IV. Rodrigo Huerta con Cecilia y su grupo

IV.


Rodrigo Huerta con Cecilia y su grupo de colaboradores estaban recién comprendiendo que las dificultades para realizar el proyecto de la Reserva de la Biósfera eran muy superiores a las previstas. Habían instalado un campamento provisorio confiando en que en primavera las lluvias y vientos serían pocos, y comenzaban la construcción de las casas definitivas, para lo cual había bastantes materiales, especialmente troncos secos de robles y acacias, cañas de colihues, piedras, tierra y paja abundante. Un problema en cambio era el abastecimiento de víveres. Habían imaginado encontrar bosques primarios, ricos en diversidad de flora y fauna, con liebres, conejos, frutos y semillas comestibles; pero encontraron que los bosques habían sido en parte saqueados por grupos vandálicos en tiempos del Levantamiento de los Bárbaros, y en parte abatidos por acción de la misma naturaleza durante la Gran Devastación Ambiental.

Hacer de todo aquello una verdadera Reserva de la Biósfera y que no fuera solamente un nombre decretado por el Ministerio de Bienes Nacionales y reconocido por la Agencia Internacional para la Protección del Medio Ambiente, era una tarea gigantesca, que requeriría un esfuerzo titánico que debiera prolongarse por varias décadas. Y el problema principal era que no contaban en el grupo con conocimientos suficientes. Ni siquiera los mapas que traían correspondían adecuadamente al territorio real. De todo ello tendrían que ocuparse más adelante, porque lo primero, a lo que estaban abocados, era garantizar la sobrevivencia del grupo en esos lugares inhóspitos.

Construir viviendas que los protegieran de las inclemencias del tiempo, preparar áreas de labranza y cultivo de verduras y frutas, levantar cercos y protecciones para asegurar la reproducción de crianzas de animales y aves, eran los asuntos a los que debían dedicar la mayor parte de las energías y del tiempo.

Al terminar los trabajos del día se reunían a conversar alrededor del fogón donde cocinaban y compartían los alimentos, y eran también ocasiones para comentar las actividades y conversar libremente sobre las experiencias que estaban viviendo.

– No deja de ser extraño – comentó una noche Javiera, egresada de sociología, que se destacó siempre entre los compañeros de estudio y de trabajo por su espíritu permanentemente crítico – que nosotros que vinimos a conservar la naturaleza, lo primero que hacemos es luchar contra ella. Cortamos malezas, eliminamos arbustos, abrimos y despejamos caminos, cazamos aves, conejos y liebres, cercamos gallineros y corrales que impiden a los animales, tanto a los que dejamos dentro como a los que quedan fuera, desplazarse conforme a sus instintos naturales.

– Ya – replicó Cecilia Campos–, pero nuestra actividad no detiene ningún proceso natural, ni cambia el clima, ni extingue especies, ni contamina la atmósfera.

– También la atmósfera la intervenimos – comentó Javiera –, con este mismo fuego que estamos mirando.

– Pero todo en muy pequeña medida – volvió a replicar Cecilia.

Nuevamente Javiera tenía una respuesta: – Sí, en la exacta medida de la actividad que realizamos. Como somos veinte, nuestra intervención es la que podemos realizar los veinte. Pero si fuéramos miles, o millones, o miles de millones, como somos actualmente los humanos que habitamos el planeta, los efectos transformadores de la naturaleza equivalen a esos miles, o millones, o miles de millones de humanos depredadores.

Cecilia hizo una mueca que expresaba disgusto. Lo único que falta es que ahora justifique que trabaje poco y se pasee mucho diciendo que no quiere contaminar la naturaleza. Lo pensó, pero no lo dijo. En cambio agregó:

El tema no es cuántos somos los que trabajamos y consumimos lo que producimos utilizando los recursos de la naturaleza, sino cómo producimos, cómo consumimos y cómo reciclamos. El problema es el industrialismo y las grandes ciudades.

