IX.
La mañana siguiente San Julián llegó a la Universidad muy temprano. Subió los escalones de acceso tan rápidamente que su rutinaria detención en el penúltimo peldaño podría haber pasado inadvertida. De todos modos, desde allí observó por un instante a los encargados del aseo que hacían abandono del patio con sus útiles bajo el brazo. Se dirigió hacia su estudio. Era el primero en llegar al edificio, lo que no dejó de incomodarlo pues había decidido avisar de inmediato a la secretaria que tenía un trabajo muy importante que hacer y que no deseaba ser molestado por nadie. Entró a la oficina cerrando la puerta con el talón, desconectó el teléfono, encendió el computador y se sentó ante su escritorio como si se dispusiera a escribir. En vez de hacerlo cerró los ojos, la mano izquierda en la frente, el codo apoyado en la mesa, y trató de concentrarse.
Unos minutos después sintió los pasos de la secretaria de los profesores que cruzaba lentamente el pasillo. Cecilia era una mujer que bordeaba los cincuenta, que vivía con una hermana soltera como ella en un departamento ubicado a no más de tres cuadras de la Universidad, y que había hecho del servicio a los académicos de esa facultad la misión de su vida. Trabajaba hacía más de veinte años allí y estaba al tanto de todos los secretos de esa casa de estudios, no sólo de aquellos que tenían relación directa con el trabajo. Conocía los hábitos, el carácter y las mañas de todos los profesores, a cuya disposición debía estar para las más variadas tareas. Aprovechando su buena disposición ellos le hacían encargos personales de manera que también estaba enterada de sus vidas familiares, sus cuentas bancarias, sus relaciones y amistades.
Al darse cuenta San Julián de que Cecilia había llegado tomó una hoja y escribió varias palabras. Después la llamó por el citófono, acudiendo ella presurosa, un tanto sorprendida al comprobar que ese día el profesor se le había adelantado. Le gustaba ser la primera en llegar, antes que lo hiciera la secretaria del Decano y los demás miembros del personal administrativo. Esto le permitía instalarse con toda tranquilidad y preparar un café que consideraba indispensable para adquirir esa plena lucidez que requerían sus tareas del día.
Entre todos los profesores sus preferencias estaban por Fernando San Julián. Sentía por él una gran admiración. Era tal vez el académico que menos quehacer le daba, siempre ordenado, puntual y ajeno a las conversaciones, intrigas y acontecimientos cotidianos de la Facultad; pero ella estaba permanentemente atenta a sus necesidades. Él la trataba cariñosamente, correspondiendo al aprecio que notaba en ella y a las pequeñas atenciones que le hacía diariamente, como ofrecerle café, llevarle el diario, contarle cosas que pudieran interesarle, preguntarle sobre sus clases o por la marcha de su investigación. En verdad el profesor, hombre de pocas relaciones y amistades, la consideraba como una compañera de trabajo. Ella había mecanografiado varios de sus libros y artículos científicos; pero había dejado de hacerlo no hacía mucho tiempo, cuando la facultad incorporó la computación al trabajo académico.
Cecilia estaba convencida de que tal adelanto tecnológico no había mejorado realmente el rendimiento de los profesores. Al contrario, pensaba que ahora perdían parte de su precioso tiempo en hacer personalmente en el computador una serie de tareas que antes encargaban a las secretarias. Mecanografiar, diagramar los textos, confeccionar cuadros y gráficos, preparar transparencias, anotar y actualizar series interminables de datos, verificar referencias bibliográficas, escribir cartas y tantas otras tareas que antes cumplían ellas, pasaban ahora a ser parte del trabajo que los mismos investigadores realizaban. Sin contar el tiempo que se pasan chateando, mirando películas e incluso pornografía. Se lo había hecho notar en cierta ocasión al Decano de la Facultad, pero este no le hizo comentario alguno.
La verdad es que a ella la computarización de los académicos le había simplificado el trabajo pero no le gustaba, porque ahora no estaba como antes al tanto de lo que hacían. Con el tiempo había llegado a entender el trabajo de los profesores y sus investigaciones más de lo que ellos creían.
Aunque ejecutaba eficientemente el trabajo para todos los profesores, tenía marcadas preferencias. A algunos los encontraba mezquinos, oportunistas, preocupados más de sus intereses personales, de sus negocios y asesorías que les proporcionaban ingresos complementarios, que de los alumnos y la investigación. Al que "no podía pasar" era al profesor Fuenzalida, tan antiguo en la Facultad como San Julián pero tan diferente a éste en su modo de ser y de vivir la Universidad. Es intrigante, presuntuoso y arribista, alguien que busca siempre hacerse notar. Aunque los estudiantes lo consideraban un buen profesor ella se había formado la idea, y nadie podría convencerla de lo contrario, de que era un académico mediocre. Sabía que encargaba a los alumnos de los cursos superiores monografías que aprovechaba después en sus propias publicaciones, y cuando podía se apropiaba incluso de las ideas de sus colegas.
