XVI. ​​​​​​​El llamado que hizo Gustavo Cano a Vanessa

XVI.


El llamado que hizo Gustavo Cano a Vanessa tenía dos motivos. El primero era demostrarle que no tenía nada que ver con el secuestro del Toñito. La sabía bastante ingenua como para que lo considerara inocente por el solo hecho de llamarla y comentarle lo placentero que había sido la última noche que pasaron juntos, dando a entender de ese modo que estaba enteramente ajeno a cualquier otra cosa que hubiera sucedido. Pero además era importante recordarle que había abandonado el hotel después de las cinco de la mañana y no a las tres, como había ocurrido en realidad. El hecho de que Vanessa no le dijera nada cuando le dijo que llegó a las siete al lugar del siniestro lo tranquilizó, pues aunque ella a esa hora estaba exhausta y casi dormida, pudiera haber mirado la hora por algún motivo.

La otra razón del llamado era comprobar que Vanessa estuviera siguiendo las instrucciones del mensaje. Si no le decía nada a él que era su amante del que estaba enamorada, era una prueba de que no había hablado del problema con nadie. Y, en efecto, ella le contó solamente de un simple dolor en el tobillo.

Vanessa se devanaba los sesos tratando de imaginar quién pudiera ser el secuestrador del Toñito. Todo la llevaba a pensar que fuera alguien de Hidalguía. ¿Quiénes otros pudieran tener la intención de chantajearla amenazándola con matar al muchacho?

Pasaban las horas sin recibir las instrucciones que esperaba, y sus nervios ya la sacaban de quicio. Se sacaba y ponía la venda en el tobillo, procediendo a precarias curaciones. En otras circunstancias no hubiera dudado en buscar la atención de un médico. Pero ahora no le quedaba otra cosa que esperar.

Finalmente, cerca de las nueve de la noche, sonó el IAI. Quien la llamaba no estaba entre sus contactos, y el llamado no indicaba ningún número de referencia. Era extraño, pues nunca le había ocurrido que alguien pudiera comunicarse por IAI sin identificar al menos el número del que había realizado el llamado. Escuchó una voz lenta, deformada e imposible de identificar, que la conminaba con voz que no dejaba dudas de que la amenaza era en serio.

El res-ca-te del ni-ño vi-vo son seis mi-llo-nes de glo-bal-dol-lards.

¿Seis millones? Yo no tengo ese dinero.

Sa-be-mos que los pue-des te-ner. Los que-re-mos en e-fec-ti-vo en un ma-le-tín. Tie-nes cua-ren-ta y o-cho ho-ras o el ni-ño mo-ri-rá.

No sé si pueda. Voy a tratar. Por favor, no le hagan nada, no le hagan nada. Es un niño muy bueno e inteligente.

No nos in-te-re-sa. An-tes de que se cum-pla el pla-zo te lla-ma-re-mos pa-ra de-cir-te don-de en-tre-gar el di-ne-ro. Si sa-be-mos que vas a la po-li-cía o ha-blas con cual-quier otro, no lo ve-rás nun-ca-más.

Por favor, señor, por favor. ¿Cómo sé que el Toñito está vivo?

Tie-nes que creer-lo no más. ¿Por-qué í-ba-mos a ma-tar-lo si va-le tan-ta pla-ta?

Sintió que al otro lado cortaban la comunicación.

