PRIMERA PARTE - LOS SERMONES DE ANSELMO. I. Ramiro Gajardo, encerrado en su palacete

PRIMERA PARTE

LOS SERMONES DE ANSELMO

 

I.

 

Ramiro Gajardo, encerrado en su palacete, evaluaba una y otra vez los daños que la peste había causado en la Colonia Hidalguía. Se sentía profundamente deprimido. Su mente estaba enteramente ocupada en las pérdidas sufridas, sin prestar atención a lo más importante que le había sucedido, que era estar vivo.

Había visto enfermarse a muchos de sus empleados. No los vio morir porque apenas caían en las garras de la mortífera peste los fue expulsando del búnker en que se había encerrado con sus más importantes subordinados, creyendo que hasta allí no los alcanzaría el mal que se desató sobre la ciudad de El Romero y sus alrededores, incluyendo los Campos de El Romero Alto donde se encontraba asentada su Colonia.

El primero en caer fue Conrado Kessler, que en su tiempo fue General Director de la Central de Inteligencia, Información y Control Ideológico (la temida CIICI) cuando él era Ministro de Seguridad Interior del Estado; el mismo que organizó ‘El Grupo’ armado de apoyo al Partido por la Patria, que Gajardo formó después de la caída de la Dictadura Constitucional Ecologista, y que fue hasta el final su mano derecha en la Colonia Hidalguía. Era éste su actual proyecto, con el cual continuaba su lucha por el poder. Lo consideró siempre su mejor compañero y su más fiel amigo, aunque no le tuvo piedad cuando lo agarró la peste y se vio obligado a echarlo del búnker sin atender sus lamentos y ruegos.

Nubia fue la segunda persona que tuvo que expulsar del búnker. Era una hermosa y sensual jovencita que oficiaba públicamente como su asistente personal, cargo que pagaba generosamente con dinero, regalitos y privilegios diversos. En realidad Nubia era su amante y acompañante. Cuando en ella aparecieron los signos de la enfermedad Gajardo tuvo el más grande temor de su vida, al comprobar que las dos personas más cercanas, con las que convivía a diario, estaban contagiadas. Temió por su vida día tras día, y se pasó todo el período del encierro hasta que terminó la cuarentena escudriñando su cuerpo, temiendo que le aparecieran los signos visibles del mal. Él, hombre acostumbrado a tener y ejercer poder, cuya voluntad se imponía ante miles de subordinados, que vivió siempre rodeado de guardias y de cuerpos armados que lo protegían, se encontró débil e indefenso ante el único mal que nunca previó que pudiera alcanzarlo.

Otras pérdidas que Gajardo consideraba entre las más graves fueron las de un ingeniero informático y dos de los programadores que operaban el criptomoney–sistem–game–hologramatic, el más importante sistema financiero que, antes de que se desatara la peste, estaba comenzando a proveer abundantes recursos para el desarrollo del proyecto Hidalguía. Durante todo el tiempo que duró la peste el sistema funcionó de modo deficiente y el valor de la criptomoneda descendió abruptamente, junto con el retiro de muchos de los que invertían en el sistema.

Dentro del búnker y fuera de él, en la Colonia Hidalguía, en los Campos de El Romero Alto, y también en la ciudad, la peste afectó por igual a dos de cada cinco personas; pero se daba de tres maneras. Los que eran afectados en forma aguda morían a los seis o siete días. La forma benigna duraba también siete días y los enfermos sanaban y sobrevivían sin daño. Pero en la mayoría de los casos la enfermedad se prolongaba un mes y aún más, y algunos morían y otros se salvaban. Los médicos no sabían por qué algunas personas no eran afectadas en absoluto, ni las razones de los tres modos de comportarse.

Al final, fueron 214 los hombres y mujeres que murieron en la Colonia; uno de cada diez asentados. Pero la disminución del personal que seguía trabajando fue mayor, porque muchos de los que no tuvieron cabida en el búnker de Gajardo se fueron a la ciudad con la esperanza de no ser alcanzados allí por la peste, o deseosos de encontrarse con sus familias. Sólo una parte de ellos regresó al trabajo cuando el mal se extinguió.

Recién ahora que no estaba ya a su lado, Gajardo empezaba a comprender lo importante que había sido Kessler para él y para la realización de sus proyectos. El mensaje que su amigo y mano derecha le había trasmitido poco antes de morir empezaba muy claro y directo, pero terminaba confuso, incomprensible, probablemente por efecto de la fiebre del enfermo. Había frases que no entendía, y mensajes que no lograba descifrar completamente. Lo había visto y escuchado varias veces. Decidió hacerlo una vez más. Activó su Intercomunicador Audiovisual Integrado (IAI) y apareció proyectada en la pared la imagen de Kessler, tendido en la cama, con el rostro demacrado, sin cabello y con una herida purulenta en el mentón. Era desagradable verlo en ese estado, por lo que ocultó la imagen y dejó solamente el audio del mensaje.

