XIV.
Después de las caricias de San Julián en el estudio, la excitación de Florencia no la dejaba concentrarse en las extensas y cada vez más complejas explicaciones del profesor sobre la evolución de la física contemporánea después de Einstein. Tampoco en sus clases lograba concentrarse: allí sus fantasías se tornaban cada vez más atrevidas. Se imaginaba que había establecido con el profesor una estable y deliciosa relación amorosa. Lo acompañaba en un largo viaje por Europa donde San Julián dictaba conferencias de gran éxito en las mejores universidades del viejo continente y donde ella, como una reina, compartía los honores y fiestas de que el profesor era objeto en los más refinados ambientes, y después de las cuales recorrían enamorados Les Champs Elysèes, o atravesaban en románticas góndolas los canales de Venecia, o apreciaban las maravillas del Renacimiento en Florencia, o eran recibidos en Londres por la realeza en pleno, para terminar siempre experimentando nuevas y audaces sensaciones eróticas en fantasiosos hoteles de magnífico lujo.
Marcel fue desapareciendo lentamente del horizonte de su conciencia tal como había desaparecido físicamente de Santiago. En efecto el poeta había partido en un viaje al altiplano nortino, junto a un grupo de jóvenes que habían terminado hacía varios meses los estudios de antropología y que no sabían qué hacer con su recién ganado título profesional. Los había conocido casualmente en extrañas circunstancias, en una sesión esotérica a la que fue invitado por un rudimentario volante de papel que arrastró por el suelo a puntapiés varios metros antes de decidirse a recogerlo.
Marcel percibió en ese grupo la ocasión de inéditas y excitantes aventuras, especialmente después de acostarse en un hotelucho de tercera categoría con la mujer que parecía liderarlos, y que tenía la gracia adicional de proveerlos generosamente con una droga de alta pureza proveniente, según decía, de secretas comunidades indígenas de la Amazonía que había conocido en un viaje anterior.
Así fue como Florencia se vio liberada por varias semanas del asedio de Marcel. Ella, inconscientemente, fue transfiriendo toda la carga erótica acumulada en sus relaciones con el poeta, a las audaces fantasías que su imaginación desbordante le hacía vivir en ensueños con el profesor San Julián.
Fernando no le había hecho ningún comentario sobre la ambientación del estudio, que el profesor finalmente se había decidido por dejar tal como Florencia lo había dispuesto. Ni siquiera había mencionado los pequeños regalos que ella cariñosamente le había dejado. Pero un gesto expresivo que hizo la primera vez que volvió a encontrarlo en ese lugar, fue suficiente para que ella comprendiera que los cambios le habían agradado. En esa misma ocasión San Julián se dio cuenta de un importantísimo detalle inesperado: Florencia se sentaba ahora no frente a él al otro lado del escritorio sino a un costado, desde donde le dejaba ver generosamente sus hermosas piernas doradas.
Desde ese momento a San Julián empezó a costarle un esfuerzo especial concentrarse en la investigación. A menudo se sorprendía mirando esa silla vacía, mientras en su mente afloraba un lejano recuerdo de infancia. Era un niño de diez o doce años vestido con unos sucios pantalones cortos que su madre no logró que se cambiara en todas las vacaciones. Le gustaba sentir en sus piernas la vellosa piel de los caballos cuando recorría junto a su padre todos los rincones de la hacienda. Pero lo que mejor recordaba eran las piernas de Alejandra, una pequeña vecina de su edad que a menudo iba por las tardes a jugar en el columpio que don Jovino, su padre, había hecho colgar de la rama de un altísimo nogal.
Aquél lejano verano el pequeño Fernando se había vuelto extremadamente silencioso y tímido. Sentía sensaciones extrañas que no podía comprender. En su cuerpo se gestaban energías completamente nuevas, mientras su mente se retraía y divagaba por confusos senderos como buscando algo que llenara una especie de vacío que se le había instalado en el alma. Todo ese caluroso verano fue para el pequeño Fernando un divagar sin sentido y sin objeto, hasta que un día sus pensamientos y fantasías encontraron algo muy concreto en qué detenerse: se fijaron, en efecto, en las piernas de Alejandra, que subían y bajaban en rítmico vaivén sobre el columpio, en un movimiento que le parecía extrañamente suave y enérgico a la vez, y que le hacía levantar en cada vuelta su vestido de niña dejándole ver unos bien contorneados muslos que se tensaban y relajaban rítmicamente. Fueron esas piernas las primeras imágenes en que se fijó el despertar de la pubertad de Fernando. Éste la observaba de lejos y, con la sensación de que estaba haciendo algo prohibido, no osaba acercarse.
Sentado ante su escritorio y mirando la silla que había ocupado Florencia, San Julián recordaba cómo se las había ingeniado para esconderse detrás de unos matorrales, tendido sobre el pasto, desde donde apreciaba durante horas a través de las ramas el juego inocente de Alejandra, el movimiento de esas piernas femeninas que habían hecho despertar sus sentidos.