Se quedó pensando. Las ideas daban vueltas en su cabeza, desordenadas. Finalmente puso cierto orden en ellas. Seis millones es lo que Gajardo quiere pagar por mis Acciones. Entonces es él. ¿Pero por qué manda a secuestrar al niño, arriesgando que lo pillen? Podría haber negociado conmigo por el precio, aunque es verdad que yo me puse muy terca. Pero yo hubiera cedido bastante si negociaba. Además, seis millones no es tanto dinero para él, que maneja muchos millones, y que me pagó un millón por trabajar tres meses como modelo en la Colonia. Me quiere obligar a negociar. Pero ¿por qué quiere recuperar esa plata que no es tanta para él? No, no puede ser Gajardo. Pero entonces ¿quién? ¿Quién más sabe que puedo obtener seis millones? Gustavo, por supuesto; pero no me parece que pueda haber hecho algo así. Él me quiere y quiere al Toñito. Además, si las Acciones se compran a su nombre, como me contó, por qué querría arriesgar el negocio si algo saliera mal y se le escapara de las manos? No, tampoco es Gustavo. Pero ¿quién? ¡Iturriaga! Es mi abogado. ¡Por qué haría algo así! Además, tímido y con la mala vista que tiene que ni siquiera me mira, y que me trata de “señorita Vanessa”, no parece un hombre capaz de entrar de noche a la granja y sacar al Toñito, que es bastante fuerte. Claro, con una pistola puede haberlo sometido. Pero ¿por qué, si es mi abogado y le voy a pagar su comisión, que será bastante alta si las acciones las vendiera al precio que yo quería?

Las razones a favor y en contra de cada uno le daban vueltas en círculo y no podía llegar a ninguna conclusión. Lo que sí tenía claro, era que salvar al Toñito dependía enteramente de ella. No tardó ni un segundo en tomar la decisión. Tengo que salvarlo. Le habían dado solamente 48 horas. Tenía que apurarse.

Llamó a Iturriaga.

- Dile a Gajardo que acepto. Que le vendo las Acciones por seis millones. Pero tiene que ser mañana o pasado a más tardar. Y quiero que me pague en billetes y que me los entregue en un maletín.

Pero señorita Vanessa ¿no quiere usted negociar? Creo que puedo obtener algo más si me autoriza.

No me interesa. Pero tiene que ser en las condiciones que le digo. Dígale que si no es antes del mediodía del jueves no le venderé nunca, nunca. Y quiero el dinero en billetes ¿entendió?

Entiendo perfectamente, señorita Vanessa. La entiendo y lo haré como dice. ¿Pero no quiere decirme el motivo de tanto apuro?

No. Y por favor, no me pregunte nada y haga lo que le digo, que por algo le pago.

Está bien. Me hubiera gustado negociar un precio mejor, en su beneficio y en el mío, por la comisión. Pero haré lo que me pide. Mañana lo hablo con el señor Gajardo y le tengo su respuesta.

Vanessa no dijo nada más. El interés que demostró Iturriaga por negociar un mejor precio la convenció definitivamente de que no era él el secuestrador. Ahora lo que más temía era que Gajardo se pusiera duro y no aceptara comprar en las condiciones que le había puesto.


 

* * *


 

Antonella en la montaña despertó al alba con honda inquietud. ¡Toñito! Siento que está en un grave peligro. Que lo envuelve una sombra oscura y que su vida está amenazada. ¿Qué le pasará a mi Toñito? Como todas las mañanas fue a lavarse a orillas del río y se adentró en el bosque para orar. Rezó intensamente por el niño, con amor, con una fuerza especial. Lo encomendó a Dios, pidiéndole que cuidara de él y lo protegiera de todo mal. Pero estaba inquieta y no logró serenarse. Decidió compartir su inquietud con Alejandro y ver la posibilidad de bajar por un día a la granja. Lo conversó también con Linconao, quien le dijo que en tres días más bajaría una camioneta a la ciudad en busca de provisiones y materiales faltantes y que allí podría ir. Tres días era más de lo que su sentido de la urgencia de ayudar al Toñito le permitía esperar. Pero no tenía alternativa, y Antonella, cuando no podía hacer nada frente a un problema, ponía el asunto en las manos de Dios.

Encerrado en la vieja Bodega Toñito había desistido de continuar horadando el muro y recorría por enésima vez la bodega buscando por donde liberarse. Había intentado varias veces escapar por las ventanas, a las que había trepado sin demasiado dificultad; pero arriba, desde el ancho alféizar que dejaba el grueso muro, intentó con todas sus fuerzas empujar los tableros, sin el menor resultado. Lo intentó nuevamente, pero no logró vencer la resistencia de los tableros con que Gustavo las había bloqueado por fuera con enormes y numerosos clavos. Estando en eso se le ocurrió que podría debilitar esos tableros de madera si lograba encender fuego y quemarlas. Pero ¿cómo encender fuego?

