II. ​​​​​​​Esa mañana Florencia se había esmerado en su arreglo personal.

II.


Esa mañana Florencia se había esmerado en su arreglo personal como lo hacía cuando se preparaba para algo importante: una cita con algún joven que le interesara especialmente, una fiesta en la que hubiera decidido ser el centro de la atención general, el examen final de un ramo difícil del cual dependiera su promoción. Su intención había sido llegar a la universidad con tiempo suficiente para recorrerla y empezar a descubrir todos sus lugares, hasta los recovecos más ocultos y secretos que se imaginaba habrían allí de existir: quería posesionarse cabalmente del lugar donde pasaría gran parte de su tiempo los próximos años. Pero llegó apenas diez minutos antes de la hora de su primera clase, porque caminó lentamente las seis cuadras que separaban la Facultad del pequeño departamento amueblado que sus padres habían arrendado para ella.

En el trayecto se entretuvo sorprendida todavía del bullicio y movimiento frenético de una ciudad cuyas calles estaban a esa hora repletas de buses llenos de gente y de vehículos de todas clases, que avanzaban y se detenían para volver a avanzar y detenerse otra vez, haciendo sonar sus bocinas para apurar con perfecta ineficacia el movimiento de un tráfico exasperante. Más que el ruido de los motores y los largos bocinazos Florencia escuchaba el chirriar, resoplar y reventar de los vehículos, que le parecían verdaderos quejidos y pedos y lamentos metálicos, como si fueran seres vivos dolientes y desesperados.

Al llegar a la entrada de la Facultad se detuvo un instante para recuperar el dominio y posesión de sí misma, que el movimiento increíble de las calles santiaguinas le habían hecho casi perder. Recordó la imagen perfecta que le había devuelto su última mirada al espejo antes de dejar el departamento, y segura de sí misma comenzó a subir las escalinatas de acceso. Las subió pausadamente como lo haría una reina. Sabía sin embargo que aún no lo era aquí, pero estaba decidida a conquistar rápidamente la corona, que se imaginaba muchísimo más brillante que cualquier otra que en su ciudad de Valdivia hubiera podido soñar y conquistar.

Recorrió con la vista a los alumnos —¡tantos!— que como ella llegaban y se dirigían a las aulas. Le extrañó un poco ver que muchos de ellos —especialmente entre los que por la edad y por la seguridad de sus pasos comprendió que serían de los cursos superiores— llegaban bastante desaliñados, con jeans y vestidos corrientes, con polerones descoloridos por el uso, en zapatillas que habían perdido en las vacaciones sus tintes primitivos. Pero no todos se mostraban así descuidados. Había también bastantes muchachitos que parecían haber sido cuidadosamente amononados por sus madres como para el primer día de clases del colegio.

Ella conocía el ambiente universitario en Valdivia, donde había cursado sus tres primeros años de carrera. No era muy distinto al de acá excepto por el tamaño, y sabía que por un curioso mimetismo, a medida que pasaran los meses y se acercara el fin del año, todos esos alumnos se irían pareciendo cada vez más entre sí en un irresistible proceso de homogenización en sus modos de vestir, de hablar, de caminar, de comportarse. ¡Ella no! Ella sería reina y se mostraría siempre como una princesa. Por eso y aunque fuera su primer día de clases allí, no sintió en absoluto estar fuera de lugar y ni siquiera levemente desambientada con su mini floreada y su fino maquillaje que simplemente realzaban su porte y hermosura natural.

Entró a la sala y se sentó exactamente en la mitad de la primera corrida de asientos, desde donde observó la llegada de los alumnos que serían sus compañeros de curso. Ninguno le pareció especialmente atractivo, pero a varios de ellos les dispensó una sonrisa encantadora, que todos sin excepción respondieron con un misma palabra amistosa: ¡hola!

