XXVII.
El padre Hernando Kádenas no lograba concentrarse en la oración. De rodillas en el reclinatorio frente al altar lateral de la Basílica, por más que luchaba internamente para volver su imaginación hacia los misterios gozosos del rosario, su imaginación lo llevaba irresistiblemente a pensar en el joven Gerardo, su nuevo discípulo espiritual. Su vista se desviaba inconscientemente desde el sagrario hacia la imponente estatua que se encontraba a un costado del altar, que representaba a San Sebastián, un apuesto joven con el torso descubierto atravesado por una flecha. Cerrando los ojos, la imagen inerte del mártir se transformaba inconscientemente en la del muchacho, cuyo cuerpo desnudo se le presentaba vivo y seductor. Le turbaba pensar que esa tarde se encontraría a solas con el joven, que llegaría como todos los miércoles a solicitar su orientación espiritual. Lo había confesado el sábado, en que nuevamente tuvo que reprenderlo cuando el muchacho le confesó que había pecado imaginando tener sexo oral con un joven desconocido.
Gerardo Castro estaba decidido a vencer la tentación, para lo cual contaba con la ayuda de Dios, que el padre Kádenas le aseguraba que no le faltaría, siempre que dedicara mucho tiempo a la oración, que cultivara la devoción a la Virgen María, que practicara constantemente la lectura y meditación de la Biblia y de las vidas y obras de los santos de la Iglesia, y que realizara pequeños sacrificios cotidianos tales como comer poco, prescindir de los postres, no fumar ni beber cerveza ni licores, ducharse con agua fría, apartarse de todas las personas y lugares que le indujeran a pecar, vestirse con ropas viejas y sonreir en silencio ante las personas que se mofaran de sus hábitos austeros. Además, todas las noches antes de dormirse debía realizar un examen de conciencia, llevando un registro completo de las veces que había faltado o realizado defectuosamente esas prácticas virtuosas, así como también de las tentaciones que había sentido, dejando anotado si las había vencido o caído en ellas. Finalmente, poco a poco debía acostumbrarse a pensar que Dios lo estaba permanentemente mirando y vigilando.
Si cumplía religiosamente con todo eso y sin embargo incurría en un pecado – le había asegurado el padre Kádenas –, no debía preocuparse demasiado, porque para eso la misericordia de Dios había instaurado la confesión del pecador arrepentido, cuyo regreso a la comunión eclesial era celebrada igual como el padre de familia que celebra el regreso del hijo pródigo, o como el pastor que se alegra y hace fiesta cuando la oveja perdida vuelve a su rebaño.
El padre Kádenas, que le enseñaba todo eso, estaba él mismo profundamente convencido de que tal era la enseñanza de la Iglesia para todos los que hubieran decidido consagrarse a Dios; y él mismo lo practicaba con religioso rigor y severidad, lo que le había merecido la fama de ser un sacerdote santo, bendecido por Dios. Naturalmente, sólo su propio confesor conocía sus pecados, que le eran ritualmente perdonados y borrados en el confesionario.
Gerardo Castro se acercó al padre Kádenas con la confianza de saberse querido por él, que le había demostrado muchas veces que lo consideraba uno de sus discípulos predilectos, escogido por Dios para seguir su mismo camino y vocación. El joven, además, había intuido que el padre, igual que él, tenía orientación homosexual, lo que no le había impedido alcanzar el sacerdocio y la vida santa consagrada a Dios.
Al ver el rostro sonriente de Gerardo, los latidos del corazón de Hernando Kádenas se aceleraron. En sus 48 años de vida y 20 de sacerdocio, le había ocurrido más de una vez sentirse enamorado de alguno de los jóvenes que debía orientar espiritualmente y guiar al sacerdocio. En algunas ocasiones el amor le había ayudado si lograba convertirlo, no sin entablar un duro combate interior, en una energía positiva que le fortalecía el espíritu y su entrega personal a la sagrada misión, que así cumplía con un celo acrecentado. Pero en otros casos, especialmente cuando se trataba de un joven gay, el enamoramiento lo subyugaba convirtiéndose en una atracción sexual intensa, dando lugar en su alma a verdaderos combates con el Espíritu del Mal que lo tentaba y lo vencía despertando sus bajos instintos. El resultado de esos combates interiores lo veía él reflejado, a veces en que el joven amado desertaba de su vocación, y otras veces en su llegada final a recibir la ordenación que lo habilitaba para el ejercicio del sagrado ministerio.