Estoy muriendo, jefe, y ya no nos veremos. Si por un milagro llego a sanar no estoy seguro de que volvería a trabajar contigo. Me echaste como a un perro sarnoso. A mí, que te entregué treinta años de mi vida. A mí que cumplí no solamente todas tus órdenes, sino incluso tus más nimios deseos. Hasta puse en tus manos a mi pequeña Vanessa sólo para complacerte. Fue cuando empezamos a compartir ese cuerpo maravilloso que perdí mi interés, diría que incluso el amor que sentía por ella. Tú decías que era mi prostituta y yo empecé a pensar en ella como lo hacías tú. Recién ahora me doy cuenta de que es un ángel. No la vayas a dañar, por favor, te lo pido como mi último deseo, por todo lo que hice por ti en mi vida. A pesar de todo el mal que le hice, ella viene a verme todos los días, y se queda a mi lado, y me acaricia con sus manos divinas tratando de aliviar mis dolores. No tiene miedo a contagiarse. Me cuesta comprenderlo, y porque me cuesta comprenderlo, entiendo tu miedo a contagiarte con la peste, y hasta puedo darte la razón de que me hayas sacado del búnker. Pero no te escuché siquiera una palabra de agradecimiento por todo lo que hice por ti y tus proyectos, aunque nunca llegué a comprenderlos del todo. Pero yo confiaba en ti y tú confiabas en mí”.

Hasta ahí el mensaje era claro. Gajardo reactivó la imagen. Se veía a Kessler que cerraba los ojos, que respiraba con dificultad, y que parecía dormirse, agitándose de vez en cuando, incluso con espasmos. Diez minutos después abría los ojos y empezaba nuevamente a hablar con frases entrecortadas; pero ahora todo era confuso, incomprensible. Solamente algunas palabras se entendían.

“… los muertos en la quebrada … el niño se escapa … irá por la moto … continuar con cuidado ... coronel Osorio …continuar … guerra de posiciones … la herencia … cuídala, no la toques … la cooperativa … la colonia … futuro ... no entiendo por qué … es un ángel … infiltrado”

Se veía aparecer una sombra y el mensaje quedaba trunco. Ver a Kessler en tan tristes condiciones y escuchar su mensaje amargaban a Gajardo aún más de lo que estaba. Apagó el IAI, lo tiró sobre la cama y siguió sumergido en sus negros pensamientos.

Se sobresaltó, media hora después, al sentir el timbre de la casa. ¿Quién viene a importunarme a esta hora?

Era el ex-coronel Juan Carlos Osorio. Lo dejó entrar.

Me disculpo por molestarlo, jefe; pero hace días que tengo que hablar con usted. Lo he esperado …

Está bien. Dígame a qué ha venido, y qué es eso tan importante que tiene que decirme.

Le informo que he retomado mis funciones, en el marco de las atribuciones que usted me ha confiado como Jefe de Personal. Lo mismo han hecho el Ingeniero Rigoberto Sandoval como Director de Obras; el Administrador de Campo el ex-capitán Onorio Bustamante; la Directora de Finanzas, Susana Rosende, el Director jurídico, abogado Benito Rosasco, y el Director del Recinto-9 Rudolf Kurnov. Todos ellos me encargaron que venga a verlo y a pedirle instrucciones sobre cómo continuar los trabajos de la Colonia Hidalguía.

Osorio guardó silencio esperando la respuesta del jefe. Tenía algo más que decirle, pero no se atrevía, esperando comprobar cómo Gajardo había recibido lo que ya le había dicho. El jefe se limitó a decirle:

Mmm. Está bien. ¿Algo más?

Sí, señor. Siento el deber de darle a conocer un mensaje póstumo que me hizo llegar por IAI el ex-general Kessler, que en paz descanse. Es bastante confuso, señor, porque me lo mandó estando casi moribundo; pero hay partes que se entienden.

Proyéctelo ahí.

Osorio sacó del bolsillo su IAI, lo accionó y apareció la imagen de Kessler en la misma posición y estado en que Gajardo lo había visto media hora antes. La voz entrecortada del ex-general se entendía apenas. “Gajardo me echó como a un perro sarnoso pero no (frase inconclusa). Tiene un proyecto muy grande que está por encima de nosotros … mantenerse a su servicio. (Rumores y palabras incomprensibles). Gajardo tiene visión económica y política, y es estratega; pero no entiende bien lo operativo … en el control … del poder ... (Kessler carraspea, tose, y dos minutos después continúa diciendo:) ... mi reemplazo ... necesita tu formación militar … te dejo mis armas … de guerra de posiciones a guerra de movimientos … que no le hagan daño a mi ángel (rumores varios, palabras incomprensibles, silencio).

Gajardo quedó pensativo. Enseguida dijo con voz segura:

Cópieme el mensaje y elimínelo de su IAI.

De inmediato, jefe.

Diez segundos después:

Hecho.

Bien. Llame a reunión de Consejo consultivo. El viernes a las ocho AM. Espero que cada uno prepare un informe detallado de los daños causados por la peste en las distintas áreas y sectores de la Colonia. Puede retirarse.

