas, afirmó con decisión:

Bien. Yo seré tu guía espiritual. Verás que, si me obedeces, llegarás a ser uno más de los sacerdotes que han salido de nuestra parroquia.

Gerardo estaba emocionado y no se le ocurrió otra cosa que decir:

Sí, padre. Procuraré seguir siempre sus orientaciones y consejos.

También don Hernando estaba emocionado. Se estaba cumpliendo lo que tanto deseaba. Sentía un afecto especial por ese bello y apuesto muchacho. Agregó:

Muy bien, hijo. Lo haremos entre los dos. Tendremos mucho que trabajar. Especialmente sobre ese pecado que te vence tan seguido, y sobre tu orientación sexual, que no es un pecado, pero que constituye una condición que tendrás que aprender a controlar y a ocultar.

Sí, padre, lo que usted diga.

Don Hernando se levantó y dio por terminado el encuentro con el muchacho con una afirmación que Gerardo entendió que era una orden estricta que debía obedecer:

De ahora en adelante nos encontraremos todos los miércoles a la misma hora. Lo primero que haremos será enseñarte a ser un buen acólito, y pronto empezarás a ayudar las misas dominicales.

Lo atrajo a sí, lo abrazó un largo rato y finalmente lo despidió con un beso en la cara diciendo:

Hasta la confesión del sábado.

Hasta el sábado, padre.


SI QUIERES LA NOVELA IMPRESA EN PAPEL LA ENCUENTRAS EN EL SIGUIENTE ENLACE:

https://www.amazon.com/gp/product/B07GFSKQS3/ref=dbs_a_def_rwt_hsch_vapi_tkin_p3_i1