XXXV.
San Julián recibió en su casa el sobre con el membrete de la Facultad en que le comunicaban el resultado del sumario administrativo y la resolución que había tomado el Decano en uso de sus atribuciones legales. No fue sorpresa para él: se había preparado para lo peor. Sin embargo lloró. ¡Cuánto había llorado esos días! Pero esta vez lloró de rabia, de pena y de impotencia todo junto. Sentía la injusticia, la falta de reconocimiento, la humillación a que lo habían sometido. Pensó en todo lo que había entregado a la Facultad por más de veinte años: ¡su vida! ¡lo mejor de sí mismo! Un trabajo constante y generoso en que había llevado al extremo sus capacidades y puesto lo mejor de sí mismo, en cada cosa que hacía, en cada escrito, en cada clase que dictaba. Un trabajo siempre creativo y sin embargo meticuloso en los detalles en busca de la perfección. La Facultad era su mundo, y ahora ese mundo también desaparecía ante sus ojos, como había desaparecido igualmente su casa y el mundo familiar. Como había desaparecido incluso su mundo lúdico, el de los caballos de los cuales no quería volver a saber. Como había desaparecido Florencia.
Por primera vez en esos días pensó en sí mismo. Finalmente las circunstancias lo habían llevado a hacerse la pregunta real, la única que tenía sentido ahora para él: ¿Qué sería de sí mismo? Había pensado tanto en Florencia, en su esposa y hasta en su fiel Quarz, que se había olvidado de él. Todo lo que había sucedido lo hacía sufrir por sí mismo, es cierto, en su corazón, en sus sentimientos, en todo el cuerpo; pero su pensamiento, esa capa sutil del cerebro que lo llevaba a combinar ideas y recuerdos, estaba enteramente volcada hacia fuera, concentrada en quienes lo hacían sufrir tan hondamente y de quienes sin embargo se preocupaba y que quería comprenderlos y prever cuál sería su destino.
No le preocupaba mayormente su situación material. La pérdida de gran parte de su patrimonio no le afectaba mayormente: no estaba apegado a las cosas materiales, salvo a su parcela de Talca y esa le quedaba. Tenía confianza en sí mismo, en sus capacidades, en su trayectoria científica, y sabía que no le sería difícil encontrar otro trabajo. En Talca no le faltaría; sabía que gustoso lo recibirían en cualquier actividad académica que buscara. Lo que le había empezado a inquietar era su destino personal. ¿Cómo viviría? ¿Soportaría la soledad en ese vacío de sentido en que se encontraba? ¿Dónde encontraría las motivaciones y energías necesarias para recomenzar su vida solo, desde sí mismo, desde la nada que se había anidado en su interior?
Pensó en su investigación, la que había concluido hacía escasos días. Sí, esa también le quedaba. Es cierto que la había terminado y que igual que cada vez que ponía fin a algún escrito sentía un vacío interior. Era como si la energía mental que activaba su cerebro se agotara junto con la obra: su mente entraba en un estado de reposo sin tener ya nada más que hacer. Siempre le había sucedido lo mismo y siempre sentía la misma sensación de vacío, de espera paciente hasta que una nueva idea o intuición le llegara desde fuera, solicitando otra vez su esfuerzo intelectual para que él la estableciera con rigor y la pusiera a vivir en el mundo de la ciencia.
Pero le quedaba la obra terminada, la que más había amado de todas las que había elaborado en su vida, porque fue para él la más fascinante, la más profunda: la que había surgido en su intelecto mientras miraba el mar en los ojos azules intensos de Florencia. Eso le quedaba. Y esa obra no se la entregaría a la Facultad que tan injustamente lo trataba. Se la llevaría, la haría publicar en la mejor revista científica del mundo, se la ofrecería a la Universidad o al centro de investigación que aceptara sus servicios futuros. La Facultad perdería su último trabajo, sería una pérdida de la cual se arrepentirían en el futuro, porque era un trabajo científico verdaderamente importante que tal vez revolucionaría la física teórica. Sí, esa sería su venganza.
Tomó el auto y se dirigió a la Facultad. No se detuvo como siempre en el penúltimo peldaño de la escalinata de acceso. Aquél ya no era su mundo. Entró a su estudio. Todo estaba en su lugar, tal como lo había dejado y tal como lo esperara por tantos años cada día. Miró el cuadro que había colocado Florencia. Los caballos retozaban igual que antes ¡como si nada hubiera sucedido!