Bajó de un salto. Su padre le había enseñado a hacer fuego girando entre las palmas de las manos, muy rápidamente, un palo con la punta sobre unas briznas de paja bien secas. En un rincón de la bodega encontró las pajitas y varias hojas secas que le servirían, pero a pesar de que buscó y buscó algún palo que sirviera no lo pudo encontrar. Desanimado metió las manos en el bolsillo, y entonces su rostro se iluminó. Recordó que en la escuela le habían enseñado a encender fuego empleando un vidrio cóncavo que llamaban lupa, con el cual la luz del sol se podía concentrar sobre un papel que pronto comenzaba a humear y se encendía. Tenía la bolita de cristal, y con ella podría quizás fabricar una lupa. Pensó que bastaría con romperla por la mitad. Como no encontró nada con que pudiera golpearla la lanzó con fuerza sobre el piso. Lo hizo varias veces hasta que finalmente la bolita se partió en dos. Ahora debo esperar que el sol se infiltre por la rendija del portón. Debo estar atento y tener todo preparado, porque el sol pasa y entra apenas durante un minuto.

Lo planificó todo cuidadosamente. Hizo un montoncito con las briznas de paja y las hojas secas que pudo encontrar, y lo puso a la distancia en que calculó que llegaría más directamente el sol considerando el ángulo que le había parecido que formaba el rayo el día anterior. Pero no bastaba encender el fuego, sino que era necesario llevarlo hasta el alfeizar que formaba en el muro la ventana. Le servirían las cajas de cartón de la leche y una pequeña bolsa de papel en que le dejaron dos tomates.

Había perdido la noción del tiempo, por lo que no sabía cuanto tendría que esperar hasta que pasara el sol frente a la rendija. Miró por ella hacia fuera y estaba oscuro. Ojalá que no amanezca nublado. Se quedó dormido, sentado al lado del portón de fierro.

Soñó que lo perseguía un hombre a caballo que le apuntaba con un fusil. Él corría, corría, pero el hombre estaba cada vez más cerca, más cerca, siempre apuntándole, hasta que finalmente lo alcanzó y le dio un golpe con la culata del arma, y rodó y rodó hasta caer al fondo de una quebrada. A su lado estaban los cuerpos blancos de su padre y de su hermano. El hombre de a caballo, desde arriba, los miraba y lanzaba sobre ellos grandes piedras, troncos y tierra para sepultarlos.

Despertó sobresaltado. Por la rendija entraba luz, señal de que muy pronto se infiltraría el rayo de sol que necesitaba para encender fuego. Esperó, inmóvil, atento, concentrado, con el cristal entre sus dedos índice y pulgar a pocos centímetros de distancia del montoncito de paja, papel y hojas secas. Sabía que tendría pocos segundos, quizás un minuto, para encender el fuego.

Cuando finalmente, después de una espera que le pareció interminable, el rayo de sol empezó a infiltrarse por la rendija, notó en la placa de fierro del portón algo que lo distrajo, pero fue solo un segundo. Enfocó el cristal de modo que el calor del rayo de sol se concentrara sobre el montoncito. Dejó de respirar. No pasaba nada. Continuó inmóvil, concentrado, y enfocando con más precisión el sol. Un hilo de humo empezó elevarse, pero no alcanzaba a generar fuego y el sol parecía que ya se iba. Acercó los labios al humo y sopló suavemente. Brotó una llamita, apenas una chispa. Y ocurrió el milagro. La paja y las hojas secas comenzaron a quemarse.

Dejó el cristal en el suelo y acercó al fuego el papel uno de los cartones que había cortado a lo largo, hasta que logró encenderlos. Pudo formar una pequeña fogata. Era el momento de llevar el fuego hasta la ventana. Pero necesitaba las dos manos libres para subir, por lo que debía tirar hacia arriba el cartón encendido y los otros que le servirían para mantener el fuego. Lo logró al segundo intento, quedando el fuego al borde del alfeizar de la ventana. Estaba tan nervioso y apurado que le costó subir, pero finalmente pudo hacerlo; con tan mala suerte que al dar el salto final el cartón encendido cayó al suelo y, desde arriba, vio como se apagaba al caer. Saltó y comenzó a soplarle esperando poder encenderlo nuevamente, pero fue inútil. Había fracasado. Con suerte podría intentarlo el día siguiente, pero con menos paja, sin papel y muy poco cartón que encender. Se sentó, desconsolado, apoyando la cabeza en el muro. Cerró los ojos.

