XXI. San Julián manejaba por la pista derecha, sin premura.

XXI.

 

San Julián manejaba por la pista derecha, sin premura. Las melodías de Los Beatles ponían en el automóvil un ambiente de alegre intimidad. La conversación discurría también lentamente, liviana, intrascendente. Florencia comentaba el paisaje, las casas de campo, los pueblos que iban dejando atrás, todo desconocido para ella. San Julián en cambio había hecho el recorrido infinidad de veces e iba contándole diversos detalles curiosos, costumbres y hechos que había conocido en las numerosas ocasiones en que haciendo el mismo viaje se había detenido en los distintos lugares. Cada parte de la carretera tenía para él algún pequeño recuerdo, que podía corresponder a su infancia cuando hacía el viaje con su padre, a su juventud en que lo hacía acompañado de su novia y luego esposa, a los años en que lo hicieron junto a los hijos, o a una época más reciente en que se había acostumbrado a hacerlo solo. Desde que falleció su padre el profesor iba a menudo a la parcela que don Jovino se había reservado al vender la hacienda. Lo hacía siempre que podía, al menos dos veces al mes, y se quedaba allí todo el tiempo que le permitían sus deberes académicos. Su esposa, que entendía su afición por esas tierras, no encontró nada extraño cuando Fernando le dijo que pasaría varios días en su campo. También a ella le resultaban cómodas las ausencia del marido.

La vieja casa en que transcurrió su infancia era como un refugio al que acudía en busca de algo que había perdido en la vida. No sabía qué pudiera ser lo que buscaba. Tal vez las alegrías y penas de su infancia, los paseos y carreras a caballo por los campos y cerros de la zona, sus raíces, o simplemente el olor inconfundible de la tierra, o su primer amor infantil al que su severa madre había puesto término abruptamente. Se acordó de Alejandra, cuya hermosa imagen en el columpio quedara grabada con extraña e inconfundible nitidez en su memoria. Pero esta vez no sintió la tristeza que el recuerdo de ella le producía habitualmente. Volvió la vista hacia Florencia, a sus ojos intensamente azules que lo miraban alegres y amorosos, a sus piernas distendidas que invitaban las caricias de su mano, y sintió que en algún profundo lugar del alma su primer y su último amor establecían contacto, como si entre Alejandra y Florencia existiera alguna continuidad misteriosa que casi cuarenta años de tiempo transcurrido no creaban distancia. Al contrario, las unían como se unen el principio y el final de un recorrido que se despliega en círculo.

A pocos kilómetros de Talca San Julián desvió el automóvil y enfiló por un camino de tierra. Se detuvo ante una enorme casa patronal convertida en un típico restaurante de campo.

— Aquí encontraremos lo mejor que puede ofrecernos esta región. Aunque es temprano cenaremos tranquilamente, así no tendremos que cocinar a nuestro arribo. Además, nos abasteceremos de buen vino, los mejores quesos, arrollados y perniles de la zona, y un exquisito pan amasado para el desayuno de mañana. ¿Qué te parece?

— ¡Estupendo! Mi estómago estaba empezando ya a quejarse y me preguntaba cuáles podrían ser tus planes. Por lo que empiezo a comprender, pasaremos juntos una semana maravillosa.

— Tenlo por seguro. Será inolvidable.


 

Cruzaron el portón de entrada a la parcela de San Julián cuando la noche ya había caído y un cielo sin luna repleto de estrellas invitaba a mirar a lo alto. Se veía solamente la silueta de la vieja casa patronal completamente a oscuras. La electricidad estaba cortada, lo que sucedía a menudo en las noches de invierno.

— No te preocupes porque aquí disponemos de unas excelentes lámparas a carburo que mi padre tenía el hobby de coleccionar, y en la chimenea haremos un fuego que en pocos minutos calentará toda la casa. ¡Ven! Dame la mano.

Pero no entraron a la casa. San Julián la condujo por un largo corredor exterior cubierto de un techo de tejas que se sostenía sobre gruesas vigas de madera talladas bellamente aunque en forma rudimentaria, semicubiertas por los añosos troncos de jazmines trepadores. Accedieron a un gran patio que se abría detrás de la casa y que se extendía sin interrupción hacia el campo, donde destacaban las sombras inconfundibles de los naranjos, nogales, almendros, castaños, ciruelos, perales, guindos, manzanos, olivos, higueras.

