XXIV.
Florencia no sintió en esa última relación con San Julián el placer y sensación de plenitud que llegó a tener con él en las semanas de felicidad que habían pasado desde el día que fueron al Club Hípico hasta que volvieron de Talca. No pudo sentirlo porque para ella esta vez fue sexo sin sentimiento de amor ni comunión espiritual, sexo puro que además estaba muy lejos de tener la fuerza y el fuego que ponía Marcel al hacerlo. La relación con San Julián la dejó inquieta, insatisfecha.
Tendida en su cama intentaba a ratos estudiar para el examen del martes siguiente; pero era en vano. No lograba concentrarse en la lectura, no alcanzaba a comprender bien ni siquiera lo que antes había entendido y aprendido correctamente. Su agitación interior se lo impedía y su mente vagaba muy lejos de los conceptos, las teorías y las fórmulas científicas. Cualquier ruido de pasos que sintiera en el pasillo la hacían aguzar el oído y saltar de la cama. ¿Será Fernando? ¿Será Marcel? Pero cada vez volvía a tenderse frustrada. Su cuerpo deseaba a Marcel, aunque temía que este le hiciera daño. Su corazón deseaba a Fernando, aunque temía ella hacerle daño a él. No entiendo. No sé lo que quiero. Ojalá que no se aparezca ninguno. Y así fue. Y estuvo sola. Y se sintió sola.
El estudio para el examen se le hacía difícil porque había perdido el interés. Incluso la teoría de San Julián sobre la materia, que tanto la había entusiasmado, ahora no le parecía interesante Encontraba que lo que leía eran palabras sin sentido, vacías, oscuras, sin luz. Dos semanas sola sin encontrarse con nadie, sin hablar ni escuchar a nadie eran demasiado. Su mente empezaba a divagar, a alucinar.
Necesitaba ver a alguien, a cualquiera que fuera. Se acordó de que Marcel le había prometido contarle algún día su propia teoría poética y decidió que cuando lo viera le pediría que le hablara de ello. Seguramente sería fascinante y Marcel estaría contento de que ella se interesara en lo que para él era tan importante.
El lunes por la noche, a pocas horas del examen, Florencia se dio cuenta que se encontraba muy mal preparada. No importa. San Julián no va a reprobarme.
Estaba absorta en estos confusos pensamientos cuando sintió fuertes golpes en la puerta. ¡Marcel! Era efectivamente el poeta, más desgreñado que nunca, con señas en sus ojos de haber dormido poco esos días y haber bebido y pitado más que de costumbre, pero no estaba ebrio ni volado en ese momento. Florencia se le echó al cuello apenas abrirle la puerta.
— ¡Querido, te he esperado tanto! —pero justo al decirlo se dio cuenta que estaba dando un paso en falso y se desprendió de sus brazos. —¿Qué te habías hecho? —agregó con un tono que quería ser más bien indiferente.
— ¿No sabes que los poetas nos debemos a la vida?
— ¿Has estado escribiendo? ¿Alguna poesía que puedas recitarme?
— Nada que haya terminado y que esté en condiciones de ser conocido todavía. Pero estoy trabajando, puliendo.
Es el momento, pensó Florencia. Tal vez logre que me explique ahora su teoría poética.
— ¿Por qué no me hablas al menos de tu poesía? Una vez me dijiste que tienes una teoría poética que me imagino ha de ser fascinante y trascendente.
— ¡Trascendente! —La palabra resonó bien a los oídos de Marcel. — Tal vez te la cuente esta noche; pero antes tienes que hacer muchos méritos. Ven, vamos a la cama. Veamos si de verdad te lo mereces.
Florencia no opuso resistencia. Al contrario, se dispuso a hacer el amor como nunca antes lo hubiera hecho. Y en verdad lo hizo bien, con su cuerpo fácilmente excitado por el poeta después de esas largas semanas de soledad y confusión mental.
— ¿Me lo he merecido? —preguntó cuando hubieron terminado y sus cuerpos yacían tendidos con los pies hacia la cabecera de la cama, posición que adquirieron sin haberse dado cuenta cuándo ni cómo lo hicieron.
— Merecido ¿qué? ¿De qué me hablas?
— ¡Tu teoría poética! Lo prometiste.
— Creo que esta vez te esforzaste bastante... Pero no ha sido suficiente.
— ¡Pero Marcel...!
— Ya dije que no. Pero algún día lo haré. Te lo prometo. Ahora debo irme.
Marcel se levantó, se vistió y se fue. Florencia se durmió repitiendo muchas veces:
— ¡Maldito! Es un maldito.