¡Sí, señor!


 

* * *


 

El padre Anselmo estaba contento. Se había levantado más temprano que nunca, para asear la iglesia, encender los cirios y preparar el altar para la misa. Eran actividades que antes realizaba el sacristán, pero Manolo había sido uno de los primeros habitantes de El Romero que mató la peste. También había fallecido don Renato, un sacerdote anciano que vivía en la parroquia y que fue de los últimos que murió por el virus. Ahora Anselmo estaba solo para cumplir las rutinas de la liturgia dominical.

La iglesia se había mantenido cerrada por orden de las autoridades durante todo el tiempo que duró la peste, en que fueron prohibidas las actividades que implicaran encuentros públicos que pudieran favorecer la difusión del virus. Durante esos largos y terribles meses Anselmo y el anciano sacerdote no habían parado de trabajar, desplazándose de un lugar a otro, casa por casa, dando la extremaunción a los moribundos, haciendo responsos por los muertos, confesando a cientos de personas que no habían asistido a la iglesia más que para bautismos y matrimonios, pero que temiendo morir querían hacer las paces con Dios por si fuera cierto aquello del infierno que espera a los pecadores.

El padre Anselmo estaba contento porque la peste había finalmente terminado y porque era el primer domingo en que la iglesia se abría para la celebración de la misa ante sus fieles parroquianos, que si bien nunca fueron muchos, se mostraban persistentes en el cumplimiento de los mandamientos de la Iglesia.

Entró a la sacristía para vestir los ornamentos sagrados. Esperaba encontrar dispuestos sobre el mesón los paramentos correspondientes a la fecha litúrgica, que era una de las responsabilidades del sacristán, pero nada estaba pronto. Debía él mismo encontrarlos en los cajones de la cómoda; pero entonces se dio cuenta de que no sabía qué tiempo litúrgico se celebraba . Los trabajos inusuales de esos meses le habían hecho descuidar enteramente los protocolos eclesiásticos. Como la información no se encontraba en la sacristía pensó que debía volver a la casa parroquial y revisar en la biblioteca. Desistió de hacerlo pensando que no sería tan grave si él mismo tomaba una decisión al respecto, de la cual por cierto no tendría por qué enterarse don Ruperto, su obispo. Supuso que en vacancia del sacerdote que encabezaba la parroquia debía asumir la responsabilidad de conducirla.

Endosó el alba, esa vestidura blanca que cubre el cuerpo del sacerdote desde el cuello hasta los tobillos y que representa la inocencia y la pureza del alma. Mientras musitó la oración consabida (Hazme puro señor para que santificado por la sangre del cordero pueda gozar de las delicias eternas), a su mente venían los colores escarlatas y morados de la sangre que brotaba de los cuerpos moribundos de los enfermos, y el negro que adoptaban los deudos sobrevivientes.

Debía escoger un color también para la casulla o manto sin mangas que se desliza por la cabeza y queda abierta por los lados, que representa el yugo de la ley de la caridad, y para la estola, banda larga de tela que se cuelga del cuello y se cruza en el pecho, que representa la dignidad con que debe ejercerse el sacerdocio. Dispuestos ordenadamente en los cajones estaban los ropajes blanco, morado, verde, amarillo y rojo. Recordó lo que aprendió en el seminario, del que había egresado apenas un año antes. El blanco era por la pureza y la perfección y no le pareció apropiado dadas las circunstancias vividas. Podía tal vez ser el morado, que es señal de oración y penitencia; pero ya había visto demasiado sufrimiento esos meses, como para encima recordárselo a los fieles. Tal vez el rojo, que significa el sacrificio y la sangre de los mártires; pero tampoco le pareció bueno. Desde niño Anselmo había pensado que las religiones debían ser alegres, y ni siquiera se sentía a gusto cuando rezaba frente a una cruz de la que colgaba el crucificado agonizante. El amarillo dorado, que representa el triunfo y la alegría, que se emplea en las grandes fiestas, tampoco era apropiado en la ocasión. No quedaba más que el verde, que en el lenguaje litúrgico y también en la vida cotidiana del campo representa la vida, la esperanza y la regeneración. Sacó la casulla de la cómoda y la endosó con decisión (Oh Señor, que dijiste mi yugo es suave y mi carga ligera, ayúdame a cumplir tu mandato de manera que obtenga tu gracia), e hizo enseguida lo mismo con la estola verde adornada de flores bordadas (Aunque soy indigno, accedo a la dignidad de tu sagrado ministerio).

Así vestido cruzó el templo y abrió los grandes portones que daban a la calle frente a la plaza. Se sorprendió al ver tanta gente que esperaba para asistir a la misa, muchos de pie en las escalinatas del templo y otros que se levantaban de los bancos de la plaza y se acercaban rápidamente al darse cuenta de que no todos encontrarían asiento en las bancas de la iglesia.