Florencia estaba feliz. Cerró los ojos, respiró con plenitud el aire que sintió limpio y frío en sus pulmones y disfrutó a sus anchas la combinación de aromas que los envolvían. Inconscientemente San Julián la llevó hasta un enorme nogal. De una de sus gruesas ramas pendía un columpio. No era el mismo de su niñez, sino el cuarto o el quinto de una serie que había colgado ininterrumpidamente a lo largo del tiempo y donde habían jugado varias generaciones de niños: Fernando, sus hijos, su nietecito y los amigos de infancia de todos ellos. A pocos pasos de allí una típica banca de plaza los invitó a sentarse. San Julián pasó su brazo por detrás de los hombros de Florencia y ella reposó dulcemente su cabeza en el suyo.

En ese momento una antigua tristeza invadió el alma de Fernando. Algo en su interior le impedía creer y aceptar la felicidad que sentía desde que Florencia esa tarde se subió al auto y tomaron rumbo al sur; una felicidad que había ido en aumento hasta hacía un momento, cuando llegaron al nogal del columpio. La tristeza que ahora lo embargaba adquiría forma de culpa. Sentía que no tenía derecho a tanta felicidad, que algo malo había en éesta. Volvió a su mente la escena que tantas veces había recordado en su vida y que tanto daño le había provocado. Alejandra en el columpio riendo feliz, con su pierna desnuda extendida que él dejaba entrar bajo el arco que formaban las suyas frente a ella y que rozaba en cada vuelta su sexo excitado cuando él se arqueaba levemente y la impulsaba con ambas manos presionando sus rodillas y muslos. No tan arriba, me haces cosquillas. Aquellas fueron las últimas palabras que le escuchó decir, y que infelizmente también escuchó la madre de Fernando que se había acercado por atrás. Se había dado cuenta de lo que estaba pasando y sin pensarlo dos veces expulsó a Alejandra para siempre con el dedo amenazante, el mismo gesto que observaba cada día en el cuadro de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso que pendía frente a él en el comedor de la vieja casa.

Fernando adolescente se había sentido culpable del placer que le había dado la muchacha. Y ahora, en el mismo lugar y después de tantos años, la felicidad y el sentimiento de culpa volvieron a encontrarse misteriosamente. Pensó que no tenía derecho a Florencia y a los placeres que esperaba tener y darle a ella en la misma casa donde su severa madre lo había formado en las más rígidas normas morales. Pensó en su esposa, en sus hijos, con quienes había pasado allí gratas vacaciones familiares, y ello vino a agravar sus remordimientos.

— Vamos, entremos a la casa, que aquí podemos tomar un resfrío.

— Sí —respondió Florencia— vamos a encender esa chimenea y esas lámparas de tu padre.


 

Entraron tomados de la mano.

— Quiero mostrarte algo antes de que encendamos el fuego.

La condujo por una escalera de fierro forjado al segundo piso. Atravesaron una sala casi vacía de muebles y accedieron a un balcón desde donde se podía apreciar todo el campo y las montañas nevadas y las estrellas. En el preciso instante en que se asomaban al balcón, una enorme estrella fugaz, luminosa más que ninguna que hubieran visto anteriormente, cruzó el cielo de izquierda a derecha. Fue un instante. Un momento de gracia. Porque San Julián al verla sintió liberarse su alma: leyó en esa estrella fugaz una señal del cielo que lo invitaba al amor y le decía que también Dios es romántico. Se inundó de emoción. Cesó al instante todo sentimiento de culpa. Y se volvió hacia Florencia que después de seguir la trayectoria de la estrella se había quedado con la vista clavada en el cielo, embargada también de emoción. Se abrazaron, se besaron largamente con amor. De los ojos de Fernando brotaron dos lágrimas emocionadas. Nunca en su vida había estado tan feliz.


 

San Julián encendió la chimenea. Tenía la costumbre de dejarla preparada cada vez que dejaba la casa, de manera que cuando volvía le bastaba acercar un fósforo encendido para que las lenguas de fuego se levantaran creando en un instante un cálido ambiente de hogar. Ese pequeño detalle sorprendió gratamente a Florencia. Un minuto después él le ofrecía a escoger entre varios finos licores. Ella pensó que su amante era verdaderamente un hombre maravilloso.