Javiera no se dio por vencida. Tenía mucho más que decir:

Sí, yo creo que se trata de que somos demasiados en la Tierra. Porque supongo que no estamos pensando en que debemos volver a ser una sociedad de recolectores y de cazadores, como eran las tribus primitivas; o sociedades de cultivadores y de crianzas. Aunque a eso nos estamos pareciendo mucho aquí.

Rodrigo, dándose cuenta del disgusto de su esposa y temiendo que las críticas de Javiera pudieran poner en crisis el sentido del proyecto en que estaban, intentó aclarar la situación:

– Nunca hemos dicho que no debamos actuar y transformar la naturaleza. Al contrario, nos planteamos nada menos que cambiar el mundo, lo que incluye revertir tendencias destructivas y aprender nuevas maneras de habitar la tierra, menos invasivas, más amables con el ambiente. Cortamos algunas plantas y árboles para abrirnos caminos; pero por cada planta y árbol que cortamos, asumimos una responsabilidad que nos hará reponer, no igual cantidad, sino muchas más plantas y árboles, o sea, desarrollar todo un proceso tendiente a revertir este desastre que los humanos hemos producido, incluso en estas montañas alejadas de las industrias y de las ciudades. Digo, formas nuevas de relacionarnos con la naturaleza y de producir y consumir. Nadie está pensando en volver al pasado, porque eso es imposible. Lo que queremos es una cultura del respeto, del cuidado, del reciclaje.

Javiera no se atrevió a discutir con Rodrigo. Después de todo era el líder, el jefe del grupo y el responsable del proyecto. Se limitó a susurrar:

– Yo decía, no más.

Se produjo un silencio. Se escuchó a la distancia el chillido de un zorro. Intervino Renzo Camacho, un biólogo boliviano que hizo su doctorado en ecología en la Universidad de Chile:

– De todos modos, este tema es importante que lo aclaremos. Es complejo y debemos profundizar el análisis. Yo creo, por ejemplo, que no es malo que millones de personas se aglomeren en grandes metrópolis y que haya muchos y grandes edificios en altura. Si toda esa gente se distribuyera en los campos, el deterioro de la naturaleza sería mucho peor de lo que es. Eso lo podemos discutir, porque tiene distintas facetas. Pero en lo que todos aquí debiéramos coincidir, es en la necesidad de que existan Reservas de la Biósfera, o sea lugares protegidos donde se conserve al máximo la biodiversidad y el ambiente natural.


 

* * *


 

Amaneció lloviendo, pero sin viento y no tan fuerte que hiciera desistir a Antonella de ir a misa. Alejandro le recordó que en la tarde tendrían reunión de la Cooperativa y que contaba con su ayuda para atender a los socios. Todos los domingos era lo mismo. Antonella asistía a la misa que se hacía a las diez de la mañana en El Romero, a mediodía estaba de vuelta en la granja, y con Alejandro y el Toñito preparaban todo lo necesario para la reunión.

– Sabes que lo sé Alejo – le dijo Antonella cubriéndose con la capa impermeable y tomando su bicicleta.

– Sí querida. Es que está lloviendo y si miras bien al norte verás que está oscuro y puede desatarse un temporal muy fuerte.

– La misa es muy importante para mí, Alejo. Regresaré en dos horas. Sólo si se desatara un temporal de esos que impidan también que lleguen los otros socios de la Cooperativa fallaría yo también. En ese caso me quedaría en la escuela, donde no hay peligro.

– Está bien; pero cuídate. ¡cuídate mucho!

Antonella le dio un beso antes de partir.

Demoró en llegar porque en el camino se había formado un lodo que la obligó a bajarse varias veces de la bicicleta y avanzar caminando. Llegó a la iglesia cuando el padre Anselmo comenzaba su sermón. La iglesia estaba llena, por lo que Antonella tuvo que escucharlo de pie.

Queridos amigos y queridas amigas. Queridos hermanos.

