IV.
Ahora veremos qué tal son las fiestas aquí en Santiago, pensó Florencia mientras se esmeraba ante el espejo dando un último toque a sus labios. Estiró su ajustado vestido y se dispuso a encender un cigarrillo, en espera de la amiga que había quedado en pasar a buscarla. Justo en ese momento sonó el timbre. Era Fedora, que agitada por haber subido corriendo los tres pisos del edificio le dijo sin saludarla:
—¿Estás lista? Vamos ya, que dejé el auto mal estacionado y no quiero tener que pagar una infracción. Bonito departamento tienes, y qué ordenado se ve todo. Vamos, mira que se nos hizo tarde.
—Estoy lista. Vamos —dijo Florencia dando un portazo que retumbó en todos los departamentos del piso.
Ya en el auto Fedora observó a Florencia de arriba abajo, dándose cuenta que no había un solo detalle que no hubiera merecido cuidadosa atención. Florencia observó a Fedora y pensó que no estaba demasiado mal.
—Veo que llevas todo tu arsenal, dispuesta a la guerra. ¿Vas en son de conquista?
—Voy decidida a pasarlo bien —respondió Florencia—. Con todo el enredo del cambio a Santiago hace mucho tiempo que no voy a una fiesta.
La verdad es que hacía sólo tres semanas de aquella que sus amigos habían organizado en Valdivia para despedirla. Pero tres semanas sin fiesta podían ser mucho tiempo si en ese tiempo habían pasado muchas cosas. Y no es que Florencia fuera muy adicta al carrete. En realidad ella debía luchar contra el deseo de apartarse a que la inducía el Asperger que la afectaba. Pero como era voluntariosa casi siempre terminaba venciéndose y participaba, llegando a veces a pasarlo bastante bien.
—Me pregunto si en Santiago las fiestas serán como en Valdivia.
— ¿Y cómo son allá?
—Se baila, se fuma, se bebe y se come. Se pololea o se flirtea según sea el caso, y se sigue así hasta que la cosa se va apagando a medida que algunos se quedan dormidos, las parejas se retiran, o los padres vienen a buscar a algunas.
— ¡Bah! Aquí es igual, sólo que padres no se aparecen y las parejas caen en cualquier rincón y se quedan hasta el día siguiente. Eso cuando la casa está a disposición, como parece es el caso esta noche.
— No sé por qué a mí me cuesta integrarme, sobre todo cuando hay mucha gente y demasiada bulla. Me sucede a veces sentirme sola y me voy temprano. ¿Piensas quedarte toda la noche? ¿Tienes pareja?
— No, no tengo, y tampoco pienso quedarme. Cuando la cosa empiece a ponerse pesada, lo que sucede normalmente como a las tres o cuatro de la madrugada, me retiro.
— Pues yo también me retiraré. Tengo mis límites muy claros. Lo que me encanta es conversar y conocer nuevos amigos; pero pocos tienen el mismo interés.
Quedaron de acuerdo en retirarse juntas no después de las tres, o incluso antes en el caso de que se aburrieran o se sintieran demasiado cansadas.
Florencia estaba contenta de haber conocido a Fedora. Habían entablado una buena amistad desde el primer día de universidad. Tomó esta relación como un muy buen augurio porque siempre le había costado tener amigas; le era más fácil la amistad con varones, aunque también con ellos terminaba por perderla antes de lo que esperaba. Siempre querían más de lo que ella estaba dispuesta a darles o dejarles hacer. Tenían siempre una idea fija; y no acababa de entenderlos porque no tardaban mucho en dejarla por alguna otra. ¿Serán en Santiago también así?
Fedora venía también de provincia pero hacía ya tres años que estaba en Santiago. Recordaba lo que le había costado adaptarse y por eso tomó como algo personal ayudar a Florencia a ambientarse.
