XXVI. ​​​​​​​Desde el penúltimo peldaño de la escalinata

XXVI.


Desde el penúltimo peldaño de la escalinata el profesor San Julián notó que algo inusual ocurría en la Universidad. Se veían pocos alumnos pero más profesores que de costumbre, paseándose algunos en pareja, conversando otros en pequeños grupos. Tardó casi un minuto en recordar que era el día de la elección del Decano. Pensó que a esa hora estarían ya constituidas las mesas de votación con las urnas correspondientes y los representantes de los candidatos atentos a cualquier imprevisto. Las elecciones en la Facultad eran siempre tranquilas, pero no por eso exentas de interés y de cierta tensión que, sin embargo, todos se cuidaban de no dejar traslucir.

Mientras subía hacia su estudio San Julián iba pensando en lo ajeno que había estado durante los últimos meses al quehacer universitario. Sintió disgusto por ello. Ni siquiera sabía quiénes eran los candidatos, con la excepción del profesor Fuenzalida que se había encargado personalmente de comunicárselo.

Se presentaba también el profesor Arnaldo Barheimner, un emérito y respetado docente de larga trayectoria universitaria y de amplio saber, bastante tímido y tan quitado de bulla como el mismo profesor San Julián. No obstante haber mantenido siempre muy buenas relaciones con éste, no se había acercado a hablarle de su postulación pensando que el profesor ya había comprometido su apoyo a Fuenzalida. No era un hombre ambicioso y si había ofrecido su nombre como candidato era porque estaba realmente preocupado por lo que sería la Facultad si quedara en manos de su oponente, de quién tenía muy mala opinión. Prácticamente no había hecho ninguna campaña en busca de adhesiones. Él ofrecía su persona para el cargo y eso, para él, era suficiente. Era cuestión de los profesores si optaban por él o por Fuenzalida para el decanato: todos eran suficientemente maduros y le parecía de mal gusto incitarlos a votar por su nombre.

San Julián llamó a Cecilia a su estudio y pidió a la secretaria que le informara todo lo relativo a la elección. Ella lo hizo cuidadosamente, con el máximo de objetividad que le fue posible, a pesar de haber estado todo ese tiempo activamente moviendo sus hilos en favor de Barheimner. Ya sabemos lo que Cecilia pensaba de Fuenzalida. Del profesor Barheimner tenía en cambio la mejor impresión y, además, se había hecho la idea de que si éste resultara elegido probablemente la promovería muy luego al cargo de secretaria del Decano, el más alto puesto al que podía aspirar y que consideraba que bien lo merecía después de tantos años entregados al servicio de la Universidad y de los profesores.

— Barheimner —dijo San Julián pensativo. —No lo había pensado. Efectivamente sería un muy buen Decano. Usted sabe que lo aprecio mucho, como tantos colegas aquí. Me imagino resultará elegido. Realmente sería muy bueno.

— ¡Pero cómo! profesor. Perdóneme, pero si está usted apoyando a Fuenzalida y ha sido ese uno de los argumentos esgrimidos por él para conseguir adherentes.

— Perdóneme usted Cecilia, pero yo no he comprometido con nadie mi voto, y esta es la primera información que tengo de que Barheimner postula al cargo. Si lo hubiera sabido le hubiera ofrecido inmediatamente mi apoyo. La verdad es que me imaginé que Fuenzalida corría solo, porque sólo él se acercó a hablarme del asunto.

— ¡Ay! profesor, usted vive en las nubes. Fuenzalida no ha hecho otra cosa que pavonearse con el apoyo que usted le ha ofrecido.

— ¿Y cómo se ven las cosas? Me imagino que usted tendrá una idea de cómo están divididas las opiniones.

— Tal como yo las veo, creo que Fuenzalida saldrá elegido. Ha hecho un trabajo cuidadoso y constante buscando el apoyo de los profesores, y Barheimner casi no se ha movido.

— Lo comprendo perfectamente. Él no es ambicioso y me imagino que se ha limitado a esperar que cada colega piense y decida por sí mismo. Iré inmediatamente a expresarle mi apoyo. No me agradaría que pensara que no aprecio grandemente su decisión de postular al decanato.

Cecilia pensó entonces que todavía era tiempo de ganar algunas nuevas adhesiones para Barheimner. Se atrevió a preguntar a San Julián.

— ¿A usted le molestaría, profesor, que se supiera que adhiere a la postulación de Barheimner? Creo que ese solo hecho le haría ganar algunos votos.

