XXIV.
Alejandro entró agitado a la Comisaría de Carabineros. Lo habían llamado de urgencia para que fuera a buscar a Antonio. No quisieron decirle por teléfono lo que había sucedido, por lo que estaba realmente preocupado.
En la recepción una carabinera le explicó que el niño fue encontrado durante una ronda policial, tirado en el suelo en la calle, con un ojo inflamado, sangrando de la nariz y con diversos moretones en el cuerpo.
– ¿Qué le pasó? ¿Se supo qué le pasó?
– Antonio dijo que fue golpeado por un hombre que estaba maltratando a una mujer, cuando él se le enfrentó para defenderla.
– ¿Dónde está? ¿Dónde se encuentra ahora? – preguntó Alejandro alarmado.
– Fue llevado al Centro Médico para que revisen su estado y le hagan las curaciones necesarias.
– Dígame donde lo llevaron para ir a verlo.
– Es mejor que espere, señor. Hace casi una hora que lo llevaron y debe estar por regresar. No parecía estar tan mal como para que lo dejaran internado. Y es necesario dejar constancia de la agresión, con el informe médico correspondiente. Llamaré a mi colega para saber en qué está.
Cinco minutos después, que a Alejandro le parecieron interminables, la mujer regresó con noticias.
– Ya están en camino, señor. Llegarán en diez minutos. El niño se encuentra bien, o sea, sin lesiones graves.
Cuando llegaron Alejandro lo abrazó. Tenía un parche en el ojo, la nariz inflamada, una venda en la muñeca y varios hematomas sobre los que se había extendido una crema gris. Después de dejar constancia y de hacer una denuncia por lo ocurrido, la carabinera se puso frente al niño y lo instruyó sobre lo que corresponde hacer cuando se presencia una pelea en un lugar público.
– No hay que intervenir. Al contrario, hay que apartarse y ponerse en un lugar seguro, mejor todavía si no te ven. Si tienes cómo hacerlo, debes llamar a la policía. Y si pudiste fijarte en las personas, describirlas al policía y dar la información más detallada posible. O sea, niño, todo lo contrario de lo que tu hiciste.
– Yo no soy tan cobarde – replicó el Toño. – No había ningún carabinero, y dos personas que pasaron por ahí se alejaron corriendo.
– Pero lo que hiciste fue imprudente. Ya viste cómo quedaste. No te puedes enfrentar a un hombre agresivo y mucho mayor que tú.
– Lo que pasó – explicó el Toño – es que la mujer a la que le estaban pegando, en vez de defenderse y ayudarme, se corrió, empezó a decir que no me meta, y me agarró por atrás, que fue el momento que aprovechó el hombre para darme un golpe fuerte que me tiró al suelo. Ahí empezó a patearme, y sólo entonces la mujer lo tiraba del brazo para alejarlo. No entiendo que se dejara pegar y que no se defendiera. Yo creo que ese hombre la tiene sometida. Es un abusador.
Alejandro lo tomó de la mano, ya para irse a casa. Agradeció a la policía y agregó, dirigiéndose al niño.
– ¿Ves, Toño? No hay que meterse en peleas ajenas. La carabinera tiene razón.
– Estoy seguro de que tú hubieras hecho lo mismo que yo, si hubieras visto cómo el hombre le pegaba a esa pobre mujer.
Alejandro no dijo nada. Estaba orgulloso de lo que había hecho su hijo.
Cuando llegaron a la casa y el Toño contó a Antonella lo que había sucedido, al ver ella que el muchacho se sentía orgulloso de lo que había hecho, lo reprendió:
– No estuvo bien lo que hiciste, Antonio. Tú no sabías quienes eran esas personas y por qué estaban peleando. Si no sabías lo que pasaba ¿cómo ibas a saber lo que era mejor?
– No estaban peleando. Él le estaba pegando, que no es lo mismo. Era injusto, porque él era mucho más fuerte y ella ni siquiera se defendía.
– Pero, Antonio, uno no se debe meter en los asuntos ajenos ...
– Tú no debieras decirme eso, madre. Tu misma escuchaste el otro día al padre Anselmo en la misa, cuando dijo que debemos luchar por la justicia. Dijo que si luchamos por la justicia somos, no recuerdo bien; ah, sí, dijo que si luchamos por la justicia somos bienaventurados. Bienaventurados, que explicó que es lo mismo que ser santos.
Antonella, sorprendida, lo miró con admiración. Alejandro aprovechó la situación para decir lo suyo:
– ¿Ves, Antonella? Te he dicho tanto que ese cura no es un buen consejero para nuestro Toño.
Antonella prefirió no replicar. En realidad ella, igual que Alejandro, estaba orgullosa por lo que había hecho Antonio. Si lo había aconsejado del modo en que lo hizo fue por el temor de que un día se metiera en un problema mayor. Y ahora, la explicación que les dió el niño la emocionaba hasta las lágrimas, las que disimuló levantándose y yendo a la cocina a buscar cualquier cosa.