Llegó al examen cinco minutos atrasada. Se sentó en el único asiento que quedaba vacío en medio de la sala. San Julián se acercó a ella y le tendió una hoja donde estaban las preguntas. Las leyó rápidamente y apenas entendió de qué se trataba. Las releyó ahora lentamente. Sabía que sabía las respuestas, pero su mente estaba en blanco. Las palabras le mostraban sólo enigmas extraños, su mente estaba bloqueada, no podía entender. Tuvo la intención de levantarse e ir donde San Julián a pedirle aclaración sobre el sentido de las preguntas, para que le diera alguna luz. Lo hacían muchos, porque los profesores suelen dar explicaciones que ayudan al alumno a comenzar las respuestas. Pero se contuvo: no quería en ese momento ni acercarse a San Julián. Preguntarle sería aceptar ante él una derrota, lo último que estuviera dispuesta a hacer frente al hombre que había mendigado su amor, al que había tenido jadeante en la cama, y al que amaba.
Trató de concentrarse en la primera pregunta. Algunas vagas ideas aparecieron en su memoria y empezó a escribir. Dejó un espacio para continuar después la respuesta. Así fue haciendo con las preguntas siguientes. Sólo la última tenía relación con lo que San Julián le había enseñado privadamente en su estudio, y sobre ella pudo escribir bastante más, pero sin seguridad alguna. Las ideas se le confundían y no podía precisar su pensamiento.
Miró a su alrededor. Todos sus compañeros estaban concentrados escribiendo. Buscó ayuda en el que estaba a su lado, pero éste con la cabeza casi pegada al escritorio y el brazo rodeando el papel no le permitió ver nada. Miró hacia el otro lado y vio que el compañero no había escrito mucho más que ella sobre una hoja en la que también quedaban grandes espacios en blanco. Pero pudo leer algunas frases y fórmulas, que traspasó a sus propias respuestas.
De vez en cuando miraba hacia el escritorio del profesor, desde donde San Julián la observaba lánguidamente. Ella le sonreía, dándose cuenta que cada vez que lo hacía al profesor se le iluminaba la cara. Esto la convenció de que no era importante que el examen no fuera bueno, porque San Julián la entendería y estaría dispuesto a corregir su examen con benevolencia.
En un momento pensó que lo mejor que podía hacer era simplemente no entregarle el examen; pero después, cuando concluyó el tiempo disponible y se aprestaba a guardar sus papeles en el bolso, se encontró con San Julián a su lado extendiendo la mano para recibir su trabajo y se lo pasó. Mientras los alumnos hacían entrega de sus conocimientos plasmados en el papel y salían desordenadamente de la sala, ella se escabulló también, pasando desapercibida para el profesor que en ese momento estaba rodeado por varios estudiantes que le hacían comentarios sobre las preguntas del examen buscando asegurarse de que las hubieran respondido correctamente.
Apenas San Julián se sentó en el escritorio de su estudio buscó el examen de Florencia deseoso de comprobar las superiores capacidades de ella; pero se contuvo pensando que eso no era justo con los demás estudiantes, pues las notas que pusiera después podrían quedar distorsionadas por la que correspondiera a Florencia que, no dudaba, se encontraría entre las más altas. La colocó al final de todas; pero entonces pensó que eso podría ser injusto para Florencia, por lo que decidió adelantarla cuatro o cinco lugares. Y a partir de la primera comenzó a hacer su trabajo de juez del conocimiento adquirido por cada uno, juicio que terminaba con un veredicto definitivo. Cuatro coma seis, cinco coma ocho, tres coma dos... Sus juicios eran exactos, justos, efectuados sin la menor distorsión, sin dejarse llevar por el grado de cercanía que hubieran tenido con él los alumnos a lo largo del curso.
Llegó finalmente a la hoja donde sobresalía en cuidadas letras el nombre de Florencia Solís. Sintió una ligera emoción, pensando que ahora podría apreciar un examen claro y perfecto en el que esperaba ver cómo Florencia habría enriquecido las lecciones comunes con las enseñanzas privadas que le había dedicado durante tantas semanas. Empezó a leer.
No podía creer lo que leían sus ojos. Frases sin terminar; conocimintos imprecisos; fórmulas equivocadas; argumentos vacilantes; de vez en cuando algún acierto, pero pocos. Creyó haberse equivocado y miró nuevamente el encabezamiento del examen. No se había equivocado, allí estaba claramente escrito el nombre de Florencia. Releyó el examen tratando de poner la mejor voluntad en encontrar lo que tal vez se le había pasado en la primera lectura. En su mente afloró espontáneamente el veredicto: tres coma cinco.
