XXXIV.
San Julián llegó esa noche a su casa más temprano de lo que venía haciéndolo en los últimos meses, aterido de frío. Su esposa estaba sentada a la mesa donde había puesto dos cubiertos. Era lo que hacía cuando lo esperaba para conversar de algún asunto. La saludó con un gesto de la mano y empezó a subir las escaleras en dirección a su escritorio.
— Vuelvo en seguida —explicó.
Abrió la puerta de la habitación. Todo estaba tan cambiado que no la reconoció. Habían dejado en la pieza una sola cama. Tornó sobre sus pasos para comprobar si había entrado donde debía. No se había equivocado. Ninguna idea iluminó su mente confusa. Bajó las escaleras y antes de sentarse a la mesa que ahora estaba ya servida preguntó:
— ¿Qué hiciste con mi cama?
— La cambié de cuarto —explicó ella sin expresión en la voz.
— ¿Y por qué?
— ¿Por qué? ¿Tú me lo preguntas? Porque no quiero dormir más contigo. ¡Sabes por qué!
Una idea todavía vaga empezó a hacerse espacio en su cerebro. Ella terminó de clarificársela:
— ¿Es esa muchacha hermosísima que vimos en el aeropuerto? ¿Una alumna? ¿Fue con ella que hiciste en Francia y en Italia todos estos gastos?
Mientras lo decía le puso delante la cartola de la tarjeta de crédito internacional, que llenaba varias hojas
— Sí, lo siento.
— ¿La amas? ¿Te has enamorado?
— Sí —respondió Fernando sin pensar en decirle que todo había terminado y que estaba con el alma rota: hacía mucho tiempo que no hacía confidencias a su esposa.
— Entonces, debemos separarnos. Supongo que es lo que deseas. No te preocupes por mí.
Fernando no sabía qué decir. Apoyó su cabeza entre las manos y guardó silencio. Se le habían agotado las ideas de tanto pensar en Florencia y su intelecto estaba completamente inmóvil. Roberta se sirvió rápidamente la cena sin decir nada más. Tampoco él tenía en ese momento nada que agregar. Ella se levantó.
— Tu cama y tus cosas están en el cuarto que era de Alberto. Allí encontrarás todo. Mañana conversaremos los detalles de nuestra separación.
— Lo siento Roberta, lo siento —fue lo que atinó a decir. Pensó que debió también darle las gracias por no haberlo recriminado ni hecho escándalo. Se dirigió a su nueva habitación. Se sintió aliviado de poder quedarse solo. No tenía fuerzas para seguir pensando en Florencia, pero tuvo unos segundos para pensar en su esposa. Me sorprende Roberta. No sabía que así fuera. No eran necesarias más largas elaboraciones conceptuales. Esas pocas palabras lo decían todo.
Cuando en la mañana se levantó Roberta ya había salido de casa. El desayuno estaba servido, solamente debió vertir el agua en la taza. Había un mensaje delante de su puesto: "Espero que puedas llegar temprano esta noche, para conversar sobre nuestra separación". Me sorprende Roberta, volvió a pensar ahora en voz alta.
Cuando regresó de la Universidad ella lo estaba esperando. Había en la mesa varias hojas de contabilidad donde estaban prolijamente escritas numerosas cuentas.
— Fernando —comenzó a decir— no quiero que me cuentes nada. No quiero saber absolutamente nada de lo que ha sucedido. Nos separaremos. Es simplemente que no puedo aceptarlo.
Y era, también, que sacando cuentas había concluido que su seguridad económica estaba amenazada y que si las cosas seguían así muy pronto estarían en la calle. Y era también que mientras Fernando estaba en Europa ella había estado muchas y placenteras veces con su amante el ingeniero. Pero no se lo dijo, ni se lo diría nunca. Continuó muy tranquilamente hablando de dinero, como si se tratara simplemente de poner término a un negocio que habían hecho en sociedad.