* * *
– Ya lo decidí, padre. Lo pensé bien y lo decidí.
El padre Anselmo, sorprendido por el modo directo en que el muchacho le habló sin siquiera haberlo saludado, y sin comprender a qué se refería, le preguntó:
– ¡Qué bien! ¿Qué fue lo que decidiste, Antonio?
Hacía días que el Toñito quería ir a conversar con el padre Anselmo, pero recién ahora se le presentó la ocasión de hacerlo. La profesora de inglés no había ido a la escuela y le quedó una hora libre antes de que terminara la jornada escolar. Alejandro, desde que supo que su hijo había ido a hablar con el cura, lo estaba controlando como no lo había hecho nunca antes. Si regresaba a la casa con algún retraso le preguntaba el motivo y le advertía que no se repitiera. Justificaba este proceder aludiendo a las labores que tenían siempre en la granja, que se sumaban a las tareas que les daban en la escuela para realizar en la casa. No le había prohibido expresamente que fuera a la iglesia porque no quería pelearse con Antonella, pero les había hecho saber a ambos, claramente, que no le gustaba nada que frecuentara al cura. Y Antonella le había explicado al niño que debía respetar la voluntad de su padre, aunque ella no estuviera siempre de acuerdo con él, como era en este caso.
– Lo que le dije el otro día, padre. Decidí ser santo.
Anselmo, todavía descolocado manifestó su desconcierto:
– Qué bien, Antonio, pero ¿cómo lo vas a hacer?
El Toño bajó los brazos expresando con el gesto su desconcierto. Luego dijo:
– Yo no sé cómo, padre. Por eso vine, para preguntarle a usted.
– Entiendo, Antonio. Disculpa. Me sorprendiste. Sí, recuerdo lo que conversamos el otro día.
El muchacho siguió mirándolo, esperando una respuesta. Anselmo, comprendiendo, le explicó:
– Ser santo, Antonio, es un largo camino, que hay que recorrer durante toda la vida.
– De acuerdo. Lo que quiero saber es por dónde se empieza.
– Lo primero, a ver, lo primero. Lo primero es siempre conocer. Lo primero para llegar a ser santo es ... conocer a Dios. Conocer a Dios, y conociéndolo, amarlo. Creo, sí, que eso es lo primero. Y es también lo último. O sea, eso es todo lo que tenemos que hacer si queremos ser santos, Antonio. Porque lo demás viene solo, como consecuencia de ese conocimiento y de ese amor a Dios.
Antonio lo escuchó atentamente y se quedó pensando. Luego dijo:
– Yo no conozco a Dios. Mi madre me enseñó a rezarle, y digo lo que me dice, las oraciones ¿sabe? Pero no sé a quien le hablo cuando rezo. Yo no sé quien es Dios, porque no lo conozco. ¿Cómo puedo conocer a Dios?
Ahora es Anselmo quien se queda nuevamente reflexionando. Debo responderle, darle una respuesta clara y verdadera; pero ¿qué le puedo decir? Finalmente se decide:
– A Dios no lo podemos ver con los ojos, y ni siquiera lo podemos imaginar con la mente, pero sabemos que existe. Dios es el creador del universo. Todo lo que existe es obra de Dios.
– Alejandro dice que Dios no existe. ¿Cómo podemos saber que sí existe, si no lo podemos ver?
– Sabemos que existe porque el universo no pudo haberse creado a sí mismo, ni tiene sentido pensar que todo lo que existe surgió de la nada por pura casualidad. Antes del comienzo del universo no había nada más que Dios.
– No es por discutirle, padre; pero Alejandro dice que si las cosas existen debido a que alguien las creó, tendría que haber alguien que creara a Dios, porque si no, no existiría; y alguien que creara al que creó a Dios, y así en adelante.
– No me parece un buen argumento para negar a Dios. El mundo, el universo, tiene que haber sido creado, porque la misma ciencia enseña que tuvo un comienzo, hace miles de millones de años, y desde entonces está siempre cambiando y evolucionando. Pero si Dios es Dios, o sea un ser perfecto, ha existido siempre, sin que tenga un comienzo ni un final. Y si ha existido siempre no tiene sentido pensar que alguien lo creó. Por eso decimos que Dios es el ser perfecto, eterno e infinito. La pregunta por el origen del mundo es válida para el mundo que tuvo un origen, un comienzo, y que cambia y evoluciona; pero no es una pregunta que valga hacerla respecto a Dios, que no tuvo un origen y que no evoluciona y que es perfecto.
– Creo que entiendo, pero tengo que pensarlo.
