X. La concentración de San Julián en su investigación.

X.

 

La concentración de San Julián en su investigación fue tan intensa que en su conciencia no había espacio para preocuparse del asunto que le habían planteado la secretaria y el profesor Fuenzalida. La elección del Decano de la Facultad, que agitó la vida universitaria durante los siguientes tres meses ocupando el tiempo de profesores, secretarias y alumnos y motivando muchas conversaciones y reuniones, pasó por su lado casi sin que se diera cuenta. Esto facilitó los planes de Fuenzalida, que se permitió decirle a sus colegas que el profesor San Julián le había aconsejado, insistentemente —aseguraba—, que postulara al cargo. Luego de pensarlo mucho Fuenzalida había aceptado, porque tenía en gran estima la opinión y el juicio del profesor San Julián.

Que éste apoyara a Fuenzalida no dejó de parecerle extraño a algunos profesores que los conocían bien a ambos, pero Fuenzalida lo afirmaba con tanta seguridad y énfasis que no podían dudar. Más extraño le pareció aún a Cecilia; pero ésta había visto la sonrisa de satisfacción con que salió Fuenzalida de la oficina de San Julián tras aquella entrevista, lo que interpretó como una confirmación del apoyo que Fuenzalida decía haber recibido del profesor.

Cecilia temía que si Fuenzalida fuera nombrado Decano podría perder su puesto de trabajo. Y estaba disgustada con su profesor favorito; muy disgustada, y precisamente por eso no habló una palabra más sobre el tema con Fernando San Julián. Éste, encerrado en su investigación, no tuvo idea de lo que se tejía a su alrededor.

Lo único que por momentos distraía y perturbaba el trabajo del profesor era la inexplicable desaparición de Florencia. Se había hecho la idea de que ella vendría a encontrarlo a su oficina para continuar la última conversación inconclusa en la que había mostrado tanto interés, o tal vez para concretar aquella semi-invitación al Club Hípico que le había hecho imprudentemente en el casino. Pero nada. Interrogó a la secretaria acaso se habían acercado alumnos que quisieran hablar con él, pero Cecilia lo había negado. Sólo uno, le había dicho, pero ella le había solucionado el problema que era de índole administrativo. Le ocultó en cambio completamente el hecho de que Florencia había ido dos veces, y que una tercera había intentado comunicarse con el profesor telefónicamente. Tal vez si la secretaria no hubiera estado tan molesta con San Julián por el asunto de Fuenzalida se lo hubiera dicho. No hacerlo era una manera de darle curso al resentimiento que sentía por el hecho de que el profesor apoyara a Fuenzalida a pesar de que ella le había hecho saber tan expresivamente su opinión al respecto. Por lo demás, así cumplía con la voluntad de aislamiento del profesor según su muy estricta interpretación.

En los hechos, fue tan celosa en el cumplimiento del encargo de que nadie lo interrumpiera, que con ello, sin saberlo, no hizo sino dejarle el campo libre a Fuenzalida porque a San Julián, en esos tres meses antes de la elección del decano, nadie osó acercarse ni siquiera para tratar con él tan importante asunto. Además, si tan malos habían sido los efectos de la última entrevista que había concedido San Julián, ¿qué podía esperarse de otra que pudiera tener con aquella entrometida estudiante que había llegado recién ese año y que se paseaba por la Facultad con sus insinuantes vestidos y sus disipadas maneras?

 

San Julián echaba de menos a Florencia. A pesar de su concentración en el trabajo sentía necesidad de verla y estar con ella. Sus intensos ojos azules con forma de almendras se le hacían presente cuando cerraba los suyos para concentrarse sobre algún aspecto particularmente complejo de sus reflexiones y análisis. Esta presencia sutil de Florencia en la mente del profesor, sin embargo, no le impedía continuar trabajando. Al contrario, era como si recibiera fuerzas de ella, como sucede a veces con el amor que renueva las energías interiores y las motivaciones vitales del que ama.

