XXX.
A Anselmo y Antonio les costó encontrar un bus que los llevara a El Romero. Esperaron el resto de la tarde y gran parte de la noche en el terminal de buses tratando de capear el frío, que era intenso. Solamente cuando ya comenzaba a iluminarse la mañana consiguieron dos asientos en un bus que partiría al mediodía. Los compraron a un revendedor que les cobró casi todo el dinero que tenían, que era poco porque no pensaban regresar de ese modo. Lo que estaba previsto era que Alejandro iría a buscar al niño al termino del retiro, mientras que a Anselmo le habían reservado un pasaje ya pagado por los organizadores del retiro, pero estaba fechado para varios días más y no le fue posible cambiarlo. Desde que se había agotado el petróleo en el mundo y los medios de transporte eran movidos por energía eléctrica, trasladarse de un lugar a otro si uno no contaba con un medio propio, un privilegio que muy pocos tenían, era siempre muy difícil.
El viaje resultó particularmente complicado. El primer problema se presentó solamente dos horas después de que partieron. Una intensa lluvia acompañada de ráfagas de viento de hasta cientoveinte kilómetros por hora los obligaron a detenerse a la orilla de la carretera, en espera de condiciones menos peligrosas para continuar el viaje. Solamente a medianoche amainó el temporal y se pusieron nuevamente en marcha. Anselmo y Antonio estaban con el estómago vacío pues su última comida fue el almuerzo del día anterior, hacía ya 36 horas, y les quedaban todavía al menos ocho horas de viaje. Era habitual que los pasajeros viajaran llevando consigo lo necesario para alimentarse, y a menudo compartían algo con los viajeros imprevisores; pero en esta ocasión, debido a la larga espera causada por el mal tiempo, las provisiones se agotaron muy pronto para todos.
Un segundo problema se produjo cuando aún faltaban tres horas para llegar a El Romero. Había sucedido que en la noche anterior en que estuvieron parados por el temporal, varios pasajeros se quejaron del frío que hacía al interior del bus, y el chofer había puesto durante algunas horas la calefacción, sin calcular bien la capacidad de las baterías, cuya energía se agotó antes de tiempo. Tuvieron que esperar hasta que pasó otro bus al que se encargó que informara en la empresa para que en el próximo viaje hacia Santiago le llevaran una batería cargada. Calcularon que debían esperar al menos siete horas más, antes de retomar el viaje, por lo cual decidieron empujar entre todos el bus hasta una casa de campo que se veía a medio kilómetro de distancia. Ahí todos pudieron comprar a los campesinos algo de comer, según el dinero que dispusiera cada uno. Anselmo y el Toño compraron cinco manzanas y dos puñados de nueces, con lo que paliaron el hambre.
* * *
Alejandro, en la granja, se había paseado todo el día de un lado a otro, nervioso y preocupado, y cada vez que se topaba con Antonella la reprendía por haber ella insistido en que le dieran permiso al Toño para ir al retiro.
– Te lo dije que no estaba bien que fuera. ¡Te lo dije!
– Pero por qué te preocupas tanto. Estoy segura que el Toño está bien.
– Sí, claro, con un cura.
– Pero Alejo, Anselmo es un buen hombre y estoy segura de que lo está cuidando. Seguramente tuvieron algún problema. Sabes que no es fácil viajar, y además, con el temporal que hubo ayer, seguro que suspendieron los viajes.
– No entiendo cómo te quedas tan tranquila, después de más de dos días que salieron. Ya deberían haber regresado hace tiempo.
Había sucedido que Eugenio, el prefecto del monasterio, se había comunicado con Antonella por el IAI que ella le había indicado como referencia para el caso de que fuera necesario darle alguna información durante esas dos semanas en que el niño estaría al cuidado de la Iglesia. Lo que le dijo el prefecto era en realidad preocupante. El padre Anselmo había sido suspendido durante un visita de inspección que realizó el arzobispo, o dicho más claramente, lo habían echado del convento, y el sacerdote, al abandonar el lugar, se había llevado a Antonio. "Sin el permiso de la Iglesia y de las personas a cargo", había dicho y repetido el prefecto para deslindar cualquier responsabilidad por lo que pudiera sucederle al muchacho.
En la segunda noche desde que habían sabido que Antonio ya no estaba en el retiro, Alejandro no podía dormir. Se daba vueltas de un lado a otro en la cama, y ni siquiera aceptaba las caricias con las que Antonella trataba de calmarlo. Finalmente Alejandro explotó:
– Con un cura. Está solo con un cura, y tiene apenas catorce años.
– No te entiendo, Alejo. ¿Por qué es tan malo que esté con un cura? Nunca he entendido por qué le tienes tanta mala onda a los curas y a la Iglesia. ¿Me quieres decir?
Ahí fue que Alejandro, finalmente, abrió sus heridas que había mantenido escondidas por tantos años.
– ¡Un cura me violó! Nunca se lo dije a nadie, por vergüenza; pero me pasó.
Antonella vio cómo se nublaba la vista de su amado esposo. Lo abrazó, lo besó, le secó con sus mejillas las lágrimas que caían de los ojos de Alejandro. Cuando dejó de sollozar y comprobó que estaba ya repuesto le preguntó:
– ¿Quieres contarme?
Alejandro la miró. Sabía el amor inmenso que ella le tenía, y el amor suyo no era menor por ella. Ya no podía seguir escondiendo el único secreto que lo hería interiormente.