— Debemos ser civilizados. Yo no te recrimino, porque no sé qué pueda haberte ocurrido, y no me lo trates de explicar porque no lo entendería. La verdad es que nunca he comprendido lo que pasa por tu cabeza. Simplemente, es preciso que nos separemos, y eso significa, lamentablemente, sacar algunas cuentas.
Le pasó varias hojas. El las miró sin tratar de entenderlas. Se limitó a decir:
— Créeme que te agradezco que tomes las cosas así con calma y que no me preguntes nada. Si quieres me explicas esas cuentas, tú sabes que siempre he confiado en tu mente financiera.
No había el más mínimo dejo de ironía en esa frase. Roberta la entendió como una señal de confianza y comenzó a explicarle todo cuidadosamente mostrándole las cifras.
— Aquí está el valor del patrimonio conyugal en conformidad a nuestros estados de situación que constan en los bancos. La casa, el auto, la parcela de Talca, las acciones, los bonos, las cuentas corrientes, el valor de los bienes muebles importantes. ¿Está bien?
Fernando pensó que ahí faltaba el valor del auto de ella y la boutique, pero no dijo nada suponiendo que Roberta tenía razón en no ponerlos. Estaban inscritos a nombre de ella y siempre los habían considerado exclusivamente suyos.
— No he puesto el computador porque es tuyo, ni mi auto y lo demás que es mío, porque no corresponde. ¿Está bien?
— Está muy bien —afirmó Fernando, y Roberta comprendió que había ganado el primer punto: sabía que su marido no era de esos que cambian de opinión cuando había sentenciado que algo le parecía bien.
— Pensarás que corresponde la mitad a cada uno; pero no es exactamente así, porque me parece justo y también lo será para ti, estoy segura, que lo que has gastado con esa mujer es un gasto exclusivamente tuyo del que no debo hacerme cargo ¿verdad?
— Por cierto querida, por cierto. No faltaba más.
— Pues, mira entonces. El valor del caballo y la cuenta de la tarjeta de crédito.
San Julián miró el papel. Al lado del item "Fina sangre Amaranto" había una cifra que era bastante más alta de lo que le había costado esa inversión, y al lado de "Deuda tarjeta" había otra que le pareció extraordinariamente elevada.
— Te lo explico de inmediato —se apresuró a decir Roberta antes de que él pudiera hacer cualquier observación. —He calculado las pérdidas por el caballo estimando el valor más alto que han tenido en la bolsa las acciones que tuve que vender para comprarlo, por la simple razón de que, como te lo dije entonces, no era el momento oportuno para venderlas, y tú sabes que esas eran una inversión de largo plazo que bajo ninguna circunstancia normal yo hubiera vendido a menor precio que el que llegaron a tener en un momento. En la bolsa, todo lo que baja vuelve a subir ¿Lo comprendes?
— Por supuesto —dijo Fernando que en verdad lo encontraba razonable y que una vez más se sorprendía de la agilidad financiera de su esposa.
— Además —agregó ella—, debí desembolsar importantes sumas para cubrir gastos de arriendo, preparador, jinete, veterinarios y sacrificio del caballo. Aquí está el detalle. Ningún ingreso en este ítem, porque en las dos carreras que hizo siendo tuyo no obtuvo ningún premio. Y aquí está el valor de la deuda de tu tarjeta de crédito, incluyendo una estimación de los intereses que habrá que pagar en los próximos meses. Todo convertido a pesos de acuerdo al cambio del día de ayer.
San Julián echó una mirada a las varias hojas de la cartola y volvió a sorprenderse de la enorme cantidad de compras y gastos que habían podido hacer con Florencia en sólo un mes.
— Por lo que veo —acotó Roberta—, los precios en Europa están realmente altos ¿no te parece? ¿No te diste cuenta al hacer tantos gastos?
— Mmm —se limitó a observar San Julián.