Por cierto, San Julián no se permitía pensar siquiera en la posibilidad de haberse enamorado. Hacía tanto tiempo desde la última vez que eso le había ocurrido, que ya no sabía lo que podía ser y la intensidad que podía adquirir ese sentimiento. Lo cierto es que San Julián le dedicaba interiormente su investigación a Florencia. La hacía y escribía para ella.

Las circunstancias quisieron, sin embargo, que pasaran tres largas semanas sin que San Julián y Florencia se encontraran, porque además del eficiente desempeño de la secretaria guardiana, cayeron en día martes, sucesivamente, dos feriados legales y una mañana de suspensión de las actividades académicas debido a una importante actividad universitaria extraprogramática.

Florencia en tanto, después de sus fracasados intentos de encontrarse con Fernando en su estudio, había desistido y al no verlo tampoco en clases dio curso a otros intereses y actividades. Pasaba bastante tiempo con su amigo el poeta, que le parecía super entretenido y que satisfacía su vanidad con la persecusión sistemática que le hacía. Esto levantaba su ego y, sobre todo, llenaba sus tiempos libres liberándola de la soledad que sentía interiormente, desde niña. Una soledad que se había acostumbrado a combatir ocupando el tiempo estudiando, y cuando se cansaba, con actividades intrascendentes y efímeras, con paseos solitarios por la ciudad, flirteos y cualquier otra cosa que la hiciera sentirse en forma.


 

— Hemos salido ya más de diez veces y aún no hacemos el amor. ¿No te parece raro? —le preguntó Marcel, mostrando con el tono agresivo con que la encaró una faceta de su personalidad que hasta entonces había cuidadosamente ocultado a Florencia.

— A mí no me parece raro para nada —respondió ella a la defensiva.

— Pero tú, ¿qué edad tienes?

— Veinticuatro ¿por qué?

— Porque te comportas como una adolescente mojigata. O mejor, como una farsante que por un lado anda provocando a los hombres con vestidos y gestos seductores pero luego que los ha conquistado no quiere llevar a término lo que tan bien ha sabido empezar.

Estas palabras hirientes eran muy injustas con Florencia, que respondió casi gritando, echando chispas por los ojos:

— Es verdad que me gusta vestirme sin inhibiciones. Y seguiré haciéndolo aunque te moleste. Me encanta andar a la moda y ser admirada. Si nos besamos y flirteamos un poco cuando vamos a bailar, o a caminar, al cine o a cenar, no significa que necesariamente debamos terminar en la cama. Al menos así es en Valdivia y no veo por qué en Santiago las cosas debieran ser diferentes. Has de saber que haré el amor cuando me sienta preparada y con un hombre al que quiera entregarme plenamente. Para mí, te lo he dicho, nuestra relación es un juego, un juego que me gusta jugar pero nada más que eso ¿no lo entiendes? Y sencillamente, si no respetas esta manera de ser y de pensar, será mejor que no vuelvas a llamarme nunca más.

La voz le temblaba. No sabía de donde había sacado fuerzas para decirle a Marcel todo eso, para desafiarlo tan directamente. ¿Cómo reaccionaría él? ¿Me dejará plantada? ¡Que lo haga si quiere! Pero no. ¡No lo hagas! ¿Qué haría sin tus besos?

Las palabras decididas de Florencia, pero sobre todo esas chispas que echaba por los ojos y que revelaban energías escondidas que no se había imaginado, provocaron a Marcel en lo más íntimo. En lo inmediato, en la apariencia, lo hicieron retroceder: cesó tácticamente su ataque verbal. El no dejaría que esa mujer seductora se alejara asustada o iracunda, porque después ya no querría volver a encontrarse con él. Con esa airada y desafiante actitud Florencia se le presentaba ahora como un objetivo inmensamente más atractivo de lo que había sido hasta entonces. Juró, pues, para sí, que Florencia caería completamente rendida en sus brazos, y que cuando ello sucediera, cuando se entregara a él con total abandono de su conciencia y su voluntad, la haría gozar hasta el desfallecimiento, sin dejarle ninguna capacidad de resistencia, hasta tenerla completamente anulada. Se la imaginó entonces de ahí en adelante rogándole, con humildad de mendiga, que volviera a poseerla. ¡Entonces sabrá quién es Marcel Rovira y de qué es capaz!, y no se atreverá nunca, nunca más, a desafiarme y ofrecerme resistencia.

