XXVIII. ​​​​​​​La confusión sentimental de Florencia.

XXVIII.


La confusión sentimental de Florencia le impidía gozar de sus triunfos. Había deseado intensamente tener a San Julián y lo tenía. Anheló poseer a Amaranto y era suyo. Quiso aprobar sus exámenes semestrales y lo consiguió. Deseaba los placeres del sexo y tenía dos hombres que se los proporcionaban de maneras distintas y siempre placenteras. Quería ser admirada y envidiada por sus compañeros, que no dejaban de mirarla cada vez que se paseaba ante ellos. Con todo, se encontraba sumida en la tristeza, se sentía sola. ¿Qué le faltaba? Era amada, deseada, admirada. Era ella la que no sentía amor en su alma: la perseguía la desagradable sensación de haberse secado por dentro.

No se daba cuenta de que sus deseos eran equivocados porque no correspondían a aquello que podría realizarla y hacerla verdaderamente feliz. Pero no tenía conciencia de ello.

En ese estado, en su mente empezó a adquirir forma otra idea errónea: el deseo de viajar, de irse lejos, con la secreta esperanza de que alejándose así de Marcel —la única manera de hacerlo que se le ocurría, pues estando a su alcance y por más que decidiera negársele se entregaba a él sin pensarlo cada vez que lo veía acercarse— podría recuperar su paz interior.

En ese estado, para Florencia viajar era una forma de huir de sí misma y de todo, no la ocasión de encontrarse consigo misma. Viajar, lejos, a Europa. Había fantaseado tantas veces hacerlo con San Julián antes de que se le entregara, que en su mente concibió la idea de hacerlo con él. En realidad era la única forma en que la idea se tornaba factible, sabiendo que el profesor estaba enamorado de ella y que haría lo posible por complacerla.

Empezó a desear intensamente viajar, recorrer el mundo, conocer lugares y gentes distintas. La ocasión se presentó mucho antes de lo que hubiera imaginado. San Julián le contó que había recibido una invitación a un Congreso internacional de física que se realizaría en París, pero que no tenía deseos de ir porque lo apartaría de su investigación... y de ella.

— ¡Pero cómo! En ese congreso podrás tomar contacto con los mejores científicos del mundo, y tendrás la ocasión de conocer las últimas novedades de la física que podrán aportar elementos importantes para validar tu fantástica hipótesis. Seguramente podrás conocer personalmente al mismo Pierre Gaudi.

— Lo sé, lo he pensado. Pero algo me retiene. Además, dos semanas sin verte son demasiado para mí. Tú sabes que te amo, Florencia.

— ¿Y si me llevas... en la maleta?

La idea de que Florencia pudiera acompañarlo no había pasado por su mente. Ella decía siempre estar ocupada, y además no le sería fácil recuperar las clases que perdería. Pero no se lo dijo. Empezó en cambio a jugar con la idea, siguiendo el juego que ella misma había empezado.

— Compraré una maleta muy grande, con ruedas, y te llevaré escondida a París y luego a Roma, a Florencia, a Venecia, y de ahí volaremos a Londres y al regreso pasaremos por Barcelona y Madrid.

— Pero antes de volver nos daremos una vuelta por Moscú y por Pekín y por Calcuta y me gustaría recorrer también los desiertos y las selvas africanas.

— Y todo en dos semanas ¿no será mucho?

— También podemos quedarnos todo el tiempo en París, ya ves, no soy tan exigente.


 

Lo que empezó como un juego lentamente fue tomando visos de realidad en la mente de San Julián. Mientras más lo pensaba y deseaba menos descabellada se le presentaba la idea. Por cierto, había un problema de dinero. A él le reembolsarían el pasaje y el Congreso cubría los gastos de su estadía ¿pero a ella? Los pasajes en avión eran caros y los hoteles en Europa también, y todo eso tendría que pagarlo de su bolsillo. No tenía la menor idea de si las inversiones de su esposa permitirían cubrir todo aquello; pero sí sabía que después de la compra de Amaranto, que era después de todo una inversión, no le sería tan fácil lograr que ella siguiera vendiendo acciones en un mal momento del mercado para un gasto que no sabía siquiera como poder explicárselo. Tal vez si la invitara a ella estaría dispuesta a efectuarlo, pero ¿cómo decirle que iría con... una alumna?

Pensaba y pensaba en ello sin encontrar solución alguna. Se arrepintió de haber dejado en las manos de Roberta el manejo de las finanzas y del patrimonio conyugal, pero no era el caso de hacer nada ahora. Sin embargo, con tanto pensar y desear resolver el problema encontró la solución. Recordó que hacía algunos meses había ido a la Facultad una ejecutiva del Citibank a ofrecer a los profesores una tarjeta de crédito internacional. "Con ésta podrá viajar tranquilo, pagar sus pasajes en cómodas cuotas y hacer cualquier gasto en cualquier moneda del mundo". En aquella ocasión había desechado la oferta, pero ahora era el caso de ir al banco.

