VI.
Domingo, un día espléndido. Antonella tomó su bicicleta para ir a El Romero y asistir a misa. Lo hacía más temprano que de costumbre, porque la última vez llegó tarde. Cuando iba saliendo de la granja se encontró con Vanessa bajándose de la moto.
– Vine a verlos. Necesito hablar contigo, Anto. Necesito un consejo. Pero veo que vas saliendo. Como no tengo apuro, puedo esperarte paseándome por tu granja, y si quieres les preparo el almuerzo.
La tenida sexy de Vanessa hizo que a Antonella no le gustara que su amiga se quedara en la granja. Alejandro estaba todavía en cama, descansando de una semana intensa de trabajo. La última vez en que los tres se encontraron le había parecido que algo raro estaba pasando entre su amiga y su esposo.
– Estoy yendo a misa. Te invito, acompáñame. Después conversamos todo lo que quieras.
– ¿A misa? ¡Listo! Nunca he estado en una. Me gusta conocerlo todo. ¡Vamos! Vamos en mi moto.
– De acuerdo. Vamos en moto.
Llegaron temprano a la iglesia, por lo que había poca gente. Antonella fue a sentarse en una de las bancas de atrás, como era su costumbre; pero Vanessa insistió en que fueran adelante.
– Quiero verlo todo de cerca. No quiero perderme nada. Vamos a sentarnos en la primera fila.
Como Vanessa avanzó decidida, a Antonella no le quedó otra opción que seguirla.
Ya sentadas en la primera fila Vanessa, que miraba de un lado a otro y que quería entenderlo todo, le hacía a Antonella una pregunta tras otra.
– ¿De verdad no habías estado nunca en una iglesia? – le dijo Antonella después de explicarle lo que significaban los cirios encendidos sobre el altar.
– Nunca. Mis papás no eran católicos, y después con Kessler, nada que ver con una iglesia.
En ese momento a Vanessa se le ocurrió que podía reírse un poco de su amiga, tan pacata, siempre tan seria. Acercándose al oído le preguntó:
– Oye, quién es ese hombre desnudo que tienen colgado de esa cruz. Uf! Está clavado de manos y pies, tiene una herida sangrante en el pecho y un aro de espinas en la cabeza. Y allá, en ese cuadro, un joven, desnudo también, amarrado a un palo, con una flecha atravesada en el pecho. ¿Sabes?
– El de la cruz es Cristo al que crucificaron los poderosos. Era un hombre bueno, el Hijo de Dios que vino a salvar a la humanidad del mal y el pecado. El joven del cuadro es San Sebastián, centurión romano, un mártir, al que torturaron y mataron porque creía en Cristo.
– Así de guapo es mi teniente de Marina. Pero dime, ¿ves esos niños y adolescentes desnudos con alas? A esa edad no debieran andar desnudos, por la pedofilia, digo.
– Son ángeles. ¿Te estás riendo de mí?
– No. Y mira allá ese otro cuadro terrorífico, lleno de hombres y mujeres retorcidos, deformados y sufriendo, rodeados de serpientes y de hombres con cachos.
– Representa el infierno, Vanessa.
– No te entiendo nada ¿sabes? ¿Será que quieren asustar a la gente?
– No, Vanessa, no es eso. Si quieres, un día te explico más.
– Ese cuadro de allá me gusta más, pero también es triste. Ese del hombre y la mujer desnudos que se tapan el sexo con hojas de parra. Con ese señor enojado que los está echando del lugar.
– Son Adán y Eva, echados del paraíso por desobedecer a Dios.
– ¿Los pillaron teniendo sexo donde no debían? - inquirió Vanessa sonriendo.
La pregunta quedó en el aire porque en ese momento entró el padre Anselmo con sus paramentos.
– Vanessa, va a empezar la misa. Ahora hay que estarse calladitas ¿sabes?
– Me portaré como una señorita, no te preocupes. Estoy de lo más entretenida.
El sermón del padre Anselmo fue breve. La conversación con monseñor Ruperto lo tenía molesto e inquieto a la vez.
Queridos amigos y amigas, queridos hermanos.