— Como ves —concluyó Roberta— los gastos que hiciste tú con ella y los del caballo corresponden casi a un cuarto de nuestro patrimonio común. Aquí está el valor final que según mis cuentas exactas nos corresponde dividir al separarnos. La mitad para mí, lo que queda de la otra mitad para ti. ¿Te parece correcto?
— Supongo que sí.
— ¿Supones solamente? Si tienes dudas podemos recurrir a los abogados.
Roberta decía esto sabiendo que si lo hacían las cuentas no se sacarían del mismo modo; pero a ella eran así como le parecían justas, y bien sabía además que Fernando no lo haría: había heredado de su padre una particular aversión por esos profesionales que enredan los asuntos más simples.
— Supongo y lo creo. No dudo ni un momento de que tus cuentas son exactas.
— Y lo son, en esta carpeta están todos los antecedentes y comprobantes y los puedes revisar.
Me sorprende Roberta. La frase se había adherido en su mente. Ella continuó diciendo:
— Todavía hay algo más: un cheque por una suma muy alta que apareció ayer en nuestra línea de crédito ¿lo hiciste tú?
Fernando demoró en recordarlo. Sí, eran las joyas que compró para Florencia y que no tuvo siquiera ocasión de regalarle. Asintió con la cabeza.
— ¿Tiene que ver con tu... amante?
Fernando volvió a asentir.
— Entonces también debemos descontarlo.
Roberta anotó cuidadosamente el gasto. Pensó un instante si sería el caso de calcular los intereses pero desistió, sintiéndose magnánima. Pensó también que a ese ritmo Fernando quedaría muy pronto en la miseria. ¡Pobre hombre! Dijo finalmente:
— Esta es la cifra de lo que te corresponde. Veamos ahora la división concreta de los bienes. ¿Tienes alguna preferencia? Esta casa no, porque ves aquí que vale más de lo que alcanza a tu parte.
— ¿Y la parcela de Talca? —preguntó San Julián por primera vez alarmado.
— Veamos. La parcela sí. Si quieres te quedas con ella, si no, la vendemos de inmediato y te quedas con el dinero, que me imagino vas a necesitar, considerando el ritmo de gastos que te hacen llevar.
Fue esta la única frase dicha en tono ligeramente irónico que salió de la boca de Roberta en todo el proceso de su separación. Hizo una resta en el papel: lo que a él correspondía, menos el valor de la parcela, daba una cifra con la que pensaba que podría alcanzarle para vivir varios meses..
— ¿Lo quieres en dinero o prefieres alguna cosa en particular?
Fernando pensó que se iría a pasar unos días a Talca, total ya nada le quedaba por hacer en Santiago, salvo esperar la resolución del sumario administrativo en la Universidad. Necesitaría el automóvil.
— ¿El auto puede ser?
— A ver —dijo ella tomando el lapicero. —El tuyo vale casi tanto como el monto que te corresponde, por lo que te aconsejo que te quedes con el mío chiquito. Así te queda un resto para los gastos que te hacen hacer. ¿Está bien?
— Está bien —corroboró Fernando.
— Yo me encargaré de pagar mensualmente tu deuda; no te preocupes de eso, que lo haré puntualmente para que no tengas ningún problema. ¡No digas que no te facilito las cosas!
— Te lo agradezco mucho —dijo Fernando con sinceridad.
— Entonces —dijo ella— firmaremos de inmediato el acuerdo. Hoy hablé con mi abogado y tengo aquí todas las formas necesarias para un acuerdo provisorio mientras se tramita la separación, pero que tiene perfecto valor legal y que necesitamos para que todo se efectúe rápidamente. Sólo hay que llenarlo con los datos exactos del acuerdo y firmarlo.