Todo eso sucedió en su mente intensa y turbulenta. No dijo nada con palabras, pero con un gesto teatral, inclinando su cuerpo y haciendo un amplio ademán con el brazo como representando en un escenario la sumisión de un súbdito frente a su reina, dio a entender que estaba enteramente a sus órdenes. Florencia, entre divertida y complacida, se mostró dispuesta a perdonarlo. Marcel la tomó en sus brazos y le dio un beso largo y profundo.

— Esto me basta —mintió una vez que hubo concluído.

— A mi también y me encanta —Florencia decía la verdad.

En ese momento Marcel comprendió que no sería a punta de besos y caricias que le haría bajar las defensas. Pensó que debía variar de táctica, buscando una conversación que le permitiera comprender donde estaban las raíces de las resistencias de Florencia. Eso sería un paso adelante. Sí, conocer las causas para removerlas, como se decía en política (aunque en esta la declaración se quedara sólo en las palabras).

— ¿Puedo preguntarte al menos si has hecho alguna vez el amor hasta el final… podrás decirme si te ha gustado?

— No. No te lo diré. No ahora en todo caso.

— Pero ¿por qué?

Florencia pensó que Marcel sería incapaz de respetar su intimidad. El creía tener derecho a que le dieran todo lo que quisiera y que le dijeran cualquier cosa que deseara conocer. En todo caso, la verdad es que Florencia no quería responder esa pregunta —no se la había respondido a ningún hombre por el que tuviera algún interés— no tanto por mantener su íntimo secreto sino por razones bastante más prácticas. Sabía que por su belleza estaba en la boca de muchos y que era objeto de todo tipo de comentarios y conjeturas. No quería dar pie a que dijeran que era una mojigata disfrazada de mujer desinhibida, ni menos que la pensaran como una mujer fácil disfrazada de señorita. Había escuchado muchos juicios lapidarios, sin matices, que daban los hombres sobre las mujeres, y aunque sabía que no podía evitarlos completamente, no estaba dispuesta a dar base alguna para que alguien pudiera ir más allá de la simple conjetura. Si su secreto fuera conocido perdería algunas armas importantes en su lucha por conquistar el mundo.

Marcel no podía imaginar siquiera que ella fuera virgen a los veintitrés años, con ese cuerpo y con esa pasión que demostraba al besar. En su ambiente, entre las mujeres que conocía, eso sería algo verdaderamente insólito. Hasta las más desfavorecidas y sin gracia se las habían arreglado para hacerse amar por algún amigo, aunque más no fuera después de hacerle tomar unos pocos tragos. Se había encontrado una vez, es cierto, con dos lindas pero tontas burguesitas que pasados los veinticinco no habían conocido aún los placeres del amor. Las había encontrado en ocasión de una peregrinación católica en que casualmente se vio envuelto precisamente por caminar detrás de ellas. Por cierto, no le había costado mucho hacerlas cambiar de ideas y enseñarles a gozar de la vida, débiles como eran. Se le vino entonces una idea a la cabeza, una posible explicación del comportamiento evasivo de Florencia: ¿No será una de esas pechoñas que se han dejado convencer por los curas impotentes de que el sexo no es el cielo sino el camino más directo hacia el infierno...? Debía averiguarlo, porque si era ese el obstáculo en sus relaciones con Florencia, sabía él como hacer para removerlo.

— ¿Puedo preguntarte otra cosa?

— En preguntar no hay engaño —respondió cautamente Florencia.

— ¿Crees en Dios?

— Mm, sí, creo que sí, por supuesto, ¿y tú?.

— Dices "por supuesto" como si fuera algo natural, como si te hubiera preguntado si crees que existe la luna. Pues yo, por supuesto que no creo en Dios ni en los curas ni en patraña ninguna. ¿No te das cuenta que todo eso es un invento de los poderosos para mantener sometidos a los pueblos, y un invento en que se han puesto de acuerdo los cornudos y los impotentes para mantener sumisas a sus mujeres?