La fiesta estaba animada. Eran más de treinta los que bailaban en un living y un comedor que evidentemente no habían sido diseñados pensando en recibir tanta gente. Algunas parejas se besaban y apretaban como si quisieran fundirse. Varios más estaban sentados en el piso, y dos o tres pequeños grupos conversaban de pie, tratando a gritos de hacerse escuchar. La música era intensa, varios decibeles más allá del umbral aconsejable. Habían amontonado en el patio mesa, sillones y alfombras, y aún así no tenían espacio suficiente para desenvolver los movimientos que la música exigía.
En un rincón quedaba un diván donde estaba tendido a sus anchas un solitario joven de barba que parecía extraído de alguna película de revolucionarios bolcheviques. Ocupaba él solo el espacio que hubiera servido para media docena, pero todos parecían entender que no había nada que hacer, como si se tratara de un dato del ambiente con el que debían contar en sus fiestas.
Florencia hizo un rápido recorrido por la sala saludando a algunos compañeros que logró distinguir en la penunbra. Recibía en respuesta apenas un gesto o un ¡hola! distraído. No le gustó ser recibida con tanta indiferencia. Se había imaginado que al llegar se produciría al menos un momento de acogida, que la saludarían con afecto, y que algunos la seguirían con la mirada,. Pero cada cual siguió en lo suyo sin darle importancia, sin prestarle atención, como si todos fueran seres anónimos encerrados cada uno en su mundo. Fedora también había desaparecido mimetizándose en el grupo. Al rato la divisó. Estaba moviendo frenéticamente su cuerpo al ritmo de la música loca. Pensó que lo que habían conversado y los sentimientos que le había compartido habían desaparecido de la conciencia de su amiga. Y era verdad, porque Fedora había dejado a su cuerpo apropiarse de todo el espacio de su mente, o dicho de otro modo, tenía todo su espíritu inmerso en el movimiento del cuerpo.
Se sintió extraña y sola en ese lugar, con esa sensación de desamparo que tan habitualmente la entristecía. Pero había aprendido a lidiar con aquello. Decidió que no se dejaría apabullar. Sabía que dependía de ella el pasarlo bien; no faltaría quien estuviera dispuesto a pasar una agradable velada en buena compañía. Salió un momento al balcón a tomar aire fresco. Sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra. Al volver a la sala se apercibió de que el sillón de la esquina estaba desocupado y se dispuso a atravesar entremedio de los que bailaban para sentarse un momento; pero antes sacó un cigarrillo que puso en su boca. Se sorprendió al ver que al instante una mano que venía de atrás suyo le ofrecía fuego. Lo encendió girando rápidamente y casi estrellándose con el cuerpo macizo y alto —tuvo que levantar la vista para encontrar su cabeza— del joven de la película de revolucionarios bolcheviques que le sonreía seductoramente.
Más de una vez esa noche había sentido que la miraban desde el rincón de la sala. No le había dado importancia, acostumbrada como estaba a ser observada y mirada: con envidia, con admiración, con lascivia, con molestia, con deseos, con censura, con desconfianza, con timidez, con exigencia, con amor, con grosería, con desdén, con la boca abierta... Había aprendido a distinguir la infinita variedad de miradas que el hombre y la mujer son capaces de dar a un semejante.
— Soy Marcel Rovira, a tus órdenes —dijo en tono que quería ser simpático, haciendo una ostentosa inclinación. Me he tomado la responsabilidad de presentarme ya que nadie ha tenido la iniciativa de hacerlo. Después de todo una linda persona como tú no puede pasar desapercibida ante mí: sería una descortesía, ¿no lo crees así?
— Mmm, tal vez —replicó Florencia diciéndole su nombre.
— ¿No te aburre toda esta gente?
— Para nada —mintió. —Estoy bien, son compañeros de la universidad, y algunos desconocidos como tú.
— Desconocido para ti hasta hace un minuto; pero conocido por casi todos aquí.
— ¿A qué te dedicas?
— Soy poeta y artista vividor, buen amante y todo lo que tú quieras.
Florencia sintió en sus hombros unas manos de mujer que desde atrás le pedían darse vuelta. Era Fedora que por primera vez durante la fiesta se le acercaba.
— Florencia, ten cuidado con este hombre.