– Por supuesto, Antonio. Tú no tienes que creer que lo que yo digo sea la verdad, y lo que te dice tu padre o cualquier otra persona sea falso. Cada uno tiene que pensar con la propia cabeza, y sacar sus propias conclusiones. Te digo incluso más. Si te limitas a creer lo que yo te digo, o lo que te dice cualquier otra persona, y no piensas por tí mismo, tu mente se atrofiaría, por desuso. Por eso es importante que haya personas ateas, que cuestionan y niegan la existencia de Dios y que exponen sus argumentos. Ellos, a los creyentes y a todos, nos ponen la duda, nos plantean la pregunta, y así nos fuerzan a pensar.
– Ya, eso también tengo que pensarlo. Pero lo que yo quiero saber es cómo puedo conocer a Dios. Porque usted me dice que para ser santo lo primero es conocer a Dios, y así conociéndolo, poder amarlo.
– Si Dios creó el universo, es en el universo donde podemos conocerlo. Igual como a una persona se la conoce por sus acciones y sus obras, así a Dios lo podemos conocer a través de lo que hizo. En su Creación tienen que estar las huellas, los vestigios, las señales de su propio ser. Así, nosotros, observando, admirando, estudiando el universo, podemos ir descubriendo y sacando conclusiones sobre cómo es él, que lo creó. Contemplando la grandeza, la fuerza, la hermosura de la creación, se puede llegar a intuir la inmensidad, la omnipotencia, la sublime belleza del Creador. Percibiendo todo lo bueno que hay en la naturaleza para nosotros, podemos llegar a comprender la bondad infinita y el amor que nos regala Dios.
Antonio escuchaba maravillado al padre Anselmo, que a medida que hablaba parecía entusiasmarse con lo que iba explicando. Él tenía más preguntas que hacerle, pero ya había recogido mucho en qué pensar. Y, además, debía irse. Se subió a la bicicleta y se despidió al partir.
– Bueno, padre, muchas gracias. Ya me llevo tanto en qué pensar. Ahora tengo que irme porque Antonella debe estar preguntándose donde estoy, y no quiero llegar tarde a la casa porque Alejandro se enoja. No es porque se enoje conmigo, que no me importa tanto, sino que no me gusta verlo enojado a él, que tiene tanto trabajo. Hasta otro día, padre.
– Hasta pronto, Antonio. Saluda a tus padres en mi nombre.
* * *
Hoy me quedé mirando el vuelo de tres águilas sobre la cordillera. Se mantuvieron en el cielo durante un tiempo largo, media hora o más, creo. Es impresionante verlas planear con las alas abiertas, de pronto detenerse en el aire, y luego continuar haciendo grandes círculos en el cielo. Sentí un gran amor por ellas. Mientras las miraba pensé mucho en lo que me dijo el padre Anselmo, sobre que podemos apreciar las huellas de Dios en la naturaleza. Como esas aves que atraen nuestra mirada, que se queda fija y atrapada en la visión de sus vuelos magníficos, así puede ser que nos atraiga Dios para que lo conozcamos y amemos.
Volar. Cómo me gustaría elevarme al cielo y volar igual que esas águilas majestuosas. Lo sentí como una invitación. Elevarme por encima de las cosas de cada día, que a todos nos tienen tan ocupados. Y allá arriba, simplemente estar volando, mirar el mundo, gozar el panorama inmenso, y solamente estar y ser, sin preocupaciones ni inquietudes.
Después me sucedió algo que nunca me había pasado. Siempre me gustó salir con mi honda a cazar las torcazas que se paran en la copa de los álamos. Mi papá me enseñó a hacerlo, cuando yo era bien chico, y con él y con mi hermano, cuando vivíamos en los cerros y antes de que los mataran, celebrábamos cuando caía un ave herida o muerta, y con ella y unas papas y otras raíces y verduras mi papá preparaba una rica cazuela. Con Alejandro también a veces salimos a cazar algún conejo o liebre, que entran a nuestro huerto y se comen nuestras plantas, y que después cocinamos. Lo que me pasó hoy fue que vi llegar volando una bandada de torcazas y posarse en lo más alto del nogal. Tuve el instinto de tomar la honda y tirarle a una. Pero no pude. Era muy linda. Otra torcaza llegó volando y se posó a su lado. Se quedaron las dos mirándose. Me pareció muy tierno. Sentí que las quería, igual como antes sentí amor por las águilas volando en el cielo. Así que me colgué la honda y seguí mirándolas hasta que se fueron revoloteando. Algo en ellas me pareció perfecto, bello, admirable. Sentí que algo divino había en esas aves, ¡Y yo no podía destruirlo!
* * *
Desde la primera discusión que tuvo con Antonella a propósito de la educación moral y religiosa de Antonio, Alejandro estaba inquieto y, por alguna razón que no alcanzaba a comprender del todo, se le hacía difícil conversar con ella no solamente del tema sino también sobre la Escuela y sobre la Cooperativa. Algo más profundo de lo aparente se había producido entre ellos, que les dificultaba la comunicación. Tenía conciencia de que Antonella tenía razón en que debía confiar en el Toño; pero algo que le había pasado a él hacía años, cuando era un niño; algo que no había contado nunca a nadie, explicaba por qué no quería saber nada con curas ni con iglesias; pero de eso no hablaría nunca con su esposa. Nunca.