Ese lenguaje y más que el lenguaje el odio que ponían de manifiesto esas palabras, asustaron a Florencia. Como sabemos, no era ella santurrona ni beata, pero tenía gratos recuerdos de adolescencia en que había encontrado en un grupo de jóvenes de la parroquia, no precisamente inquietudes espirituales y propiamente religiosas, pero sí amistades sinceras y la ocasión de participar en gratos paseos y alegres fiestas. Recordaba también con alguna nostalgia los sermones de un joven y atractivo sacerdote del cual se había un tiempo vagamente enamorado, que siempre hablaba del amor con palabras encendidas y hermosas. Le gustaban también las liturgias, en que ese mismo sacerdote revestido de hermosos paramentos aparecía dotado de misteriosos poderes del cielo.

Todo eso había quedado definitivamente en el pasado. Se había alejado del grupo en ocasión de un retiro de Semana Santa, en que ese mismo sacerdote les había hecho ver con palabras inspiradas —pero que ella sintió completamente irreales—, que el camino de la fe era extraño y terriblemente exigente. Les había hablado, en efecto, de la cruz que cada uno debía tomar en seguimiento del que se había dejado crucificar para salvarnos y que desde esa terrible situación nos llama a negarnos a nosotros mismos, a abandonar el camino de los placeres del mundo y a apreciar la pobreza y la humildad. No. Ella, a quien el mundo sonreía y prometía los más altos lugares en razón de su belleza, no estaba dispuesta al sacrificio.

No había vuelto más a la Iglesia desde esa lejana Pascua, en que además se dio cuenta de que el apuesto sacerdote que hablaba tan poéticamente del amor y que ella sabía que no permanecía impasible ante sus encantos de mujer, estableció respecto a ella una distancia infranqueable, una barrera de incomunicación tras la cual lo vio parapetarse en fría y seguramente dolorosa actitud defensiva. Una actitud que —se le ocurrió pensar en el momento— no era tan distinta a la que en ocasiones le parecía que adoptaba ante ella el profesor San Julián. ¿Por qué le doy tanto miedo a algunos hombres? Lo cierto fue que cuando al año siguiente Florencia entró a la Universidad en Valdivia, encontró allí otros amigos y otras ideas y se olvidó completamente del pequeño mundo de su parroquia. Cuando Marcel le preguntó si creía en Dios, hacía ya mucho tiempo que Florencia había dejado de pensar en Él, en su sacerdote y en las exigencias que derivan de aquella tan peculiar concepción del amor.

Así, pues, el contenido terrible de las frases enunciadas por Marcel resultaba totalmente inoficioso para Florencia. En aquellas exabruptas palabras Marcel había vomitado lo esencial de los argumentos con que lograra en su momento hacer pedazos las débiles defensas morales que pusieron por un tiempo a sus intentos de seducción las dos muchachas peregrinas. Pero aunque en el plano de las ideas esas palabras no significaron nada importante para Florencia, el tono encendido y apasionado de sus palabras impregnadas de odio no dejaron de impactarla, estremeciéndola en sus entrañas: aumentaron por un lado el deseo de ser amada por ese hombre fuerte y avasallador, y reforzaron al mismo tiempo las poderosas defensas que ella levantaba frente a él, defensas que sabemos no eran del tipo que había supuesto Marcel.

— La religión es para las personas débiles y sufrientes... —continuaba arremetiendo Marcel como un guerrero ciego ante un enemigo inexistente; pero Florencia lo hizo volver a la realidad con una frase dulce y con sus labios tibios:

— ¡Deja eso! ¿No quieres mostrarme donde están tus heridas?

Estas palabras tiernas —que Florencia pronunció sin saber el motivo y que tal vez llegaron a sus labios junto al recuerdo de aquellos lejanos tiempos de su adolescencia parroquiana— y el beso amoroso que las acompañaban, hicieron que Marcel se sintiera desarmado por primera vez. Aunque sólo fuera por un momento.


Luis Razeto

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