– Tenía dieciseis años. Era un niño, te das cuenta. Yo iba a la parroquia a jugar ping–pong y a un grupo de scouts. Un día el cura me invitó al catecismo. Ahí empezó a buscarme, a hacerme clases personales diciendo que yo era escogido y que pudiera llegar a ser cura. Me abrazaba y hacía cariño. Yo no pensaba nada malo. Después empezó a tocarme el sexo, como si fuera por casualidad y sin darse cuenta. Hasta que un día se bajó los pantalones y empezó a masturbarse frente a mí. Yo quedé paralizado. Me agarró, Antonella, me violó. ¿Sabes lo que es eso? No le dije a nadie. Me daba vergüenza y me sentía sucio. No volví a la parroquia hasta varios meses después para encontrarme con mis amigos. No estaban en el patio. Estaba él, leyendo. Me dijo que estaban en una sala. No había nadie. Ahí me agarró el sexo. No recuerdo bien qué pasó. Creo que le dí una patada y escapé. O quise patearlo y no lo hice, no recuerdo. Desde entonces no quiero saber nada de curas ni de religión. Ahora ya sabes por qué, Antonella. No quería, no podía decírtelo. Ahora ya sabes.
– Te entiendo, querido. Te entiendo y te amo, te amo más que nunca, si acaso eso es posible.
Alejandro volvió a derramar lágrimas, siempre abrazado por Antonella que empezó a llorar junto a él. Poco a poco Alejandro se fue calmando y se quedó dormido.
Despertaron cuando ya el sol iluminaba la pieza. Alejandro se vistió, decidido a poner una denuncia en la policía por la desaparición del niño. Antonella lo contuvo un poco preparando el desayuno. Estaban ya abriendo el portón para partir, los dos en bicicleta hacia el Romero, cuando vieron llegar un auto. Se lo había conseguido el padre Anselmo con uno de los feligreses de su parroquia. Antonio se bajó y corrió hacia Antonella y Alejandro, que lo abrazaron emocionados.
– Necesita un buen desayuno – dijo Anselmo después de saludar. – Venimos viajando hace tres días y no ha comido más que tres manzanas y un puñado de nueces. Lo siento tanto, en verdad; pero aquí está, sano y salvo como les prometí.
– Tenías razón, papá. Algunos curas abusan con los niños. Yo lo descubrí, se lo conté al padre Anselmo y él me sacó de ahí.
Lo que esta vez emocionó a Alejandro fue que el Toño no le dijo 'padre'. Le gustó que por primera vez lo llamara papá.
Después de servirse una abundante paila de huevos con pan y leche, Antonio contó todo lo que había vivido esos días, con detalles que sorprendieron a Anselmo. Los hechos que narró eran los mismos que él había vivido; pero el punto de vista del niño y la interpretación que les daba eran bastante distintos al suyo. Lo que para Anselmo era escandaloso, para el niño parecía haber sido algo normal, que simplemente ocurrió.
– Has dormido muy poco. Te haría bien descansar y dormir – dijo Anselmo cuando el Toño ya lo contó todo. – Y yo quisiera conversar algo con ustedes – agregó dirigiéndose a sus padres.
Cuando Antonio salió y quedaron solos, Anselmo explicó a Alejandro y a Antonella que estaba muy preocupado por Gerardo, el muchacho que sufría los abusos de Kádenas. Explicó que lo había denunciado al arzobispo, pero que no le habían dado credibilidad a sus acusaciones, porque en realidad no tenía pruebas que ofrecer, y porque a él mismo lo estaban juzgando por el modo en que orientaba a los niños, sin inducirlos al sacerdocio sino a fin de que simplemente fueran conscientes cada uno de sus gustos y preferencias, para decidir sus vidas libremente conforme a ellas.
– Pero estoy convencido de que el padre Kádenas está abusando sexual y moralmente del pobre Gerardo, y siento que mi deber es denunciarlo ante la justicia civil. El problema es que el único antecedente que podría esgrimir es lo que vio y lo que habló Antonio con ese muchacho. Pero pienso que no se debe involucrar al Toño en un asunto tan delicado. – concluyó.
Al oir por primera vez nombrar a Kádenas, Alejandro se levantó de la silla. Preguntó:
– ¿Hernando Kádenas? ¿Ése es el cura?
– Sí, es él. ¿Lo conoces?
Alejandro se sentó. Miró a Antonella y le contó a Anselmo lo que ya le había dicho a ella. Concluyó:
– Yo lo denunciaré. Ya no tengo temor ni vergüenza. Kádenas debe pagar por lo que me hizo, por lo que le está haciendo a Gerardo, y por todos los abusos que ha cometido en su vida.
– Y yo, Alejandro – afirmó Anselmo - te acompañaré, te apoyaré y estaré hasta el final contigo, participando en la denuncia. Debemos denunciarlo, creo yo, tanto ante la justicia civil como ante la eclesiástica.
– ¿Crees que un juicio eclesiástico sirve para algo? – inquirió Alejandro.
– Sí, y tiene efecto inmediato, si logramos que se acepte la causa. Porque si el tribunal eclesiástico acepta que hay al menos una acusación seria, el cura abusador es suspendido provisoriamente de toda actividad pastoral. Y así, al menos, habremos salvado un poco a Gerardo.
– Debemos buscar un buen abogado. Uno o dos, si es necesario, para ambas causas.
– El que me prestó el auto – explicó Anselmo – es abogado y es mi amigo. Tiene fama de ser un buen penalista.
– Bien. Nosotros nos encargamos de los costos ¿verdad Antonella?
– Por supuesto, querido. Todo lo que sea necesario. Estoy completamente de acuerdo. Por tí, por Antonio, por Gerardo, para que nunca vuelva a abusar de un chico inocente, y porque creo hay que limpiar la Iglesia de curas pedófilos.
* * *
Raimundo Cuevas, el abogado amigo de Anselmo aceptó patrocinar la denuncia de Alejandro Donoso contra Hernando Kádenas ante los Tribunales de Justicia del Estado conforme al Código Penal chileno. Después de estudiar el Derecho Canónico explicó a los denunciantes que la normativa eclesiástica no considera la participación de un abogado en las causas canónicas, por lo que no veía como participar en aquello.