Por eso y no por descuido se había demorado en dar a San Julián el recado que le dejara ese mismo profesor dos días antes. Con pequeños detalles como ese de dosificar cuidadosamente lo que debía hacer o no hacer, decir o callar, la secretaria de los profesores administraba muchos hilos e influía secretamente en la vida académica. En este caso, por ejemplo, le costaba mucho cumplir su deber de concertar esa entrevista porque recordaba cuando Fuenzalida interrogó largamente a San Julián sobre una materia científica y luego creyó entender que las ideas de éste aparecieron en un artículo del otro. Si a Fernando cosas como esta no parecían afectarle, si acaso llegaba a darse cuenta —de lo que no estaba tan segura—, ella en cambio se indignaba, no tanto por lo que significara el hecho mismo sino por la deslealtad de Fuenzalida, a quien varias veces había escuchado opinar críticamente sobre el trabajo de San Julián ante otros profesores e incluso ante los alumnos.
— Profesor, ¿qué lo hizo llegar hoy tan temprano? Le ofrezco un café. El mío aún no lo preparo.
— Se lo agradezco Cecilia, creo que me vendrá bien. Si quiere tráigase el suyo también para acá. Tengo algo que pedirle.
La secretaria volvió casi inmediatamente con dos tazas humeantes y se sentó en el asiento que le ofreció San Julián. Este le dijo:
— Quiero pedirle un favor. Estoy comenzando un nuevo trabajo, que considero más importante que todo lo que he escrito hasta ahora. Para eso necesito concentrarme al máximo, que nadie me moleste. El ideal sería no tener más interrupciones que las estrictamente necesarias.
— Me encargaré de eso con mucho gusto, profesor. Empezaré colocando en su puerta un letrerito, que usted podrá mantener ahí cada vez que desee no ser molestado. Como mi escritorio está casi frente a su estudio controlaré también directamente, y si lo desea puede dar instrucciones para que sus llamados telefónicos sean pasados a mi anexo.
— Excelente, hágalo usted misma por favor. Además, quiero pedirle que lleve a la biblioteca estas indicaciones. Me interesa una relación bibliográfica completa de todo lo que aquí he indicado, no sólo del material disponible en nuestra Universidad sino también de aquello a que podamos acceder por la red informática internacional.
— Considérelo hecho. Hablaré con mi amiga bibliotecaria para que se ponga de inmediato a la tarea.
Titubeó un segundo y luego agregó:
— Desgraciadamente, tengo un recado del profesor Fuenzalida. Quiere hablar con usted y me ha encargado concertarle una entrevista precisando que requiere al menos una hora completa.
— Está bien, pero dejémoslo para mañana o el viernes, porque hoy necesito realmente concentrarme. Le diré que, en todo caso, tengo curiosidad por saber lo que quiere. No deja de ser extraña la formalidad de solicitar una entrevista cuando podría haberme abordado en cualquier momento.
— Usted sabe como es él. —Replicó ella, atreviéndose a agregar: —Por lo demás no es tan raro. Lo que pasa es que usted por un lado está siempre accesible, pero por otro lado tal vez no se da cuenta de que no es tan fácil de abordar... por los que no son sus amigos.
Ella imaginaba que el profesor no era consciente de su actitud un tanto huraña, que Cecilia interpretaba como timidez frente a las personas que conocía poco. En más de una ocasión pensó en hacerle el comentario sin atreverse. Al decírselo ahora de ese modo quiso advertirle, además, que Fuenzalida no era un leal amigo aunque hubieran sido colegas y compañeros de trabajo por tantos años. Tal vez el profesor nunca lo hubiera pensado.
— Y ¿no sabe usted sobre qué quiere hablar conmigo el profesor?
— No, no me lo dijo. Pero — agregó bajando la voz— ¡puedo decirle algo!
Cecilia se dio cuenta de que era la ocasión de hablar con el profesor de un asunto que realmente la inquietaba desde hacía días. Dentro de tres meses serían las elecciones de Decano en la Facultad y sabía que el profesor que detentaba el cargo desde hacía cuatro años no se presentaría a la reelección porque estaba cansado y tenía intención de retirarse. Había visto también que Fuenzalida fue el primero —después de ella, por cierto— en enterarse de la decisión del Decano, e intuyó que tenía la intención de postularse. Sí, el ambicioso profesor Fuenzalida no dejaría pasar esta oportunidad.
Acercando su silla al escritorio y en la actitud de quien cuenta un secreto, le dijo en voz tan baja que obligó al profesor a acercarse también para oirla:
— Usted sabe, profesor. Se acercan las elecciones de Decano.
— Ah! ¡Y eso qué!
— Nada. Sólo que me imagino que el profesor Fuenzalida tal vez quiera postularse. Tengo entendido que nuestro Decano ha decidido retirarse.
Aunque San Julián era entre todos los profesores de la Facultad el más ajeno a los asuntos de su conducción administrativa, la noticia no dejó de importarle. Con las normas que en la Universidad se habían establecido durante el gobierno militar el poder del Decano era muy grande. La llegada de la democracia había permitido a los académicos recuperar el derecho a elegir las autoridades universitarias, pero las excesivas atribuciones de quienes ocupaban los cargos directivos se habían mantenido intactas.