Fue y tres días después recibía en su oficina una magnífica tarjeta dorada. Se sorprendió que su "estado de situación" fuera tan sólido a los ojos del banco que le concedieron una línea de crédito en dólares prácticamente ilimitada.

Habló con Florencia. "¿De verdad me acompañarías al Congreso de París?" "¿De verdad me invitarías?" "De verdad". "¿Puedes hacerlo?" "¡Puedo! ¿Quieres ir?" "No podría desear nada mejor. ¿Cuándo partimos?". "El sábado de la próxima semana. ¿Vamos ahora mismo a comprar los pasajes?". "¡Vamos! ¡Estoy fascinada! No sabes lo feliz que me haces, querido". Media hora después San Julián aprendió a usar la tarjeta de crédito. Se sorprendió de lo fácil que era, admirado de la moderna tecnología financiera.


 

Recién dos días antes de la fecha de partida San Julián se acordó que no había comunicado su viaje al Decano de la Facultad. Este debía autorizarlo, pero pensó que no tendría problema alguno porque a la Facultad le convenía su asistencia a ese Congreso, que le permitiría importantes relaciones científicas que irían en beneficio y prestigio de la Universidad. Fue directamente a la oficina del Decano y golpeó a la puerta. Recibió las primeras palabras del profesor Fuenzalida como un balde de agua fría.

— Profesor, no me ha solicitado usted entrevista. En este momento estoy muy ocupado.

— Perdón profesor. Le quitaré sólo un par de minutos.

— Está bien. ¿Qué quiere de mí?

— Venía a informarle que he recibido una invitación especial al Congreso de Física que se realizará en París por dos semanas a partir del lunes, y he aceptado. Para mí ha sido un honor, y pienso que es también un honor para nuestra Facultad.

Fuenzalida achicó los ojos y lo miró fijamente. La envidia que sintió al conocer el reconocimiento que la comunidad científica mundial le brindaba a San Julián, reactivó en su mente la ira que había sentido el día de la elección, cuando el profesor que ahora tenía delante había intentado humillarlo en presencia de todos sus colegas.

— Lo siento mucho, apreciado colega, pero no puedo autorizar su viaje por importante que sea. He pensado reorganizar la Facultad y en los próximos días citaré a varias reuniones decisivas en que propondré a consideración mi proyecto. Además, no puede usted abandonar a sus alumnos así, de un día para otro, menos ahora que el segundo semestre ha comenzado.

— Son sólo dos semanas —alcanzó a replicar San Julián.

— Por ningún motivo. Lo siento profesor. Pero usted debiera haberme comunicado la invitación con el debido tiempo. No puede usted venir a decirme dos días antes de partir que desea ausentarse por dos semanas. No hay nada más que agregar. Como le decía, estoy muy ocupado.

Fernando San Julián reprimió los sentimientos de ira e impotencia que lo hicieron enrojecer, y sin decir ninguna de las palabras que en ese momento acudían a sus labios abandonó la oficina del Decano.

Esa noche habló con Florencia. Le dijo lo que había sucedido, que debían suspender el viaje porque la Facultad sería reorganizada y era importante su presencia en las importantes discusiones que tendrían lugar los próximos días. Ante los argumentos de Florencia tuvo que decirle que el nuevo Decano le había denegado la autorización a ausentarse.

— ¡Y tú te sometes a ese hombre! Tú, el famoso profesor Fernando San Julián, el más prestigiado de la Facultad. Sabes bien que no pueden hacerte nada.

La pasión juvenil de Florencia se desató en argumentos y sus palabras avivaron el espíritu de Fernando, que sintió que la rebeldía de su amante estallaba también en su pecho. Ella le habló de la soberbia de los poderosos —palabras que había escuchado decir a Marcel— y San Julián se acordó de don Jovino su padre que le decía: "Lo que es yo, aspiro sólo a tener tanto poder como el que necesito para mandarme a mí mismo. Sólo el que lo logra es verdaderamente un hombre".

— Tienes razón, querida. ¡Iremos igual! No permitiremos que nos mande un mediocre, por muy Decano que sea.


 

San Julián llegó a Aeropuerto con bastante anticipación, acompañado de su esposa. Roberta venía a despedirlo siempre que viajaba. Había acordado con Florencia que ella llegaría por su cuenta y que no se reconocerían hasta que estuvieran sentados en el avión. Viajarían juntos porque las reservas de asiento las había encargado a la agencia de viajes. Florencia llegó en taxi unos minutos después.