Aquella noche hicieron el amor con intensa emoción y placer. Abrazados se quedaron dormidos, y en esa misma posisión fueron despertados por el trinar de los pájaros cuando el sol había hecho ya un buen recorrido por el cielo. Continuaron acariciándose como si las horas de sueño no hubieran interrumpido las caricias y besos de la noche anterior.

En la tarde Florencia encontró una guitarra que quizá por cuantos años yació olvidada detrás de un biombo negro con incrustaciones doradas en la esquina de un pequeño cuarto. La limpió cuidadosamente del polvo acumulado y después de afinar pacientemente sus cuerdas, bajó la cabeza dejando que gran parte del cabello ocultara su rostro, y empezó a entonar:

"Está muy malo el corralero

y allá en el potrero, como viejo está:

hay que ayudarlo a que muera

para que no sufra más.

Siempre fuiste el más certero

y por éso debes su mal aliviar.

¿Cómo pretenden que yo,

que lo crié de potrillo,

clave en su pecho un cuchillo

porque el patrón lo ordena?

¡Déjenlo nomás pastar,

no rechace mi consejo

que yo lo voy a enterrar

cuando se muera de viejo...!"

Las notas de la guitarra brotaban dulces y sin esfuerzo entre los dedos de Florencia, mientras su cálida voz dejaba asomar toda la tristeza y el amor que podía expresar el campesino a quién le hubieran encargado sacrificar a su animal regalón.

Para San Julián fue todo un descubrimiento escuchar a Florencia cantar ese día, en una velada llena de sentimientos que se prolongó hasta entrada la noche. Se sorprendió del notable repertorio que ella tenía de canciones que hablaban de potros y pingos, evidenciando su amor por esos animales. Pero Florencia cantó también al amor enamorado y a las cosas sencillas del campo y a las pasiones de la ciudad y de la guerra.

A San Julián le conmovió lo que la voz de contralto de la joven fue capaz de expresar. Una voz que podía expresar la tristeza más profunda y la indignación más enérgica, la más suave ternura y la pasión más intensa, la risa y el llanto, y que podía hacerse por momentos tenue hasta casi deshacerse en el aire para adquirir de improviso la fuerza de un torbellino.

Esa tarde Fernando se enamoró de esa voz algo ronca y cuyo dejo ligeramente varonil había sido, hasta entonces, tal vez lo único que le parecía que no encajaba perfectamente en la persona deliciosa en la que se habían concentrado sus más hondos sentimientos. Y al escucharla cantar con tanta expresión y sentimiento del alma, se preguntaba donde podría encontrarse la fuente de tanta sutil y profunda emoción; en qué experiencias anteriores de esa alma podrían residir tanta ternura y tanta pasión, tanta tristeza y tanta energía como las que aparecían ahora en forma de canciones. Todo eso le era impenetrable, se le ocultaba igual como se escondían esos ojos azules intensos tras la cortina de cabello que Florencia dejaba caer sobre su rostro mientras cantaba con la cabeza casi apoyada en el instrumento. Le resultaba un misterio el que ella, capaz de tanta profundidad de sentimientos y emociones como la que evidenciaba su voz al cantar, apareciera en la conversación y el comportamiento cotidiano como una muchacha que resultaba deliciosa más bien por su liviandad y alegría y por su manera en cierto sentido ingenua de entregarse al placer.


 

Esos días transcurrieron como en auténtica luna de miel, aunque Florencia no volvió a tomar la guitarra: como si las emociones que había expresado en sus canciones la hubiesen dejado exhausta, como si el dejar entrever en ellas ciertas ocultas facetas de su alma hubiera sido una debilidad momentánea que no se permitiría volver a tener.

En las mañanas Fernando preparaba un desayuno abundante que llevaba a la cama donde Florencia lo esperaba distendida. Ella se hacía cargo de la cocina a la hora de almuerzo, intentando lograr algo bueno con sus escasos conocimientos y su reducida práctica culinaria. En las tardes arrendaban caballos y salían a cabalgar por los campos. Por la noche tomaron la costumbre de recorrer diferentes restaurantes en la ciudad de Talca, y en dos ocasiones se quedaron bailando casi hasta la madrugada.

El jueves llovió a torrentes todo el día y se quedaron en la casa. Fue entonces que tuvieron un primer pequeño desencuentro. Habían decidido que ese día Florencia estudiaría sus apuntes para ponerse al día en las materias de Cálculo avanzado y que Fernando estaría allí para resolver cualquier duda que tuviera. Ella se tendió en un sofá y él se sentó ante un pequeño escritorio decidido a revisar el avance de su investigación.