– El procedimiento habitual para el inicio de una causa – les explicó – consiste en presentar ante el llamado "Ordinario del lugar", o sea el Obispo o Arzobispo de la Diócesis donde presta sus servicios el sacerdote acusado, uno o más escritos firmados por el o los acusadores, en los que se describen los hechos punibles supuestamente realizados por el acusado, y se solicita una investigación conforme al Derecho Canónimo. La presentación debe hacerse ante el Canciller o Notario Eclesiástico de la diócesis, y declararse mediante juramento que los hechos denunciados son verdaderos y conocidos directamente por el denunciante. El Ordinario tiene la obligación de iniciar una investigación, para la cual nombra a un sacerdote, que realiza una investigación previa, tendiente a dilucidar si la acusación es verosímil o creíble, pudiendo al final archivar la causa o iniciarse el proceso de investigación propiamente tal. Si la considera creíble, la investigación queda a cargo de un Procurador de justicia, que es nombrado por el mismo Obispo. El acusado designa a un Patrono, que lo representa oficialmente en su defensa.
Alejandro preguntó:
– ¿O sea que el acusado tiene un defensor, y el denunciante se limita a presentar la denuncia y todo queda en manos del obispo y de los curas que él y el mismo acusado designan?
– Así es. Eso explica que muchas denuncias no conducen a ninguna parte. Y cuando la acusación resulta muy evidente, o ha tenido difusión en la comunidad católica, casi siempre la condena que emite el mismo Procurador y el Ordinario, consistirá en trasladar al sacerdote a otro lugar y solicitarle ayuda psicológica.
– Es enteramente abusivo – comentó el padre Anselmo. – Es un sistema que parece hecho para defender a los victimarios y dejar sin protección a las víctimas. La experiencia enseña, por casos ocurridos hace algunas décadas que impactaron hondamente a la Iglesia chilena, que solamente se alcanza justicia cuando se desarrolla paralelamente una acusación en los Tribunales de Justicia, y que cuente además con amplia publicidad e impacto mediático. Y esto supone, de parte de la víctima, exponer su intimidad ante la opinión pública, lo que obviamente las personas que han sufrido violación no desean, y les significa una nueva causa de dolor, tanto íntimo como social. Me parece un sistema, como decirlo, intrínsecamente perverso.
Al escuchar esta enfática afirmación del sacerdote, Raimundo Cuevas lo miró y dijo, levantando las cejas:
– No te olvides, Anselmo, que yo soy católico. El procedimiento no es tan malo si partimos de una base de buena voluntad y verdadero deseo de hacer justicia.
– Mmm. Pero aquí estamos ante una institución que ejerce poder y que tiene obvios intereses corporativos. Y en este caso, la decisión ya parece estar tomada. Kádenas es inocente y el acusador es un miserable mentiroso, como me llamó el Arzobispo cuando acusé a Kádenas de abusar con Gerardo.
– Sí, Anselmo, tienes razón. Pero hay algo más que deben saber – dijo el abogado. – Cuando se trata de un delito grave como es la pedofilia, la denuncia puede presentarse directamente ante la Congregación para la Doctrina de la Fe, del Vaticano. La denuncia se realiza del mismo modo, mediante un escrito y bajo juramento, sólo que en vez de hacerse en el obispado se hace en la Nunciatura Apostólica. La causa se resuelve en Roma, donde interviene un Procurador de Justicia nombrado por allá, siempre pudiendo participar en defensa del acusado un Patrono nombrado por éste.
Alejandro, después de reflexionar brevemente, sentenció:
– A mi no me interesa la Iglesia. No soy católico. Y con todo lo que estamos sabiendo, es claro que por ahí no habrá justicia alguna. Pero haré la denuncia ante los Tribunales, y el juicio penal lo seguiré hasta el final.
– Lo malo, amigo, es que en nuestro derecho penal los delitos prescriben, en casos como el suyo, en cinco años. Habría que tener un denunciante abusado más recientemente.
Anselmo, en voz baja, como pensando:
– Gerardo. Gerardo, sí; pero dudo mucho que el muchacho denuncie, porque el abusador lo tiene dominado. Aún así, quizás ...
Intervino el abogado:
– Una vez abierta una causa pueden aparecer nuevas denuncias; y se pueden solicitar diligencias, interrogar a testigos, o algo que ayude a mantener vigente la denuncia.
Anselmo, entonces, preguntó:
– Y si yo denuncio a Kádenas, aún sin tener pruebas pero en base a mis sospechas fundadas de que abusa del muchacho, ¿puede servir?
– Perfectamente. Se llama denuncia por sospecha. Y si, además, existiera una causa canónica paralela sobre un delito actual, se puede argumentar y sostener muy consistentemente. Y eso, padre Anselmo, si Alejandro no lo quiera hacer, lo puede hacer usted. Porque, mire, le leo textualmente del Derecho Catónico. "El protocolo eclesiástico establece la obligación de investigar en caso que se tenga noticia al menos verosímil de la ocurrencia de un delito. Debe por tanto, investigar con cautela, tanto los hechos, como las circunstancias y la eventual imputabilidad por ello, salvo que se trate de una noticia manifiestamente falsa (...) Debe entenderse por noticia cualquier testimonio o denuncia formal, así como una declaración escrita. Si no es por vía formal, también pueden considerarse noticias aquello que podría ser indicio que, confrontado con otros, conduzcan al inicio de una investigación previa. En esa calidad podrían considerarse los rumores continuos que ameriten el conocer o revisar los antecedentes de la persona, así como también la impresión personal que se puede tener del denunciado si es verificable con otros indicios."
– Pues, entonces, yo denunciaré a Hernando Kádenas ante la Congregación de la Doctrina para la Fe.