Anselmo sabía que desde siempre en la historia el temor a la muerte ha hecho surgir en los seres humanos la necesidad de religión. Ello porque el hombre y la mujer quieren creer que Dios tiene el poder de librarlos del mal, o en su defecto, que la muerte no es sino el tránsito a otra vida, perdurable, no sometida nunca más a los azares de nuestra precaria existencia terrenal. Se creía que de la misma religión dependía si esa otra vida sería de gozo y plenitud o de sufrimiento interminable.

Esta reflexión melancólica la hacía internamente el padre Anselmo, que entendía los motivos de la enormemente incrementada afluencia de personas a la misa dominical. Él hubiera querido que la renovada fe del pueblo fuera el fruto de una conversión espiritual madurada no en el temor sino en el amor a Dios y a los hermanos; pero las cosas no ocurrían como el desearía, sino conforme a los secretos de la psicología humana y, tal vez, de los designios inescrutables del Altísimo. Él mismo había elevado oraciones intensas pidiendo la salud para muchos apestados, y sobre los cuales tuvo después que elevar plegarias para que sus almas fueran recibidas en el cielo por la misericordia de Dios. En medio de tanto dolor y sufrimiento, su fe en la infinita bondad de Dios se había resentido bastante, aunque sin perderse enteramente, sobre todo al ver cómo crecía la fe, la esperanza y la caridad de los moribundos, que en su mayoría expiraban en paz después de recibir el consuelo religioso.

Una noche en que le tocó atender a demasiados moribundos, y que fue la misma en que vio morir a don Renato, el sacerdote con el que se repartían la atención religiosa de los feligreses de la parroquia, el padre Anselmo experimentó una dolorosa crisis de fe. ¿Cómo era posible que Dios permitiera tanta aflicción y muerte? Pero esa noche, durante la más oscura duda respecto a la verdad de sus creencias cristianas, el joven padre Anselmo decidió que seguiría siendo sacerdote, y que hasta su muerte continuaría entregado a las funciones religiosas, aún en el caso de que sus creencias no fueran sino piadosas mentiras. Lo decidió así aunque más no fuera porque esas creencias que la religión difundía tenían el poder de mitigar los dolores y de dar sentido al sufrimiento y a la muerte.

No hay oración más fuerte y más sentida que el grito desesperado de la madre que viendo gravemente enfermo a su hijo ruega a Dios que le salve la vida. Y si ocurre que el niño recupera la salud estando en peligro de muerte, la creencia de esa madre en que se cumplió un milagro divino se convierte en una fe que ningún motivo o razón podría quebrantar. Eso le había ocurrido a Rosario Meneses. Desesperada al ver que la peste había afectado a su Tomasito, su hijo de cinco años, lo tomó en sus brazos y se presentó frente al padre Anselmo rogándole que pidiera a Dios que lo curara. Le explicó que había rezado ya tres rosarios completos, pero el niño continuaba enfermo.

A mí, Dios no me escucha – le dijo sollozando – porque no he sido buena y este niñito no es hijo de mi marido, Dios me perdone; pero a usted lo escuchará, lo sé. Por favor, ruéguele a Dios que cure a mi pequeñito.

El padre Anselmo quiso explicarle cómo debía entenderse el poder de la oración, pero comprendiendo que la mujer no escucharía razones en el estado emocional en que se encontraba, se limitó a tomar la cabecita del pequeño entre sus manos y a rezar sobre él, en silencio, con los ojos cerrados, durante un par de minutos. Sintió que algo de la desesperación y de la fe de la mujer se traspasaba a su propia mente, y su oración fue más vigorosa y sentida que en tantas otras ocasiones en que había hecho el mismo gesto y levantado similar petición al padre del cielo.

Ahora vuelve a tu casa, Rosario, y cuida mucho al niño. Anda en paz y continúa rezando, que Dios sí te escucha. A todos nos escucha por igual, buenos o pecadores, como lo somos todos, buenos y pecadores.

En seguida el sacerdote agregó, haciendo sobre ella el signo de la cruz:

Por tu fe, y por la confesión que has hecho ante mí del que crees que fue un pecado, y que sin embargo generó la vida de tu hermoso hijito, yo te absuelvo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Ahora vete en paz, que tienes el alma tan limpia como la de Tomasito.

La mañana siguiente el niño comenzó a estar mejor y en pocos días estaba enteramente sano. Un médico le hubiera dicho a Rosario que Tomasito sanó porque la peste lo había afectado en su forma benévola; pero ella tenía una sola idea en su mente, y se lo decía y repetía a todas las personas con que se encontraba:

El bueno del padre Anselmo sanó a mi pequeñito. Le impuso las manos, rezó sobre él un largo rato, y Tomasito empezó a sanar. Yo lo sentí en mi alma, y supe en ese momento que mi niñito sanaría. Fue un milagro, un milagro de Dios, un milagro del padre Anselmo.