El domingo pasado les comenté mis reflexiones sobre lo que pienso que somos los seres humanos. Les dije que hay en cada uno de nosotros algo que nos separa de la naturaleza; una energía que nos mueve a trascender lo material y lo biológico; a rebelarnos frente a todo lo que nos limita. Yo pienso que esta energía no puede ser material ni biológica, porque nos lleva a rebelarnos contra la biología y la materia.
Ahora, pienso yo, todo lo que es natural está regido por leyes físicas y por instintos biológicos. Lo corporal se desenvuelve en el mundo de la necesidad, de lo determinado por las leyes físicas y por los instintos vitales. Pero las personas, por esa energía que tenemos, nos rebelamos frente a las realidades y leyes de la materia y de la vida que nos limitan y restringen. Por eso luchamos, inventamos, creamos y construimos, aspirando a superar ese estado de necesidad, para acceder a una ‘condición de libertad’. Esa condición de libertad que buscamos, consiste en plantearnos fines por nuestra cuenta, no determinados por la naturaleza, no mecánicos, no puramente materiales y orgánicos. Buscamos ser más que lo que somos por naturaleza.
Se detuvo un momento a pensar. Enseguida el padre Anselmo continuó:
– Es posible que ustedes hayan escuchado decir que rebelarse es malo, y que debemos ser humildes y obedientes. Que querer ser más que lo que somos está mal, es soberbia. Yo pienso lo contrario. Yo pienso que sólo porque somos rebeldes y porque queremos superar el estado de naturaleza, podemos buscar algo superior. Yo me pregunto si lo que buscamos es, precisamente, aquello que llamamos Dios.
El padre Anselmo guardó silencio nuevamente. Lo estaba distrayendo una joven muy hermosa sentada en la primera fila, que dejaba ver sus muslos dorados. Trataba de resistirse al instinto que le desviaba la vista y mirar hacia otro lado, pero sus ojos volvían una y otra vez hacia esas bellas piernas que lo atraían.
Vanessa se dio cuenta de la mirada del cura. Le sonrió, estiró sus pies hacia adelante y recogió un palmo más su ya reducida falda, de modo que sus largas y hermosas piernas quedaron expuestas en toda su belleza.
Antonella se dio cuenta del gesto de su amiga y de la turbación del sacerdote. Se sacó el chaleco y lo puso sobre las piernas de Vanessa.
El sacerdote se dio cuenta, aunque confusamente, de que le estaba pasando algo que tenía mucho que ver con lo que estaba predicando. Turbado, decidió poner término al sermón. Pero antes tenía que decir algo que había decidido no dejar pasar.
Queridas hermanas y hermanos. Cuando tengan algo que decir de mí, les pido que me lo digan con confianza. He sabido que algunas de ustedes han ido a hablar con el señor obispo. No hay problema, tienen todo el derecho de hacerlo. Pero quisiera pedirles que, cuando tengan alguna queja, o cualquier cosa que piensen de mi, me lo digan con confianza. Ustedes saben que pueden conversar conmigo de todo lo que quieran. Es todo por hoy. Ahora sigamos la misa.
A la salida de la iglesia Vanessa, sonriendo, preguntó a Antonella:
– ¿Por qué me cubriste las piernas? No me digas que estás celosa. ¿Acaso te interesa el cura?
– Pero Vanessa, por Dios. No es eso. La iglesia no es para mostrar las piernas.
– Pero Anto, si yo estaba tranquila tratando de entender lo que el cura decía, y fue él que empezó a mirarme. Si a él le gustaba mirarme, yo no hice más que darle en el gusto. ¿Está mal eso? El quería mirarme y a mí no me molesta. ¿Por qué no darle el gusto?
– Porque es un sacerdote.
– ¿Y qué? ¿No es un hombre acaso? ¿A los sacerdotes hay que tratarlos mal? ¿O es que son muy delicados? Yo no hice más que darle en el gusto, porque también él me gustó. Es lindo, es atractivo. Explícame, porque no entiendo.
– A ver ¿cómo te lo explico? Los sacerdotes son hombres que se entregan a Dios y a la gente a la que sirven. Por eso no se casan.
– ¡Yo tampoco quiero casarme! Solo le dejé mirarme las piernas. No entiendo donde está lo malo.
– Es que estábamos en la iglesia. La iglesia es un lugar sagrado.