– Sin embargo – le advirtió el abogado –, aquí dice también que “si se decide que la denuncia carece de fundamento, o era manifiestamente falsa, debe incluso considerarse que incurre en entredicho latae sententiae quien denuncia falsamente ante un Superior eclesiástico a un confesor por el delito de solicitación contra el sexto mandamiento, y si el denunciante fuera clérigo, también incurre en suspensión". O sea, padre Anselmo, debe saber que arriesga la suspensión de su ministerio.
Anselmo lo pensó apenas un instante:
– No me importa. Debo actuar conforme a mi conciencia, y si puedo salvar a Gerardo y a otros muchachos del abuso, pues, no tengo duda alguna. Haré la denuncia.
– Entonces – intervino Alejandro –, yo te acompaño en la denuncia canónica, y tu me acompaña en la denuncia ante los Tribunales.
– De acuerdo. Entonces, vamos adelante – corroboró Anselmo.
Alejandro, después de un momento de reflexión añadió:
– Sólo quisiera agregar que en lo posible evitemos la publicidad. La verdad es que no me gustaría verme envuelto en los medios, que todo tienden a convertirlo en farándula.
El abogado argumentó:
– Estoy de acuerdo con usted. Si el fiscal a cargo no trasgrede el secreto del sumario, no debiera haber infiltraciones en lo penal. En cuanto a la Iglesia, seguro que lo que más le interesa es que el asunto no trascienda.
– Sea claro, sin embargo – agregó Alejandro – que no tengo miedo y que no renunciaré hasta obtener la condena para ese maldito pedófilo.
Dos días después fueron presentadas las denuncias, debidamente fundamentadas por Alejandro y Anselmo, con la asesoría de Raimundo Cuevas.
Sólo dos días después, cuando aún no concluía el retiro, Hernando Kádenas supo de la existencia de una denuncia canónima en su contra. Se lo informó personalmente el Arzobispo, que había sabido de ella directamente por su amigo el Nuncio Apostólico, que le dijo estar sumamente preocupado por lo que pudiera afectar al prestigio de la Iglesia, ya demasiado castigada por la opinión pública. Le explicó que no tenía más opción que enviar la denuncia a Roma, pues en ella se le informaba que también se había formulado ante los Tribunales de Justicia. Lo único que el Nuncio no le informó, por la obligación de confidencialidad, fue quienes eran los denunciantes; pero Kádenas pensó que no podía ser otro que el padre Anselmo.
Contradiciendo la voluntad del Arzobispo Erigurren y la opinión del padre Merino, encargado de asuntos doctrinarios de la Conferencia Episcopal, Hernando Kádenas decidió presentar él mismo una denuncia contra el padre Anselmo, por herejía y descuido de sus deberes sacerdotales. Lo hizo directamente ante la Congregación para la Doctrina de la Fe, consignando directamente su escrito juramentado a su amigo el Nuncio. Lo decidió, no porque le interesara tanto la fe sino por considerar que era el mejor contraataque, pudiendo argumentar que Anselmo lo había acusado por despecho y que no era alguien en quien la Iglesia pudiera confiar.
* * *
Gerardo Castro estaba desconcertado. Desde que el Anselmo fue despedido y hasta el final del retiro, el padre Kádenas se mostraba indiferente con él y ni una sola vez lo llamó a platicar, lo que hasta entonces venía haciendo cada tarde antes del rezo de las Vísperas. ¿Estará enojado conmigo por tentarlo el otro día en su pieza? De alguna manera, sin embargo, Gerardo estaba también aliviado de que el padre no lo llamara. No sabiendo que pensar, su ánimo oscilaba entre el deseo de sentir los abrazos amorosos de quien apreciaba como a un padre, y el deseo de mantenerse distante de quien era el confesor de sus pecados, en cierto modo parte de ellos, y que le infundía temor.
Los sentimientos de Kádenas no eran tan diferentes a los del muchacho, pero estaban lejos de tener la inocencia de los de éste. El cura oscilaba entre el deseo de llamar a Gerardo, del que se sentía cada vez más atraído y enamorado, y el temor a ser descubierto en sus pervertidas inclinaciones.
Algo que le dolió mucho a Gerardo fue que el pequeño Antonio, con el que se había sentido amigo, hubiese partido del convento. Se habían recién conocido y apenas conversaron algunas veces; pero sentía haber experimentado con él y por primera vez en su vida, un sentimiento de genuina amistad recíproca. Lo entristecía pensar que nunca volvería a verlo, porque Gerardo provenía de una pequeña ciudad de provincia, muy lejos de Santiago. Hubiera querido al menos saber el motivo de que se hubiera ido, pues intuía vagamente que la culpa de todo pudiera haber sido suya, en alguna forma que no llegaba a entender.
Lo que, a pesar de todo, animaba a Gerardo en su soledad era sentir íntimamente que Dios lo llamaba al sacerdocio. Las elocuentes prédicas del padre Kádenas que llenaban de piedad su corazón, y las sencillas pero profundas reflexiones del padre Anselmo que despertaban en él silenciosa meditación, convergían en reafirmar su creencia de que estaba llamado a ser y realizar algo importante en la vida, de carácter religioso, no obstante sus limitaciones personales y las tentaciones que lo desalentaban y abatían. "El demonio tienta especialmente a los escogidos de Dios", había repetido varias veces Hernando Kádenas, y él por cierto le creía. Le contentaba también que la libreta en que registraba sus exámenes de conciencia cotidianos mostraba menos marcas rojas que indicaban haber incurrido en faltas, y más de las azules correspondientes a las obras buenas.
Gerardo continuaba asistiendo los sábados a la Basílica de La Reina, donde el grupo de los que se confesaban y dirigían espiritualmente con Kádenas había aumentado. Ya no eran los cinco de antes, sino once los muchachos que se encontraban puntualmente en el templo. Había sucedido que el sacerdote, aprovechando la oportunidad que le dio el haber dirigido el retiro, convenció a seis de los asistentes a que continuaran con él, que les garantizaba la mejor dirección espiritual, haciéndoles notar, además, que muchos eran los sacerdotes que él había conducido hasta que recibieron las sagradas órdenes.