Desde ese día el padre Anselmo había experimentado un aumento considerable de las personas que venían a él pidiéndole curación, sea para ellos mismos o para algún familiar. Él no podía negarse a rezar por ellos, pero tampoco quería fomentar en la gente la creencia de que tuviera la capacidad de sanar a los enfermos, ni mucho menos el poder de hacer milagros.

Agobiado por la irracional exigencia de los feligreses, el padre Anselmo convenció a don Renato que emitiera una carta pastoral dirigida a los feligreses de la parroquia para explicarles el sentido de los milagros y lo que la Iglesia enseña sobre el poder de la oración. Pero la carta nunca fue terminada, porque el párroco falleció pocos días después, y porque el asunto se fue complicando en la mente de los mismos sacerdotes, toda vez que debían enseñar que la Iglesia pone muy difíciles exigencias antes de reconocer la existencia de milagros, que ocurren en muy raras y especiales circunstancias, y al mismo tiempo no desalentar las oraciones de los creyentes en el poder de Dios, al que todos dirigen cada día sus peticiones para tener suerte en cuestiones nimias de la vida cotidiana, o para las más importantes relativas a la protección frente a la enfermedad y la muerte. Al final, antes de morir, el párroco instruyó al padre Anselmo a que atendiera a todos los que se le acercaran pidiendo sanación y oraciones, invitándolos a rezar junto con él un padre nuestro, un avemaría y un gloria, y despidiéndolos con una bendición, no sin antes aconsejarles que persistieran rezando a Dios con fe, esperanza y amor.

A los que insistían demasiado el joven sacerdote les decía que él no tenía ningún poder especial más que los propios del ejercicio sacerdotal, y que la insistencia en pedirle milagros solamente demostraba superstición y ausencia de fe verdadera. Pero nada pudo impedir que por toda la ciudad se extendiera el rumor de que el padre Anselmo había sanado a Tomasito, lo que demostraba que era un verdadero santo y que, si lo había podido realizar una vez, nada impedía que pudiese repetir el milagro. Ello explicaba que ese domingo los feligreses que acudían a la misa le hicieran reverencias al pasar a su lado, mientras que otros, especialmente las mujeres más viejas, se le acercaran tocándole las manos o el atuendo sagrado que vestía.

Cuando llegó el momento del sermón y se encontró con las miradas expectantes de cientos de mujeres y hombres, niños, jóvenes y ancianos que esperaban sus palabras, el padre Anselmo sintió que esas personas necesitaban encontrar el sentido de sus vidas truncadas, consuelo ante el dolor por la pérdida de sus seres queridos, respuestas convincentes sobre la verdad de la existencia o no existencia de Dios, que tanto dolor y muerte les había hecho a veces creer en él, y a veces negar su existencia porque un Dios bueno no puede permitir tanto sufrimiento. Sintió que esas mismas eran sus propias dudas, sus mismas preguntas, sus personales esperanzas. Y no tenía respuestas, ni capacidad de consuelo, ni verdades que asegurar. Había preparado un sermón basado en las lecturas bíblicas del día, pero comprendió que no era lo que la gente necesitaba, y que por lo mismo, no era lo que Dios esperaba de él ese día. Pero tenía que hablar, decirle a toda esa gente que esperaba sus palabras, algo que les sirviera y les hiciera más fácil la vida. La voz le salió ahogada, casi sollozante; pero poco a poco, a medida que fue hilando las frases sus palabras brotaban con mayor seguridad.

Queridos amigos y queridas amigas, queridos hermanos.

Nos reunimos en este templo con grandes dolores en el corazón y con muchas dudas y preguntas en la mente. Nos azotó esta enfermedad, la peste terrible que mató a personas muy queridas de cada uno de nosotros. En casi todos los hogares perdimos a alguien a quien amábamos. Un hijo, una madre, un padre, un hermano, un abuelo o una tía, algún pariente o algún amigo querido. También a mí, en mi hogar pequeño, me tocó mi parte del dolor con la muerte de don Ruperto, que era para mí como un hermano mayor.

Me tocó ver el sufrimiento de tantos de ustedes, a los que visité para darles el consuelo del sacramento de los enfermos. Les escuché sus confesiones, sus temores, sus angustias, sus rabias y sus quejas ante Dios. ¿Por qué no escuchó nuestras plegarias? ¿O por qué a unos sí y a otros no? Yo sé que todos ustedes, igual que yo, queremos saber cuál es la verdad que se esconde detrás de todo esto que ha pasado.

Yo no tengo las respuestas. Pero puedo decirles, asegurarles, a los que creen que Dios los castigó por algo malo que hayan hecho en algún momento de la vida, que Dios no es así, que no es un ser vengativo, un castigador, sino un padre que nos ama perdidamente, a todos y a cada uno.

Sé también, por experiencia, que el amor aumenta, que se ensancha, que se manifiesta con toda su fuerza, cuando un hijo, o un ser querido, sufre y está en peligro de muerte. Yo quería al padre Renato; pero cuando lo vi caer enfermo y empezaron a aparecer en su cuerpo las heridas de la peste, me dí cuenta de que en verdad lo amaba. Estoy seguro de que lo mismo les habrá pasado a ustedes. Creo que todos tuvimos la experiencia de que nuestro amor crecía hasta hacernos doler el corazón y el alma cuando veíamos sufrir a una persona querida, y sobre todo si la perdíamos.