— ¿Fuenzalida? Sí, tal vez podría ser decano ¿no le parece?
La secretaria respondió arrugando la nariz, gesto que expresaba todo lo que no se atrevía a decir con palabras. Después de un momento de silencio el profesor acercó la taza vacía del café a Cecilia, lo que ella interpretó en el sentido de que debían ponerse a trabajar cada uno en lo suyo. Se levantó entonces, pero antes de cruzar la puerta le pareció que el profesor quería decirle todavía algo.
Por la mente de San Julián había cruzado efectivamente una inquietud. Se dio cuenta que con las instrucciones que había dado a la secretaria y conociendo el celo que pondría ella en cumplir su deseo de no ser molestado, Florencia —la hermosa e inteligente Florencia— tendría el paso bloqueado a su oficina. El no quería eso, por cierto; pero ya era tarde. Tampoco quería desdecirse y sobre todo temió que Cecilia —¡que todo llegaba siempre a saberlo!— llegara a pensar que entre él y esa estudiante pudiera haber algo, aunque fuera lo más inocente del mundo. Se le ocurrió solamente decir que si llegaban estudiantes a hablar con él se lo hiciera saber por citófono, que él decidiría cuando recibirlos.
La secretaria lo escuchó sin decir nada. Lo que decía el profesor sobre los estudiantes significaba de hecho anular la instrucción anterior, porque bien sabía ella que San Julián nunca se negaba a hablar con alumnos que acudieran a su oficina por razones de estudio, aunque los atendiera muy brevemente. El profesor quiere tranquilidad para trabajar, y la tendrá, decidió para sus adentros.
Así fue como San Julián se enfrascó en una profunda investigación tendiente a darle formulación científica a la intuición que había tenido mientras estaba mirando los ojos de Florencia. No sabía el motivo, pero fue este el modo en que, dentro de sí mismo, comenzó a identificar el momento y las circunstancias de aquella iluminación.
Llegaba todos los días muy temprano —por lo que Cecilia decidió adelantar en veinte minutos su despertador— y trabajaba intensamente largas horas, interrumpiendo su trabajo solamente cuando debía dar clases.
La conversación con el profesor Fuenzalida fue más larga de lo que la secretaria hubiese deseado; pero no se había equivocado. Después de algunas frases sobre la situación universitaria, Fuenzalida le planteó a San Julián que estaba "muy preocupado" por el futuro de la Facultad a raíz del retiro del actual Decano. Lo que intentaba era sondear a San Julián: si él tuviese la intención de postularse tendría gran apoyo y su propia candidatura estaría destinada al fracaso.
— He estado pensando que tal vez usted podría...
Sintió un gran alivio cuando San Julián, sin dejarle terminar la frase dijo enfáticamente:
— Estoy empezando una nueva investigación, la más importante de mi vida y por nada del mundo podría dejarla. Además, no entiendo de administración.
Aclarado este punto era el caso de dar un paso más: intentar un acercamiento con el fin de obtener el apoyo del profesor. Sabía muy bien que su adhesión podría ser decisiva teniendo en cuenta el prestigio que lo rodeaba. Pero debía ser cauto. Seguro ya de que San Julián no postularía, le insistió que lo hiciera, que la Facultad lo necesitaba, que era el mejor y que su postulación contaría con su pleno aunque humilde respaldo.
— No, amigo, no insista. Mi vocación es investigar y hacer clases. —Y agregó la sentencia que tantas veces había escuchado a su padre: — Lo que es a mí, el poder no me interesa. Sólo aspiro a tener tanto poder como el que necesito para mandarme a mí mismo.
El profesor Fuenzalida se explayó entonces sobre el riesgo que significaba la politización de la Universidad. Bien sabía que así pensaba San Julián, y aunque tenía ya planeado cómo acercarse a los grupos políticos cuyo apoyo esperaba obtener, se refirió a la importancia de que la Universidad fuera dirigida por académicos independientes que evitaran la intromisión de la política en las aulas, "que distorsiona, usted sabe, la verdadera esencia y misión universitaria".
San Julián lo escuchaba interesado. No había dicho en toda la entrevista más de dos o tres frases. Se arrepentiría después por el resto de su vida de la última que dijo en aquella ocasión:
— ¿Y por qué no se postula usted, profesor?
— ¡Mm! Tendría que pensarlo mucho. A mi también me interesan la investigación y la docencia más que la administración universitaria.
Se despidió dando a San Julián una palmada en el hombro como si fueran grandes y antiguos amigos.
A Cecilia no le agradó nada la sonrisa de satisfacción que se dibujó en el rostro de Fuenzalida cuando lo vio salir del estudio. Pero no podía hacer nada, más que impedir cualquier nueva interrupción que amenazara el trabajo de San Julián.
Ese mismo día Florencia sería la primera en conocer el temperamento de esa secretaria que apenas la vio acercarse le impidió el acceso a la oficina de su profesor, indicándole con un dedo enérgico el letrero que había colocado en la puerta: SE RUEGA NO INTERRUMPIR.
Luis Razeto
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