Pero ocurió que, cuarenta y cinco días después de presentada la denuncia de Alejandro y Anselmo, llegó del Vaticano la primera resolución. La investigación previa había llevado a considerar que la denuncia contra el padre Hernando Kádenas era atendible; pero en este caso particular, en vez de que se procediera a alejarlo transitoriamente del ejercicio pastoral mientras durara la investigación formal, se le invitaba a comparecer directamente ante la Congregación para la Doctrina de la Fe. Así se evitaba el posible escándalo que pudiera significar que un sacerdote tan conocido y reconocido por su vida santa fuera objeto de investigación canónica por pedofilia.
Una resolución similar fue la que don Ruperto, el Obispo de la Diócesis de El Romero informó al padre Anselmo. La diferencia era que ni el obispo ni el sacerdote habían tenido noticia previa de la denuncia por herejía que se había iniciado en el Vaticano contra Anselmo. La Congregación para la Doctrina de la Fe solicitaba la presencia del sacerdote en el Vaticano para que respondiera directamente las preguntas del Procurador de la causa.
– Es muy extraño, padre Anselmo, que se le pida viajar, pues estos casos suelen resolverse mediante cuestionarios y respuestas por escrito – le explicó el obispo.
Anselmo, suponiendo que la denuncia contra él había sido formulada por Kádenas, pensó que quizás la razón de pedirle que viajara fuera la extraña circunstancia de que simultáneamente él había denunciado a Kádenas por pedofilia. Tenía sentido que el Vaticano quisiera dilucidar lo que hubiera ocurrido entre ellos, que los llevara a presentar acusaciones recíprocas de tanta gravedad.
El padre Hernando Kádenas anunció a los feligreses que asistieron a las misas del domingo en la Basílica de La Reina, que se ausentaría por algunas semanas debido a una invitación recibida directamente desde el Vaticano. Igual que lo hizo ante los muchachos de sus grupos juveniles, presentó la situación como un honor especial que se le hacía, y no descuidó pedir a todos que rezaran por él a fin de que su servicio a la Iglesia fuera siempre mejor y a la altura de las nuevas exigencias.
El padre Anselmo explicó en la misa del domingo que estaría ausente por algunas semanas debido a que pesaba sobre él la acusación de que su predicación no era siempre conforme a las enseñanzas de la Iglesia, y que fue llamado por la Congregación para la Doctrina de la Fe para ser interrogado. Antes de partir fue a despedirse de Alejandro, de Antonella y de Antonio a la granja. Allí se encontraba también Vanessa. Les explicó el motivo de su viaje.
– Rezaré por usted – le aseguró Antonella.
– Intenta informarte de la causa contra Kádenas – le pidió Alejandro.
– Lo echaremos de menos – le dijo el Toño.
– Aprovecha de pasarlo bien en Roma – le sugirió Vanessa, que agregó sonriendo coqueta: – ¿No me llevarías en una maleta? Me gustaría acompañarte ¿sabes?
Después ella, que supo que en el viaje a Santiago Anselmo y el Toñito pasaron hambre, quiso saber:
– ¿Quién paga los gastos de tu viaje?
– El Vaticano pagó el pasaje y me hizo una reserva en un hostal cerca de la Basílica de Pan Pedro.
– ¿Te pasan dinero?
– No sé nada más – respondió Anselmo.
– Estoy segura de que no tienes ni un cobre. Anselmo, indícame el número de tu cuenta para traspasarte unos Globaldollards.
– No, Vanessa. No los necesito.
– No me importa – le respondió ella, que con su IAI procedió a averiguar el número de Anselmo en el banco y le traspasó una importante cantidad de Globaldollars.
– Tu sabes que soy muy rica y no sé que hacer con tanta plata, así que, ya tienes en tu cuenta para que lo pases bien en Roma, y para que si te quieres quedar más tiempo o regresar antes, te pagues un pasaje y listo.
– Muchas gracias, Vanessa. Pero al regreso te devolveré lo que no haya gastado.
– Ni pensarlo. Me enojaré contigo si no te lo gastas todo ¿sabes?
* * *
La asistencia al retiro y todo lo que había sucedido y conocido esos días fueron importantes para el Toño en el discernimiento de su vocación. Su deseo de ser una persona de bien, de entregarse solidariamente a la comunidad, dispuesto a luchar por la justicia, con ansias de desarrollo personal, aspirando a la excelencia y a la santidad, se habían reforzado. Pero el ideal del sacerdocio se estaba diluyendo en su conciencia. Su idea de ser cura cuando grande estaba enteramente marcada por el ejemplo del padre Anselmo. Lo había conocido durante los trabajos de restauración de la cuenca en la Reserva de la Biósfera. Allá lo vió empeñarse entero, asumiendo las tareas más riesgosas. Lo impresionó el liderazgo que ejercíó no solamente sobre el pequeño grupo de sus feligreses que lo acompañaron, sino sobre casi todos los grupos que participaron en la montaña, que asistían a las misas para escuchar sus sermones tan directos, amistosos, claros y convincentes. Y después, acompañando a Antonella en las misas dominicales, fue comprendiendo todo el bien que podía hacer a la comunidad un hombre como él, que a todos motivaba siempre a rehuir de la medianía, a ser más, a buscar siempre la excelencia y la perfección en cualquiera que fuera la profesión, el oficio y las actividades que cada uno realizaba.