– Pero había hartos desnudos ahí. El de la cruz apenas con un taparrabos; el mártir que me dijiste, desnudo entero aunque no se le veía todo porque le dibujaron delante unas ramas o algo así; los condenados al infierno, hombres y mujeres retorciéndose desnudos también; y los dos jóvenes que echaron del paraíso, tapados sólo con una hoja de parra. Si en la iglesia no se pueden mostrar las piernas ¿por qué tantas imágenes de hombres, mujeres y niños desnudos?
– Son pinturas. No es lo mismo. Es arte religioso.
– No te entiendo. – Vanessa agregó mirando pícaramente a Antonella: – ¿Sabes? Un día de estoy voy a ir a ver al cura ese para que me lo explique todo. Debe saber más que tú. Y no me pareció tan mojigato. Él mismo dijo que fuéramos a hablar con él cuando quisiéramos.
– Ay, Vanessa.
– No te preocupes Anto, no le haré nada. Al menos, nada que él no quiera hacer. Te lo prometo.
Caminando hacia la moto Vanessa agregó: – Pero no peleemos, amiga. Estaba jugando cuando te dije que no sabía quien era el de la cruz, y también los dos que echaron del paraíso. Y lo del infierno. ¿Sabes? Yo también veo la tele, tontita. Es que yo soy así, más libre que tú. Ah! Y creo que el mismo cura dijo que era bueno ser rebelde y libre ¿lo oíste, no?
– Y tú ¿no era que no querías pelear conmigo? Vamos a la granja, amiga. Dijiste que querías conversar.
– Sí, contigo. No con Alejandro. Sé que tú me vas a entender mejor. Él es como un jefe para mí, y yo no quiero hablar con un jefe, sino con una amiga.
– Entonces tendrá que ser después de almuerzo. ¡Vamos!
Cuando llegaron a la granja Alejandro y Toñito tenían ya listo el almuerzo, y apenas el niño avisó que Antonella estaba llegando con Vanessa prepararon la mesa para cuatro. El almuerzo fue distendido, y gran parte del tiempo lo pasaron preguntándole al Toñito sobre sus aventuras en la escuela. Pero Vanessa seguía en onda divertida.
– Sabes Alejandro, debes cuidar más a la Anto. Mira que se puso celosa porque en la misa el cura me miraba a mí todo el tiempo y a ella no le daba bola.
– Ah ¿sí? – dijo Alejandro siguiendo la broma.
– Sí, tal como te digo. – Y agregó riendo. – Incluso la Anto se sacó el chaleco para dejarle ver al cura sus brazos desnudos. Y como el cura no la miraba, me tapó las piernas para que no siguiera mirándome a mí.
Alejandro se rió a carcajadas. Vanessa insistió:
– No es broma, Alejandro, no es broma. Te digo que debes cuidarla más, especialmente los domingos, porque las misas son peligrosas. Sobre todo el cura ese, que es harto guapo. Además, la iglesia está llena de figuras eróticas, hombres y mujeres desnudos, hermosos ángeles y horribles demonios igualmente provocativos. Y lanzas y flechas penetrando los cuerpos desnudos. Sexo por todos lados.
A Antonella la broma no le gustó nada y Vanessa, que se dio cuenta, decidió cambiar el tono y ponerse seria. Le preguntó a Alejandro:
– ¿Tú no vas a misa?
– No. Yo no creo en los curas.
– ¿Y crees en Dios?
– No sé. Pienso que no sabemos ni podemos saber nada sobre Dios, porque si existe, es de otro mundo. Yo creo en la ciencia.
– Yo sí creo que hay algo allá arriba. Pero no sé nada de eso – comentó Vanessa.
Antonella guardó silencio. No le gustaba discutir con Alejandro, y ese era un tema en que no se ponían nunca de acuerdo y que creaba distancia entre ellos. Se respetaban en sus creencias tan distintas; pero había una gran diferencia, porque para ella la fe era muy importante, mientras que para él se trataba de un asunto sin mayor relevancia.
Apenas terminaron de almorzar, Antonella le dijo a Alejandro que no contara con su ayuda para preparar la reunión de la Cooperativa, porque Vanessa y ella tenían que conversar.
– No hay problema, querida. El Toñito es un gran ayudante. ¡Vamos Toño!
Cuando las dos mujeres quedaron solas Vanessa le confesó a Antonella:
– Amiga mía, tengo un puro enredo en la cabeza. Necesito que me ayudes a aclararme, porque me estoy dando cuenta de que tendré que tomar muy pronto una decisión muy importante. Pero ni siquiera tengo muy claro de qué se trata.