Yo creo que lo mismo le sucede a nuestro padre del cielo. El amor de Dios aumenta, si puede decirse así de un amor que es infinito, cuando nos ve sufrir y cuando crece nuestro propio amor por alguna persona que amamos. Dios, en estos meses de extremo sufrimiento y dolor de todos nosotros, nos amó como nunca, como nunca.

Les digo esto, no porque lo leí en los libros ni porque me lo enseñaron en el seminario. Se los digo porque lo sentí. Yo sentí el amor de Dios, que me dio fuerzas para continuar viviendo y cumpliendo mis tareas como sacerdote. Les voy a contar algo que me pasó una noche, al regresar a la iglesia, cansado después de estar en varios hogares que me pidieron que los visitara. Había llovido todo el día. Tirado en el suelo ante la puerta de la casa parroquial estaba un hombre, andrajoso, sucio de barro y con manchas de sangre en varias partes del cuerpo. Sus manos temblaban, tiritaba entero, sentía espasmos de dolor. De su boca salía una especie de ronquido doloroso. Me miró a los ojos, suplicante. No supe qué hacer. Era demasiado el sufrimiento de ese hombre. Me paralicé. Era como si yo sintiera algo del dolor de su cuerpo y de la soledad de su alma. Entonces empecé a sentir que desde atrás mío y por encima de mí, llegaba y se establecía una corriente de cariño, de ternura, de compasión y de amor, que no era mía sino que procedía de, no sé de donde, pero que pasaba por mi cuerpo y llegaba hasta el pobre hombre tendido en el suelo. En ese momento el hombre dobló sus piernas como acurrucándose, cerró los ojos, y expiró.

Queridos amigos y amigas, queridos hermanos, yo no sé si lo que enseña el catecismo sobre la vida y la muerte, sobre el cuerpo y el alma, es verdad o no lo es. Quiero creer que sí, que es verdad. Pero lo que sí sé, es que nuestra ciudad y nuestros campos han sido visitados estos meses, al mismo tiempo que por la peste y el dolor, por el amor. Creo, en verdad, que debiéramos dar gracias a Dios. Los invito, a los que de verdad sientan agradecimiento en su corazón, a hacerlo junto conmigo. Y a los que no sientan sino el dolor, o la rabia, o la impotencia, o lo que sea que experimenten en su corazón, los invito a expresar y presentar ante Dios ese dolor, esa rabia, esa impotencia, o lo que sea que sientan en este momento en su alma. No les sé decir nada más. ¿Sigamos la misa?

Antonella, sentada en la última banca de la iglesia, sintió brotar lágrimas de sus ojos. Nadie en su familia había muerto; pero había sufrido tanto ese tiempo y había sentido tanto amor por los enfermos que acompañó y cuidó durante esos largos meses en la escuela, que las palabras del padre Anselmo calaban profundo en ella.


 

* * *

En la tarde del mismo domingo los socios de la Cooperativa Renacer comenzaron a llegar a la parcela de Alejandro y de Antonella, que los esperaban a la sombra del nogal. En la mesa habían dispuesto bandejas con duraznos maduros y racimos de varios tipos de uva que cosecharon del huerto en la madrugada.

El Toñito, un niño de once años que la joven pareja había adoptado después de que unos campesinos lo recogieron tras el asesinato de su padre y su hermano, con la honda al cuello, se había subido a la rama más alta del árbol y se negaba a obedecer a Antonella que le pedía que bajara a ayudarle para acomodar varios pesados troncos que servirían para que los asistentes a la reunión se sentaran alrededor de la mesa.

Toñito. si no bajas de inmediato mañana te quedas en casa y no te llevo a la escuela.

Colgando de rama en rama y dando al final un salto desde un tronco que se extendía lateralmente a dos metros del suelo, en menos de diez segundos Toñito se ponía al lado de su madre adoptiva, que lo abrazó con cariño.

Quince minutos después todo estaba preparado para recibir a los socios de la cooperativa. Esperaban que fueran más de cien, pues antes de la peste la cooperativa contaba con ciento ochenta socios; pero no se habían reunido desde que se desató la enfermedad, y nadie sabía a cuántos miembros de la organización habría afectado.

Antonella, que durante los cuatro meses que duró la peste había atendido a varios en su escuela convertida en sala de cuidado de los enfermos, había visto morir sólo a tres de los socios. Uno de ellos era Carlos Cortés, que había llegado hacía pocos meses a Los Campos de El Romero Alto con su esposa Vanessa. Carlos en ese breve tiempo se había convertido en uno de los líderes más importantes del lugar, desarrollando el ambicioso proyecto de una Aldea Comunitaria, para el que había atraído y movilizado desde Santiago a varias parejas de profesionales y técnicos jóvenes. Lo más probable era que fueran varios más los fallecidos, atendidos en las clínicas del pueblo o en los otros lugares que se habían improvisado para recibir a tantos que fueron afectados por la peste.