Además, los dos estaban cansados porque los trabajos de él en la Cooperativa y de ella en la Escuela eran cada vez más exigentes, y se sumaban a las tareas cotidianas que realizaban en la casa y en la granja. Pero algo tenían que hacer. Tuvo una idea y se la dijo una noche:
– El próximo fin de semana incluye el feriado del lunes. ¿Qué te parece si nos vamos a pasar esos días a la playa? Hace tanto tiempo que no nos tomamos un descanso. Nos haría bien.
– Lo encuentro maravilloso, Alejandro. Yo también estaba pensando en algo así. Y creo que también le haría bien al Antonio. Que conozca el mar.
– Yo había pensado irnos solos los dos. El problema es que no quisiera dejarlo solo en la casa.
– Yo también creo que es mejor si vamos solos. Puede quedarse, es ya grandecito. Ya tendrá ocasión de conocer el mar.
– No, Antonella. Lo llevamos.
– Alejandro, tienes que confiar más en él.
– Eso ya lo hablamos. Además, los tres lo pasaremos bien.
– ¿Y si lo dejamos con Vanessa y Eliney? Piénsalo y decide como prefieras. Por mí está bien lo que sea que decidas.
Alejandro lo pensó un momento.
– Habría que preguntarle a ellos.
– Por supuesto. Pero estoy segura de que estarían felices de quedarse con Antonio unos días. Y a él también le encantaría. ¿Quieres que le pregunte a Vanessa?
Antonella tomó el IAI para comunicarse con ella, pero Alejandro la detuvo.
– Espera. Déjame que les pregunte yo – le dijo tomando su propio IAI y marcando a Eliney.
Cinco minutos después estaba todo decidido. Vanessa vendría a buscar al Toño el viernes después de almuerzo en la moto. Lo traería de regreso el lunes en la tarde apenas Alejandro les avisara que ya estaban de regreso.
Prepararon todo con cuidado. Encargaron a don Manuel, el vecino de enfrente, que les diera alimento y les cambiara el agua a las gallinas, y prepararon todo lo necesario para pasar esos días lejos de casa. El viernes a la hora prevista llegó Vanessa a buscar al Antonio.
– Mira lo que te traje – le dijo Vanessa a Antonella pasándole un pequeño paquete. – Estoy segura de que no tienes ninguno.
Antonella abrió el paquete y mostró varios diminutos, sensuales y primorosos bikinis y tangas.
– Los escogí especiales para tí. Somos casi iguales así que te quedarán perfectos. Y mira éste, que deja pasar la luz ultravioleta del sol para producir un moreno integral.
– ¡Uy! No creo que me atreva a ponerme nada de esto. Además son muchos.
– Tengo montones. Estos son para tí. Y tienes que usarlos, cada vez uno distinto. Sobre todo esa tanga de la luz ultravioleta. ¡Verás como Alejandro te va a mirar. ¡Y no sólo a mirar! ¡Hazme caso! ¿No es verdad, Alejo, que se verá perfecta?
– Seguro que sí – respondió Alajandro cogiendo las prendas y poniéndolas dentro de la maleta.
No quiso decir nada más, temiendo que Vanessa comenzara con sus habituales bromas siempre algo subidas de tono.
– Toño, anda a buscar tus cosas, que es hora de partir.
– Tengo todo listo, padre.
– Entonces, todo listo también nosotros, vamos. ¡Partamos!
Cuando llegaron a la Colonia Vanessa le preguntó al Toñito:
– Dime, Toñito ¿qué te gustaría hacer estos días? Puedes pasear a caballo, meterte a la piscina temperada, mirar televisión, jugar a la pelota con los niños que viven acá, salir a caminar, subir cerros, mirar los trabajos que se están haciendo, visitar el Recinto–9 donde hay muchas computadoras. En fin, puedes hacer todo lo que quieras.
– Todo eso que dijiste, Vanessa. Todo eso me gustaría hacer. Y una cosa más.
– ¿Dime que?
– Me gustaría ir al ver al monje budista. Supe que tiene aquí un monasterio.
– Sí, un pequeño monasterio donde viven cuatro monjes budistas. Es un poco lejos pero podemos ir mañana si quieres. ¿Sabes montar a caballo?
– ¿Por qué no? No es difícil.
– Tienes razón, se aprende fácilmente. Entonces, mañana vamos. Tendremos que levantarnos muy temprano, porque hay que tomar desayuno, preparar unos sandwiches y jugos para llevar, ensillar los caballos, y partir lo antes posible porque queda bastante lejos y hay que ir y volver en el día. ¿Te parece?
– Sí, sí. Tengo muchas ganas de hablar con el monje.