Florencia se aburrió pronto de su estudio y decidió ir a la cocina para preparar lo que sería el almuerzo de ese día. Antes encendió la radio y puso canciones de actualidad. La música molestó a Fernando porque le impedía concentrarse en su trabajo. Se levantó y sintonizó un programa de música selecta. Florencia se fastidió pero nada dijo al comienzo; sin embargo pocos minutos después le preguntó si acaso no le gusaban los Rollings Stone.

— No es que no me gusten, pero esa música me desconcentra.

— Pues a mí esa música de entierro tuya me pone los pelos de punta y no puedo sentirme grata en la cocina. Necesito algo más alegre —respondió cruzándose de brazos y adoptando una actitud desafiante como esperando a ver qué hacía Fernando.

— No hay problema, pon la música que quieras, pero bajito please.

Florencia apagó la radio sin decir nada más. Media hora después Fernando fue a buscar la guitarra, la dejó en el sofá y se sentó a su lado.

— Está desafinada. Y ahora no tengo ganas de cantar. Mejor cuéntame algo de tu investigación. Quizá me ayude a concentrarme en el estudio, que me está costando hacerlo.

San Julián se alegró de que se lo pidiera. Se giró hacia ella y exclamó:

— ¡Me encanta que me lo pidas! Porque mi hipótesis...

— La que intuiste mirándome a los ojos, no lo olvides...

— No lo olvidaré nunca, mi princesa. Te decía que mientras más analizo y profundizo nuestra hipótesis, más me convence y más consistente y coherente la encuentro.

— Soy toda oídos. ¡Dale, que me interesa!

— Mira, hay que poner la cuestión tanto en su contexto científico como en el filosófico. El filosófico es el problema de la relación entre el sujeto cognoscente y el objeto que se conoce, y más específicamente, entre la realidad y el conocimiento de ella. Los filósofos que han estudiado el tema, siempre han puesto el sujeto y el objeto, el conocimiento y la realidad, separados, como si el conocimiento fuera algo subjetivo que ocurre en la intimidad de la conciencia, mientras que la realidad que se conoce se la piensa fuera de ella, como objetiva. Incluso cuando se trata del conocimiento del sujeto y de la propia conciencia, se piensa que una cosa es la realidad del sujeto y de la conciencia, y otra distinta el conocimiento de ellos, que se expresa en afirmaciones y creencias. La cuestión que se planteaba entonces era: ¿hay correspondencia entre esas afirmaciones y creencias, y esas realidades a las que se refieren esas afirmaciones? ¿Hay adecuación, correspondencia, o aproximación al menos, entre nuestro conocimiento y aquello sobre lo cual éste versa?

San Julián preguntó a Florencia con la mirada si hasta ahí lo entendía. Ella respondió afirmativamente con un aleteo de sus largas y cuidadas pestañas. El profesor continuó:

— Pero la ciencia nos lleva a formular el asunto de otro modo, al ponerlo en el contexto de la evolución de la materia y del universo. Como sabes, la física postula que todo comenzó en una pequeña pero densísima bola no mayor que una pelota de tennis en la que estaba entera la energía y la masa del universo. Al estallar esa bola en lo que se conoce como el Big-Bang, comenzaron a formarse las partículas subatómicas y luego los átomos, etc. Y por la gravedad que los juntaba mientras el universo se expandía, comenzaron a formarse las galaxias, las estrellas y los planetas. Y en al menos uno de éstos, y probablemente en muchos, emergió la vida. Y evolucionando la vida aparecieron los seres sensitivos, perceptivos, cognitivos. ¿Ves lo que esto significa?

— No sé a qué te refieres. Todo eso lo saben hoy hasta los niños del colegio.

— Tienes razón. Pero no se han sacado las consecuencias obvias en relación al asunto del conocimiento. Porque, si lo piensas bien, te das cuenta de que el conocimiento es un fenómeno de la realidad, que forma parte de la única y misma realidad. La evolución de la realidad generó esos sujetos cognoscentes que forman parte de la realidad. No se trata, pues, de que se conozca la realidad desde fuera de ella, y de que haya alguna separación entre lo que llaman sujeto y lo que se entiende por objeto del conocimiento. La realidad es cognoscente, y el sujeto es parte de ella. No es que alguien conoce la realidad desde fuera, sino que ella se conoce a sí misma en sí mima..