En esta ocasión, turbado el espíritu por la fuerte tentación que había sentido mientras rezaba el rosario ante la estatua de San Sebastián, Hernando Kádenas sucumbió. Al ver a Gerardo entrar a la sala donde lo esperaba, ansioso, se levantó, le extendió los brazos, lo abrazó pegando su cuerpo al de él, y tomando su rostro entre las manos lo besó en los labios, haciendo enseguida que su lengua se introdujera y moviera lascivamente en la boca de Gerardo, que después de un momento de desconcierto respondió también conforme a su instinto.
Comenzó a bajar su mano derecha para tomar el miembro endurecido del joven que sentía presionar sobre el suyo, cuando unos suaves golpes en la puerta lo paralizaron. Tomándolo de los brazos lo alejó con fuerza, ordenándole con un gesto enérgico que se sentara en una silla. Se secó los labios con un pañuelo, se puso una chaqueta y se asomó. Era sólo un grupito de niños que se alejó corriendo después de golpear también la puerta de otro sacerdote, al que saludó cuando se asomó para ver quién lo buscaba.
Cerró la puerta esta vez asegurando el pestillo. Vio a Gerardo con el rostro ensombrecido y lagrimando.
– Perdone, padre. No sé qué me pasó. Lo siento mucho. Yo no quería.
Hernando Kádenas sintió vergüenza y ternura. Pasó fugaz por su mente el recuerdo de otra situación similar, ocurrida hacía ya diez años, en que había amado y besado en circunstancias similares a un bello y generoso muchacho llamado Alejandro, que algún día sintió también la vocación. Lo diferente fue que aquél muchacho no era gay, y cuando él lo agarró a besos y empezó a masturbarlo, en vez de aceptarlo y quedarse después esperando con humildad el perdón de Dios, lo había empujado con fuerza y escapó corriendo. Nunca supo qué había sido de él. Trató de olvidar aquél feo recuerdo, y tendiendo un pañuelo a Gerardo para que secara sus lágrimas, dijo mirando hacia el cielo.
– Hemos pecado, Gerardo. Los dos hemos pecado. Pero debes saber una cosa.
Caminó hacia un estante repleto de libros, cogió uno que abrió en una página que mantenía marcada con un papel.
– Escucha lo que escribió un santo, un místico inglés del siglo catorce, en este libro de orientación espiritual titulado 'La nube del no-saber'. Se está refiriendo a un pecado cometido por un discípulo. Dice: "Has de saber que si has elegido un modo de vida consagrada y hecho una opción radical por Dios, esto queda en pie aunque tengas algún fallo pasajero. No hay un consentimiento pleno y por esto, para ti, sería un pecado más leve". Además, todos los Padres de la Iglesia enseñan que para llegar a Dios debemos ser humildes, y saber y sentir que no somos nada. El pecado es lo que nos hace ser humildes, y acercarnos con arrepentimiento a pedir el perdón de Dios, que nunca aparta su amor de nosotros.
Gerardo lo escuchaba con atención pero sin dejar de derramar gruesas lágrimas. Había llegado tan contento y orgulloso con su libreta en la mano, donde había registrado solamente cosas buenas desde su última confesión, y ahora se sentía nuevamente sucio, más sucio y pecador que nunca antes. Kádenas, entonces, le ordenó:
– Ponte de rodillas, que te daré el perdón porque tus lágrimas demuestran que estás arrepentido. ¿Tienes algo más de qué confesarte?
– No, padre, nada grave. Creo.
– Bien, entonces, ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filli et Spiritus Sancti. Ya estás limpio otra vez. ¿Ves que no es tan terrible? Olvida lo que pasó hoy aquí. Olvídalo para siempre, porque Dios mismo ya lo borró y olvidó. Ahora, levántate y ve a rezar, como penitencia, los cuatro misterios del rosario. Anda, ya, porque debo ir yo también a confesarme.
Después de un momento agregó:
– No te extrañe que yo también, siendo sacerdote, sea pecador.
Al decir esto volvió a tomar el libro que había dejado en la mesa, lo abrió en otra página marcada también con un papel, y leyó:
– "El día del juicio final será realmente glorioso, pues la bondad de Dios brillará claramente. Algunos de los que ahora son despreciables y miserables, y quizá pecadores inveterados, reinarán aquél día junto a los santos. Y quizás algunos de los que nunca pecaron gravemente y que ante las apariencias de todos son personas piadosas y veneradas como buenas, se encontrarán en la miseria entre los condenados. Ten en cuenta que las secuelas del pecado original te asediarán hasta la tumba, a pesar de tus esfuerzos. Has de comprender que en esta vida no podrás vivir sin angustias. Por lo que respecta al pecado, cada día te traerá alguna nueva tentación al mal, que deberás cercenar. Pero no te pongas demasiado nervioso con las caídas. Pues con la ayuda de los recursos que pone a disposición la Iglesia, y de los que te he enseñado, confía en que los efectos del pecado no podrán impedir tu crecimiento".