En Santiago a Antonio le había impresionado la arquitectura del convento, con sus altas y fuertes columnas, su cuidado y armonioso jardín, los juegos de colores que hacía la luz entrando por los vitrales de la capilla, la solemnidad de los gestos del padre Kádenas durante las celebraciones litúrgicas. Pero éste inculcaba una idea del sacerdocio enteramente distinta de la que él se había formado a partir de Anselmo.
Kádenas predicaba la devoción a María y a los santos, que debía expresarse en el rezo del rosario, en la repetición de las letanías y en encomendarse a cada rato a la protección de ellos. Planteaba que el sacerdocio era una vocación de entrega total a la Iglesia, no al pueblo y a la comunidad humana en general como sostenía y mostraba en cambio Anselmo. El ministerio del sacerdote, insistía Kádenas, se ejerce a través de la dispensación de los sacramentos: bautizar a los bebés para que no fueran a parar al limbo si llegaban a morir sin haber formado parte de la Iglesia; confesar a los pecadores para librarlos de las penas eternas del infierno; celebrar la misa para en ella comenzar a experimentar el cielo; unir en matrimonio a los novios para que sus relaciones no fueran pecaminosas; dar la extremaunción a los enfermos como último recurso de salvación. Todo eso a Antonio le parecía muy extraño, no muy diferente de las supersticiones que escuchaba a veces contar a los campesinos cuando las inclemencias del tiempo y los truenos, relámpagos y rayos los obligaban a encerrarse en sus casas.
Durante los primeros días el Toño se entretuvo mucho con las liturgias de las horas y lo ritos religiosos que se sucedían varias veces cada día; pero su repetición cotidiana comenzó a aburrirlo ya antes de que abandonó el retiro. Y en cuanto a la oración y a los modos de buscar la unión con Dios, las formas que había aprendido de Anselmo correspondían perfectamente con su espíritu libre, su amor por la naturaleza, la búsqueda del autoconocimiento, y el deseo de disfrutar las cosas buenas de la vida con atención y discernimiento; pero eran demasiado diferentes a las que recomendaba Kádenas, de mantenerse largas horas arrodillado ante el altar o ante las imágenes de los santos, y repetir interminables oraciones aprendidas de memoria.
Antonella, Alejandro y Anselmo habían decidido dejar al Toño fuera de los procesos judiciales que habían iniciado contra Hernando Kádenas, tanto en la que presentaron ante los Tribunales de Justicia como en la que hicieron a la Congregación Vaticana. Pero el niño supo que las denuncias se habían realizado, y se dio cuenta de que él había estado en cierto modo en el origen de ellas, pues fue lo que observó y contó a Anselmo lo que motivó todo. Quien volvía constantemente a su mente era Gerardo, el muchacho que conoció en el retiro, que lo impresionó por su tristeza, y que casi le confiesa lo que él intuyó que le estaba sucediendo.
El día siguiente de que los visitó Anselmo en la granja para contarles de su viaje a Roma, el Toño decidió hablar con su padre.
– Estoy preocupado por Gerardo, el niño que conocí en el retiro – le dijo.
– ¿Qué es lo que te preocupa?
– Tengo miedo, papá. Tengo miedo de que el cura Kádenas abuse de él. Y tengo miedo de que pueda suicidarse.
– ¿ Por qué temes que pueda suicidarse?
– Es que estaba siempre tan triste. Pienso que si Kádenas le hace lo que te hizo a ti, él no lo resistiría. Es un niño débil, no es fuerte como tú.
– ¿Por qué piensas que es débil?
– Porque lo vi llorar. Porque hablé con él. Porque creo que es gay y está solo, porque los otros niños no se le acercan para que los demás no piensen que también son gays. Está solo, papá, y si ese cura sigue abusando de él, creo que no lo va a soportar. Gerardo es un niño bueno, papá. ¿No podríamos hacer algo por él?
Alejandro se conmovió hondamente. Él, que había sufrido tan fuertemente el impacto del abuso de Kádenas en su propia vida, podía comprender mejor que nadie la gravísima situación en que se encontraba Gerardo. Pero no había tenido en cuenta, ni la debilidad emocional de éste, ni su extrema soledad derivada de su condición de gay, que el Toño le hizo ver. Comprendió que no era suficiente con esperar que la justicia o la acusación canónica alejaran al abusador y protegieran a la víctima, sino que debía él mismo hacer algo por el muchacho. Pensó, además, que si Gerardo llegase a estar dispuesto a testificar contra Kádenas podría lograrse que efectivamente el abusador fuera encarcelado y salvar a otras posibles víctimas actuales o futuras.
– ¿Tienes cómo comunicarte con Gerardo? – preguntó Alejandro a su hijo. ¿O sabes donde podríamos encontrarlo?
El Toño lo pensó un momento antes de responder.
– No, papá. Pero quizás en el convento tengan la información. Se podría hablar allá con un cura o diácono, creo. al que llaman Prefecto. O buscarlo en la Basílica de La Reina, que es la del cura Kádenas, que lo inscribió en el retiro y que Gerardo me djo que es su confesor.
– Bien, Antonio. Lo buscaremos. Encontraremos a Gerardo y lo ayudaremos.
Esperaron el fin de semana, en que el sábado no había clases en la escuela de Antonella y el domingo la Cooperativa no tenía asamblea. Vanessa les pasó las llaves de su departamento en Santiago y les consiguió una camioneta de la Colonia Hidalguía. Partieron el viernes en la tarde, después de completar lo que había que hacer en la granja y dejar todo arreglado para que su ausencia no afectara los cultivos ni las crianzas en la granja.
La mañana del sábado fueron al convento. Demoraron mucho tiempo en hacerse escuchar, pues estaba cerrado y parecía un lugar abandonado. Después de mucho insistir, golpeando la puerta y llamando a gritos, se presentó un hombre que dijo ser el jardinero, quien les explicó que los dos ancianos curas que vivían allí estaban enfermos, y que el Prefecto había salido temprano, después de oir misa, y que no regresaría hasta medio día.