– Cuéntame.
– Pasa que, como les conté el otro día, me trasladé a vivir a la Colonia Hidalguía, porque en parte es mía por la herencia de Kessler. Resulta que ahora soy rica, que tengo una gran fortuna. Yo no hice nada para tener todo eso, me cayó de repente y ni siquiera entiendo bien por qué. Pero es mío. Un palacio y un departamento en Santiago, varias parcelas en los Campos éstos; un diez por ciento de la Colonia. Son míos. Yo sé que ustedes no quieren a la Colonia. Tú me dijiste que era gente mala. Yo no sé si son malos. Kessler era malo pero al final resultó que no lo era tanto. Gajardo, el jefe de la Colonia, me dio trabajo y me pagó todo. Ahora me deja vivir en el palacio en que vivía Kessler, y me tratan bien, muy bien. Nunca me molestan. Y conocí a Gustavo Cano, que fue teniente de la Marina y que ahora es Administrador de Campo en la Colonia. Me trata demasiado bien. Me está gustando mucho, mucho. Es romántico y eso me gusta. Es mayor, y eso también me gusta. Pero sé que a ustedes no les gusta nada que yo esté con él y que viva allá. Y también soy parte de la Cooperativa. Yo no tenía idea cuando vine a vivir por acá. Me casé con Carlos, tú sabes, y heredé su parcela y su participación en la Cooperativa. Tampoco quería tener nada de esto; pero fue así. Y ahora estoy con un pie en la Cooperativa y el otro en la Colonia. Yo quiero que ustedes me quieran, Anto. Yo quiero que todos me quieran. Y yo los quiero a todos, y no sé pelear con ninguno. Pero creo que allá esperan que me pelee con ustedes, y ustedes esperan que me pelee con ellos. Dime Anto ¿por qué tendría que pelearme, si ustedes y ellos me tratan bien y me quieren y me han dado tanto, ellos igual que ustedes? Me pongo triste y no sé por qué. Me dan ganas de llorar, a pesar de todo lo que me han dado y de todo el amor que recibo. Pero a veces pienso que el amor que me dan es porque me porto bien, porque soy como quieren que sea, tanto ustedes de la Cooperativa como ellos de la Colonia, y no porque me quieran a mí por mí, como soy yo. Carlos me quería, pero no me dejaba ser como soy. Creo que Gustavo me quiere, pero no estoy segura de si es porque soy dueña en la Colonia o si me quiere a mí. Solamente tú, Antonella, siento que me quieres de verdad. Pero yo los quiero de verdad a todos, a tí, a Alejandro, a don Manuel y la señora María, a todos los de la Cooperativa, y a Gustavo, y a Gajardo, y al cura que conocí hoy día. ¿Entiendes? Yo no entiendo lo que me pasa, amiga linda. Me siento sola. Y no sé qué hacer. ¡Abrázame ¿ya?!
Las dos amigas se abrazaron. Antonella sintió la humedad de las lágrimas de Vanessa en su rostro, y se deslizaron también algunas suyas. Pero estaban bien, porque se querían. Antonella le dijo:
– No sé qué decirte Vanessa. Siento que Dios tiene algo que ver en todo esto que está pasando.
Vanessa no quiso quedarse al encuentro de la Cooperativa. Entre los puntos de la Tabla a tratar estaba “El litigio por el agua y cómo hacer frente al acoso de la Colonia Hidalguía”. Partió en su moto antes de que comenzaran a llegar los socios. Esa noche se quedaría en su departamento en la ciudad. El lunes tenía una reunión con el abogado Iturriaga. Y también pensaba en serio ir a hablar con el cura Anselmo.
* * *
Wilfredo Iturriaga la recibió en el hall de la Residencial donde se instalaba cada vez que venía a El Romero. Era una antigua y hermosa casa con muchas habitaciones, que fue de una congregación religiosa que se extinguió hacía tiempo por falta de vocaciones, y que transformada en Hostal servía de alojamiento para académicos y profesionales que necesitaban un ambiente tranquilo y hogareño donde trabajar y reunirse con colegas y clientes.
– Te tengo excelentes noticias – dijo el abogado a Vanessa levantándose para saludarla apenas la vio entrar.