¿Qué fue lo que había visto en el portón de fierro que lo distrajo un instante cuando estaba con el lente esperando la entrada del sol por la rendija? Recordó, Era solamente una pequeña y casi imperceptible luminosidad. Fue a comprobar de qué se trataba realmente.


 

* * *


 

Wilfredo Iturriaga llamó a Vanessa y le informó que el señor Gajardo había aceptado su oferta y las condiciones que ella estableció. La transacción se haría a las once de la mañana del día siguiente, en la Notaría de El Romero.

Solamente una cosa más. Me informó que la compra se haría a nombre de don Gustavo Cano, pero que la firmaría el señor Gajardo pues tenía el poder para comprar en su ausencia. Supongo que eso no es un problema para usted.

No, eso no es problema. ¿Le explicó que quiero el dinero en billetes y en un maletín?

Tal como usted lo pidió, señorita. Él encontró que su pedido era extravagante, pero al final accedió.

¿Estarás presente en el acto? Por favor …

Por supuesto señorita. Es mi deber como su abogado asesorarla y acompañarla en todo momento.

Gracias.

¿Algo más, señorita Vanessa, en que pueda servirle?

No se me ocurre.

Entonces, señorita, nos encontramos mañana a las once en la Notaría.

Hasta mañana, sí, hasta mañana.


 

Gustavo Cano estaba nervioso como nunca lo había estado tanto en su vida. Lo que debía hacer, estaba decidido a hacerlo. A las nueve de la mañana comenzó a pasearse vistosamente para que sus compañeros de la Colonia lo vieran a fin de que, de ser necesario, testificaran que esa mañana se encontraba trabajando como un día cualquiera. Después caminó hacia una salida lateral que estaba sin guardias porque les había dado instrucciones de reforzar el trabajo en otro lugar. Así salió de la Colonia sin ser visto, y caminó por el campo hasta encontrar la camioneta roja que había dejado escondida.

En la camioneta había puesto una picota y una pala que le servirían para cavar la tumba de Toñito. Comprobó que en la guantera estaba la pistola Browning con sus nueve balas. Puso en marcha el motor y partió rumbo al Camino del Alba a cumplir lo que había programado.

Dejó la camioneta escondida a trescientos metros de la bodega donde había encerrado al niño, y se preparó para cavar el hoyo donde enterrarlo. Debía, sin embargo, esperar el llamado del jefe antes de hacer nada, porque él le indicaría el momento en que la operación estuviera concluída y que ya podía proceder. Tenía en el otro bolsillo el IAI desechable con que se había comunicado con Vanessa, por si ella exigiese hablar con el Toño antes de firmar la escritura de compra-venta de las Acciones.


 

Vanessa llegó a la notaría media hora antes de la hora prevista. Estaban ya Iturriaga y Rosasco en una pequeña sala interior, preparando y revisando las escrituras, pero la hicieron esperar afuera hasta que llegara Gajardo. Miraba la hora a cada rato. La última instrucción que recibió del secuestrador fue que debía depositar el maletín con el dinero en un tambor de lata que se encontraba a la orilla del Camino del Alba en el kilómetro dieciocho. Y quedaban solamente dos horas y media para que se cumpliera el plazo que le habían dado para entregarle el niño sano y no su cadáver dentro del mismo tambor.

Pasaron las once, las once diez, las once veinte. Nunca hubiera imaginado Vanessa que alguna vez se pondría tan ansiosa esperando ver a Gajardo y poder venderle las Acciones. A las once y media lo vio entrar, y pasaron a la sala para proceder a las firmas. Se sentaron alrededor de una mesa redonda. El comprador y la vendedora frente a frente y los abogados a sus respectivos lados.