Mientras esperaba junto a su esposo que los pasajeros fueran llamados a pasar por la Policía Internacional, Roberta se sintió observada por una hermosísima joven que, sentada a algunos metros de distancia, no separaba la vista de ellos. Miraba a Fernando que parecía no darse cuenta de nada, y luego fijaba los ojos en ella con una expresión de divertida curiosidad. No le hizo caso, concentrándose en darle a su esposo todo tipo de prácticos consejos relacionados con la salud, que puede resentirse con un cambio tan drástico de clima como el que él experimentaría.

Cuando los pasajeros fueron llamados a pasar y vio a Fernando entrar al recinto interior, Roberta tuvo la impresión de que la hermosa muchacha lo seguía con la mirada. Antes de perderse de vista, la vio volverse y recibió una última ojeada. Decidió esperar la partida de su esposo. Subió al segundo piso desde donde podría ver a los pasajeros subir al avión. vio a la hermosa mujer ascender seguida de un señor y luego de Fernando. Al llegar arriba la joven dejó pasar al señor que la seguía y le pareció que tomaba del brazo a su marido. Debido a la distancia no podía estar segura, pero eso fue lo que creyó ver.


 

Los días que pasaron en París fueron intensos aunque bastante relajados en lo que a sus relaciones se refiere. San Julián asistió regularmente a las sesiones del Congreso en La Sorbona, donde tuvo la ocasión de conocer a los más connotados científicos de Europa y recoger innumerables informaciones sobre los últimos avances de la física. Ella lo acompañó sólo el primer día —la presentó como su asistente de investigación—, pero se aburrió porque poco entendía de las breves pero contundentes ponencias que se sucedían a ritmo febril en los más variados idiomas.

Decidieron entonces que mientras el profesor cumpliera con las obligaciones del evento Florencia se dedicaría a conocer París y sus más grandes valores culturales, conforme a un plan turístico minuciosamente preparado cada noche en base a los mapas que les fueron proporcionadas en el hotel, y las guías turísticas y de espectáculos que compraron en un kiosco. San Julián le proporcionaba cada mañana una importante cantidad de dinero, que ella se encargaba de gastar en los museos, en los parques, plazas y jardines, en las tiendas de souvenirs, en las de ropa fina y en restaurantes y cafés. San Julián no tuvo conciencia de que sólo ella en estas actividades se gastó en dos semanas lo que él ganaba en tres meses en Santiago. Al atardecer se encontraban en un lugar siempre distinto previamente convenido, y entonces iban a algún espectáculo cultural, ora en el Téâtre Francais, en el Athénée, en el Moulin Rouge o en el Palais Royal, después de lo cual cenaban románticamente en algún restaurante situado a la orilla del Sena.

San Julián no pensaba en el dinero. Había decidido que jamás en su vida se había dado un gusto especial y que había vivido siempre más modestamente de lo que le hubieran permitido sus ingresos. Consideraba que estos gastos solamente compensaban la sobriedad de su vida habitual. La tarjeta de crédito lo proveía todo y ni siquiera pensó en convertir los grandes billetes franceses de cifras pequeñas en las correspondientes muy abultadas cifras nacionales. El primer fin de semana lo dedicaron a Les Champs Elysées y al Louvre.

El viernes de la semana siguiente terminó el Congreso, pero en la semana Florencia lo había convencido de cambiar la fecha de regreso e irse a Roma un par de días desde donde volverían a Santiago. Pero Roma los atrapó. En la Ciudad Eterna perdieron la noción del tiempo y se quedaron dos semanas enteras, olvidándose Florencia y San Julián de sus clases y obligaciones en la Facultad.

— ¿Qué estará pensando tu decano al ver que no regresas? ¿Te presentarás ante él al llegar informándole de las maravillas de Roma y de París? —chanceaba Florencia.

— Sí —respondía inconsciente San Julián— y le diré que he estado cumpliendo mis deberes docentes con la mejor alumna de la Facultad.

— ¿Por qué no lo llamas para decírselo por teléfono ahora mismo? ¿Te imaginas la cara que pondría?

— Sí, y también lo que él respondería.

A quien en cambio efectivamente llamó San Julián fue a su esposa, tranquilizándola por no haber vuelto en la fecha convenida y asegurándole que el Congreso había estado magnífico y que había establecido importantes contactos científicos que debía continuar en Roma y que llegaría apenas concluyera.