Como faltaba sólo media hora decidieron esperarlo. Si en vez de hacerlo hubieran ido rápidamente a la Basílica de La Reina se hubieran encontrado con Gerardo, que a esa hora estaba participando en las oraciones del grupo de jóvenes de la parroquia. En cambio la espera del Prefecto, que llegó después de las doce y media, resultó inútil.
El Prefecto reconoció de inmediato a Antonio, y cuando Antonella le explicó que eran sus padres y que el niño quería encontrarse con Gerardo Correa, otro muchacho que asistió junto con él al retiro, el hombre les dijo que preguntaran en la Basílica de La Reina.
– Nos hicimos amigos – explicó el Toño – y necesito hablar con él.
– Ya les dije lo que pueden hacer – replicó el Prefecto.
– Estoy seguro de que usted tiene la dirección de Gerardo – insistió Antonio – Seguro que lo encuentra en alguna libreta, o en alguna lista.
– ¿Por qué crees eso?
– Porque usted llamó a mi madre cuando salí del retiro junto con el padre Anselmo. Seguro que tiene el contacto de todos los que asistimos
– Aunque fuera así – respondió el Prefecto disponiéndose a cerrar el ingreso y retirarse al interior del convento – no estoy autorizado a dar esa información a ningún extraño. Ustedes comprenderán que, simplemente, no lo puedo hacer.
Alejandro insistió, pero en vano. El Prefecto cerró el portón y se alejó rápidamente, perdiéndose de vista al girar por un pasillo.
Después de detenerse brevemente a almorzar en el Restaurante Don Rubén, fundado hacía años por el padre de Alejandro y donde platicaron brevemente con una de sus hermanas que lo administraba, los tres partieron hacia la Basílica de La Reina para continuar buscando a Gerardo.
El templo estaba abierto, pero en él solamente se encontraron con cuatro o cinco mujeres mayores rezando el rosario frente a un altar de la Virgen María, y con varios turistas sacando fotografías. El templo era en verdad hermoso y lujoso y merecía ser visitado y recorrido con calma; pero ellos no estaban allí como turistas ni como devotos, por lo que no encontrando a Gerardo decidieron dirigirse rápidamente a la Casa Parroquial en busca de la información que les interesaba.
Los atendió en la recepción una mujer de mediana edad que estaba detrás de un escritorio y cuya actitud no dejaba dudas de que se trataba de la secretaria parroquial.
– Soy Ángela Astorquiza. ¿En qué les puedo servir? Por favor ¿me dan sus nombres?
– Alejandro Donoso – saludó éste extendiéndole la mano.
Al escuchar este nombre la mujer se levantó, le cambió el rostro y su mirada adquirió una especial dureza.
– ¡Cómo se atreve a venir usted aquí! ¿O no es usted el que ha calumniado al padre Kádenas? Porque si es usted, le aseguro que ... que llamo de inmediato para que lo echen de aquí. El padre Hernando Kádenas, para que usted sepa, es un santo hombre de Dios.
Alejandro se disponía a replicar con dureza; pero Antonella se adelantó, le pidió calmarse y dijo a la secretaria.
– Señora Astorquiza, por favor. Hemos venido solamente a preguntar por un amigo de nuestro hijo Antonio. Los dos participaron en un retiro para muchachos que quieran ser sacerdotes.
– Entonces, sí son ustedes los que hicieron una falsa denuncia contra el padre. No puedo aceptar que vengan a intrusear en nuestra parroquia. Menos ahora que el padre Kádenas se encuentra en Roma.
Y agregó, recuperando su asiento detrás del escritorio: – Fue invitado por el Santo Padre, nada menos que por el Santo Padre, para que sepan que el padre Hernando es un grande de la Iglesia.
Alejandro iba a replicar, indignado, para contradecir lo que estaba escuchando a Ángela Astorquisa. Pero Antonella lo tomó de la mano y lo sacó de la oficina.
– Cálmate, Alejo. Esa mujer no nos va a escuchar – le dijo cuando estuvieron fuera. Ella cree que Kádenas es realmente un santo. Y estoy segura de que él mismo le dejó instrucciones de no recibir ni dar información alguna a quienes pudieran ser sospechosos de querer indagar en su vida o en la de los muchachos de su grupo.
– ¿Y qué podemos hacer, entonces? ¿Acaso darnos por vencidos?
– No, Alejo. Mañana domingo vendremos a todas las misas y si aparece Gerardo, Antonio hablará con él. Las misas son abiertas y nadie nos puede excluir.
Ya en la noche, instalados en el departamento de Vanessa, el Toño comentó:
– Al menos sabemos que Gerardo está a salvo de ser abusado mientras Kádenas esté de viaje.
– Tienes toda la razón, hijito. – Le dijo Alejandro, que agregó dirigiéndose a Antonella: – ¿Lo habrán llamado como acusado, o como acusador de Anselmo? ¿Qué crees tú?
– Puede ser por las dos causas, Alejo. Y yo confío que lo que ocurra será para mejor.
– Mmm! Me gustaría tener tu fe, Antonella. Pero yo soy realista y no me hago ilusiones.
– Ya veremos. En fin, mañana las misas, por si no te fijaste, son a las siete, a las diez y a las doce. Debemos levantarnos temprano, así que es mejor dormirnos luego.
El Toño entonces comentó: – Si esa iglesia es muy grande y se llena, no será tan fácil que encuentre a Gerardo. Y cuando lo encuentre, puede ser que no quiera conversar conmigo. Se me ocurre que es mejor que no me vean con ustedes, pero yo saber donde están ustedes para avisarles cualquier cosa.
– Es cierto, Antonio. Pensemos cómo hacer.