Aliviado por esta lectura Hernando Kádenas abandonó la sala y caminó por el pasillo hacia la puerta donde había visto al otro sacerdote de la parroquia cuando los niños pasaron golpeando las puertas. Un férreo mecanismo de defensa interior le impedía pensar en el daño moral que había infligido al muchacho. Su preocupación era borrar pronto su propio pecado de lascivia, que podía llevarlo al infierno si tenía la mala suerte de sufrir un infarto antes de confesarse. Sólo a eso tenía miedo, y lo conjuraba con la confesión, la devoción a la Virgen, la oración constante, y la práctica cotidiana de sacrificios y penitencias.
* * *
Llegó el sábado. El padre Kádenas estaba contento porque ese día, después de las confesiones habituales daría inicio al nuevo procedimiento establecido por la Conferencia Episcopal del país para dar curso a las vocaciones sacerdotales, al que él aportaría con los cinco jóvenes que había escogido tan cuidadosamente, y a los que estaba preparando para que consagraran sus vidas al servicio de la Iglesia y del Señor. Había recibido la misión de organizar un retiro espiritual dirigido a los jóvenes de entre 14 y 18 años que en alguna ocasión hubieran manifestado el deseo de ser sacerdotes. El objetivo del retiro era solamente ayudarlos en el discernimiento de su vocación.
La sequía de vocaciones religiosas era desde hacía años la principal preocupación de la Iglesia en todo el mundo. Muchas parroquias no contaban con un sacerdote y estaban a cargo de feligreses laicos. Numerosas iglesias se mantenían cerradas, o habían sido vendidas y demolidas para construir edificios de altura en los terrenos, o entregadas a instituciones culturales, o expropiadas por el Estado y los municipios para atender a las personas afectadas por los frecuentes desastres ambientales que se producían por causa del cambio climático. Como consecuencia de ello, los sacerdotes que proveían vocaciones eran altamente valorados y la Iglesia les proporcionaba los mejores medios de que disponía para facilitar su labor pastoral. El padre Hernando Kádenas era uno de ellos. En realidad, era el mejor de todos, y ello le valía todo tipo de reconocimientos. Este año tenía cinco buenos candidatos que proponer, lo que no era un récord para él, pero sí la cantidad que entre todos los curas del país destacaba por sobre todos. Y lo que era aún más valorado era que los candidatos que él proponía y orientaba, finalmente llegaban a la meta en la mayor proporción. Esta vez sus expectativas eran que, de sus cinco escogidos, al menos dos llegarían a consagrarse. Estaba ya rezando especialmente para que Gerardo Castro, su discípulo predilecto, fuera uno de ellos.
Deseoso de dar la noticia y las instrucciones correspondientes a los jóvenes procedió a despachar rápidamente sus confesiones, reduciendo además las penitencias a no más de un padrenuestro, tres avemarías y un gloria. Ya reunidos en la sacristía les hizo la alocución que había preparado con esmero.
– Queridos Gerardo, Jovino, Mario, Arturo y Esteban. Tengo hoy una gran noticia para ustedes, que estoy seguro que los pondrá felices. Ya no tendrán que esperar mucho tiempo para comenzar oficialmente en la Iglesia la carrera espiritual cuya meta no es otra que la ordenación sacerdotal. Como saben, la última modificación del Derecho Canónimo realizada en Roma, estableció los 20 años como la edad mínima para entrar a un Seminario. Para esa carrera espiritual yo los vengo entrenando desde que los seleccioné como los mejores, formando el equipo que espero que con el tiempo llegue a ser el vencedor. Lo nuevo, la noticia especial que hoy les tengo, es que la Conferencia Episcopal decidió adelantar el proceso creando un instancia de discernimiento y preparación, consistente en retiros espirituales de dos semanas, que se realizarán cada año, en los que podrán participar los jóvenes que, como ustedes, hayan sentido alguna vez la vocación al sacerdocio.
Kádenas los miró uno a uno, observando sus diversas reacciones. Después completó la información:
– Se realizarán dos retiros, uno para los jóvenes de entre 17 y 19 años, y el otro para los muchachos de entre 14 y 16 años. En ellos participarán solamente jóvenes que sean inscritos por sacerdotes que den fe de que merecen el privilegio. Ustedes no se preocupen, pues ya procedí a inscribirlos. Gerardo en el retiro de los menores, y Esteban, Mario, Arturo y Jovino en el de los mayores. ¿Qué les parece?