Se habían encontrado varias veces en las últimas semanas y habían entablado muy cordiales relaciones. Vanessa pidió un café macchiato, un vaso de jugo natural de naranja y un trozo de torta light, explicando que no había desayunado. Iturriaga pidió un café ristretto.
– ¡Cuéntame! ¿Está ya todo OK?
Al abogado le resultaba raro pero no le disgustaba el trato directo y desenvuelto de Vanessa, que hablaba mirando a los ojos y que dejaba ver su estado de ánimo por el gesto de sus labios, que podían expresar, acompañados o no de palabras, alegría, broma, timidez, relajación, deseo, ansiedad, disgusto, seducción, sorpresa, frustración, tristeza, amor, indiferencia, odio y mucho más. Esta vez, Vanessa le mostraba solamente el interés por saber en qué estaban sus asuntos, por lo que fue directamente al grano.
– Ya están, debidamente registrados a su nombre, las dos propiedades en Santiago y las tres del campo. También las Acciones de la Sociedad Anónima que controla la Colonia Hidalguía. Fui personalmente a comunicarlo a un tal Ramiro Gajardo que es el accionista y controlador principal. Se dio por notificado, y no habrá impugnación del testamento, que era lo que me temía. En resumen, no podía irnos mejor.
El abogado abrió su maletín y sacó una carpeta que pasó a Vanessa:
– Aquí tiene las escrituras que documentan todo.
Vanessa les dio una hojeada, viendo que estaban con muchas firmas y timbres rojos y verdes.
– Está todo en regla – le aseguró Iturriaga.
– ¡Qué bueno! No sabes lo que me alegra no tener que entrar en una pelea con la gente de la Colonia.
Vanessa se levantó y fue a besar al abogado en la mejilla. Volviendo a sentarse le dijo:
– Te agradezco tanto, tanto. Tenía miedo de pelear con esa gente ¿sabes? – Y agregó: – Entonces, no me queda más que pagarte los honorarios.
– Pues, sí. Si hubiera sabido que era usted tan rica le hubiera cobrado mucho más. Pero está bien. Sin embargo, tengo algo más, y muy importante que decirle.
Vanessa puso labios y ojos de inquietud.
– Nada de qué preocuparse, señorita. Lo que sucede es que don Ramiro Gajardo quiere comprarle las parcelas y las Acciones.
– Ah ¿sí? ¿Cómo es eso?
– Me encargó que le hiciera una oferta de compra.
–¿Es buena?
El abogado había recibido la oferta formal, firmada por Rosasco en nombre de Gajardo; pero él había comprendido y decidido que podía obtener una importante ganancia si se movía con sagacidad. Le sería fácil, porque conocía la ingenuidad de Vanessa y la confianza que se había ganado con ella. Le mintió:
– No, señorita Vanessa. Por el momento es solamente una oferta de palabra, informal, y no es muy buena. Creo que puede usted sacarle mucha plata a esa gente.
– Pero yo no quiero sacarle plata a nadie – protestó Vanessa.
– Perdone, me expresé mal. Quiero decir que él le está ofreciendo menos de lo que valen esas propiedades y Acciones. Pero yo sé como hacer para que paguen lo que corresponde.
Vanessa, después de pensarlo un momento, dijo:
– No estoy segura de querer vender. Tengo que pensarlo bien.
– Por supuesto. Yo no digo que tenga que vender. Pero, si quiere y sin que le comprometa en nada, yo puedo hacer que la oferta de compra que hagan sea la mejor. ¿Me permite hacerlo, señorita Vanessa? ¡Es lo que le conviene!
– Está bien, puedes hacerlo; pero sin compromiso de mi parte, porque en verdad no estoy segura de querer vender.
– La entiendo. Lo haré, sin cobrarte nada si al final usted decide no vender. Si lo hace, bueno, en ese caso mis honorarios serían del 2 % del precio, que es lo que cobramos normalmente los abogados en estos casos.
– De acuerdo, si es sin compromiso de vender, no hay problemas.
– Bien. Pero necesito, para hablar con Gajardo, tener un papel firmado por usted que me autorice a negociar en su nombre.
Iturriaga abrió la carpeta y sacó una hoja que pasó a Vanessa.