Mientras Antonella preparaba la recepción de los socios, Alejandro regresaba de un encuentro con don Manuel, el vice-presidente de la cooperativa, en la casa de éste frente a su granja en la pendiente de la colina. Lo fue a ver porque necesitaba el consejo de una persona que conociera mejor que él la cultura campesina, debido a que sentía necesario presidir el reencuentro de los socios teniendo en cuenta que varios habían fallecido y otros habrían perdido a algún familiar. Abordar la situación con “factor C”, o sea en el mejor espíritu de amistad, compañerismo y solidaridad, era esencial y debía anteceder a cualquier análisis de los modos en que la cooperativa pudiera retomar y continuar los proyectos que fueron interrumpidos por la abrupta aparición de la peste en la zona.

Cuando comenzaban a bajar la ladera de la colina vieron a la distancia acercarse una moto a gran velocidad, que levantaba a su paso gran polvareda y que finalmente se detuvo frente al portón de la granja de Alejandro. El Toñito, recordando que hacía tiempo una moto como esa había llevado hasta allí al hombre de las botas que amenazó con un arma brillante a su padre adoptivo, corrió a esconderse detrás de un árbol, sin dejar de observar atentamente lo que sucedía. Desde allí pudo ver que de un ágil salto se bajó de la moto, no el temido Kessler sino una joven esbelta, vestida con un pantalón negro y una casaca roja, ambas prendas perfectamente ajustadas a su sinuoso cuerpo. Antonella se asomó a la puerta y Alejandro aceleró el paso, atento a lo que pudiera suceder. El Toñito fue el primero en reconocerla y partió corriendo a su encuentro gritando:

Es Vanessa, es Vanessa, es Vanessa.

La abrazó pegándose a su cuerpo, pero fue sólo unos segundos porque enseguida se subió a la moto y empezó a jugar que la manejaba moviendo el manubrio e imitando el ruido del motor. Antonella y Alejandro la saludaron cariñosamente. Habían estado juntos hacía un par de días, en que se encontraron para celebrar que la peste fue benévola con ellos. Don Manuel reconoció la moto del hombre con el que se había enfrentado en ese mismo lugar. Después de saludar a Vanessa le preguntó:

¿Esa no es la moto de Kessler?

Vanessa, sonriente, respondió: – Sí, era de él, pobrecito. Me la regaló poco antes de morir. Creo que tenía remordimientos por lo que me hizo cuando yo era niña, y también siento que estaba agradecido porque lo cuidé lo mejor que pude cuando lo agarró la maldita peste. Me dio pena cuando se murió, pero ya se me pasó.

Cambiando de tono, pasando de la alegría a la tristeza en sólo un segundo, agregó:

Lo que todavía me hace llorar a veces es recordar a Carlos, mi esposo, que también murió en mis brazos. Lo dejé sin siquiera explicarle por qué me fui de la casa, pero al final nos reconciliamos. Estuvimos de verdad enamorados. Pero, en fin, ya pasó todo. Hoy no quiero tener pensamientos tristes, así que, Toñito, pásate al asiento de atrás que vamos a dar una vuelta. Vuelvo luego, antes de que comience la asamblea.

Vanessa partió a gran velocidad camino arriba, en dirección a la Colonia Hidalguía; pero no tenía intención de llegar hasta allá. Pensaba que en algún momento volvería, pero no ahora en que llevaba a Toñito y en que debía regresar a la asamblea de la Cooperativa Renacer. Ella entendía poco del conflicto declarado que existía entre los dos proyectos en los que, aunque de modos muy diferentes, ella participaba. En todo caso, su corazón estaba con la Cooperativa, de la que formaba parte como socia activa. Pero también recordaba que en la Colonia había trabajado tres meses como modelo, excelentemente pagada, y que allá se encontraba Edgardo, el fotógrafo para el que había posado infinidad de veces y con el cual había intimado y tenido sexo en varias ocasiones. ¿O es que también él murió? Espero que no. Tendré que averiguarlo. Pero será otro día.

Antonella, Alejandro, don Manuel y la señora María se quedaron en el ingreso de la parcela acogiendo cariñosamente a todos los socios que fueron poco a poco llegando, e invitándolos a pasar hasta el lugar de la reunión. Vanessa fue una de las últimas. El Toñito no cabía en sí de gozo, y apenas cruzó la puerta fue corriendo a buscar su bicicleta.