Ustedes vienen hasta aquí buscando el consuelo de la religión, y esperan que yo como el cura del pueblo les confirme en la fe de nuestros padres. ¿Qué puedo decirles? En realidad no soy sino uno más, uno igual a ustedes. Uno que, igual que ustedes, duda y se pregunta muchas cosas.

Yo me pregunto, y pienso que a veces ustedes también se lo habrán preguntado, cuál es el sentido de la vida, qué somos los seres humanos, cuál es la razón de nuestra existencia. Yo he pensado mucho estos días, porque he dudado, y porque la duda me ha hecho interrogarme sobre lo que me enseñaron y que creía saber. Y solamente puedo, este domingo, contarles algo de esos pensamientos que he tenido, de esas reflexiones mías en busca de respuestas a mis dudas.

Lo primero que pensé es que ninguna de las preguntas sobre el sentido de la vida, de dónde venimos y a dónde vamos, las podemos responder si no sabemos qué somos en realidad los seres humanos. Y ¿qué sabemos sobre lo que somos? La ciencia dice que somos seres naturales, un producto de la evolución biológica de las especies. Eso está comprobado. Pero ¿somos solamente eso?

Si fuéramos seres puramente biológicos, estaríamos adaptados a la naturaleza que nos generó, igual que todas las demás especies animales. Siendo puramente naturales, nada habría interferido en la adaptación natural de nuestro ser al entorno en que nacemos y nos desarrollamos, porque la adaptación ecológica es ley de la biología. La vida, la naturaleza, nos habrían hecho coherentes con lo que ella misma es. No habría razón alguna que explique por qué no nos conformamos con lo que sería natural para nosotros si fuéramos seres puramente naturales. Pero, lejos de conformarnos, estamos siempre luchando por ser más que lo que somos, y rebelándonos contra la naturaleza, que hemos modificado hasta el punto de que la destruimos, rompiendo los equilibrios ecológicos, que son ley de la naturaleza.

La verdad es, amigos y amigas, que aunque digamos lo contrario, los seres humanos no amamos a la naturaleza. O dicho de otra manera, quisiéramos salir de la naturaleza. No la amamos porque nos limita, porque nos condiciona, porque nos dificulta e impide ser lo que queremos ser. Anhelamos desde lo más profundo de nuestro ser, trascender el orden natural. Todo pensamiento, deseo y actividad del hombre, y toda la historia humana – la economía, la política, la cultura, el deporte, el juego, el arte, la literatura, las religiones, la filosofía, las ciencias – testimonian ese permanente anhelo, ese buscar superar y trascender el orden natural, que se manifiesta en la creación de un mundo distinto, artificial, que construimos y levantamos por encima de nuestra naturaleza física y biológica.

Incluso en el cumplimiento de las necesidades y funciones propiamente biológicas que compartimos con las otras especies animales, buscamos darles un sentido, encontrarles un más allá. Por ejemplo, en la nutrición desarrollamos la gastronomía, que es un arte; en la reproducción sexual desplegamos el romanticismo; en la lucha por la sobrevivencia nos autoimponemos la ética. Ante la inexorable muerte asumimos que solamente ‘nos vamos’, y que “nos

reencontraremos” o nos “reencarnaremos” o “resucitaremos”. Para amar la naturaleza y armonizar de algún modo con ella, tenemos que idealizarla. La naturaleza como bella, no como cruel. El universo como creación perfecta. El perro como el mejor amigo; el caballo como fiel. Pero sabemos que no es tan así. Nuestro amor a los animales es sólo después de haberlos sometido. El caballo debe ser domado, el perro debe ser domesticado, convertido en mascota. Los “humanizamos” para quererlos y convivir con ellos, por lo cual incluso les atribuimos cualidades morales, como si fueran personas humanas. Si fuéramos seres puramente materiales y biológicos, ¿por qué inventaríamos dioses, religiones? No necesitaríamos religión, ¿verdad?