Se instalaron en un hotel del Trastévere y dedicaron la mayor parte de su tiempo a caminar por las calles y parques de la antigua Roma imperial y a hacer vida bohemia nocturna entre la Piazza del Popolo y la del Quirinale, il Pincio y la Piazza del Cinquecento, la Porta Pia y la Fontana di Trevi. Fueron a la Catedral de San Pedro y se extasiaron con las maravillas de la Capilla Sixtina recién terminada de restaurar. Estuvieron en las ruinas milenarias de los Foros Imperiales, del Palatino, el Coliseo, los templos de Vespasiano y de Saturno y las Termas de Caracalla. Recorrieron el Castillo de Sant`Angelo, el Panteón y la plaza de Porta Maggiore. Florencia estaba fuera de sí, maravillada con tanta maravilla, se reía y saltaba y emitía todo tipo de exclamaciones por cualquier descubrimiento que hacía entre las infinitas formas que conforman esa impresionante ciudad, llena de gente bulliciosa que trataba de hablar en medio del interminable rumor de los motores y bocinas de automóviles y buses.

Florencia quiso una tarde entrar a un sex shop del Trastévere, que estaba cerca del hotel donde llegaban agotados cada noche dispuestos, sin embargo, a gastar las últimas energías que les quedaban haciendo el amor. Era un gran local que atraía a los paseantes con llamativas fotografías eróticas y luces de todos colores. San Julián no quería entrar pero Florencia insistió:

— Quiero conocer también esto.

— No te gustará. Es de mal gusto.

— ¿Cómo sabes? —respondió Florencia colgándose del brazo y empujándolo hacia dentro.

Entraron por un largo pasillo, a la derecha del cual se encontraba una gran tienda repleta de todo tipo de revistas y videos pornográficos y de los más increíbles objetos y sofisticados instrumentos para masturbarse y darse placeres extraños. Falos de todos los tamaños y formas, gigantescos, retorcidos, de todos los colores y sabores, que despedían aromas de sexo o de flores y frutas exóticas. Uno de ellos a Florencia le hizo recordar a Marcel. Lo tomó en su mano y pensó divertida en comprarlo. Lo hizo, en un momento en que Fernando distraído hojeaba una revista, igual como se adquiere un tubo de pasta dental en un supermercado. Había también curiosos instrumentos de insospechadas formas y modos de ser utilizados para satisfacer necesidades sádicas y masoquistas que les parecieron repugnantes. Hombres y mujeres de goma de todas las formas, supuestamente hermosos u horribles, grandes y pequeños, negros y blancos. A Florencia todo aquello le provocaba a veces risa, otras sorpresa y a menudo un signo de interrogación que se dibujaba en su rostro; a San Julián sólo disgusto y malestar, con excepción de algunas fotografías de sensuales muchachas que mostraban las intimidades de su cuerpo.

Siguiendo por el pasillo más allá de la tienda entraron a un lugar cuyo sentido tardaron en comprender. Había varias puertas alineadas, algunas con luz roja —ocupadas— y otras con luz verde que anunciaba que se podía entrar. Miraron dentro de una de éstas: era una cabina oscura donde cabía cómodamente una sola persona, con una silla frente a una gran pantalla de video que a Fernando le recordó un Bancomático, pero cuyos botones permitían seleccionar según el gusto y las monedas que se fueran depositando, escenas pornográficas para los más distintos gustos. Se podía seleccionar entre alternativas: heterosexuales, lesbianas, gays; color de piel, negra, morena, blanca; y así en adelante. San Julián sacó a Florencia de allí tirándola del brazo.

Siguiendo más al fondo había un cine. En una pequeña boletería se anunciaba una serie de películas de nombres evidentes: era el programa rotativo del día. San Julián se negó a entrar pero Florencia insistió, de modo que durante quince minutos miraron repetidas escenas en que distintas mujeres satisfacían sus ansias sexuales con un mismo individuo que no terminaba nunca de agotar potencia. Se retiraron porque la cosa reiterada casi sin variaciones resultaba verdaderamente aburrida.

— Todo de pésimo gusto ¿verdad? —fue el comentario que hizo San Julián cuando abandonaron el local.

— Sí, pero no deja de ser interesante, algo de la realidad europea que también había que conocer ¿no crees? —acotó Florencia.

— Mmm.

Sin embargo esa noche a Florencia le pareció que Fernando se desempeñó mejor que en otras ocasiones.


 

El lunes siguiente, exactamente treinta y dos días después de que partieron, los viajeros aterrizaban en la loza del Aeropuerto de Santiago. No habían anunciado su llegada de manera que nadie los esperaba. Tomaron un taxi hasta el departamento de Florencia, donde tuvieron que subir dos veces las escaleras cargando las maletas y bultos con todas las cosas que Florencia había acumulado a lo largo del viaje.

El día siguiente San Julián descansó. No tenía fuerzas ni voluntad para presentarse en la Universidad, aunque era martes y le correspondía hacer clases. Lo haría el miércoles. Florencia por su parte se despertó a mediodía y dedicó toda la tarde a revisar y ordenar las adquisiciones de su viaje. No sabiendo qué hacer con varias de ellas, incluída su compra del sex-shop, las tiró amontonadas a un baúl.


Luis Razeto

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