Arturo levantó la mano. Kádenas le cedió la palabra.
– No creo que pueda ir, padre.
– ¿Por qué lo dices?
– Es muy difícil que mis padres me den permiso.
– Pero a tí ¿te gustaría participar?
– Sí, padre, por supuesto que sí; pero debo obedecerles ...
– Mira, hijo. Es cierto que hay que obedecer a los padres, así como hay que obedecer al gobierno y a las leyes. Pero antes de todo, los católicos debemos obedecer a Dios y a la Iglesia. Nada es más importante que obedecer a Dios. Tú irás al retiro, porque es lo que Dios quiere y te manda que hagas, sin duda alguna. Tendrás que hacer como Jesús, que a los doce años se separó de sus padres y fue al Templo sin decirles nada, para cumplir la voluntad de Dios.
Arturo guardó silencio, pensando. ¿Cómo sabe el padre cuál es la voluntad de Dios para mí? El más entusiasmado con la noticia que les daba el sacerdore fue Gerardo. Sus padres no le pondrían dificultad ninguna, porque poco se preocupaban de él. Y si el padre Kádenas lo decía, él no tenía porqué dudar de que esa era la voluntad de Dios.
La reunión continuó con muchas preguntas que plantearon los jóvenes sobre las fechas, lugares y condiciones en que se realizarían los retiro. Como broche de oro el padre Kádenas les dio finalmente la noticia que a él más lo entusiasmaba.
– Me han pedido que sea uno de los sacerdotes que dirija el retiro espiritual del grupo de entre 14 y 16 años. Es un reconocimiento y un premio que me hace la Conferencia Episcopal, y que yo recibo feliz y que acepté con humildad.
Los muchachos aplaudieron. El sacerdote tenía solamente una cosa que agregar:
– Ahora, queridos jóvenes, celebremos tan buenas noticias, compartiendo unos pasteles y gaseosas que compré para la ocasión.
* * *
A esa misma hora pero lejos de allí, en una parroquia de provincia, otro sacerdote, tendido en una hamaca en el jardín de la casa parroquial, se cuestionaba sobre la decisión que debía tomar en relación con lo que le había planteado su obispo
Anselmo no tenía en su haber ninguna vocación sacerdotal que pudiera atribuirse; no había presentado nunca un postulante al seminario; ni siquiera ejercía aquella función ministerial que llaman 'dirección espiritual'. Le ocurría más bien lo contrario. Él rehuía todo lo que pudiera influenciar las decisiones que creía que los jóvenes debían adoptar por su cuenta y con entera libertad. Cuando don Ruperto le explicó que fue elegido para conducir el retiro por el éxito notable que tenía en la parroquia, una de las pocas que podía verse llena en una misa, protestó diciendo que la causa fue la peste que produjo tantas muertes y que asustó a la gente, y no alguna actividad pastoral que él hubiera emprendido.
Anselmo tenía pocas creencias y convicciones. Una de ellas era que la conciencia de cada persona es un lugar sagrado, que ningún hombre tiene derecho de intervenir ni siquiera con los fines más nobles y santos. Incluso el mismo Dios no realiza nada que pueda condicionar o reducir la libertad de un individuo, ni siquiera para llamarlo o para regalarle algún bien espiritual especial, a menos que la propia persona se lo haya pedido con insistencia y durante mucho tiempo en la oración. Eso lo había aprendido en el seminario de su propio director espiritual, con el que rara vez había hablado; se lo había enseñado, sí, pero no directamente en palabras de él, sino a través de una lectura que el anciano varón le había recomendado, ya no recordaba de cual de los maestros de espiritualidad cristiana.
Y ahora el obispo le había informado nada menos que la Conferencia Episcopal lo había elegido a él, para que junto con otro sacerdote muy famoso en la Iglesia, dirigiera un retiro espiritual a muchachos que habrían manifestado alguna vez su intención de ser sacerdotes. La tarea implícita encomendada era, obviamente, reforzarlos en esa idea, mostrarles lo maravilloso que es el llamado divino, y convencerlos de que la voluntad de Dios era que se decidieran por una vida consagrada al sacerdocio.
Como todos los domingos el padre Anselmo, antes de la misa, se instaló en el ingreso de la iglesia para saludar a los que iban llegando. Esperaba encontrarse con Antonella porque quería hablar con ella algo importante. La vio venir, acompañada de Antonio, como era habitual, y también por Vanessa, lo que ocurría solamente en algunas ocasiones. Pero ya era hora de comenzar la celebración, por lo que se limitó a preguntarle si al terminar la misa podría ir a la sacristía porque tenía algo que decirle.