* * *
Antonio despertó a las cinco de la mañana, se vistió rápidamente y salió a caminar por los patios y jardines del sector en que residían los directivos de la Colonia Hidalguía. El sol, escondido todavía detrás de la cordillera, iluminaba una hilera de nubes blancas que avanzaban desde el sur hacia el norte y que le pareció que formaban una fila de enormes ovejas motudas volando en el cielo.
Recorriendo los jardines se sorprendió al descubrir la extraordinaria variedad de plantas de tamaños diversos que había en el lugar. Se maravilló observando como a medida que aclaraba y que los primeros rayos del sol acariciaban las plantas, empezaban a iluminarse las gotas del rocío mañanero en las hojas, y se abrían y mostraban las flores de múltiples formas, colores y aromas. Vio como poco a poco esas mismas flores comenzaron a ser visitadas por escarabajos oscuros, pololos verdes, chinitas rojas, tijeretas grises, abejas amarillas, abejorros rosados y morados, moscardones grandes y gordos, chinches verdes y rojizos, avispas anaranjadas, chicharras bulliciosas, cuncunas y cuncunillas jaspeadas, grillos, langostas y saltamontes, arañas de variados tipos, matapiojos, palotes y mantis religiosas, y lo que más le atrajo la atención, una variedad de mariposas de variadas formas, tamaños y colores que revoloteaban de un lado a otro y que apenas se detenían un momento sobre alguna rama continuaban enseguida su diversión silenciosa.
Cada cierto tiempo Antonio regresaba a la casa para ver si Vanessa se habría vestido. Estaba impaciente por partir a la montaña en busca del pequeño monasterio budista; pero ella seguía con la puerta cerrada y sin dar señales de ponerse en movimiento. La tercera vez que entró a la casa se encontró con Eliney que partía a trabajar. Miró el reloj que colgaba del muro. Eran las seis y media. Le preguntó si Vanessa estaría ya vistiéndose.
– Todavía duerme. ¿Por qué la necesitas?
– Es que me me dijo que nos partiríamos temprano a andar a caballo.
– Mmm. Para Vanessa, temprano puede ser a las diez, o aún más tarde ¿sabes? Debes esperarla con paciencia.
Cuando ya eran las ocho Antonio pensó que se les haría tarde y decidió tomar la iniciativa y despertarla. Para hacer ruido cogió una pelota que encontró en un canasto y comenzó a dar botes en el piso y contra el muro y la puerta de la habitación de Vanessa. Sintió que le gritaban:
– ¿Qué haces, Toñitoooo? Deja de jugar aquí y anda a hacerlo fuera.
El grito algo estridente de Vanessa hizo que el muchacho se distrajera y la pelota fue a dar contra un florero de cerámica que cayó al suelo partiéndose en tres pedazos con gran estruendo y derramándose el agua y las flores en el piso.
Vanessa se asomó a la puerta y viendo al niño avergonzado y afligido le dijo:
– Toñito, recoge los pedazos y las flores y tira todo a la basura. Después seca y limpia el piso.
– Yo no quería ... – trató el muchacho de justificarse.
– Ya sé que no querías romperlo; pero el living no es un lugar para jugar a la pelota ¿sabes? Ahora limpia y ve a jugar al patio. ¿Tomaste desayuno?
– No, Vanessa. Te estaba esperando. ¿Quieres que lo prepare para los dos?
– Está bien. Ya salgo.
Vanessa entró a la habitación y se metió a la ducha. Antonio al sentir que cantaba dedujo que no estaba demasiado enfadada. Pero él sí estaba enojado, y mucho, consigo mismo. Recogió los pedazos del florero y los llevó a su habitación pensando que podría pegarlos. Después tiró las flores al tacho de la basura, limpió el piso y entró a la cocina para preparar el desayuno. Cuando al rato apareció Vanessa, había exprimido seis naranjas, tostado y enmantequillado varias rebanadas de pan, freído cuatro huevos y preparado un café humeante. Tenía listos, además, cuatro sándwiches de jamón y queso y una bolsa con frutas que, temiendo que Vanessa pudiera haberse olvidado de que habían quedado en ir a ver al monje Tathagata, le explicó que eran para llevar y almorzar durante el paseo al monasterio.
Terminado el desayuno fueron a ensillar los caballos. Antonio sintió un vientecito caliente que presagiaba lluvia. Miró al cielo, que se estaba cubriendo de nubes que ya no eran blancas como las que vio en la madrigada. No tuvo dudas de que ese día llovería; pero él no te tenía miedo a los temporales en el campo y tenía demasiados deseos de hablar con el monje como para perder esta oportunidad que se le presentaba única. Vio que Vanessa no estaba suficientemente preparada para un día de lluvia.
– Espérame un momento – le dijo antes de montar los caballos. – Debo buscar algo en la casa. ¿Me dejas las llaves?
Vanessa se las pasó.
– Regreso altiro – le dijo al partir corriendo hacia la casa.