Me sorprende Roberta, repetía San Julián para sus adentros mientras ella se instalaba ante una máquina de escribir que se había preocupado de poner a su alcance y empezaba a llenar los formularios. Al terminar puso su firma y se los pasó al que ya consideraba su ex- marido para que también lo firmara. Fernando lo hizo después de darle una rápida hojeada al formulario, más por curiosidad que por la intención de verificar si todo estaba correcto: sabía que Roberta en los asuntos de negocios no se equivocaba. Al guardar ella los papeles agregó:
— Por supuesto, puedes quedarte unos días aquí hasta que encuentres donde mudarte. ¡Ah! —añadió luego como si se hubiera olvidado de algo— a tu fiel perro guardián (ella nunca lo nombraba por su nombre) no lo he puesto tampoco en las cuentas aunque vale no poco y bastante ha costado alimentarlo; él también puede quedarse hasta que encuentres donde tenerlo.
Roberta se imaginaba que Fernando se mudaría a un departamento y que el perro se quedaría allí para velar por su propia seguridad. Si no era así, haría instalar adecuados sistemas electrónicos. Hasta en eso había pensado.
Me sorprende Roberta, se dijo una vez más Fernando sorprendido de estar recién descubriendo cómo era la mujer con la que había compartido más de veinte años de su vida. Se levantó y salió al jardín.
— ¡Quarz! —llamó suavemente al perro que llegó fiel a lamerle las manos. — Nos iremos juntos, no tienes por qué preocuparte.
A la mañana siguiente Roberta y Fernando fueron al banco para traspasar a nombre de ella la cuenta corriente y la tarjeta de crédito. Roberta temía que él pudiera continuar endeudándola.
En la tarde San Julián fue a la Facultad. Era el día de su entrevista con el decano Fuenzalida. Este lo hizo esperar veinte minutos en la antesala de su oficina antes de recibirlo. Estaba sin fuerzas, vencido. La entrevista fue breve. San Julián le consignó el informe que había escrito sobre su participación en el Congreso Internacional de Física en París. Fuenzalida lo recibió y colocó sin mirarlo en una carpeta. Esperaba que San Julián le hablara, que le diera excusas, que le rogara que tuviera en cuenta su larga trayectoria académica, que le dijera que estaba dispuesto a aceptar un aumento de su carga docente con el fin de compensar con creces su larga ausencia, que se humillara al fin de alguna forma ante él. Había pensado que si él lo hacía bastante bien, tal vez se le ocurriría algo para que San Julián continuara en la Facultad. O bien, esperaba que él le mostrara sus cartas, que le dijera lo que haría si era despedido, si apelaría o entablaría un juicio académico o laboral, que lo amenazara de algún modo. Pero al profesor San Julián no le quedaban fuerzas: entre Florencia y Roberta le habían consumido hasta el último ergio de energía. Como no dijo nada, el decano puso fin a la entrevista diciendo:
— El sumario administrativo concluirá seguramente la próxima semana. Se le comunicará oportunamente el resultado. Mientras tanto no es necesario que venga a la Facultad. Ya hemos redistribuido la carga académica del semestre y sus clases, como sabe, las están haciendo otros profesores.
San Julián se retiró de la oficina y dirigió los pasos hacia su estudio. En el camino iba observando a los grupos de estudiantes que conversaban en los patios. Tenía la secreta esperanza de ver entre ellos a Florencia. Por un instante tuvo la impresión de que estaba allí: una larga cabellera negra y un cuerpo joven. El corazón brincó en su pecho. Pero fijándose bien se dio cuenta de que no era ella. Cambió la dirección de su marcha. ¿Qué iría a hacer a su estudio? La investigación estaba concluida, sus cosas ¿para qué llevarlas a la casa si tendría muy pronto que volver a cambiarlas? Tomó el auto, el de Roberta que era ahora el suyo, y se fue a la casa. Se tendió en la cama, pero no resistió esa inactividad desacostumbrada, de manera que media hora después salió a deambular por las calles llevando a su fiel Quarz de paseo por los parques. El perro brincaba feliz.
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