Fernando tomó aliento. Le alegraba comprobar que Florencia lo escuchaba embelesada. Continuó:

— Entonces, obviamente, si el conocimiento es parte de la realidad, un componente de la realidad, está siempre interactuando con los demás elementos de la realidad, y en esa interaccion, obviamente la realidad resulta transformada, porque toda acción y toda interacción alteran el ordenamiento de las cosas, generan dinámicas, cambios.

— Ahora entiendo lo que quieres decir. Y entendería que cuando el conocimiento versa sobre la realidad del individuo, modifica al individuo. Y cuando versa sobre la realidad social, transforma la realidad social. Y si versa sobre la naturaleza viva, la modifica haciendo surgir nuevas variedades de seres vivos. Y así, cuando llega a conocerse la realidad subatómica y las partículas elementales de la materia, también las altera, porque el conocimiento estaría interactuando con ellas. ¿Lo entendí bien?

— Maravillosamente bien, Florencia. Eres realmente única, y te amo por eso.

— Bueno, pero ¿eso es todo? ¿O hay algo más en tu teoría? Porque hasta aquí, me parece que todo es bastante obvio, como dices, y fácil de entender.

— No tiene por qué ser difícil para que sea verdad. Al contrario, hay que sospechar de las teorías demasiado complejas y enrevesadas, que les gustan mucho a los académicos que así hacen creer a sus alumnos y al mundo entero que son seres excepcionalmente inteligentes, cuyos conocimientos son inaccesibles y están reservados a muy pocos privilegiados.

— ¡Ea! Te estás poniendo revolucionario...

— Ni por casualidad, princesa mía. Los revolucionarios suelen ser bastante complicados en sus ideas y análisis. Un día asistí por curiosidad a un congreso de sociólogos, y la verdad es que entendí bastante poco, y creo que ni ellos entendían lo que decían. Y no es broma, porque en las discusiones muchas veces repetían: “No me entiendes”, o “estás tergiversando lo que dije”.

Pero Florencia no dejaba sus preguntas sin que se les diera respuesta, de modo que insistió:

— Pero ¿hay algo más en tu teoría?

— Todo esto tiene una formulación matemática y sistémica. Pero al nivel de los conceptos, sí hay más. Por ejemplo, significa que el universo, el cosmos, ha evolucionado en la precisa dirección de generar en sí mismo el conocimiento de sí mismo. El cosmos es cognoscente. Yo lo llamo Cosmos Noético. Noético, de nous, que en griego significa conocer, saber. El cosmos es la inmensa totalidad del universo existente. Y ese cosmos se ha venido transformando a sí mismo, primero por la acción de las partículas y energías físicas; luego, por la acción auto-organizativa de los seres vivos; y finalmente, por la actividad cognoscitiva de los intelectos que el mismo cosmos ha creado. ¿No te parece sorprendente?

— Sí – exclamó Florencia avalanzándose sobre Fernando y agarrándolo a besos. — Sí, y en la cúspide de esa evolución cósmica se encuentra mi querido profesor Fernando San Julián, que ha develado el misterio del cosmos y que con su inteligencia superior inicia un nuevo cambio físico, vital, intelectual.

Hasta ahí llegaron las explicaciones teóricas, porque Florencia lo tomó de la mano y casi lo arrastró a la cama.


 

Un segundo problema, bastante más serio que el de la música, lo tuvieron al día siguiente. Florencia le había dicho durante el desayuno que deseaba en la tarde ir a Talca para telefonear a su madre. Después que almorzaron San Julián se tendió en la cama quedándose dormido. Florencia resolvió hacer lo que había decidido sin despertarlo. Sacó las llaves del auto del bolsillo de la chaqueta de Fernando, que le había permitido manejarlo varias veces esos días, pero siempre estando él a su lado. Pero ¿no era lo mismo? Escribió en un papel: "¡Volveré pronto! Voy a llamar a mi madre. ¡Te quiero! FLORENCIA." San Julián se despertó con el ruido del motor arrancando a gran velocidad.