– Por supuesto, padre Anselmo.
Durante la misa Vanessa, que no perdía ocasión de bromear con su amiga, le dijo varias veces al oído que estaba terriblemente celosa porque el cura no la había llamado a ella.
– Se ve que te prefiere y que le gustas, Anto. ¿Qué vas a hacer?
– Cállate, loca, que a la misa venimos a rezar.
– Y a mirar a Anselmo también ¿no?
– No. Déjate ya de bromas, Vanessa.
– Es que estoy celosa. ¿Sabes? Me quedo calladita si dejas que te acompañe a la sacristía.
– Está bien; pero ya, déjate de bromas.
Al terminar la misa, mientras la iglesia se iba vaciando, Antonella con Vanessa que la había tomado del brazo, y seguidas por el Toño, entraron a la sacristía. Anselmo ya se había sacado los paramentos. Vanessa notó que al hacerlo se había despeinado.
– No se ve mal así, todo despeinado ¿verdad? – le comentó a su amiga al oído, pero suficientemente fuerte como para que él la oyera.
Anselmo le sonrió, se peinó con la mano y les dijo:
– Lo que tengo que hablar es sólo con Antonella. ¿Pueden dejarnos un momento?
– Por supuesto, Anselmo. Ya salimos el Toño y yo.
Mientras iban saliendo se volvió a decirles, sonriendo con picardía:
– Pórtense bien ¿ya? Miren que estaremos cerca.
– Ella vive bromeando – comentó Antonella, sintiendo que debía dar una explicación al sacerdote.
– Sí, Antonella, lo sé. Es una buena chica, simpática, alegre y dicharachera. Pero vamos a lo que tengo que conversarte. Sucede que el obispo me informó que la Iglesia está organizando un retiro para muchachos de entre 14 y 16 años. Es un retiro de dos semanas, en un lugar cerca de Santiago. A todos los curas nos pidieron que invitemos a muchachos que nos hayan dicho alguna vez que quisieran ser curas. Como tu hijo Antonio me lo dijo algunas veces, pienso que es mi obligación contarle que está invitado por la Iglesia. Pero te confieso que yo no estoy de acuerdo con que a esa edad los niños tengan que plantearse o preguntarse sobre algo tan importante para sus vidas. De hecho yo se lo dije a él mismo cuando me preguntó si él podría ser sacerdote. En fin, que decidí no decirle del retiro nada a él, pero contártelo a tí, para que junto con Alejandro decidan ustedes si decirle o no decirle. Ustedes lo conocen mejor que yo, y como sus padres, son los que tienen la responsabilidad de su formación.
Antonella lo pensó un momento. Comentó:
– Por mí, estaría bien. Antonio es un niño bastante independiente, que piensa y decide con su propia cabeza. Yo no tendría nada en contra de que algún día llegue a ser sacerdote. Él me ha comentado también algo al respecto y yo no sé mucho qué decirle. Pero, de lo que estoy segura, es de que Alejandro se opondría muy tenazmente. Él no quiere saber nada de religión ni de curas, y yo evito discutir con él sobre eso.
– Bueno, Antonella. Me parece muy bien, tanto lo que piensas tú como lo que me dices que piensa Alejandro. Creo que si Antonio fuera mi hijo, yo me opondría, porque conozco a curas muy descriteriados.
– ¿Sabes qué sacerdotes orientarán el retiro?
– Pues, mira, serán dos. Uno es de esos curas que yo considero descriteriados, aunque todos aseguran que es muy santo. Lo considero descriteriado, porque tiende a imponer la vocación a muchachos indecisos que todavía no han madurado. El otro, bueno, el otro, sería yo. Había decidido no aceptar, por lo que te dije de no estar de acuerdo en inducir la vocación a tan temprana edad. Pero cuando supe que estaría ese sacerdote que te digo que es descriteriado, decidí aceptar. Sólo por responsabilidad, para contrarrestar lo que él pudiera decirle a los muchachos. En fin, Antonella, creo que cumplí con mi deber informándote todo sobre este asunto. Es todo lo que tenía que decirte.
– Te agradezco mucho, Anselmo, por la confianza de decirme todo esto.
– Nada más que mi deber, Antonella. Nada más que mi deber.
Antonella se retiró pensando que tenía ahora un asunto complicado sobre el que pensar y decidir, y que debía también rezar mucho para no equivocarse.