Todo lo que somos y lo que hacemos nos lleva a pensar que no somos puramente biológicos, naturales, y que poseemos algo que trasciende lo corporal, algo espiritual, algo que ha sido llamado ‘alma’. Es el misterio del hombre. Y tratamos de comprenderlo. ¿Qué puede ser eso que llamamos ‘alma’ o ‘espíritu’?

Yo no lo sé. No lo sabemos. Es nuestro misterio. Pero sí sabemos que hay en nosotros una energía interior, que nos mueve a crear lo que no existe, a buscar la verdad, a admirar la belleza, a desear y amar lo que es bueno.

Es, queridos amigos y amigas, lo que he pensado esta semana y que puedo decirles hoy. No estoy completamente seguro de que sea verdad; pero es lo que mi reflexión me lleva a creer.

¿Sigamos la misa, les parece?

 

* * *


 

Benito Rosasco sintió la llamada del jefe.

– A sus órdenes, señor.

– Ven a mi oficina de inmediato.

El abogado corrió hacia donde lo esperaba Ramiro Gajardo, quien sin saludarlo le preguntó:

– ¿En qué va lo de la herencia de Kessler? ¿Hiciste lo que te dije?

– Lo estoy haciendo, señor; pero está muy difícil. La chica esa contrató un abogado de Santiago que ya comenzó a solicitar la posesión efectiva.

– ¿Qué podemos hacer? ¿Interponer una causal de nulidad sobre el testamento?

– Lo estoy analizando con un colega especialista. Pudimos leer el testamento y es muy claro. Kessler deja todos sus bienes a la chica esa. Los enumera uno tras otro y no queda duda alguna sobre su voluntad. Lo único sería que apareciera un heredero directo de Kessler, una esposa o hijos. Pero sabemos que es soltero y nunca se ha sabido que tuviera hijos.

– ¿Podríamos hacer que apareciera alguno?

– Es complicado, por lo del ADN.

– ¿Posibilidad de impugnar la validez del testamento?

– Lo analizamos. No encontramos ningún resquicio. El testamento ya está registrado formalmente en el Registro Civil. Y lo más complicado, que cierra todas las puertas, es que el abogado que hizo los trámites contratado por Kessler, recibirá un pago importante una vez que quede todo registrado de manera definitiva a nombre de la Vanessa. Es como si Kessler hubiera desconfiado de usted, de nosotros, porque se encargó de dejar todo cuidadosamente amarrado para que el traspaso de sus propiedades y de su participación en la Sociedad Anónima que controla y administra La Colonia Hidalguía no pudiera ser objetado. Además, la chica esa contrató al abogado Wilfredo Iturriaga para que le realice los trámites de la posesión efectiva de la herencia de Kessler. Es el mismo abogado con el que tuve que litigar cuando la cooperativa de los parceleros presentó demandas de posesión por los terrenos abandonados.

– ¡Maldición! Ya pensaré qué hacer. Ahora dime sobre mi otro encargo.

– Eso está muy bien, señor. Las dos propiedades que fueron puestas en venta después de la peste las compramos, a su nombre señor, como me dijo esta vez. Después de lo de Kessler entiendo que lo haga así.

– Tú no tienes nada que entender o no entender sobre cómo hago las cosas. ¿Hay más propiedades que podamos obtener, sea comprándolas o asumiendo la posesión por abandono?

– No hemos sabido de ninguna otra, señor. Pero me mantengo alerta ante cualquier noticia. Con las dos propiedades nuevas nos seguimos acercando a la meta de las doce mil hectáreas que se necesitan para obtener la condición de Colonia Comunal Autónoma.

– Mmm! Nos acercamos, siempre que logremos recuperar las tres que perdimos por la calentura de Kessler con esa prostituta.

Después de pensarlo un momento Gajardo agregó:

– Llegó la hora de pasar de la guerra de posiciones a la guerra de movimientos. El mismo Kessler, el maldito traidor, me dejó un mensaje recomendándome pasar de la guerra de posiciones a la guerra de movimientos.

– No comprendo, señor, lo que me dice.