Mientras se entretenía mirando a su alrededor (la sala era algo antigua y deslucida pero no estaba mal) entró el profesor. Buenos días, dijo. Buenos días, respondieron algunos con voz inaudible. (Florencia se acordó de cuando era chica: "Buenos días niños", decía la profesora; "buenos días señorita", respondían en coro). Esto de ser alumnos es cosa verdaderamente interminable, alcanzó a pensar; pero no tuvo tiempo para seguir esa idea porque al levantar la vista le pareció reconocer a quien tenía enfrente. ¡Claro! ¿Cómo olvidar esos profundos ojos claros, serenos, que ahora escudriñaban a aquellos jóvenes como lo habían hecho antes con ella misma?. ¡Sí, por supuesto, era él, el mismo! Fernando. ¿Cómo era su apellido? San... San Julián. Hizo ademán de levantarse de su asiento, pero se contuvo. ¡Qué pequeño es este mundo!, encontrárselo justo aquí en la universidad. Su corazón latió con gozo, el mismo que sintió cuando aquél hombre se había cruzado por primera vez en su vida, cuando conoció aquellos ojos que después no había podido sacar de su mente, siempre tratando de encontrarlos en alguna parte.

El profesor dio comienzo a la lección. Florencia lo miraba como si siguiera atentamente sus palabras, pero en su mente había sólo fantasías y recuerdos.

Ese hombre, que no era aún el profesor sino sólo un veraneante algo extraño y solitario, la miraba a los ojos al depositarla suavemente sobre el pasto a la orilla del arroyo. Mientras mantenía una mano bajo sus cabellos completamente mojados, ella sintió que deslizaba tímidamente la otra por sobre su polera, transparente por el agua, y seguía bajando por sus sueltos shorts hasta llegar al muslo y detenerse finalmente sobre su rodilla. Fue un sólo movimiento el de esa mano: lentísimo, tímido y vacilante, diríase temeroso o inexperto como el de un muchacho que toca por primera vez el cuerpo de una mujer ya no como niño inocente. Un instante después dejó de sentir sobre la piel esa mano levemente temblorosa (la había llevado a su espalda como un niño que quiere esconderle algo a su madre), pero no la calidez de sus ojos claros que continuaban penetrando en los suyos. Luego él se puso de pie, siempre mirándola y sin ocurrírsele decir otra cosa que la frase más tonta que fuera posible en esas circunstancias:

— Se cayó usted al agua.

— Gracias, ya me había dado cuenta —pero estas palabras de la joven eran divertidas, alegres. La tímida pero no por eso menos decidora caricia de ese hombre recién conocido, lejos de molestarla, le había hecho borrar de su rostro el enojo que por un momento le produjo su ridícula caída.

¿Cómo fue que se cayó? ¡Ah, sí! Se había bajado con un ágil salto del caballo y abriendo los brazos había respirado hondamente. Se vio otra vez empezar suavemente a girar con los brazos extendidos, mirando las copas de los árboles que pasaban cada vez más rápidamente ante sus ojos. Tropezó en una piedra, perdió el paso y ligeramente mareada cayó estrepitosamente al agua cristalina del arroyo.

La vuelta hacia la casa patronal de la hacienda la habían hecho caminando detrás de los caballos, que sintiéndose libres habían decidido volver a su establo. El sol y la brisa de la tarde fueron secando sus cuerpos y sus ropas, mientras comentaban las maravillas naturales que encontraban a su paso, entusiasmándose con la forma caprichosa del tronco de un árbol, con su ramaje apretado de intenso color, con una mariposa, con el silbar de los pájaros, con las formas y el movimiento de algunas nubes que cruzaban el cielo, y —casi al llegar a su destino— con la primera estrella de la tarde.

Y pensar que se conocieron discutiendo. Mientras el profesor se esmeraba en introducir a sus alumnos en los secretos de la física, Florencia seguía con su mente en las caballerizas de la hacienda El Arriero. Ahí se encontraba Pintado, un caballo por el que sentía especial cariño. Con él recorrió el año anterior los bosques y las orillas del río Calle-Calle, lo que venía haciendo desde niña cada vez que quería olvidarse del mundo y pensar con tranquilidad. Estaba yendo a buscar a "su" caballo cuando escuchó una voz cálida: "Ese me gusta, ese pintadito", y antes de que ella alcanzara a reaccionar el desconocido ya lo estaba ensillando y se disponía a montarlo.

— Señor, señor —gritó Florencia— ese caballo es el mío.

— Perdone usted pero yo lo he arrendado ya por toda la tarde; el dueño no me ha dicho que estuviera reservado con anticipación —fue la escueta respuesta.