Entró el Notario y comenzó a leer las escrituras en voz alta. Vanessa se sorprendió al escuchar que al nombrar al comprador no mencionó a Gustavo Cano sino al propio Ramiro Gajardo. Cuando el notario terminó la lectura y preguntó si las partes estaban de acuerdo, Vanessa dijo, mirando a Iturriaga.

¿No era que le vendía a Gustavo Cano?

Fue Rosasco el que aclaró:

El señor Gajardo decidió comprar a su propio nombre. A usted no le debe importar otra cosa sino que le paguen lo que corresponde.

Gajardo agregó mirándola fijamente: – ¿Acaso querías que tu amante se quedara con las Acciones?

Vanessa lo miró, echando chispas por los ojos. Luego miró a Iturriaga, quien le dijo que Rosasco tenía razón y que lo importante era recibir la plata.

¿Está usted de acuerdo señorita Vanessa Arboleda? – inquirió nuevamente el notario.

Sí. Pero quiero ver el dinero.

Gajardo levantó del piso un maletín, lo abrió y lo puso frente a ella para que comprobara.

Puedes contar – le dijo Gajardo.

Vanessa levantó un fajo de billetes y se lo llevó a la nariz para olerlo. Ella, cuando trabajaba para Kessler, había aprendido a distinguir por el olor cuando un billete era verdadero y cuando falso.

Mientras Vanessa contaba los fajos vio que Gajardo le pasaba un cheque a Iturriaga. ¿No es que Iturriaga es mi abogado y Rosasco el suyo? Pero no era el caso de ponerse a protestar ahora.

¿Conforme? – le preguntó Rosasco corriendo el maletín hacia un lado cuando ella terminó de contar.

Sí, conforme.

Entonces, señor Gajardo, puede firmar – dijo el notario.

Gajardo lo hizo. Y al verla tan excesivamente hermosa y que se ponía aún más bella cuando enrojecía de rabia, y sabiendo que nunca volvería a tenerla, se le ocurrió que podía humillarla, recordarle que no era sino una putita a la que había tenido tantas veces a su merced y penetrado y gozado de su cuerpo esbelto, suave y duro. En vez de pasarle las hojas para que las firmara, la llamó con el dedo índice para que se acercara a su lado a firmar el documento.

Vanessa se levantó y dando vuelta a la mesa se puso a su derecha. Él se echó hacia atrás y cuando ella se inclinó para poner su firma la agarró del trasero. Vanessa enrojeció de rabia y pensó en romperle la nariz de un codazo, pero se contuvo. No era el momento de hacer nada que pudiera interrumpir la recepción del dinero que necesitaba para rescatar al Toñito. Tomó el papel y estampó su firma mientras Gajardo la mantenía agarrada.

Justo en ese momento Vanessa vio aparecer un mensaje en el IAI que Gajardo había dejado en la mesa y que ella, para firmar, había desplazado hacia un costado. Reconoció el número de Gustavo y leyó: “El maldito niño escapó. Necesito ayuda urgente en el Camino del Alba”.

Vanessa tardó apenas unos segundos en comprenderlo todo y reaccionar. Tomó los papeles del contrato que acababa de firmar y los rompió en dos, en cuatro, en ocho, en dieciséis pedazos y se los lanzó a la cara de Gajardo. En seguida agarró el maletín con el dinero, lo abrió y desparramó los billetes por toda la sala. Y antes de que nadie pudiera reaccionar, escapó corriendo hacia donde había dejado su moto. Partió en busca del Toñito rumbo al Camino del Alba donde seguramente estaría Gustavo buscándolo y persiguiéndolo. ¡El Toñito se escapó!

Ya en la moto y entrando por el Camino del Alba, avanzando a toda marcha, se asustó. ¿Qué hice? ¡Qué hice! Espero no haberlo echado todo a perder. Tengo que encontrar al Toñito. Tengo que salvarlo. Y ¿qué hago si me topo con Gustavo y me amenaza? ¡Tengo que salvar al Toñito! Era lo único en que pensaba mientras mantenía el acelerador apretado a fondo.