– Porque eres abogado y no tienes idea de estrategia ni de táctica militar. Es importante que lo entiendas. Llamaré al coronel Osorio para que te lo explique bien.

Abrió su IAI y marcó: – Juan Carlos, necesito que vengas de inmediato a mi oficina.

Cuando Osorio llegó, Ramiro Gajardo le dijo que explicara al abogado, en pocas pero claras palabras, la diferencia entre guerra de posiciones y guerra de movimientos. El ex-coronel lo hizo así:

– Cuando se trata de conquistar un territorio, la ciencia militar distingue la guerra de posiciones y la guerra de movimientos. La guerra de posiciones consiste en ganar terrenos estratégicos, como pueden ser ciudades, castillos, campos, puentes, lugares en altura, y consolidar su control y defensa mediante trincheras. Algunos llaman a esta estrategia, guerra de trincheras, porque las posiciones se defienden desde las trincheras. La guerra de movimientos es lo contrario. No se conquistan posiciones permanentes, el ejército no se establece en un lugar por defender, sino que se desplaza de un lugar a otro, se mueve atacando al adversario dondequiera lo pueda vencer con éxito, de modo de ir minando sus fuerzas. Se trata de golpear al enemigo por sorpresa. No se cavan trincheras sino que se realizan maniobras de guerra. Por eso se llama también guerra de maniobras.

Cuando Osorio dio por terminada la explicación se quedó de pie en espera de instrucciones.

– ¿Lo entendiste, Benito? – preguntó Gajardo al abogado.

– Sí, señor, es muy claro.

– Bien. Puedes retirarte Juan Carlos.

Después, dirigiéndose a Rosasco el jefe dijo:

– Bien, pasaremos de la guerra de posiciones a la guerra de movimientos. Ya tomamos posesión de importantes propiedades. Ahora es el momento de comenzar a maniobrar, a atacar por sorpresa, a doblegar la voluntad de los que se oponen a vender. A todos los parceleros, sea que estén afiliados a la cooperativa o no. Hay que asustarlos, amenazarlos, presentarles querellas, dejarlos sin agua, atacarlos por sorpresa. Minar su resistencia. En cuanto a Vanessa, deje no más que tome posesión, por ahora. De ella me encargo yo.

– Entiendo, señor.

Apenas se retiró el abogado, Gajardo llamó al Administrador de Campo y le dio instrucciones precisas.

– Mira Gustavo. Seguramente reaparecerá pronto Vanessa por aquí. Te encargo que la atiendas tan bien como puedas. Déjala tomar posesión de la casa donde vivió Kessler, que vaya a la piscina cuando quiera, que haga todo lo que se le ocurra. Pero mantenla vigilada. Vanessa cree que heredó una parte de la Colonia de Kessler, el que murió en la peste. Hay que hacerle creer que todo está bien. Si te habla de eso no la contradigas, síguele la corriente, pero infórmame todo lo que te diga. Si ella se comporta y se somete a nuestra voluntad no tendrá problemas. La tarea de mantenerla tranquila es tuya. Si cuando llegue el momento se rebela, veremos entonces el modo de sacarla de aquí.

– Bien, señor. Creo que no me será difícil mantenerla contenta. Le informaré cualquier cosa.


 

* * *


 

Ramiro Gajardo no había superado enteramente la depresión que lo afectaba desde que se produjo la peste, pero ya estaba activo y decidido a continuar su proyecto. Se acordó del monje budista al que había permitido que se instalara en la Colonia, sobre lo cual no había vuelto a tener noticias. Llamó al Administrador de Campo:

– Dime Gustavo qué has sabido del monje.

– Estaba por informarle, señor. Ayer regresaron los obreros que fueron con él. Me contaron que el viejo se instaló más arriba de la represa, en la precordillera. Me dicen que construyeron el domo en un claro del bosque cerca de un manantial. Me aseguran que no hubo daño.

– Bien. Es importante que identifique el lugar exacto y que lo incluyamos en el mapa de la Colonia. Algún día iré a ver de qué se trata el domo y a qué se dedica ese hombre.