Antonio se había adelantado y la saludó de lejos. Vanessa había ideado unas cuantas bromas que hacerle a su amiga, pero al verla salir tan seria se limitó a decirle:
– Uy! Antonella querida. Parece que nuestro amigo el cura no te dejó tan contenta como yo pensé que saldrías de ahí.
– Mira Antonella. Anselmo es un cura extraordinario. Tenemos suerte de que esté en El Romero.
– Lo sé, querida, lo sé. Es un hombre lindo, muy especial, y al mismo tiempo una persona como cualquiera otra. Me encanta, yo creo que me entiende, que es mi amigo, y por eso me atrevo a bromear con él, como bromeo contigo ¿sabes? ¿Sabes que una vez le conté todo de mí?
– No, no lo sabía; pero me parece muy bien. ¿Quieres contarme lo que te dijo?
– No. No recuerdo bien, pero fue algo como que yo era una chica muy linda y simpática, o algo así. Creo que fue todo lo que me dijo ese día. Y eso que traté de seducirlo un poco ¿sabes? Yo creo que le gusto, pero como es cura se reprime. El otro día, en el cumpleaños del Toñito no quiso bailar conmigo; pero conversamos harto.
* * *
Antonella decidió que ante todo debía conversar con Antonio.
– Te he notado muy pensativo últimamente, Antonio. ¿Tienes algún problema? ¿Te pasa algo?
– No, madre. Estoy bien. Pero sí, he estado pensando mucho. Siento que estoy creciendo y quiero saber qué hacer con mi vida, a qué dedicarme, qué ser cuando grande. Si lo tengo claro puedo empezar a prepararme, porque sea lo que sea, quiero ser bueno en eso.
– Aha! Y puedes decirme por dónde van tus pensamientos ...
– Sí, madre. Hace días que quiero conversarte. ¿Te acuerdas que un día te conté que había sentido como un llamado de Dios a ser santo? Fue después de escuchar al padre Anselmo en un sermón.
– Lo recuerdo, por supuesto, hijo. ¿Piensas todavía en eso?
– Sí, madre, todo el tiempo. Pero estoy confundido, porque he conversado con el padre Anselmo y él me dice que todas las personas estamos llamadas a ser santos. Y dice que uno puede ser santo de muchas maneras y dedicándose a cualquier cosa.
– Creo que él tiene razón, Antonio.
– Sí, lo entendí cuando me dijo que lo importante es sentir a Dios. ¿Y qué te dijo?
– Me dijo que soy todavía muy chico para pensar en eso, y que tengo que conocer el mundo, y conocerme a mí mismo, y descubrir en mí qué es lo que me gustaría ser.
– Así es, Antonio. ¿Y qué has pensado?
– He pensado que me gusta casi todo. Podría ser agricultor, piloto de aviones, científico, médico o cualquier profesión. Pero siempre pienso que, lo que más me gustaría, es ser cura. No sé bien por qué; pero lo veo como la mejor forma en que yo podría estar cerca de Dios y servir a los demás.
– ¿Se lo dijiste a Anselmo?
– Sí. Pero él me dice que no tengo que decidir ahora. Que lo que debo hacer es estudiar, leer, conocer el mundo, y conocerme cada vez mejor a mí mismo. Y también me repite lo que dice en los sermones en la misa: que a Dios lo podemos buscar y encontrar en la naturaleza, al interior de nosotros mismos, y en las otras personas. Es todo lo que me dice. Ni siquiera me explica qué hay que estudiar y hacer si uno quiere ser cura. Y yo quiero saber eso, pero no tengo a quien más preguntarle. Sólo conociendo cómo uno se hace cura puedo saber si realmente es mi vocación o no. Eso es lo que quisiera saber. ¿Tú sabes decirme algo?
Antonella se quedó pensando. Le pareció que tenía que responderle, y que la mejor forma era informarle lo que Anselmo le había contado.
– El domingo, después de la misa hablé con el padre Anselmo.
– Lo recuerdo. El quería hablar solo contigo, y a Vanessa y a mí nos dijo que saliéramos.
– Lo que me contó tiene que ver con lo que estamos hablando, Antonio. Me dijo que la Iglesia está invitando a los jóvenes que quieran informarse sobre el sacerdocio, a un retiro espiritual de catorce días.
– ¿Qué es un retiro espiritual?
– Un retiro espiritual es un tiempo en que las personas se alejan de todo lo que hacen normalmente, o sea, se retiran del mundo, por unos días, y allí se dedican a escuchar y leer enseñanzas espirituales, a reflexionar sobre ellas, y a rezar y encontrarse con Dios.