– Lo preparé porque es lo que más le conviene, y estaba seguro de que usted estaría de acuerdo. Léalo. Ahí dice, claramente, que negociaré en su nombre sin asumir compromiso de venta.
Vanessa leyó rápidamente el papel. Miró a Iturriaga, firmó y se lo devolvió diciendo:
– Yo confío en ti y en el Consorcio CONFIAR.
– Gracias señorita Vanessa, gracias por su confianza. Pero no olvide que estoy actuando como abogado independiente y no en nombre del Consorcio, que no se puede involucrar en un asunto personal.
– Sí, ya me lo dijiste la otra vez. Lo entiendo.
– Otra cosa – le dijo el abogado. – Es muy probable que Gajardo, o su abogado, o alguien de la Colonia, se acerquen a hablarle de la oferta de compra-venta. Es importante, es absolutamente necesario, que no acepte usted hablar sobre el asunto con nadie. Con nadie, me entiende. Si le dicen algo, lo único que debe responder es que hablen con su abogado, o sea conmigo, nada más. ¿Me entiende, señorita Vanessa? Si dice cualquier otra cosa, estoy seguro de que tratarán de engañarla, de convencerla de lo que a ellos les conviene, y no lo que le conviene a usted. Solamente yo defiendo sus intereses ¿me entiende? ¡Ni una palabra con nadie! ¿Me entiende?
– Sí, te entiendo. Ya te dije que confío en ti. No hablaré de esto con nadie de la Colonia. Pero sí con mis amigos de la Cooperativa. No tengo por qué ocultarles nada. Son mis amigos.
– Está bien; pero no sería bueno que corrieran rumores ¿entiende?
– Entiendo. No soy tonta ¿ya?
– Disculpe, señorita Vanessa. Se lo digo sólo para que no se vaya a enredar la negociación, porque eso terminaría perjudicándola.
Habían terminado el café y no teniendo nada más que decir el abogado se levantó, tomó su maletín y se despidió de Vanessa con un beso en la mejilla.
* * *
El jueves Vanessa fue a ver al padre Anselmo. Estaba en pantalones, vestida casi tan recatada como acostumbraba vestirse Antonella para ir a misa, porque lo que quería conversar con el cura era muy serio y no tenía la intención de distraerlo. Encontró que la iglesia estaba cerrada. Cuando iba a retirarse vio que una anciana cruzaba la calle y le hacía gestos de que esperara. La viejecita le habló, agitada por el esfuerzo que le significó cruzar la calzada.
– El padre no atiende los jueves. Atiende todas las mañanas, desde las ocho hasta la una, menos los jueves. Pero si es urgente, vive en esa casa al lado, que se conecta por dentro con la iglesia.
Vanessa no se detuvo a pensar si lo que quería hablar con el cura era urgente o no. Fue a tocar el timbre de la casa. Le costó reconocer al padre Anselmo, que estaba despeinado y sudoroso, sin zapatos, en pantalones cortos y con la camisa a medio abotonar. Era muy diferente al hombre que esperaba encontrar. Era un hombre cualquiera, sin la imponente presencia física que le dieron el domingo los paramentos bordados y de colores y los gestos acompasados con que hizo la misa. Él, en cambio, la reconoció de inmediato, y mientras se abrochaba la camisa le dijo:
– ¡Hola! Te vi en la misa el domingo. ¿Vienes a hablar conmigo?
– Sí. No sabía que los jueves no atiendes.
– No hay problemas. Entra. Estoy jardinereando. ¿Cómo te llamas?
– Vanessa ¿y tú?
– Anselmo.
Vanessa lo siguió hasta el jardín, donde se sentaron en una típica banca verde de plaza.
– No estuve muy bien el domingo ¿verdad? Tengo que disculparme contigo – comenzó diciendo Anselmo.
Vanessa, sorprendida y encantada por el modo tan directo y desinhibido en que la recibía el cura, le respondió:
– ¿Lo dices porque me mirabas las piernas? A mí no me molesta ¿sabes? Además, yo tuve la culpa. No quería provocarte. Es que estaba entretenida con mi amiga que estaba a mi lado y que se escandaliza de todo.
– Te entiendo. Y dejemos eso de lado. Dime por qué has venido.
Vanessa se giró para mirarlo de frente. Le costaba expresar lo que quería. Finalmente encontró las palabras justas:
– Quiero que me hables de Dios. Sí, eso quiero.