Gajardo cortó la comunicación sin esperar respuesta, seguro de que le bastaba expresar su voluntad para que se cumpliera cabalmente.

Tres días después, cuando había concluido las tareas del día, Gustavo Cano estaba ensillando un brioso caballo con la intención de ir en busca del lugar donde se había instalado el monje. No le parecía necesario hacerse acompañar, pues conocía bastante bien el territorio y con los datos que le proporcionaron los obreros no tendría dificultad en encontrarlo. Además, Cano tenía una cierta veta romántica y le gustaba a veces estar solo. Las tareas que cumplía en la Colonia eran enteramente pragmáticas y pedestres y le ocupaban el día completo. Por eso, pensó en aprovechar la circunstancia que se le ofrecía de ir hacia la montaña sin más compañía que la del corcel y su revólver. Le atraían las grandes extensiones, que gozaba admirando en solitario, y esa noche que estaría iluminada por la luna llena era perfecta. Cuando era teniente de marina acostumbraba en las noches subir a cubierta y mirar el mar que se extendía hacia el horizonte y el cielo estrellado sobre él.

Estaba a punto de montar y partir en busca del monje cuando escuchó la llegada de una moto. No podía ser sino Vanessa, la chica que el jefe le había encargado atender como a una reina y con la cual había pasado una noche deliciosa. Dejó el caballo en el establo y fue a encontrarse con ella, que se dirigía al palacete que había sido de Kessler y que le habían dicho que podía ocupar cuando quisiera.

Vanessa y Gustavo se miraron, acercándose mutuamente, imaginando ambos que pasarían nuevamente una noche de placer.

– Hola Vanessa. ¡Qué gusto de verte otra vez! ¿Qué te trae por estos lados? – le dijo el ex-teniente alegremente.

– Nada especial. Estaba aburrida en El Romero. – Y agregó poniendo su mejor sonrisa seductora: – Tenía una cierta idea de encontrarme con un hombre apuesto por estos lados. ¿Qué estás haciendo?

– Estaba ensillando un caballo para salir a cabalgar. Me gusta salir a cabalgar de noche a recorrer los campos y subir los cerros.

– Ah! Yo nunca he montado a caballo. Pero me encantaría, creo.

– ¿Quieres que te enseñe y que vamos a dar una vuelta?

Vanessa, alegremente: – ¿Ahora? ¿De verdad me enseñarías?

– Por supuesto. Es fácil, y tenemos aquí un pingo mansito que te va a gustar.

– ¿Estoy bien así? – preguntó Vanessa, indicando el pantalón de cuero ajustado y la chaqueta negra que vestía.

– Estás perfecta. Puedes dejarte el casco, aunque no es estrictamente necesario. Andar en moto y a caballo tienen algo en común, ya lo verás.

Los planes de Gustavo Cano habían cambiado con la llegada de Vanessa, pero lejos de incomodarlo le pareció excelente. Lo del monje podía esperar, y atender a Vanessa como reina era también un encargo del jefe. Ella dejó su mochila en la casa y los dos caminaron alegres hacia el establo.

– Esta yegua es mansita, ya verás, y ya no está en edad de galopar.

– ¿Por qué crees que me guste que sea mansita? Yo no tengo miedo ¿sabes? si me enseñas. ¡Quiero galopar!

– De a poco, niña. Si me dejas que te enseñe, con el tiempo llegarás a ser una verdadera amazona.

– ¡Amazona! ¡Eso me gusta! ¡Enséñame ya!

– Comencemos entonces desde el comienzo. Lo primero es aprender a ensillar el caballo. Es fácil, pero hay que hacerlo bien, amarrarlo firme porque si la montura o cualquier otro apero quedan sueltos, el animal se da cuenta y puede voltear fácilmente al jinete. No porque sean malos, entiende. Los caballos son buenos, pero también a veces se ponen briosos, tienen que descargar su energía y se ponen juguetones.