Regresó con un sombrero en la cabeza y una chaqueta impermeable, y una bolsa con varias cosas para que Vanessa pudiera protegerse si llovía.
– ¿Crees que nos llueva? – le preguntó Vanessa.
– No sé – respondió el muchacho sin darle importancia al tema. – Es por si te da frío.
– ¡Vaya! Se supone que soy yo la que debo cuidar de tí. ¡Gracias!
– No es nada. Partamos.
La lluvia tardó en llegar, pero se desencadenó cuando ya estaban compartiendo almuerzo con los cuatro monjes al interior de uno de los domos que formaban el que se conocía como el monasterio budista de la Colonia.
– La lluvia es una bendición del cielo – exclamó Tathagata. – Aunque a veces puede resultar molesta – agregó mirando a Vanessa que se mostraba inquieta. – Pero no me han dicho qué los trae hasta aquí en un día como este.
Vanessa miró al Toñito, que respondió enseguida:
– Yo quería conocerlos.
– ¿Cómo te llamas? – le preguntó el monje.
– Antonio.
– Yo soy Tathagata. ¿Por qué quieres conocernos?
– Quiero conocerlos porque alguien me dijo que ustedes son santos. Y yo quiero saber cómo es un santo.
– No soy santo, Antonio. Solamente sigo el camino del Buda para alcanzar el Nirvana.
– ¿Qué es el Nirvana? – quiso saber Antonio.
– El Nirvana es un estado de plenitud y de paz interior. Es la felicidad y perfección que puede alcanzar una persona siguiendo las enseñanzas de Buda.
– Entiendo – dijo Antonio – justamente eso es lo que quiero saber. ¿En qué consiste y cómo se alcanza la perfección?
– Veo que eres un niño muy sabio – sentenció Tathagata.
– No soy tan niño, señor. Tengo trece.
– Trece, bien. Eres un muchacho inteligente. Pregunta lo que quieras.
A su lado, Vanessa asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
– Quiero saber por qué se vino usted a vivir solo aquí arriba, y por qué lo siguieron los monjes que están con usted.
– A ver. En el budismo hay distintos caminos, pero que se complementan. Según un punto de vista, el hombre que busca la iluminación debe seguir el camino de la naturaleza. Uno tiene que retirarse de los asuntos económicos y políticos que confunden a las personas y los vuelven egoístas e interesados. Todo eso causa inquietud y sufrimiento, que nos quitan la paz. El ideal es ser un ermitaño en un lugar retirado de la montaña, para estar en consonancia con la naturaleza y con el Tao. Hay que alcanzar la armonía y la unión con el Buda–naturaleza que vive en las plantas, en los animales, en las rocas, en los ríos, en las lluvias y en todo lo que conforma la naturaleza.
– Pero – replicó Antonio – ¿no es un poco egoísta alejarse de la gente y no hacer nada por los demás?
– Haces una buena pregunta. Por eso te digo que en el budismo hay diferentes caminos. Otro camino lleva al compromiso con la sociedad y con las personas, para que seamos todos los que vivamos en armonía con la naturaleza. Siempre el fin es la armonía con la naturaleza, y teniendo en cuenta que los seres humanos somos también parte de la naturaleza, un. camino es el de la unión con los seres humanos; pero sin dejarse atrapar por los asuntos económicos y políticos que nos separan y dividen.
– Tendré que pensarlo, porque no lo entiendo del todo.
– Tienes razón, no es fácil de entender. La comprensión solamente se obtiene mediante la meditación. Pero te puedo ayudar un poco más, explicándote cómo el budismo entiende la relación con la naturaleza.
– ¡Eso me interesa mucho!
– No hay separación. Los hombres y la naturaleza somos una sola cosa. Todo está conectado, unido, y forma parte de lo mismo. Todo tiene el mismo origen, y nada es más importante que lo demás. Incluso la flor más pequeña debe su existencia al todo del universo. Así también la tierra, el agua, el aire, la luz, los insectos, los pájaros, los seres humanos, las estrellas. Todo es uno. Y el todo está en cada cosa por pequeña que sea. Incluso en una flor cualquiera está presente todo el universo. Cuando una flor florece en primavera, el universo entero florece y celebra la primavera. Por eso, cuando un monje se une con la naturaleza, se une con el Tao, y estando iluminado por el Tao se une con todos los demás hombres, que se iluminan con su iluminación.
– Dice el padre Anselmo que Dios creó la naturaleza y que en la naturaleza están las huellas de Dios. Que a través de la naturaleza podemos elevarnos a la unión con Dios.
– Esa es otra manera de ver. El cristianismo y el budismo no son tan distintos, aunque en el budismo no pensamos en Dios sino que la naturaleza misma es el Tao y el camino al Tao. Un gran budista que se llamó Lao Tsé, en su libro el Tao–Te–Ching, dice: "Con la tierra como modelo, se hace el hombre. Con el cielo como modelo, se hace la tierra. Con el Tao como modelo se hace el cielo. Y el Tao se hace consigo mismo como modelo".