Pero ¿cómo iba a reprobar a su amor con una nota tan miserable? ¿Qué diría ella cuando lo supiera? Por su cabeza cruzó la idea de hacerle un pequeño regalo, aprobarla con la nota mínima, ponerle un cuatro. Son sólo cinco décimas. Pero se daba cuenta de que era más que eso: nada menos que la diferencia entre aprobar y reprobar el examen. ¿Cómo podía él, el profesor San Julián, reconocido por la severidad de su docencia y la justicia de sus calificaciones, hacer algo que trasgredía una norma de conducta que había mantenido ininterrumpidamente por veinticuatro años de enseñanza? No pudo hacerlo. Tal vez en ésta última pregunta haya algo que permita subir esas décimas. Releyó entero el examen. Tres coma cinco, fue nuevamente el veredicto.
Cerró los ojos y por su mente pasaron rápidamente tantas escenas felices y alegres con Florencia. Cinco décimas más, ni ella ni nadie se darán cuenta. Tomó el lapicero y se preparó para dar su aprobación; pero le tembló la mano. Hacerlo era renunciar a algo muy íntimo de lo que se preciaba y que lo enorgullecía interiormente. Pensó que nunca más en su vida podría tener esa seguridad, sentir ese orgullo de profesor que nada ni nadie puede desviar de lo que considera justo. Escribió con pulso inseguro: Tres coma cinco. Ya estaba hecho, que lamentablemente era lo que correspondía. Siguió corrigiendo tristemente los cuatro exámenes que quedaban.
Al terminar —eran ya las siete de la tarde, pero no tuvo siquiera conciencia de que no había almorzado ni terminado el café que le llevó a media tarde la secretaria— guardó los exámenes en el escritorio y abandonó la Universidad lentamente, con la mirada hacia el suelo y las manos en los bolsillos, en una actitud completamente inédita para él. A esa hora Florencia se había ido a encerrar sola a un cine del centro.
San Julián pensaba que si se encontraba con Florencia tendría que comunicarle personalmente la calificación, pero detestaba tener que hacerlo. Pero si no se lo decía y ella se informaba igual que todos por la publicación de las notas en el fichero, se imaginaba que lo tomaría como una deslealtad. Ensayó entonces varias maneras de decírselo, que fueran aceptables para ella. Le preguntaría qué le había ocurrido; le diría que sabía por larga experiencia que muchos alumnos se ponen nerviosos el día del examen y turbados no logran poner en el papel lo que saben muy bien; que lo comprendía perfectamente y que un resbalón como ese no alteraba la opinión que tenía de ella como una excelente alumna; que todavía quedaba la oportunidad del examen de repetición y que para prepararlo él estaba dispuesto a explicarle de nuevo personalmente toda la materia; que... Pero ninguno de estos caminos se le hacía fácil y en todos veía el peligro de que ella reaccionara irritada, o se sintiera humillada, o que lo tomara como un paternalismo que no correspondía al tipo de relación que habían establecido entre ambos, o que...
No llegaba a ninguna conclusión y al no hacerlo tampoco se decidía a intentar comunicarse con ella, a llamarla, a irla a encontrar a su departamento, a buscarla en los patios de la Universidad. Y eso lo hacía sufrir, porque sentía cada vez más intensos deseos de estar con ella, de abrazarla, besarla, hacerle el amor. Estaba perdidamente enamorado. No pensaba más que en ella y en el dilema en que ahora se encontraba. Además, no podía sacar de su mente la idea que en la última ocasión que se encontraron e hicieron el amor en el departamento, le había parecido que Florencia estaba extraña, como ausente. Es cierto que habían hecho el amor y él había gozado fuertemente, pero había sido distinto a otras veces, como si ella no sintiera por él el cariño y frescura que demostrara en las anteriores ocasiones. Algo le pasaba. Además, ¿por qué después de volver tan felices de Talca se habían visto tan poco? ¿Por qué en su última noche de amor ella no le hizo ninguna íntima pequeña confidencia? ¿Por qué tenía la sensación de que lo rehuía? ¿Y por qué ahora mismo no se aparecía ante él en su estudio, como antes? ¿Y por qué se había escapado sin siquiera despedirse el día del examen?
Todas preguntas sin respuesta. O más bien, con muchas respuestas posibles que en su enamoramiento San Julián se imaginaba febrilmente sin llegar a ninguna que lo convenciera.