– Yo quiero ir. ¡Yo voy a ir!
Antonella lo miró muy seria y lo reprendió:
– Antonio, que quieras ir está muy bien. Pero que vayas a ir, está por verse. Todavía eres menor de edad, y no te mandas solo.
– ¿Pero tú me darás permiso, verdad? ¿Verdad que sí?
– No, Antonio. A mi me gustaría que fueras. Pero esta vez, para alejarte de la casa por quince días, necesitarás el permiso de Alejandro. El es tu padre y tiene la responsabilidad sobre ti. Para que puedas ir, necesitas el permiso de los dos, el mío y el de él.
– Mi padre no va a querer. No me dejará ir. Sabes que no quiere nada con los curas. Ni siquiera le gusta que hable con el padre Anselmo.
– Lo sé. Pero las cosas son así. Quizás Alejandro te de permiso, no lo sabemos ...
– ¿Y si no le contamos para qué es? Si le pido permiso para ir de vacaciones ...
– No, Antonio. Mentiras no. Yo haré lo posible por convencerlo. Tu también puedes hacer tu parte. Pero sin mentir ni ocultarle la verdad ¿entendido?
– Sí, madre. Pero no creo que vaya a ceder.
– Es difícil, Antonio, lo sé. Pero si fuera la voluntad de Dios que vayas, ocurrirá. Si no vas, será porque Dios lo quiere así.
– Entonces voy a rezar para que me deje ir.
– Está bien. Esta noche hablaré con Alejandro.
Antonella pasó toda la tarde pensando cuál sería el modo mejor de plantear a su marido la cuestión. Él siempre se negaba a conversar cualquier tema relacionado con religión e Iglesia. Siempre optimista, Antonella pensó que tal vez fuera ésta la ocasión en que Alejandro abriera una pequeña brecha en esa parte oscura de su mente que se negaba a mostrar y que ella no lograba comprender. Después de mucho darle vueltas decidió simplemente contarle lo que sabía, del modo más sencillo y directo que pudo:
– El domingo supe que la Iglesia está organizando un retiro espiritual, de dos semanas, para niños de entre 14 y 16 años. Será en Santiago, y lo guiará el padre Anselmo con otro cura. Antonio tiene muchas ganas de ir. Le dije que solo si tu le das permiso.
– ¡Por ningún motivo! Es muy chico para eso. Y ya sabes que no me gusta que se meta con los curas.
– No es tan chico – rebatió Antonella. – No olvides que él supo hace un año enfrentar sin estresarse nada menos que un secuestro, y librarse del encierro por sus propios medios. Creo que pasar dos semanas con otra gente y conocer un ambiente distinto al nuestro, le haría bien. Además, conoces al padre Anselmo, lo viste trabajar en la montaña, es un hombre sencillo y maduro.
– Antonella, no quiero hablar de esto, lo sabes. No quiero que Antonio se meta con los curas. No quiero, y punto.
– ¿Y punto significa que no quieres escuchar razones? No es tan razonable de tu parte, que siempre sabes escuchar, y convencer con argumentos. ¿Por qué le tienes tanto odio a la Iglesia? ¿O es temor lo que sientes?
– Perdóname, querida; pero sabes que no es un tema que yo quiera hablar. Simplemente, te pido que aceptes, por favor, que no quiero que vaya a ese retiro.
– Está bien, mi amor. Lo acepto; pero tendrás que hablarlo con Antonio, y creo que merece mejores explicaciones que una simple negación. Lo conoces bien y sabes lo independiente que es. Ten en cuenta que se puede rebelar. Y sabes que te respeta y que te quiere mucho.
– Mmm. Seguro que sí. Ya veré que decirle cuando me pida permiso. Pero al retiro ese, no irá.
* * *
Antonio habló con Alejandro durante un descanso, una tarde en que trabajaron juntos en la granja.
– ¿Puedo preguntarte algo?
– Claro que sí.
– ¿Por qué odias a la Iglesia?
– No, Toño, no odio a la Iglesia. Pero no me gusta nada lo que enseña ni lo que hacen los curas.
– Es que siempre te escucho hablar contra la Iglesia y los curas. Y no entiendo, porque me parece que lo que hace la Iglesia y lo que enseña el padre Anselmo no es malo. Dicen casi lo mismo que tú, que hay que ayudar a la gente, ser útiles a los demás, que hay que ser responsables, que hay que respetar a los padres, y que hay que amar a todo el mundo.