Se sentó ante el computador y lo puso en marcha. El archivo de su investigación no aparecía en la pantalla. No encontraba su nombre. ¡No estaba! Lo intentó numerosas veces, siempre con el mismo resultado. Todo lo demás estaba intacto, menos ese archivo. Nada. Sintió un vacío, un mareo que le hizo casi perder la conciencia. Se repuso con un gran esfuerzo de voluntad. Volvió a intentarlo. Nada. Si hubiera estado frente a él un espejo le habría devuelto la imagen suya hecha fantasma: su rostro estaba blanco.
Se sentó y hundió la cabeza entre sus brazos cruzados sobre el escritorio. Estuvo así, inmóvil, largo rato. Luego se levantó y comenzó una febril actividad. Empezó a sacar del estante y de los cajones del escritorio todos sus libros, sus apuntes, sus recuerdos, una botella de fino licor francés y el estuche que guardaba las joyas que no había podido regalar a Florencia. Todo lo iba depositando sobre una gran caja que yacía en un rincón llena de polvo. Guardó todo cuidadosamente. No quería que nada más pudiera perdérsele. Intentaba recuperar aunque fuera los apuntes desordenados que había hecho en el curso de su reciente investigación. No era mucho: San Julián no era de aquellos a quienes les gusta acumular cosas inútiles. El miraba siempre hacia adelante, y cuando concluía un trabajo botaba todos los restos, los materiales provisorios que hubiera utilizado en su elaboración. Lo importante era el resultado, no el camino hacia su logro. Por eso en una sola caja grande pudo guardarlo todo. Se acordó de sus archivos del computador donde estaban los apuntes y notas de sus clases, los programas de estudio, restos de investigaciones abortadas que había dejado por no haberlo conducido a ningún resultado. Tomó unos diskettes y grabó allí todo lo que había en el disco duro. Luego borró este por completo: no quería dejarle nada de lo suyo a esa Facultad a la que había entregado todo durante años. Cargó la caja de cartón y echó una última mirada a su estudio. Recién en ese instante se dio cuenta de que olvidaba algo: los caballos. Depositó la caja sobre el escritorio y descolgó el cuadro de la pared. Lo colocó cuidadosamente encima de la caja y tomándola en sus brazos salió de la oficina, recorrió el pasillo, bajó las escaleras, atravesó los patios, bajó las escalinatas y salió de la Universidad. Nadie se había acercado a ayudarle en ese largo recorrido, y a él tampoco le importó pasar delante de todos en esa insólita y humillante circunstancia.
Pero en la tarde volvió a la Facultad. Quería saber qué podría haber sucedido con su investigación y si fuera posible recuperarla. Habló con la secretaria, que dijo no saber absolutamente nada ni haberse percatado de que nadie hubiera entrado a su estudio cerrado con llaves. Habló con Barheimner, con sus ayudantes, con otros profesores.
Volvió entonces a hablar con el decano Fuenzalida. Le contó su caso con la voz angustiada. Este no sabía nada del asunto, aunque cuando él empezó a hablar se llevó inconscientemente la mano al bolsillo de su chaqueta para palpar un diskette de computación que escondía allí desde hacía dos días. Fuenzalida le dijo a San Julián que la computación es así, que todos lo saben y que por eso siempre hay que dejar copias de resguardo.
— ¿Usted no lo ha hecho?
— No.
— Qué imprudencia —dijo Fuenzalida habiéndosele disipado con esa información todas las dudas: llegaría a ser famoso con la publicación que saldría pronto con su nombre en alguna importante revista científica.
— ¿Pero no tiene copias? ¿No la ha escrito de su puño y letra? ¿No guarda otro tipo de registros?
— Nada importante, lo escribí todo en el computador —le confirmó San Julián inocente.
— ¿Quiere que lo acompañe a su estudio? Tal vez usted no la ha encontrado, tal vez exista en el computador alguna copia de seguridad. ¿No quiere que comprobemos?
— No serviría para nada: dejé el disco duro completamente vacío.
El tono de la voz de Fuenzalida cambió entonces de repente. Antes parecía compungido, como si lamentara lo que le había ocurrido al profesor. En cambio las últimas palabras que dijo sonaron ligeramente sarcásticas a los oídos de San Julián:
— Pero qué imprudente es usted, profesor. Ni siquiera podrá iniciar una investigación, no hay constancia alguna. Usted mismo anuló todos sus archivos. Lo siento.
Una fuerza extraña, no suya, forzó a San Julián a cometer el segundo acto descortés de las últimas semanas: dejó a Fuenzalida con la mano estirada y se fue sin saludarlo.