– ¿El Tao es Dios? – quiso saber Antonio.
– El Tao no se puede definir ni nombrar. El Tao es el camino, dice Buda. Lao Tse explica que "lo que nació antes que el cielo y la tierra, lo que vive en la tranquilidad, lo que no tiene forma, lo más sutil, lo unido y lo único existente, lo que reside en todas partes, ilimitado, invulnerable, la madre de todo! A tí te llaman Tao. ¡Y yo te llamaré también lo más grande y eterno en su desarrollo infinito!" Yo no sé decirte nada más.
Hacía rato que Vanessa dormía plácidamente. Cansada por las tres horas de andar a caballo, por haber esa noche dormido menos de lo acostumbrado, y por el tono suave y la voz pausada del monje, había entrado en un sueño profundo.
Se produjo un silencio que les permitió escuchar el viento y la lluvia que arreciaban fuera del domo. Antonio pensaba en lo que dijo Tathagata y el monje no tenía preguntas que responder. Después de varios minutos el muchacho quiso saber más.
– No entiendo eso de unirse con las cosas y las personas. ¿Cómo podemos unirnos con algo que no somos nosotros?
Tathagata, después de pensarlo un momento, respondió:
– Sí, para mantener la paz interior, hay que experimentar la unidad con todo.
– Pero ¿cómo? No entiendo.
– Es el camino, el camino que tiene ocho senderos. Pero es largo de explicar. Tú eres todavía un niño.
– Pero puedo entender, si me lo explica.
El monje se puso de pie, abrió los brazos y comenzó a girar en círculos imitando el vuelo de un águila. Antonio entonces se alzó y lo siguió, imitando sus movimientos. Después de numerosas vueltas el monje volvió a sentarse en la alfombra, riendo.
– Para unirse con el águila hay que observar su vuelo. Para unirte al vuelo del águila hay que imitarla. Así, quizás, puedes llegar a sentir que te unes al vuelo del águila.
Un momento después agregó:
– La montaña no se mueve. Ni el viento ni la lluvia, ni los rayos ni los truenos, la inquietan y hacen que pierda su paz.
Dicho esto el monje se sentó en posición del loto, alzó los brazos juntando los dedos de las manos por encima de su cabeza, y cerró los ojos manteniéndose en silencio. Antonio lo imitó. De vez en cuando el muchacho abría los ojos para ver si el monje seguía allí inmóvil. Pasó media hora sin cambio alguno.
Algo como una rama desprendida por el viento golpeó el techo del domo. Vanessa se despertó sobresaltada. El Toño abrió los ojos, bajó las manos y se asomó a mirar. Una ráfaga de viento frío inundó el pequeño domo circular. El monje continuaba inmóvil.
Pasaron varios minutos hasta que un hombre joven abrió la puerta y entró al domo. Al ver a Tathabata meditando se detuvo. Parecía dudar si molestarlo o dejarlo en paz. Vanessa le habló:
– ¡Hola! ¿Pasa algo ahí afuera?
– Sí. Una rama golpeó el tercer domo y está entrando agua por el techo. Pero no se preocupen. Creo que no es necesario molestar al maestro.
En ese momento se sintió relinchar a uno de los caballos que habían dejado atados a un árbol. Antonio se levantó para ir a ver si les pasaba algo. En ese momento Tathagata abrió los ojos, bajó los brazos y dijo dirigiéndose a Antonio mientras caminaba hacia la puerta:
– ¡Tú te quedas aquí!
– Pero yo puedo ayudar – protestó Antonio.
– ¡Tú no te muevas! – le ordenó el monje muy serio. – Y usted también se queda aquí, señorita.
Antonio y Vanessa obedecieron.
Media hora después regresó Tathagata seguido por los otros cuatro monjes que formaban el monasterio. Después de presentarlos a cada uno por su nombre explicó la situación a Antonella:
– Con este tiempo no podrán regresar. Dejamos los dos caballos en el segundo domo, donde quedaron protegidos. El tercer domo está dañado y no podremos repararlo hasta que cesen el viento y la lluvia. Tendremos que acomodarnos todos aquí.
Enseguida, dirigiéndose a sus amigos agregó:
– Es el momento de ofrecer a nuestros huéspedes la ceremonia del te.
– ¿Qué es la ceremonia del té? – quiso saber el Toño.
– Es un modo de agasajar a las visitas. Es una señal de hospitalidad. Cuando lo hacemos entre nosotros nos sirve también para hacer más agradable la vida, refinar el gusto, superar los miedos y crear mejores relaciones humanas. En el budismo la ceremonia del te es muy importante. No es nada especial y es algo muy especial, depende de cómo se entienda. Consiste simplemente en servir y beber te, como en cualquier casa. Lo especial es el espíritu con que se hace: sencillo, humilde, amoroso, y uniéndonos todos en un mismo espíritu y en silencio.