– Sí. pero eso no es todo. Los curas amenazan a la gente con irse al infierno si no cumplen los mandamientos. Los curas quieren que las personas les confiesen y cuenten todo lo malo y lo bueno que hayan hecho. Se creen superiores, y aseguran que tienen poderes divinos, como el de perdonar pecados, conseguir favores y milagros de Dios, y cosas así. La Iglesia se ha enriquecido asustando a la gente para que les dejen sus propiedades como herencia. Impiden el libre pensamiento, y enseñan cosas muy absurdas. Someten a las personas, diciendo que ellos son los pastores y que los demás debemos ser como ovejas obedientes. ¿Te parece que eso está bien?
– No, por supuesto que está mal. Pero el padre Anselmo nunca dice nada de eso. Al contrario, enseña que cada uno debe seguir su propia conciencia. Vive más pobremente que nosotros, y no pide limosnas en las misas.
– Y eso no es todo – agregó Alejandro decidido a convencer al Toño de que se alejara de la Iglesia. – Lo que enseña la Iglesia son patrañas, son supersticiones. Y a lo largo de la historia ha organizado guerras injustas y hecho mucho daño. Que Dios se hizo hombre y que se quedó en pedazos de pan y en vasos de vino ¿te parece que eso es algo que se puede creer?
– ¿Tú no crees en Dios, verdad?
– Verdad. No creo en Dios.
– Yo sí creo, porque me parece que los paisajes de la naturaleza lo reflejan, como si fueran un espejo en que él se mira. Y también siento que Dios está dentro de mí. No sé cómo, pero siento que está conmigo y que me quiere.
Ante esta confesión, y mirando el rostro y los ojos inocentes de su hijo adoptivo Alejandro se emocionó y no supo qué replicar.
– Tengo algo que pedirte, padre. Necesito que me des permiso para ir a Santiago por dos semanas a ese retiro.
– No puedo darte permiso, Toño, no puedo.
– Pero ¿por qué? Si no es nada tan grave y es solamente por dos semanas, durante las vacaciones del colegio.
– No, porque no. Porque ya te dije que no me gusta lo que enseñan ni lo que hacen los curas. Y yo quiero el bien para ti. Yo quiero que seas libre, que pienses con tu propia cabeza, no que te formateen la mente con supersticiones, que ya parece que tienes bastantes.
Antonio se quedó un momento pensando. Después replicó:
– Pero, padre. Me dices que sea libre y que piense con mi propia cabeza, y no me dejas hacer lo que quiero y esperas que piense igual que tú. Eso es contradictorio ¿sabes?.
Alejandro se desconcertó, pero sólo por un momento. Replicó:
– Mira, Toño. No es que quiera que pienses igual que yo. Pero, créeme, no es bueno para ti. Yo te quiero mucho, mucho, y conozco más que tú a los curas y a la Iglesia. No te puedo dar permiso.
– Quiero ir, por favor, déjame ir. Madre sabe más que tú de la Iglesia y no piensa que sea malo que vaya a ese retiro espiritual.
– Pero yo soy tu padre, y no irás a ningún retiro mientras seas menor de edad.
– Entonces yo no te hablo más.
Así dio término el muchacho a la conversación. Se levantó y siguió con el trabajo que estaban haciendo sin agregar nada. Estaba realmente molesto. Alejandro le dio una palmada cariñosa en los hombros, con lágrimas en los ojos. Las secó rápidamente con un pañuelo porque no quería que su hijo lo viera así conmovido.
Alejandro no imaginó que ese "no te hablo más" con que el Toño había puesto fin a la conversación, no significaba que no tenía nada más que replicar sino que, enojado con él por no darle permiso para ir al retiro, había decidido no dirigirle más la palabra, no hablar con él, y apenas responderle con un sí o un no cuando él le preguntaba. En la escuela había aprendido la que llamaban "la ley del hielo", que era una manera muy eficaz de presionar a una persona.
Alejandro conversó el problema con Antonella. Ella insistió ante Antonio que no debía ser tan terco y dejar esa fea actitud. Pero nada hizo que el muchacho volviera a hablarle a su padre. Diez días después, finalmente Alejandro cedió, muy de mala gana, diciéndole a Antonella que le dijera al Toño que le daba permiso para ir al retiro.
Cuando Antonella se lo dijo, Antonio corrió donde su padre, lo abrazo y le dió un beso diciendo:
– Te quiero, te quiero mucho, padre.
– Yo también te quiero, niño porfiado.
SI QUIERES LA NOVELA IMPRESA EN PAPEL LA ENCUENTRAS AQUÍ:
https://www.amazon.com/gp/product/B07GFSKQS3/ref=dbs_a_def_rwt_hsch_vapi_tkin_p3_i1