La ciudad se encontraba en plena actividad comercial, la gente iba y venía. Florencia estacionó a un costado del edificio de Correos y empezó a buscar un teléfono público. En el camino había pensado lo que diría a su madre: que estaba muy bien en Santiago, que en la universidad le iba bastante bien, que tenía nuevos buenos amigos y que su departamento era cómodo y bien ubicado. Se encaminó por la avenida principal y se detuvo ante una tienda de mascotas donde se podían apreciar a través de la vitrina ardillas, tortugas y aves de vistosos plumajes. Continuó su paseo por las tiendas, ahora con la sensación de que alguien la seguía. Se detuvo ante una confitería y vio a un hombre que se le acercaba. Escuchó una exclamación de sorpresa:

— ¡Florencia Solís! ¿Qué diablos haces aquí tan lejos de tu casa?

— Francisco López! Pero qué gusto verte de nuevo. Mira que me diste un susto.

— ¿Por qué?

— ¡Ah! Porque sentía que alguien me seguía. Pero no te hubiera reconocido de buenas a primeras con esa increíble barba que te has dejado crecer. Te ves tan diferente... pero reconocí tus ojos inconfundibles ¿ves?

— ¿Y qué cuentas? ¿Qué ha sido de tu vida? ¡Oye! Perdón, ¿por qué no vamos a beber algo y aprovechamos de recordar viejos tiempos, qué opinas? Después de todo son tres años que no nos vemos.

— Me parece muy bien. ¿Qué sugieres?

— Ven, conozco un lugar delicioso y tranquilo para conversar. Pero no te he preguntado si estás sola o acompañada.

— No te preocupes por eso, me encantará recordar viejos tiempos contigo. Vamos, pues.

Florencia se sumergió en una entretenida conversación con su amigo de infancia, compañero de sus primeros años de colegio en Valdivia. Las horas transcurrieron, se olvidó de llamar a su madre e incluso de San Julián, completamente abstraída recordando correrías de antaño. Reía de buenas ganas. Dejaron el local y continuaron conversando en la plaza central, disfrutando el radiante sol otoñal que había seguido a la lluvia del día anterior y que invitaba a pasear.

— Oye! ¿por qué no vamos a mi casa? Aprovechamos de ver fotografías de esos tiempos; además, quiero que conozcas a mi compañera, es una mujer increíble, te encantará, ya lo verás.

— Excelente idea. ¿Tu casa está muy lejos de aquí?

— No, mujer, podemos ir caminando. Es la ventaja de vivir en una ciudad pequeña, tienes todo cerca.

— Sí, eso es verdad. Algo que echo de menos en Santiago es la vida tranquila de Valdivia en que se corre sólo por gusto. Vamos.


 

San Julián miró por enésima vez su reloj, que marcaba ahora las 21:30. Hacía rato que estaba impaciente y nervioso. Se paseaba de un lugar a otro, salía al camino a observar si venía, volvía a la sala de estar. ¿Pero qué le habrá sucedido? ¿Por qué no llega? Se esforzaba por conservar la calma. Si no aparece en cinco minutos saldré a buscarla, puede haberle ocurrido algo en ese auto que no sabe conducir bien. Pero cuando se preparaba para dejar la casa sintió el rugir del motor que llegó a gran velocidad deteniéndose de un frenazo ante la entrada principal de la parcela. Fernando se apresuró en abrir el portón y antes de que Florencia echara a andar el automóvil se acercó a la ventanilla y golpeó el vidrio insistentemente.

— ¡Baja el vidrio! —dijo casi gritando.

Ella lo hizo sin mayor apresuramiento mientras decía con pausada molestia:

— Pero ¿qué te sucede? ¿Me quieres decir?

— ¡Cómo qué me sucede! ¿Te has dado cuenta de la hora que es?

— Sí, son exactamente las veintiuno cuarenta.

— Florencia, no me provoques —replicó San Julián. Será mejor que entres el auto y conversemos en la casa.

Florencia puso en marcha el motor y estacionó bajo el deshojado parrón. Fernando la esperó en la puerta de la casa y le preguntó con sarcasmo si el llamado a su madre había durado ocho horas.

— Mira Fernando, a mí no me puedes exigir nada: no soy tu mujer y eso marca una gran diferencia. Entre tú y yo no hay obligaciones ¿sabes?

— No te estoy pidiendo explicaciones ni hablo de ninguna obligación, pero ¿acaso no te das cuenta de la hora que es? ¿Y si te hubiera ocurrido un accidente o cualquier otra cosa? Me dejas un papel, tomas mi auto y llegas a esta hora. ¿Te parece que todo es perfectamente normal?