Dos días después San Julián se dio cuenta de que no tenía absolutamente nada que hacer. Ni preparar clases ni investigar ni atender alumnos ni pensar en las cosas de su hogar que ya sentía ajeno ni llamar a Florencia para concertar una cita ni esperar ansioso alguna comunicación suya ni nada de nada, absolutamente nada. Sólo pensar, pero incluso su pensamiento no encontraba en qué detenerse porque ya no había objeto que lo estimulara ni le proporcionara nuevos elementos que incorporar a sus análisis mentales. Todo para él era el pasado, lo que constituía una situación completamente nueva porque él siempre había vivido pensando hacia adelante, o para decirlo más exactamente, tratando de descubrir en el presente las potencialidades que este contenía y que podrían ser realidad si él optaba en uno u otro sentido. Ahora su presente estaba vacío, sin potencialidades por parir. Pero su mente no se detenía, desgraciadamente, y entonces continuaba dándole una y mil vueltas a los mismos recuerdos y a las mismas ideas sin que su pensamiento llegara a detenerse en alguna conclusión satisfactoria.
No tengo nada que hacer, debo dejar de pensar, concluía cada cierto tiempo, pero su mente no le obedecía. Entonces decidió que era el momento de partir, de irse a su parcela de Talca donde al menos recuperaría el recuerdo de un pasado más antiguo y más tranquilo que aquél que lo mantenía ahora en el vacío.
Partió con todas sus cosas y se instaló en su alcoba, la misma en que pasara aquellos días felices con Florencia. Y fue así como en vez de reencontrarse con su infancia y con su padre ido y con tantas aventuras antiguas vividas en aquel lugar, la única presencia que volvía siempre a su mente era la de esos días más felices de su vida: una semana, una sola semana de amor, tan reciente y tan lejana a la vez, tan reciente y tan lejana.
Pasaba los días en la casa sin hacer nada. En las noches salía a pasear bajo el cielo estrellado. Miraba hacia lo alto desde donde lo observaban ajenas las estrellas. El cielo lo llevaba a pensar en Dios, buscando algún consuelo y el sentido de todo aquello que le había sucedido. Y de lo alto le respondía sólo el silencio.
Desde el balcón también miraba las estrellas y su vista se detenía al frente, exactamente donde había pasado el meteorito que lo hizo creer que Dios era romántico y entendido en el amor. Y su mente que todo lo quería comprender, quiso entender también a Dios, que no dudaba había sido quién hizo pasar ante sus ojos y los de Florencia la estrella fugaz que se prolongó en besos deliciosos.
Tú lo hiciste pasar, tú lo pensaste y al pensarlo lo creaste desde la eternidad para nosotros. ¿Y qué sentido tenía hacerlo si después me ibas a sumergir en esta oscuridad del alma? ¿Acaso tú te entretienes jugando con los pobres humanos y haciéndonos creer que nos envías signos de tu voluntad soberana que dicen que es siempre amorosa? ¿Acaso solamente juegas como un niño caprichoso? ¿Por qué me hiciste creer con esa estrella que hiciste pasar ante nosotros que tú bendecías nuestro amor? ¿No fue ese tu mensaje más claro que la luna? ¿O tenía otro significado que pasó inadvertido para mí? ¿Acaso debí haberme comportado también en ese momento como científico y haberme preocupado de descifrar lo que no era evidente y se escondía más allá de las circunstancias del momento? A ver si ahora logro entenderte mejor. Pasó una estrella fugaz. Pasó fugaz una estrella. ¿Pero cómo no se me ocurrió antes? ¡Fugaz! Pasó y encendió el cielo como un fuego y luego desapareció en la nada del infinito. ¿Es que querías advertirme que ese fuego que sentía en mi alma y ese amor delicioso con Florencia pasarían igual que el meteorito, fugaces, sin dejar ningún rastro fuera del recuerdo imborrable de su luz? Sí, eso me decías, porque así ha sido. Pero entonces tú eres frío como la nieve y nos mandas mensajes que sabes que no podemos descifrar. ¿Porque cómo hubiera podido yo entender así la señal del cielo, en un momento como ese en que mi corazón ardía y estaba preocupado de muy otros problemas? Sí, tú sabías que yo no podía en ese instante comprender el mensaje de la estrella, y entonces ¿para qué lo enviaste? ¿Es que quieres simplemente demostrarme que tú todo lo sabes con anticipación? ¿Y eso para qué? ¿Qué sacabas con eso? ¿Acaso te hacías más poderoso? ¿Y para qué me sirve ahora a mí comprender que en la fugacidad de esa estrella estaba contenida la advertencia de que todo nuestro amor sería tan pasajero como esa luz que iluminó el cielo un instante para desaparecer en el vacío? ¡Si eso ya lo sé ahora sin necesidad de tu mensaje engañoso, y lo sé desde antes de que pudiera interpretarlo! ¿O es simplemente que juegas con nosotros como un niño arbitrario y caprichoso? ¿Será que simplemente querías castigarme por haber amado a una muchacha encantadora olvidando la promesa que hice a mi esposa hace más de veinte años? ¿Es que mi madre tenía razón cuando me amenazó de niño con el infierno por seguir el instinto de mi cuerpo —un instinto que tú mismo has creado— y has querido hacerme vivir ese infierno anticipado? ¡Pero este es, Señor, demasiado castigo! ¿Y por qué castigas el amor si dicen que tú eres el amor infinito? ¿Quién te entiende?