— ¿Me puede comer?
Fedora asintió. Florencia se dio cuenta de que Fedora tenía un pito en la mano y que sus ojos brillaban un poco extraños.
— Y tú, ten cuidado con eso.
Fedora se alejó molesta. Se acordó de las críticas y mangoneos de su madre que nada tenían que hacer en este lugar.
— No te preocupes Florencia —se apresuró a decirle entonces Marcel. — Fedora está envidiosa de ti porque eres la más hermosa, la que baila mejor, la reina de éste y de todo lugar. ¡Oye, por qué no nos escapamos a algún sitio donde conversar sin tanto ruido! ¿Te animas?
— Y ¿adónde iríamos?
— Por ahí. Hay un buen café cerca de aquí.
— Bien, acepto; pero sólo un rato. Debo volver a casa con Fedora.
Detrás de su atuendo extravagante y su porte exagerado Marcel demostró ser un hombre interesante. Demostró ser también un gran hablador, contradiciendo la impresión que había dejado en Florencia el verlo silencioso y solitariamente tendido durante horas en el sofá. Tendría en apariencia unos treinta años; pero podrían ser también varios más o varios menos, según la expresión que adquiriera su rostro sugestivo.
La conversación comenzó por la fiesta, que Florencia dijo que estaba entretenida. Marcel hizo un gesto de desprecio.
— ¿Cómo puedes tú, siendo reina, sentirte bien en ese ambiente de mediocres pequeño-burgueses que bailan sólo para sacudir su mortal aburrimiento, y que no tienen ideales ni proyectos superiores, que no saben de la poesía y el arte verdaderos de la vida?
— Si piensas así de ellos, ¿por qué te encontrabas allí? Dices que todos ellos te conocen. Si es así ¿no será porque acostumbras ir a sus fiestas?
— En alguna parte del mundo debo estar un viernes en la noche ¿no te parece? Si no estuviera aquí, podría estar en un bar, donde me encontraría con otros pequeños hombres desesperados y débiles, incapaces de pasiones profundas; o bien en una boite o en una casa de putas donde abrazaría toda la miseria concentrada de este mundo capitalista burgués que convierte en mercancía lo más hermoso; o viajando hacia el sur en el tren nocturno, acompañado de somnolientos y sufridos pasajeros que creen saber el destino de su viaje pero nada saben del sentido de sus vidas vacías. Pues, esta vez quiso la suerte que el mundo me tuviera en esa casa; y digo la suerte porque es obvio que la he tenido, y grande, por haberte encontrado.
Florencia lo escuchó sorprendida, casi con la boca abierta; pero la última frase de Marcel la hizo reir de buena gana. Encontraba un tanto cómico a ese hombre que pretendía seducirla con halagos y frases que pretendían ser profundos. No le infundía miedo. A medida que avanzaba la conversación, en que Marcel le hablaba de su desdeñoso desprecio por la sociedad y de sus anarquistas ideas revolucionarias, la advertencia que le había hecho Fedora le parecía cada vez más injustificada. Perro que ladra no muerde, decían en el campo; hombre que habla no come, pensó feliz de inventar este nuevo refrán.
— Estimado amigo poeta y artista vividor. Es hora de que vuelva donde Fedora para que me lleve a casa. El diván estará todavía allí esperándote, dispuesto a ofrecerte un lugar en el mundo por el resto de la noche.
— Tengo una idea mejor. Fedora debe estar volando en las nubes y si ella maneja corres peligro de pasar todavía más arriba y seguir la fiesta en el cielo. Te llevaré en mi motocicleta. ¡Vamos!
Era lo único razonable que había dicho Marcel esa noche. Florencia asintió.
Cuando llegaron a destino Marcel quiso entrar al departamento con ella; pero Florencia lo detuvo coqueta:
— Eres aún un desconocido para mí —y cerró suavemente la puerta dejándolo afuera.
Se quedó dormida sin saber si Marcel volvió a la fiesta, o se fue a un bar, a una casa de putas o a tomar el tren nocturno hacia el sur.
Luis Razeto
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