 

* * *


 

En los bosques de la montaña los trabajos se habían interrumpido por el temporal de lluvia y viento que provocó algunos rodados que, lamentablemente, afectaron a un grupo de trabajadores dejando heridos a dos de ellos. Uno quedó bastante grave y después de que se hicieron los intentos por curarlo, se tomó la decisión de llevarlo a El Romero para que fuera atendido por un médico. Eso significó que el viaje de la camioneta en busca de provisiones se adelantó dos días. Antonella obtuvo la autorización de Linconao para acompañarlos.

Desde que despertó al alba Antonella no dejó de rezar por el Toñito, y continuó rezando al subir a la camioneta y mientras bajaban por los senderos pedregosos hasta que llegaron a la entrada superior del Camino del Alba, justo al mediodía. Y continuó pidiendo a Dios que protegiera al niño que en su corazón sentía y en su mente intuía que estaba en peligro de muerte.

El Toñito, agazapado entre tupidas zarzamoras, vio pasar a un hombre que, aunque estaba encapuchado, reconoció que era Gustavo. Vio que tenía una pistola en la mano. El hombre se detuvo cuando algo, tal vez una liebre, agitó unas ramas al escapar corriendo. Gustavo disparó el arma dos veces. Toñito detuvo la respiración hasta que lo vio alejarse en dirección al este, hacia donde había hecho el disparo. Decidió entonces alejarse y avanzar arrastrándose sigilosamente hacia el noroeste. Las espinas le agarraban la ropa por lo que decidió dejar en un hoyo los pantalones y la camisa, avanzando en calzoncillos. Minutos después se había arrepentido de hacerlo porque las espinas lo arañaban y le herían la piel hasta hacerlo sangrar. Pero no era el caso de regresar, y continuó escapando.

Se había salvado a última hora. Lo que descubrió en el portón de fierro cuando esperaba el paso del sol por la rendija, fue un pequeño agujero por el que se colaba el insignificante haz de luz que fue el que lo distrajo un segundo. Lo causaba la falta de uno de los remaches que afirmaban la plancha de latón a la estructura de hierro. Advirtió que el pequeño hoyito causado por la falta de un remache era una debilidad del portón, por lo que intentó durante largo rato desprender el latón entero. No pudo hacerlo, pero sí logró separar un poco la parte inferior del latón. Y así, moviendo insistentemente el trozo suelto de un lado al otro, al fin lo cortó obteniendo un triángulo de unos treinta centímetros de largo y casi diez de ancho, con cuya punta pudo continuar rompiendo el muro que había inútilmente intentado perforar empleando las uñas.

Trabajó y trabajó toda la tarde y toda la noche, hasta que finalmente lo logró. Al salir de la bodega vio a Cano que estaba cavando un hoyo con una picota y una pala. Fue entonces que se había escondido a pocos metros de allí, en medio de las zarzamoras, desde donde lo vio ir y venir y alejarse con la pistola en la mano.


 

Vanessa avanzaba en la moto a gran velocidad, ya entrando por el Camino del Alba. Al llegar al kilómetro 17 según el medidor de kilómetros del vehículo, divisó el tambor. Se detuvo a ver lo que contenía, temerosa de encontrar allí el cuerpo de Toñito. Estaba vacío. Pensó que el niño no podía estar muy lejos, escapando de Gustavo. A la distancia vio que bajaba una camioneta, que al acercarse reconoció que era una que la Cooperativa Renacer utilizaba para transportar los productos del campo hasta el Almacén en El Romero. Decidió arriesgarse. Se puso en medio del camino agitando los brazos en alto. Grande fue su sorpresa cuando reconoció a Antonella que estaba sentada entre el chofer y un hombre vendado en la cabeza.

Las dos amigas se abrazaron. Vanessa llorando le explicó rápidamente que en algún lugar cercano debía estar el Toñito, perseguido por Gustavo Cano dispuesto a matarlo. Las dos mujeres comenzaron a llamarlo a gritos, intentando adentrarse entre las zarzas. El chofer de la camioneta tocaba la bocina insistentemente. Media hora después Toñito asomó la cabeza entre las tupidas ramas. Reconoció a Antonella y a Vanessa y corrió a su encuentro, desnudo, embarrado y ensangrentado. Pero estaba a salvo.