– ¿De Dios? Mmm! No es fácil lo que me pides. Pero dime ¿por qué quieres saber de Dios?
– No lo sé. Ni siquiera estoy muy segura de creer que Dios existe. Lo que me pasa es que mi amiga, esa que te dije, es muy católica, y vive feliz y contenta. Es mi mejor amiga. Y a mí me están pasando muchas cosas que me están cambiando la vida. Ella me dijo que creía que eran cosas de Dios. Pero yo no sé.
– Dime una cosa. ¿Esas cosas que te están pasando son buenas?
– Creo que sí. Son regalos muy grandes que he recibido. Pero me complican la vida, porque me cambian todo, me enredan la cabeza, y no sé qué hacer.
– Mmm! A veces la vida se nos complica, sí. Yo ahora mismo estoy algo complicado, porque la peste y lo que ha pasado después, me han cambiado y me han hecho preguntarme muchas cosas. Yo supongo que está Dios detrás de todo esto; pero la verdad es que no sé; que sé muy poco. Pero dime. ¿Quieres contarme algo más sobre lo que te está pasando? A lo mejor puedo darte algún consejo, no sé.
Vanessa estaba encantada con ese hombre que sin conocerla le hablaba con tanta confianza. Sentía también su cariño. Entonces le contó todo, toda su vida desde que era niña en Venezuela y que fue traída a Chile, su antiguo trabajo como acompañante y todo lo que le estaba sucediendo en los últimos meses.
El padre Anselmo la escuchó en silencio. La dejó hablar sin interrumpirla ni preguntarle nada. Sabía por su experiencia como cura y confesor, que lo que más ayuda y sirve a las personas es que las escuchen. Cuando Vanessa terminó el largo y emotivo relato de su vida, se limitó a decirle:
– Eres una mujer amorosa. Quiero decir que eres tan bella por dentro como por fuera. Y sí, creo que tu amiga tiene razón cuando te dice que Dios está detrás de lo que te pasa. Dios está contigo, te ama, como nos ama a todos, creo yo.
El padre Anselmo se quedó en silencio. Vanessa trataba de entender lo que el cura le había dicho. Finalmente le preguntó:
– ¿Y eso qué significa para mí? ¿Algo que Dios quiere? ¿Algo que deba yo hacer?
– No lo sé, Vanessa. Sólo sé que es algo bueno para ti.
– ¿Eso es todo lo que tienes que decirme, después de que te conté mi vida entera?
– No sé qué más decirte, Vanessa.
– Pero ¿y el consejo que me prometiste?
– Mmm! Sí, puedo darte un consejo. El único consejo que tengo para ti, niña, es que seas siempre tú misma. Que sigas lo que te dice tu conciencia, lo que te nace de adentro. Y que no le hagas demasiado caso a los demás. Ni siquiera al cura con que estás hablando. A tu amiga sí. A Antonella. Viene siempre a la iglesia. Yo la conozco a ella, es la mujer más buena que he conocido. Tienes mucha suerte de ser su amiga ¿sabes?
– Gracias. Y tú ¿me vas a contar algo de ti? Yo te lo conté todo ¿sabes?
– No sabría qué decirte. No soy como tú, tan espontánea y extrovertida. Yo … Prefiero que no. Además, tengo que terminar de desmalezar y regar el jardín, y después preparar el sermón del domingo.
– Está bien, te entiendo. Era sólo por decir ¿sabes?
– Algo más Vanessa. Cuando quieras, cuando necesites hablar con alguien, además de tu amiga Antonella, puedes venir a conversar conmigo. Ya ves que no sé aconsejarte mucho, pero puedes confiar en mí.
– Gracias. Lo tendré en cuenta.
Se levantaron y se dirigieron a la puerta de calle. Se despidieron con un beso en la mejilla. Cuando ya Vanessa se iba Anselmo le dijo, sonriendo:
– Vanessa, si vuelves nuevamente a misa, por favor ven en pantalones ¿ya?
Vanessa lo miró, respondiendo con una risa franca. Enseguida agregó:
– No sé si venga. ¿De qué vas a hablar el domingo?
Anselmo se sorprendió de la pregunta y sin pensarlo, riendo también, le dijo:
– De las tentaciones, creo.
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