— Pero Fernando! No me ocurrió ningún accidente, además soy bien grandecita para que te estés preocupando tanto por mí. Sé cuidarme sola.

— Eres una inconsciente, egoísta, sólo piensas en ti. ¿No pensaste al menos que yo podría preocuparme?

— ¡Ah! Para que te vayas enterando querido, yo soy libre y ni mis padres me ponían horarios y normas. Reconozco que tal vez me excedí un poco. En todo caso, me encontré con un viejo amigo de Valdivia y se nos pasó la hora en una amena charla. No pude avisarte porque aquí no hay teléfono. Lo siento.

— Está bien. No discutamos más; pero no lo vuelvas a hacer, que me haces sufrir.

— Vamos, no seas exagerado. Y bien ¿por qué no hacemos algo entretenido?

— ¿Como qué? —preguntó San Julián ya más calmado.

— Como ¡hacer el amor! —respondió ella dando una mirada a las escaleras y señalando la alcoba que ocupaban.

— ¡Eso es una magnífica idea! La mejor manera de reconciliarnos ¿no crees?

San Julián la tomó y cargándola en sus brazos empezó a subir.

— ¡Hey! Cuidado, no sea cosa que nos accidentemos aquí de verdad. ¿Aún queda en el bar ese exquisito vino blanco que compramos en el camino?

— Sí, aún nos queda. Y también alguna lata de ostras, de esas que son mis favoritas.

— Qué bien, pues tengo mucha hambre... de ti y de esas exquisiteces.

— Eres exquisitamente provocadora ¿sabes querida?

Ella rió alegremente.


 

El viaje de regreso lo hicieron casi todo en silencio. Gruesos goterones de lluvia golpeaban el parabrisas del automóvil, propiciando que sus pensamientos se volcaran hacia adentro. Había sido tanta la felicidad de esos días que no era necesario que se dijeran nada para vivenciar la intimidad que se había establecido entre ellos. Al contrario, San Julián temía que las palabras pudieran distanciarlos, y Florencia no tenía nada más que decir.

Ella pensaba que había vivido esos días una aventura maravillosa que tal vez no volviera a repetirse. Se imaginaba que aquello había sido como un paréntesis en su vida, y a medida que pasaban los kilómetros que los acercaban a Santiago iba recuperando la normalidad de su estado de ánimo habitual que la centraba en sí misma y le hacía tomar distancia de cualquier otra persona. Sentia que con Fernando San Julián había logrado todo lo que intensamente había deseado. ¿Qué más podría él ofrecerle, un hombre casado y mayor, que tenía su vida hecha, que tenía gustos tan diferentes a los suyos, que odiaba la música que a ella le fascinaba, y que el día que ella se encontró con su amigo demostró ser tan posesivo? No debo enamorarme de él.

San Julián por su parte se sentía perdidamente enamorado de su alumna y quería soñar que ella siempre estaría con él; pero a medida que el automóvil los acercaba a Santiago volvía también a la tierra. ¿Qué podría ofrecerle a Florencia? ¿En cuál de sus mundos podría crearle el espacio inmenso que sabía que ella requeriría para continuar a su lado? Ella era joven, libre, abierta a la vida que recién comenzaba a vivir de verdad. ¿Se contentaría con un encuentro más o menos furtivo uno o dos días a la semana? ¿Con una semana como aquella un par de veces al año? ¿Cómo retenerla? ¿Y quién era ella de verdad? ¿Cómo era en su fuero íntimo? Desde que la había conocido pudo apreciar un carácter increíblemente vivaz, en cierto modo agresivo, a menudo caprichoso, deseoso de gozar de la vida en todo lo que pudiera ésta darle, independiente como ninguna. La noche de las canciones pudo entrever algo más, una faceta escondida que ella no quiso volver a mostrar. Todo eso lo atraía fuertemente, pero eso mismo contradecía lo que él esperaba de un amor de mujer: una entrega incondicionada y fiel, un amor constante y seguro en el que pudiera confiar sin reservas, disponibilidad permanente. Se imaginaba en cambio que volverían los días en que él la esperara aparecer en su estudio a cualquier hora pero sin tener jamás la seguridad de que lo hiciera. No importa, será como ella quiera, la amo, la deseo, me hace demasiado feliz.


Luis Razeto

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