Mientras decía esto Tathagata puso a calentar el hervidor en el fogón que mantenía el domo calefaccionado, dejó delante de cada persona una taza blanca, echó una buena porción de te verde en la tetera y dejó al medio del grupo una bandeja con nueces y almendras. Cuando encontró que el agua estaba caliente y antes de que hirviera, la vertió en la tetera y la dejó reposar. Después, con una suave inclinación de la cabeza, correspondida igualmente por cada uno de los presentes, fue llenando las tazas, empezando por la de Vanessa y la de Antonio, continuando con las de sus amigos y finalmente se sirvió la suya. Tomándola entonces en sus dedos y saludándolos uno a uno con una sonrisa, bebió un sorbo, lo que fue imitado por todos. Fuera del domo el temporal arreciaba, pero nadie daba señales de estar preocupado. Incluso Vanessa se dejó influir por la tranquilidad del grupo y se mantuvo en silencio.
Más tarde, antes de recogerse para dormir, Tathagata abrió el libro del Tao–Te–Ching y leyó en voz alta:
– "Los grandes ríos son tan poderosos porque fluyen recogiendo en sí el agua que baja de sus alrededores. La persona sabia que desea ayudar, debe ponerse también en una posición más baja que los demás. En este caso, a pesar de ser superior, ella no será una carga para la gente y las personas no le harán daño. Las personas le seguirán alegremente y no le darán la espalda. La persona sabia no compite con nadie; por lo tanto, es invencible. Y ella misma, constantemente, progresa más y más, pero las personas no la envidian. La persona sabia no lucha contra nadie; por lo tanto, nadie en el mundo entero puede obligarla a actuar en contra de su propia voluntad."
Terminando de leer Tathagata preguntó:
– ¿Qué les parece esta enseñanza? ¿Quién nos puede explicar?
Uno de los jóvenes monjes tomó la palabra:
– La formación del gran cauce de un río, que recoge de las fuentes pequeñas de más arriba, nos enseña cómo se forma y fortalece una persona de gran conocimiento y sabiduría. Para aprender de los demás hay que estar dispuesto a recibir las enseñanzas de todos. Para estar dispuesto a recibir las enseñanzas de los demás, no hay que creerse superior a ellos. Si uno cree que sabe más y que es superior, no recibe nada que lo haga crecer, porque la sabiduría, igual que el agua, no sube hasta la altura en que él se coloca. Por eso dice que el sabio, poniéndose en la posición más baja, progresa más y más, igual que el cauce del río que recoge de las fuentes de más arriba.
El hombre que estaba a su lado agregó:
– Y nadie lo envidia. Porque al pueblo, a las personas en general, no le gustan los que se creen superiores, y por eso los envidian y los combaten. El monje que quiere enseñar a los demás debe ser humilde, y nadie le hará daño.
El Toño levantó la mano pero enseguida la bajó.
– Dinos lo que piensas, Antonio – le dijo Tathagata infundiéndole confianza.
Antonio se atrevió a decir:
– Usted leyó que si uno no compite es invencible; pero me parece que si uno no compite con los otros, permanece débil porque no se ejercita.
Tathagata, después de pensarlo un momento comentó:
– Tienes razón, Antonio. Las cosas tienen siempre dos lados y hay que mirar las cosas desde distintos puntos de vista. Para crecer, hay que ejercitarse, como dices. Y también es cierto que si uno no pelea con los otros, no le pueden pegar.
– Si uno es débil, aunque no quiera pelear, fácilmente es víctima de los que son más fuertes que él. Yo creo que debemos ser fuertes. Y siendo fuertes, no pelear.
– Eres muy inteligente, Antonio.
Luego, dirigiéndose a los otros monjes Tathagata agregó:
– ¿Vieron como un niño nos puede enseñar, si lo escuchamos atentos y abiertos a entender lo que dice? Si nos creyéramos poseedores de la verdad completa porque hemos estudiado el Tao–Te–Ching, no podríamos aprender.
Tathagata se levantó, acarició al muchacho en la cabeza y se retiró a un rincón con el libro en la mano. Uno a uno los demás lo imitaron y un rato después estaban todos dormidos. Fuera del domo continuaba lloviendo y el agua comenzaba a escurrir hacia abajo juntando pequeños cauces que fluían hacia el río.
Al amanecer Tathagata preparó un desayuno para todos. El tiempo estaba sereno aunque sumamente frío. Inmediatamente después los monjes comenzaron a trabajar en la reparación del domo dañado. Antonio sacó los caballos y los llevó a pastar. Vanessa continuó durmiendo hasta que el ruido de los trabajos la despertó. Se sirvió el desayuno que había quedado en la mesa y al medio día, después de agradecer y despedirse jovialmente de los monjes, regresaron a casa bordeando el río que con la lluvia recibida había aumentado su cauce y corría más rápido. Antonio pensó que él también había crecido.
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