— Y yo creo que usted se equivoca. No creo que tenga tanta influencia ante mis colegas. Estoy seguro de que cada uno votará en conciencia. Pero si usted lo estima conveniente y quiere hacérselo saber a algún profesor puede hacerlo. ¡Pero no! Perdóneme. Eso no le corresponde a usted, se comprometería innecesariamente y podría tener algún problema después, si como usted misma lo cree resultara electo Fuenzalida. Lo haré yo mismo a mi modo.

En esa respuesta se hacían presentes la entereza y honestidad del profesor. Pensó en la necesidad de proteger a la fiel secretaria sin que por un momento pasara por su mente la idea de que también él debiera tener algún cuidado. Después de todo, si aparecía a última hora apoyando a Barheimner después de que Fuenzalida pregonara durante semanas que contaba con su adhesión, no podía esperar nada bueno de éste, que sentiría aquello como una verdadera traición. Pero San Julián en ese momento no pensaba en sí mismo. Sólo sentía la necesidad de corregir una falta de omisión y el haber estado tantas semanas ajeno a la vida de su Facultad. Si lo que decía Cecilia era cierto, no estaría mal que ese día se mostrara ante todos al lado de Barheimner.

Así lo hizo. Fue en busca del colega, al que encontró en su estudio conversando con otros dos profesores.

— Arnaldo, vengo a decirte que estoy contigo y que espero seas elegido hoy nuestro Decano. ¿Me creerás que acabo de enterarme de que postulas al cargo? ¿Por qué no me lo comunicaste?

— Estimado Fernando. No sabes cuanto aprecio lo que me dices. La verdad es que no he hablado casi con nadie. Además, me habían dicho que apoyabas a Fuenzalida y eso no dejaba de tenerme confundido. Ahora debemos simplemente esperar lo que piensen nuestros colegas. Tal vez si hubiera sabido que contaba con tu confianza me hubiera atrevido a postular con mayor decisión.

— Ha habido un malentendido. Pienso que Fuenzalida no sería un mal Decano, pero estoy seguro de que tú lo harías mejor. Él fue a hablar conmigo y creo haberle dicho algo que pudo interpretar como un apoyo o como un estímulo a postular. Después de eso no supe nada más, porque estoy enfrascado en una investigación que me tiene muy entusiasmado. Si hubiera sabido que también tú te ofrecías para el cargo no hubiera dudado en decirlo públicamente. Tal vez algo hubiera servido.

— Claro que sí, y aún puede servir —acotó uno de los profesores que acompañaba a Barheimner.

— Arnaldo, si lo crees oportuno, te propongo que salgamos a pasearnos por la Facultad. Aprovecharemos para charlar sobre la Universidad, y los profesores que nos vean juntos podrán entender, sin necesidad de decírselo, que te apoyo en este asunto. Además, no es propio de un candidato encerrarse en su estudio el día de la elección.

Así fue como San Julián y Barheimner se hicieron ver por todos sus colegas conversando amigablemente por los pasillos y patios de la Facultad. Por cierto, el hecho no pasó desapercibido para el profesor Fuenzalida, que se sorprendió y disgustó grandemente con ello. Cuando los vio por primera vez pensó que Barheimner era más astuto de lo que había creído. Se imaginó que él había ido a encontrar al ingenuo de San Julián para invitarlo a conversar delante de todos ostentando su amistad, como una táctica para contrarrestar su propia campaña en que había dicho que fue San Julián quien lo indujo a postular porque lo consideraba el mejor para dirigir la Facultad. No se imaginó que la idea de mostrarse junto a su oponente había sido de San Julián: de tanto repetirlo se había convencido que éste lo apoyaba sin reservas. Se le ocurrió entonces que apenas los colegas se separaran, él debía ir a encontrar a San Julián y hacer lo mismo que Barheimner.

Sólo que la ocasión de hacerlo no se le presentó en toda la mañana y ni siquiera a la hora de almuerzo, pues ellos se dirigieron juntos al comedor de los profesores. Tanto había basado su conquista de votos en el apoyo de San Julián, que le atribuyó a la amistosa y pública conversación de éste con Barheimner una importancia desmedida. Se fue irritando cada vez más. Pensó entonces que debía intentar algo, y no se le ocurrió otra cosa que dirigirse a la mesa donde ellos se habían instalado a almorzar.

— ¿No interrumpo alguna conversación privada, apreciados colegas?

— Por supuesto que no —respondieron Barheimner y San Julián al unísono. Por favor, acompáñenos.