Trataba de comprender a Dios con su intelecto poderoso, pero luego se reconocía humildemente incapaz de hacerlo y entonces clamaba al cielo pidiendo que lo iluminara, pero no obtenía respuesta, solamente el silencio. ¡El silencio del que dicen que es el Verbo!
Entonces sus pensamientos retornaban a la tierra y se detuvieron nuevamente en Florencia. Y su mente científica quiso poner orden en sus recuerdos y empezó a recorrer sistemáticamente cada momento que había vivido con ella y cada recuerdo de sus propias sensaciones. Cuando la había conocido en la hacienda del sur, la discusión por quién arrendaba el caballo Pintado, el encuentro fortuito —¿fortuito?— en el recodo de la colina y la carrera hasta el árbol, y esas piernas fascinantes pegadas al lomo del corcel en las que sus ojos se detuvieron por primera vez, y como giraba libre cuando se cayó al agua, y lo que sintió cuando la tomó en sus brazos, la sacó y la depositó en la orilla. Y la suavidad de su piel húmeda cuando bajó su mano hasta las rodillas mojadas y su cara de sorpresa divertida y la caminata de vuelta hacia el establo empapados pero alegres y cada palabra que ella dijo entonces. Y como había vuelto a la misma hacienda con la secreta esperanza de reencontrarla, y cuando volvió a verla en el momento menos esperado, al comenzar sus clases un martes de verano, y esas piernas que se extendieron desenvueltas cuando él las miró mientras dictaba fórmulas abstractas, y como ella lo había esperado y su turbación cuando Florencia le recordó aquel encuentro diciéndole que le había mentido y su respuesta evasiva y el intento de poner distancia aludiendo a su modo de relacionarse con los alumnos. Cada uno de los encuentros sucesivos, el choque con ella que lo había hecho caer ridículamente en clases y como ella recogió los libros y la explicación que le diera de su vuelta corriendo a la sala y las conversaciones que tuvieron después. Y aquel éxtasis del intelecto que tuvo mientras la miraba a los ojos intensamente azules tan grandes y hermosos como el mar, y su capricho por conocer el contenido de ese que llamaba orgasmo espiritual y las largas explicaciones que le dio sobre la evolución de la ciencia moderna hasta entregarle lo esencial de su teoría de la física. Sus esperas deliciosas o angustiadas de que apareciera en el estudio o lo llamara y la felicidad que sentía cuando ella se asomaba. Y la vez que ella había cambiado la disposición de su estudio colocando en la pared los caballos retozando. La primera ocasión en que fueron al Club Hípico y todo lo que hicieron allí y su pie eróticamente enyesado y la alegría del triunfo de Amaranto y como ella con el pie lo fue excitando mientras comían deliciosas langostas. Aquel beso increíble, la pasión de la primera vez que hicieron el amor y todas las demás y como ella tomaba su cuerpo y lograba extraerle placeres indecibles. Y la semana inmensamente feliz que habían pasado en ese mismo lugar, feliz inmensamente a pesar de la discusión sobre la música y la angustia que llegó a sentir cuando ella tardó tanto en volver de una conversación telefónica con su madre. Y el retorno a Santiago en silencio y la conversación que entonces tuvieron, cada palabra de aquella conversación. Y desde aquel día, los desencuentros, tanto sufrimiento, las veces que lo dejó esperando, y las otras cuando se encontraban y se amaban, que ya no eran igual que antes porque ella estaba como distante. Y sobre todo, ¡oh! terrible recuerdo, la corrección de su prueba y aquél horrible momento en que ella le había exigido un siete. La compra de Amaranto y la alegría entonces en su rostro y luego cada cosa que hicieron en su viaje a Europa donde todo volvió a la felicidad de antes. También la vez que le había dicho con el alma que era una descortés y su descompromiso incomprensible y sus engaños y finalmente cuando ella con técnica estudiada le dijo que todo había terminado mientras a su lado el ruido de las micros le impedía comprender lo que escuchaba. Y el amor que siguió sintiendo intacto y que seguía allí mismo vivo como una herida abierta en el alma.
¿Qué le quedaba de todo aquello? Sólo el cuerpo de Florencia pegado a su piel, y el recuerdo de una estrella fugaz. Ella se había quedado mirando cómo desapareció en el cielo; él, mirándola a ella.
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