Al profesor le ocurría, como a todos los enamorados, algo muy curioso. El amor lo convertía en un ser transparente. Trasparente porque dejaba traslucir sus emociones y sentimientos, todo lo que pasaba por su corazón y su mente, como si fuera un niño. Una palabra cariñosa de Florencia, una mirada de amor, un gesto tierno cualquiera de la amada, lo hacían feliz y lo transportaban al cielo; pero cualquier palabra de ella que pudiera parecer indiferente, el más insignificante gesto desaprensivo, cualquier oscuridad que notara en su mirada, lo afectaban profundamente haciendo aparecer la tristeza en sus ojos.
Todo lo que pasa por el espíritu de una persona enamorada puede ser percibido al instante por otra persona que sienta por ella el mismo sentimiento. Así le ocurrió a Florencia en esas semanas maravillosas en que se sintió felizmente enamorada de Fernando. Y así le sucedió a San Julián con Florencia hasta que volvieron de Talca.
Porque el amor hace clarividentes a los enamorados. Ellos pueden darse cuenta de la más pequeña emoción, sentimiento, intención e incluso idea que pase por dentro del hombre o la mujer que aman. Son clarividentes porque el amor los hace recíprocamente transparentes. Los hace ser como niños y actuar como tales. Por eso, no hay en el mundo nada mejor que le pueda pasar a un hombre o a una mujer que estar enamorados. Es como un estado de gracia, un don especial por el que comparten la experiencia más maravillosa posible para el ser humano en la tierra. Los enamorados son dos espíritus que se comunican sin tener secretos que los afecten en su relación, porque no pueden ocultarse. Con el espíritu transparente se comunican el uno al otro espontáneamente, sin reservas. En una mirada, en un gesto, en una palabra, pueden transmitirse lo que en otras circunstancias requeriría largas explicaciones. No tienen temor de contarse siquiera las cosas más oscuras de su vida, sus temores y angustias, sus mismos defectos; porque saben que serán comprendidos, más que eso, que esos defectos o angustias serán cubiertos tiernamente por el amor que todo lo sana y perdona y comprende. Eso explica que el hombre y la mujer puedan enamorarse incluso de personas perversas. Para estar enamorado no se necesita admirar a la persona amada por sus cualidades, basta que su alma se nos haga transparente, porque toda alma merece ser amada y se la ama cuando no se nos oculta. El amor está por sobre todo juicio. Por eso San Julián sufrió cuando tuvo que corregir con juicio académicamente objetivo el examen de Florencia.
Si le hubieran preguntado al profesor por qué se había enamorado de Florencia, qué encontraba en ella que lo hacía temblar de emoción, podría aludir a su belleza, a sus ojos azules intensos, a la frescura y juventud de su temperamento. Pero en verdad esas cosas no son suficientes para explicar el amor. La respuesta verdadera él no la conocía. ¿Cuándo, cómo, a través de qué proceso ella fue tornándose luminosa para San Julián y su propia alma se fue trasluciendo? Este estado de gracia le sucede a cada hombre y a cada mujer muy pocas veces en la vida, y es una gracia, un don que se recibe gratuitamente sin que pueda hacerse mucho siquiera por rechazarlo.
Pero hay en el enamoramiento una trampa terrible. Si la persona amada no comparte igual sentimiento, si el enamorado no es correspondido, le sucede en primer lugar que se equivoca respecto a quien ama. Ella, al no estar enamorada, no le es genuinamente transparente y él entonces cree ver lo que no existe, se imagina sentimientos, cualidades e intenciones que responden solamente a sus deseos. Interpreta equivocadamente sus miradas, sus palabras, sus gestos. Recibe mensajes que no estaban en la mente de quien él cree que se los envía. Y llega el momento en que no entiende, como le sucedía ahora a San Julián, para quien Florencia se había vuelto oscura e incomprensible.