Vanessa estaba encantada. Entabló no sólo con la vieja yegua sino con todos los caballos del establo una relación amistosa. Los acarició, les dio pasto en el hocico, les alisó las crines, les sacó el polvo. Gustavo le enseñó los nombres de cada uno y le habló de sus diferentes razas y cualidades. Le enseñó a ensillar y a preparar un caballo para la monta. Vanessa quiso hacerlo ella misma, con otro caballo que a Gustavo le pareció suficientemente manso como para que ella pudiera montarlo e incluso cabalgar. Le enseñó a hacerlo, feliz de tener una alumna tan bella, tan entusiasta y que aprendiera todo tan fácilmente.

Después, cuando ya la luna llena iluminaba el campo, montaron y partieron en dirección a la montaña. Gustavo conocía un lugar que sabía que a ella le iba a encantar. Subiendo por la orilla de un riachuelo llegaron a un lugar donde el río formaba un remanso después de caer en cascada, y donde se había formado una pequeña playa de arena, a la sombra de enormes sauces.

Se bajaron de los caballos, los dejaron atados a un viejo tronco, y Vanessa sin pensarlo ni un instante se desnudó, se metió al agua y fue nadando hasta llegar a una enorme roca donde el agua de la cascada salpicaba y lanzaba espuma al aire. Subió sobre la roca y levantó los brazos. La luz de la luna y el vaho que formaba el agua a su alrededor daban a su cuerpo una extraño resplandor que dejó a Gustavo con la boca abierta.

El ex-teniente la miró extasiado durante varios minutos, hasta que ella con un gesto lo invitó a que llegara hasta donde estaba. El hombre se desnudó, se metió al agua y nadó hacia ella. Como la roca terminaba en punta tuvieron que abrazarse para permanecer allí sin caerse.

Después de varios minutos de mantenerse así apoyados Vanessa se soltó, dio un salto hacia el agua y recorrió el remanso del río nadando y chapoteando alegremente de un lado a otro. Cuando, después de mirarla juguetear en el agua la vio salir y tenderse sobre el manto de hojas que cubría el suelo debajo del más grande de los sauces, Gustavo saltó al agua y fue directamente a tenderse a su lado.

Hicieron el amor, se arroparon y se quedaron dormidos mirando el paso de la luna entre las ramas de los sauces. Cuando el sol los despertó se lavaron a orillas del río y partieron de regreso a dejar los caballos al establo.

Vanessa entró a la casa a buscar su mochila y antes de que Gustavo fuera a cumplir sus tareas del día le preguntó:

– ¿Eres celoso tú?

Gustavo, después de pensar la respuesta que le convenía dar a esa inesperada pregunta dijo:

– No lo he sido. No lo he sido hasta hoy.

– ¿Has estado con muchas mujeres, me imagino?

– Sí. Fui marino, sabes, y después de navegar semanas y meses, sabes como se dice, en cada puerto un amor.

Después de un momento agregó: – Ahora es distinto, porque aquí en la Colonia no hay mujeres y casi no salgo porque tengo mucho trabajo.

– Pero yo he visto mujeres aquí. En la piscina.

– No me gusta tener sexo con prostitutas ¿sabes? No es lo mismo ...

Esta vez fue Vanessa que se quedó pensando en lo que le convenía responder. No le contaré nunca que también trabajé así. Pero no quería mentir. Nunca lo hacía.

– Te entiendo. Yo también he estado con muchos hombres. No soporto a los celosos ¿sabes?

– Entonces estamos bien – se atrevió a comentar Gustavo. – Nada de celos entre nosotros.

– Nada de celos, sí, nada de celos.

Cuando en la mañana Vanessa tomó su moto y Gustavo Cano la vio salir de la Colonia, él llamó a Gajardo:

– Jefe, le informo que ayer tarde vino Vanessa. La atendí según sus instrucciones. No me dijo nada sobre herencia, pero entró a la casa que era de Kessler como si fuera de ella.

 

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