Cuando les pareció que no llegaría nadie más, Antonella sugirió que era el momento de comenzar la reunión. Como presidente de la cooperativa, era Alejandro quien debía hacerlo. Éste había pensado que no era el caso iniciar la reunión conforme al protocolo habitual que imponía comenzar tomando la asistencia de los presentes para verificar si había quórum. Las circunstancias y el ambiente que reinaba entre los socios era muy diferente al de las asambleas que habían tenido los domingos hasta que fueron interrumpidas, hacía ya cuatro meses, cuando se prohibieron todas las reuniones en la ciudad de El Romero y en sus alrededores. Antes, apenas llegaban los socios, se armaban conversaciones bulliciosas y Alejandro demoraba varios minutos en lograr que guardaran silencio. Ahora, en cambio, se escuchaba el trinar de los pájaros y el moverse de las hojas del nogal bajo cuya sombra se encontraban. Alejandro, esta vez, no sabía cómo empezar.

Antonella, sentada a su izquierda, le tomó la mano. Tomó también la mano de Vanessa que había ocupado puesto a su otro lado, y se puso de pie, haciendo que también Alejandro y Vanessa se alzaran. Vanessa tomó la mano del hombre que estaba a su lado, que se levantó al mismo tiempo que lo hizo don Manuel, que tomó la mano libre de Alejandro, y así uno tras otro todos se pararon y tomados de las manos formaron un gran círculo.

Se produjo un silencio. Alejandro sabía que le correspondía decir algo, pero no se le ocurría como empezar. Nunca le había pasado que estuviera así bloqueado. Don Manuel se dio cuenta y sin soltar las manos de los que estaban a su lado dijo:

Compañeros y compañeras. Hagamos un largo minuto de silencio por los miembros de nuestra Cooperativa y por todos nuestros seres queridos que fallecieron por la maldita peste.

El silencio se extendió durante varios minutos. Alejandro, recuperado del bloqueo mental en que estuvo se dirigió a los presentes:

Compañeros y compañeras. Recordemos a nuestros seres queridos y a nuestros queridos socios que ya no están con nosotros. Si alguien quiere decir algo, por favor, adelante con confianza, que estamos entre amigos.

Antonella se dio cuenta de que varios querían hablar, pero nadie se atrevía a ser el primero. Pensó en hacerlo ella, pero justo cuando iba a hablar se le adelantó Vanessa, que sin soltarle la mano comenzó a hablar:

Yo tengo algo que decirles. Yo sé que muchos de ustedes me critican porque abandoné a mi marido, el bueno de Carlos, y me fui a trabajar a la Colonia esa de allá arriba. Tienen razón en que hice mal. Pasó así y no sé qué decir. Pero ¿saben? Cuando se desató la peste fui a cuidar a los enfermos, porque estudié terapias complementarias y quise ayudar a las personas. Yo traté de ser tan buena como Antonella que estaba cuidando enfermos en su escuela. Fui a la escuela de la Colonia porque ahí me pidieron que ayudara, no por otra cosa. Ahí llegó enfermo Carlos, mi marido. Lo cuidé y le dí todo mi amor, y estuve con él hasta que al final murió en mis brazos. Yo lo quise de verdad. Pero no es esto lo que quiero decirles. Lo que quiero es darles el mensaje que Carlos me pidió que les trasmita a ustedes. Cuando se reúnan, me dijo y me lo repitió varias veces, diles de mi parte que deben seguir adelante. Diles que continúen. Diles que yo los acompañaré desde donde me encuentre. Diles que no me olviden. Eso me dijo.

Se produjo un silencio. Nadie decía nada, hasta que la señora María dando un paso adelante y girando hacia su izquierda para quedar frente a Vanessa se puso a aplaudirla. Uno tras otro todos se sumaron al aplauso.

Vanessa, por primera vez en todo ese tiempo en que había sufrido en silencio, y en que hizo todo lo posible por mantenerse alegre para que nadie se entristeciera por culpa suya, se puso a llorar. Antonella la abrazó y las dos lloraron ante la vista de todo el grupo.

El aplauso se fue apagando, pero no completamente. Las miradas se levantaron hacia la copa del árbol. Quien continuaba desde allí aplaudiendo sonriente era el Toñito. Nadie lo había visto subir. Varios comenzaron a reír y el ambiente se distendió. Fue Alejandro el primero en tomar la palabra:

Baja de ahí Toñito, ahora mismo, y anda a buscar a la casa una garrafa de chicha de uva que dejé en la mesa.

Toñito bajó de tres brincos y partió corriendo. Antonella lo siguió y Vanessa tras ella. Tres minutos después Toñito llegó con la chicha, Antonella con una canasta llena de panes que había preparado la noche anterior, y Vanessa con una bandeja con muchos pequeños vasos, unos dispuestos sobre otros. Pusieron todo sobre la mesa. Alejandro hizo el primer brindis:

Por nuestro querido amigo y socio Carlos Cortés, que nos acompaña desde arriba.

Uno tras otro se siguieron los recuerdos y los brindis por los socios y parientes que ya no estaban. Antonella sintió que estaba asistiendo a una segunda misa ese día. Al final, cuando todos partían de regreso a sus casas, cada uno se fue con la certeza de que la Cooperativa Renacer y todos sus proyectos seguirían adelante. Para ello se reunirían para tomar acuerdos y decisiones el domingo siguiente.

 

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