— Estamos charlando de una cosa y otra sin importancia —agregó San Julián. — En este momento estábamos comentando sobre este hermoso día de sol.

— Es verdad —comentó Fuenzalida. —Esto ha hecho que gran parte de nuestros colegas vinieran temprano a votar. Y ustedes lo han aprovechado bien —agregó mirando de soslayo a Barheimner— paseándose por todos los patios de la Facultad.

Barheimner comprendió en seguida la indirecta de Fuenzalida, y dándose cuenta recién entonces del problema en que se había metido su amigo, acotó:

— Así ha sido, en efecto. Y yo espero que al acaparar a nuestro apreciado colega no lo haya distraído de alguna actividad que él hubiera comprometido con usted.

— ¡Oh no! en absoluto. Una elección como esta es un evento académico, no un hecho político que haya de distraernos de nuestras actividades normales ni, mucho menos, que nos distancie de nuestras amistades, aunque tengamos que enfrentarnos en una elección. ¿No es así?

Fuenzalida dijo esto con la intención de reafirmar el voto de San Julián, que no había visto aún acercarse a la mesa de votación y que de tanto conversar con Barheimner podría haberse dejado convencer por éste, más astuto de lo que había creído que fuera.

La conversación continuó amigablemente versando sobre temas intrascendentes porque ninguno de los tres quería tocar en ese momento el asunto de la elección. Cuando terminaron, San Julián anunció que iría a cumplir con su obligación de votar. Fuenzalida se ofreció para acompañarlo.

— Es un honor. ¿Y no lo haría usted también, Arnaldo? En verdad me sentiría muy honrado si voy a votar acompañado por ambos candidatos. Tendría así, además, la secreta satisfacción de contribuir en algo a la unidad de nuestra querida Facultad, que como bien ha dicho el profesor no debiera ser afectada por una confrontación electoral.

— Vamos, pues, me parece un gesto estupendo y tan sencillo.

Cinco minutos después San Julián marcaba su preferencia por Barheimner. Después de hacerlo anunció que debía volver a su estudio, dejando a los dos candidatos conversando con otros colegas que les habían comprometido su respectiva adhesión. Ahí se enteró Fuenzalida de que San Julián lo había traicionado, pues llegó a él el rumor que había echado a correr la siempre bien informada secretaria de los profesores. Él se encargaría como Decano, muy pronto, de echarla de la Facultad, y ya pensaría el modo de vengar la deslealtad de Fernando San Julián. ¡Se arrepentirá de haberlo hecho!


 

El presidente de la comisión escrutadora iba dictando los votos al secretario, que los pasaba luego a los apoderados de los candidatos. "Fuenzalida... Barheimner... Fuenzalida... Fuenzalida... Barheimner...". Una secretaria iba marcando rayitas en la pizarra frente a los nombres de los dos candidatos. La sala estaba repleta de profesores que esperaban ansiosos el resultado. Fuenzalida se había instalado en primera fila y llevaba nerviosamente la cuenta de los votos sobre un papel. Barheimner conversaba tranquilamente con San Julián, ambos de pie a un costado de la sala.

Al verlos Fuenzalida no pudo reprimir un rictus de rabia. San Julián no sólo lo había traicionado en el voto, sino que demostraba ostentosamente que estaba con su oponente, desmintiéndolo así, públicamente, de lo que él había repetido prácticamente a todos los profesores durante esos meses. Fuenzalida intentó imaginarse lo que pensarían de él sus colegas que le habían escuchado decir tantas veces que contaba con el apoyo del apreciado profesor. Ahora ya no importa, decidió. Dentro de unos momentos seré el Decano y tendré el poder. Nada bueno pasaba por su mente.

El escrutinio estaba por concluir. Las votaciones eran increíblemente parejas. Durante el recuento ambos profesores se habían sucedido varias veces en la delantera. Ahora estaba Barheimner dos votos arriba. "Fuenzalida... Barheimner... Fuenzalida... Fuenzalida". Quedaba un solo voto, el que todo lo decidiría. El presidente tomó el papelillo, lo leyó y demoró unos segundos en anunciar:

— Fuenzalida.

Un aplauso resonó en la sala. Fuenzalida se puso de pie de un salto y comenzó a recibir los parabienes de los profesores. Recibió también la felicitación de Barheimner que seguido de San Julián llegó a su lado. Con una mirada torva y desdeñosa dejó a San Julián con la mano extendida.


Luis Razeto

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