 

* * *


 

Al anochecer de ese mismo día Gustavo Cano se presentó en el despacho de Gajardo. Éste lo recibió fríamente y le hizo contar con todo detalle lo que había hecho y lo que había sucedido. Cuando Gustavo terminó de hablar Gajardo le pidió la Browning. Gustavo se la pasó con sus balas.

Entonces Gajardo lo apuntó con la pistola, pero la dejó en la mesa. Tenía ganas de matarlo, de tanta rabia que le daba el fracaso de la misión que le encomendó y la difícil situación en que ahora quedaba. Pero debía mantener la calma. Era importante que el ex-teniente no fuera a denunciarlo si lo pillaban, por lo que no debía despertar su enojo. Le pidió que dejara en la mesa los dos IAI, el suyo personal y el que usó para comunicar lo del rescate.

Los debo destruir, porque contienen pruebas que te incriminan y que también podrían conducir hasta mi.

Y agregó, con el tono autoritario con que acostumbraba tratar a sus subordinados:

Ahora, vete, y no regreses. Me fallaste y pusiste en peligro la Colonia. La putita ya sabe que fuiste tú el secuestrador, y si te descubren deberás responder por lo que hiciste. A mí nadie podrá acusarme. Te aconsejo que desaparezcas y es mejor que nunca volvamos a vernos la cara.

Pero, jefe – balbuceó Cano. – Y agregó: –¿Qué pasó con las Acciones? ¿Quedaron a mi nombre?

Todo falló. Nada resultó. Pero ¿nunca te diste cuenta de que te mantuve vigilado? No porque desconfiara de ti, sino porque necesitaba estar permanentemente informado de todo lo que hiciera y dijera la putita, y tú pasabas mucho tiempo con ella. Ahí me dí cuenta de que te estabas interesando demasiado en esas Acciones, y yo no quería que me volviera a pasar que las perdiera. Revisa tu cinturón y pásame el pequeño botón metálico que encontrarás junto a la hebilla.

Gustavo lo hizo, comprobando que se trataba de un minúsculo micrófono. Se lo pasó al jefe explicando:

Yo solamente cumplí sus órdenes. Nunca le dije nada a ella en mi propio interés, señor.

Está bien. Ahora, debes irte de inmediato. ¡Desaparecer! Porque la policía seguro que va a investigar. Debes apurarte, y no aparecer nunca más por acá. Yo no te denunciaré, obviamente. Pero todos los indicios que puedan encontrar conducen a ti. Desaparece. Lo siento, pero no puedes volver nunca. Puedes llevarte la camioneta roja. Te la regalo. Supongo que tienes dinero; pero igual te dejo en efectivo, para que te muevas rápido.

Gajardo le pasó un fajo de Globaldollars.

Muchas gracias, jefe.

Demás está decirte que no debes hablar nunca, ni una palabra, a nadie, de lo que pasó.

Esté tranquilo, jefe. Yo estoy agradecido de la confianza que puso en mí. Lamento que le fallé.

Gustavo Cano se retiró del despacho de Gajardo con la cabeza gacha, se subió a la camioneta y partió sin saber adónde iría, pero decidido a esconderse y no volver a la Colonia ni aparecerse por El Romero y sus alrededores.


 

* * *


 

Vanessa y Antonella una vez en la granja curaron las heridas del Toñito, que bien lavado y arropado se quedó dormido, recuperando todo el sueño que le había faltado durante los tres días en que estuvo encerrado. Las dos amigas se quedaron conversando. Vanessa, ya sin la tensión ni el temor de que algo pudiera pasarle al niño, lloró amargamente. Su novio, Gustavo, del que se había enamorado, era un maldito traidor y un mentiroso que la había engañado y se había reído de ella durante todo el tiempo en que estuvieron juntos. También su abogado la había traicionado vilmente. Una vez más se encontraba terriblemente sola. Era muy bella y muy rica, pero nada de eso le servía para sentirse feliz. Antonella la consoló como pudo, hasta que finalmente las dos, abrazadas, se quedaron dormidas.


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