Ocurre entonces que el enamorado empieza a parecer ridículo ante la persona que ama, porque seguirá mostrándose tal como es, sin los típicos ocultamientos que son los que nos hacen parecer personas razonables y normales. Le contará sus emociones y sentimientos hechos infantiles por su mismo amor, le hablará de sus debilidades, llorará ante ella y con ella sin inhibiciones, se mostrará en sus cualidades pero también en sus defectos, sin temor a ser juzgado porque se cree amado. Pero al ser visto en ese estado insólito por quien no está enamorado de él, no podrá evitar el juicio que espontáneamente el otro hará de él sin cubrirlo todo con amor. Lo más probable es que no será creído. ¡Que no se le crea!, cosa muy desgraciada porque nunca se ha mostrado ante nadie tan genuinamente como es, no habiendo tenido temor ni sentido distancia al hacerlo. Él se cree transparente ante quien, en cambio, no está en condiciones de ver por dentro porque mantiene la distancia. O si es creído será juzgado duramente. Es lo que sucedió a San Julián con Florencia cuando ésta, después de haber tenido su terrible y apasionada relación con Marcel, dejó de sentirse enamorada del profesor. Cuando éste le mostró su amor con completa transparencia y cándidamente le dijo cuánto la necesitaba, cómo la deseaba, Florencia vio su debilidad como debilidad, su niñez resultante del amor como infantilismo, sus carencias afectivas como inmadurez. Lo vio débil —como en verdad lo era en su enamoramiento— y lo miró hacia abajo.
Si Florencia no hubiera estado choqueada por la pasión que sentía por el poeta que la dominaba; si no hubiera estado resentida por ese sometimiento ante un hombre más fuerte que ella, probablemente hubiera sido más comprensiva. Tal vez su debilidad y transparencia infantil no le hubieran parecido debilidades, y en vez de ver allí la ocasión de vengarse de Marcel en la persona de Fernando, hubiera tratado de alejarlo de a poco, de hacerle ver con bondad y alguna ternura que debían terminar su relación porque no eran el uno para el otro, de explicarle que la emoción que había tenido aquellos días con él fue un sentimiento pasajero. Se hubiera puesto un poco como mamá del niño que le pedía amor con la confianza que da el creerse ya amado. De hecho, eso fue lo que Florencia había ensayado decirle a Fernando aquél día. Pero las cosas no ocurrieron así para desgracia de San Julián, y de la misma Florencia, que a pesar de todo aún lo amaba.
Sí. Enamorarse es lo más grande que pueda ocurrirle a un hombre o a una mujer en la vida, pero puede ser también una desgracia. Cuando el amor no es correspondido o cuando se experimenta la infidelidad de la persona amada, sobrevienen el vacío y la tristeza. El cristal transparente del alma se triza, y esa trizadura, por ser del alma misma, lo afecta en todo lo que es. El dolor de esa trizadura lo acompañará en cada acción que emprenda, en cada momento de la vida cotidiana. El alma de San Julián, como igualmente la de Florencia, se estaba trizando. ¿Qué podría hacer en tal caso? ¿Qué hace el enamorado que no es correspondido? Podrá pensar que hay muchas otras cosas importantes en la vida, sumergirse en su trabajo con renovada dedicación, consolarse haciendo obras buenas o simplemente pensando que lo que a él le sucede, después de todo, es mucho menos grave que tantos sufrimientos y dolores objetivos y tangibles que ocurren a su alrededor, o intentará evadirse buscando satisfacción y compañía en una o muchas otras mujeres u hombres que le llenen sus días y sus noches; pero nada de eso será suficiente para sanarlo porque lo que se ha trizado es su alma cuando esta se encontraba en estado transparente.
El tiempo. El tiempo y la vida podrán hacer su benefactora tarea e ir sumergiendo lentamente en el olvido todo aquello. Pero para esta trizadura del alma sólo hay una sanación verdadera, que sobrevendrá cuando de nuevo, en otras circunstancias, reciba otra vez la gracia de enamorarse y de volver a ser niño.
Ese feliz momento podrá llegar, siempre que el dolor de la anterior experiencia no lo hayan golpeado a tal punto que el temor a sufrir una nueva trizadura del alma le hayan hecho construir alrededor de su íntimo espejo interior una barrera infranqueable de defensas sutiles detrás de las cuales se esconda. En tal caso, la única posibilidad de amor y felicidad y sanación para esa alma está en las manos de Dios... o de una mujer o un hombre enamorado cuya transparencia clarivente —y parecida experiencia— le hayan permitido entrever lo que en ella sucede, y cuyo amor y bondad sean tan grandes como para ir lentamente, pacientemente, insistentemente (a pesar de todos los rechazos y ganas de mandarla al diablo que le provocarán inevitablemente tantos argumentos, temores, culpabilidades, dudas, vacilaciones, retiradas, razones, sinrazones y todo ese arsenal de sutiles defensas que levanta inconscientemente el que teme sufrir de nuevo por amor), desmontando con ternura y cuidado, una a una, cada barrera, hasta llegar tiernamente a la herida y cubrirla de besos y emocionadas lágrimas.
Luis Razeto
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