Analizaron la situación y se pudieron de acuerdo. Llegarían a la Iglesia al menos un cuarto de hora antes de la primera misa. Alejandro y Antonella se sentarían separados, él en la nave de bancas de la izquierda, y ella en la otra, los dos en la parte de atrás. El Toño esperaría fuera, parado en la escalinata, mirando llegar a la gente. En el caso en que no viera entrar a Gerardo, recorrería despacio y sin ser notado toda la basílica, por si se le hubiera pasado. Antes del final, saldría a la calle y los vería a todos salir. Así era difícil que se le escapara. Lo harían de ese modo en las tres misas, hasta que encontraran a Gerardo.
Madrugaron. Llegaron a la Basílica veinte minutos para las siete. La primera misa contó con pocos asistentes, de modo que Gerardo no tuvo dificultad para observar a todos los que fueron llegando. Entre ellos reconoció a dos muchachos que asistieron al retiro; pero no llegó Gerardo. A la salida se acercó a los que conocía y les preguntó si sabían algo de Gerardo. Los dos le dijeron lo mismo: que lo veían solamente los sábados, pero que no sabían donde vivía ni donde encontrarlo.
La misa de las diez fue más concurrida y al Toño le costó estar seguro de que Gerardo no estaba allí. Solamente pudo estar seguro después de recorrer dos veces la iglesia mirando uno a uno a los asistentes. Pero cuando el asunto se complicó realmente fue en la misa de las doce, en que el templo se repletó, quedando muchas personas de pie, que le dificultaron caminar entre ellos.
Finalmente, cuando estaba ya por creer que Gerardo tampoco estaba en esa misa, lo reconoció. No se le había ocurrido mirar hacia el altar; pero allí estaba. Lo vio vestido con una capa blanca, ejerciendo de monaguillo, cuando el sacerdote que oficiaba la misa comenzó a dar la comunión. Antonio se había distraído mirando a Antonella, que fue a comulgar. ¡Era él! No le cupo duda alguna. Por fin lo había encontrado. Solo tenía que esperar que terminara la misa para acercarse a conversar.
Fue donde se encontraba Alejandro y le indicó cuál de los monaguillos era el muchacho que buscaban. Después fue al otro lado y se lo mostró a Antonella. Se pusieron de acuerdo. Apenas terminara la misa el Toño entraría a la sacristía y hablaría con él. Alejandro y Antonella esperarían a la salida de la iglesia, por si él no pudiera hablar con Gerardo por cualquier motivo.
Apenas terminó la misa y el sacerdote seguido de los monaguillos entró a la sacristía, el Toño escaló en dos saltos los cinco peldaños que daban al presbiterio y al ábside, y caminó rápidamente hacia la puerta donde había visto entrar al oficiante y a los dos acólitos. Trató de abrir pero la puerta se había cerrado automáticamente por dentro. Pensó en esperar, pero la impaciencia lo hizo golpear.
– Espere un momento – escuchó la voz del sacerdote.
Pasaron varios minutos antes de que apareciera el sacerdote en la puerta de la sacristía.
– ¿Qué quieres, niño? ¿Cómo te llamas?
– Soy Antonio, padre. Quiero hablar con Gerardo. El que le ayudó en la misa. Él es mi amigo.
– Lo lamento, Antonio. Los monaguillos salieron hacia la casa parroquial y es posible que ya se hayan ido.
– ¿Me deja pasar, padre?
– No puedo. Debes ir por la casa parroquial. Si aún están, seguro que te dejarán verlo.
– Pero, padre. Déjeme pasar, por favor.
– No puedo, ya te dije. Ve por la casa parroquial.
El Toño partió, bajó los cinco peldaños del presbiterio de un salto y atravesó todo el templo corriendo. A la salida encontró a Alejandro y Antonella, a los que les explicó que Gerardo saldría por la casa parroquial.
Encontraron a la misma mujer que el día anterior. Antonella le preguntó si habían ya salido los monaguillos.
– Sí, señora. Ya se fueron. Después de la misa de doce todos parten enseguida a sus casas.
– Por favor, señora Ángela, ¿no podría ser que el muchacho que buscamos esté todavía por ahí?
Ángela Astorquiza la miró, le pareció captar cierta angustia en Antonella, y le dijo:
– Puede usted entrar a ver, si quiere. Solamente usted; pero ya le dije que todos los muchachos se retiraron.
Antonella entró, recorrió la casa parroquial por todos lados. Era verdad que Gerardo se había ido.
– Supimos, al menos, que Gerardo está bien – comentó Antonella cuando caminaban hacia la camioneta.
– Y parece que fuera de peligro, mientras Kádenas esté lejos – agregó Alejandro.
– Y sabemos que se encuentra los sábados con su grupo, y que los domingos ayuda en la misa, por lo que podremos otro día encontrarlo – concluyó el Toño.
Cuando iban de regreso hacia El Romero, Antonella comentó que le hubiera gustado contarle a Anselmo lo que habían sabido, e informarle, si ya no lo sabía, que también Kádenas estaba en Roma.
No había terminado de decirlo cuando sonó el IAI de Alejandro. Como él iba manejando lo respondió Antonella. Era Anselmo.
– Buenos días, o buenas noches por allá. Soy Anselmo.
– ¡Anselmo! Estábamos justo hablando de usted con Alejandro y Antonio. Es una grata sorpresa su llamada.
– Dígale por favor a Vanessa que compré un IAI con su dinero, que como ven ya empecé a malgastar. Es que aquí, sin un aparato de estos, ando completamente perdido. Además, quería saber si hay novedades sobre las denuncia que hicimos. Es que me preocupa el muchacho Gerardo, que podría estar siendo abusado por Kádenas.
Antonella le contó con detalles lo que habían hecho y sabido. Anselmo, aliviado al saber que Gerardo estaba bien y lejos de Kádenas, les informó que el día siguiente tendría que presentarse por primera vez ante el Procurador de Justicia para ser interrogado.
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