Florencia comprendió que no sería fácil convencer a ese hombre que le cediera a Pintado, pero como no era de las personas que se dejan vencer fácilmente insistió:

— Mire, ¿por qué no toma ese otro que se ve tan apuesto? Ese sí es mansito y no tendrá usted ningún problema con él.

El hombre hubiera cedido el Pintado a Florencia; pero ésta se había equivocado con la última frase. La sintió como una ofensa: ofrecerle un caballo mansito, como si él fuera un viejo que no sabe dominar un pingo enérgico. Ya vería esta entrometida jovencita lo que él sabría hacer con Pintado.

— Decididamente ¡no! No quiero un caballo mansito —y montando a Pintado partió en dirección a los bosques que se veían a la distancia.

Florencia había perdido la primera escaramuza pero no se sintió derrotada. Estaba decidida a volver a la carga. Además, ese tipo le había gustado y a pesar de ser bastante mayor lo encontró apuesto. Mientras discutía con él había clavado la vista en sus ojos claros de penetrante mirada.

— Bueno, usted gana... por ahora —pero él ya no estaba al alcance de su voz.

Ensilló rápidamente y montó un caballo que sabía especialmente veloz. Partió tras el hombre. Ella, conocedora de todos los atajos y lugares de El Arriero, en cinco minutos estuvo a su lado en un recodo al pie de una colina.

— Parece que nos volvemos a ver —dijo él, lo que hizo a Florencia pensar que cuando ese hombre se encontraba en alguna circunstancia en que no se le ocurría nada que decir terminaba expresando lo obvio.

— Así es —sonrió la joven que sin perder más tiempo se presentó tendiéndole la mano —Soy Florencia Solís.

— Encantado. Soy Fernando San Julián. Estoy de vacaciones aquí en Valdivia.

— Al parecer le gustan los caballos. ¿Qué le parece si competimos? Si le gano me lo cambia. Pintado es mi amigo desde hace dos años. Nuestro punto será aquella gran piedra junto al arroyo, ¿le parece?

Sin esperar respuesta Florencia partió decidida a ganar, seguida por San Julián que no dudó un momento que podría alcanzarla. Durante el trayecto ella volvió varias veces la vista hacia atrás y sus miradas se cruzaban alegres mientras disminuía la distancia que los separaba. La joven ganó por un cuerpo. Pero ese día no montó a Pintado porque se cayó al agua y había regresado a pie acompañada por el hombre apuesto que la había ayudado a salir del arroyo.

La clase transcurría. "Estas partículas subatómicas descubiertas recientemente por la física no se comportan de acuerdo a leyes constantes sino conforme a movimientos que siguen pautas probabilísticas complejas...". Florencia no entendió el sentido del enunciado del profesor, pero al menos su mente volvió al aula. No logró sin embargo concentrarse en la lección, pues se dio cuenta no sin cierto disgusto que el profesor evitaba mirarla. Pero justo cuando trataba de interpretar esa actitud vio que San Julián bajaba la vista y que sus ojos se deslizaban y detenían sobre sus piernas desnudas, y también le pareció notar un ligerísimo rubor en su rostro. Sonrió divertida y estiró desafiante sus piernas para mostrárselas en toda su extensión.

De ahí en adelante los recuerdos dejaron paso a las fantasías. Florencia estaba con San Julián a orillas del arroyo y junto a los caballos; él ya no vestía el traje veraniego sino su tenida de profesor (la chaqueta sobre el pasto bajo sus cuerpos); ella siempre mojada pero no por el agua sino por el sudor de la cabalgata. El profesor bajaba su mano por el muslo, pero ahora no la escondía al llegar a la rodilla sino que se devolvía lentamente y seguía por la cintura y hasta su pecho, no ya tímida y suavemente sino presionando con creciente intensidad su cuerpo, que respondía con voluptuoso movimiento, mientras sus labios y sus lenguas dialogaban silenciosos un beso interminable...

Salió del ensueño cuando el profesor dio término a la lección de ese día y los asientos de sus compañeros parecieron suspirar aliviados al sentirse libres del peso de sus cuerpos.

 

Luis Razeto

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