Dicen los psicólogos que las sensaciones eróticas primarias de la infancia tienen un impacto tan grande sobre la sensibilidad sexual de los adolescentes, que a menudo se produce una verdadera fijación fetichista en aquello que fuera capaz de provocar el primer despertar de los sentidos. ¿Estarían, pues, aquellas piernas todavía infantiles de Alejandra, al origen de las turbaciones que a Fernando San Julián le provocaron las piernas de Florencia cuando cabalgó a su lado en la hacienda del sur, y luego cuando la sacó del arroyo y se atrevió a acariciarlas al dejarla tendida sobre el pasto, y después cuando el primer día de clases se sentó en la primera fila y él luchaba por despegar la mirada de sus piernas doradas, y hacía unos minutos, cuando ella escuchaba sus explicaciones con las piernas que se cruzaban y extendían en un movimiento constante que surtía en él efectos hipnóticos?
Lo cierto es que a San Julián le costaba cada vez más esfuerzo de su voluntad sacar de su mente las piernas, los ojos, el cuerpo ondulante de Florencia. ¡Dios mío! ¡Qué me está sucediendo! ¿Por qué esta turbación que amenaza la tranquilidad de mi cuerpo y altera el equilibrio de mi espíritu? ¿Cómo es posible que me esté dejando llevar por sensaciones absurdas e imposibles, absolutamente incompatibles con una correcta relación entre un profesor y una estudiante generosa y dedicada?
No habían vuelto a tocarse desde aquella vez que Fernando había acariciado el cuello, los hombros y los brazos de Florencia. Se acariciaban mutuamente, sin embargo, con la mirada, en una relación ambigua donde se mezclaban la inocencia de un afecto que creaba entre ellos un delicioso vínculo sentimental, con la turbiedad del deseo sensual contenido. Una relación que no se expresaba tampoco en palabras, que reservaban para enunciar preguntas y explicaciones científicas, matizadas de vez en cuando con frases ingeniosas y alegres que eran portadoras de impresiones superficiales, sentimientos fugaces e ideas banales.
En cada uno crecía interiormente la atracción por el otro, una atracción inquietante de la que eran mutuamente conscientes. Intuían que llegaría algún día el momento en que aquello que sucedía en cada uno y que lo empujaba hacia el otro con creciente intensidad, dejaría de ser sólo ese secreto que hubieran querido pero que no se atrevían a compartir. Un secreto que ambos conocían cada uno por su cuenta, que sabían que el otro también poseía, pero que no se atrevían a enunciar. Así se estableció entre ellos una íntima complicidad: la de saber que eran el uno para el otro mucho más de lo que se atrevían a decirse pero que no dudaban fuera cierto y tangible.
Yo sé que me miras las piernas, y aunque te esfuerzas por disimularlo paseando tu vista por sobre ellas como si estuvieras distraído pensando en las pautas probabilísticas, sé que te gustan y que te ves obligado a tragar la saliva que se junta en tu boca, y sé que aunque te esfuerzas no puedes dejar de mirarlas porque estás fascinado, pensaba y le decía Florencia sin palabras. Yo sé que tú sabes que paseo disimuladamente mi vista por tus piernas, y eso te gusta, y que las extiendes adelante como si estuvieras simplemente cansada de tenerlas recogidas, pero lo haces para que las pueda apreciar en toda su belleza sensual de la que eres perfectamente consciente, pensaba y respondía interiormente San Julián.
Ella: Tú miras mis ojos azules y descansas tu vista en ellos como si miraras el mar infinito, pero sabes que ese mar aparentemente tranquilo esconde fuerzas que pueden desatarse incontenibles, y que tras esa aparente paz de tus ojos se esconde y asoma una fuerte inquietud. Él: Tú sabes que mis ojos se intranquilizan con el azul infinito de los tuyos, y tú también te inquietas por dentro y te estremeces cuando te miro profundo y descubro lo que escondes en ti. Y sé que persigues conquistarme aún más fuertemente batiendo coqueta tus largas y hermosas pestañas, y sé que sabes que lo sé, aunque pestañeas como queriendo decir que estás sorprendida por los misterios de la materia develados por la ciencia moderna.
Ella: ¡Cuándo volverás a tocarme con tus manos varoniles! ¿Te habrás dado cuenta que cuando lo hiciste esa vez la piel de mi cuello y mis hombros y brazos sintieron inmenso placer?. Él: ¿Qué dirías y qué pasaría si en este momento caminara hacia la ventana y me volviera detrás tuyo y mis manos acariciaran largamente tu cuello y tus hombros y luego se deslizaran por delante hasta tus pechos de niña?
Pero nada de eso sucedía en la realidad y Florencia, en su juvenil impaciencia, empezó a pensar que era el caso de tomar la iniciativa, porque el profesor, tímido o culposo, lo que fuera, no se atrevería a hacer nada más. Así fue que Florencia despertó un día con la convicción de que era el instante preciso para invadir la vida de su profesor por todo el tiempo que ella quisiera. Ya no le cabía duda que Fernando gustaba de ella aunque tratara de disimularlo. Lo había descubierto. Era pues el caso de pensar algo que hiciera a San Julián actuar del modo que ella deseaba.
Su mente se aclaró como la luna mientras miraba en el kiosco las revistas y diarios del día. Una fotografía mostraba el momento en que un esbelto y tenso caballo cruzaba la meta y conquistaba el premio del clásico de Santiago que se había disputado en el Club Hípico. Sí, decididamente, debía encontrar a San Julián en un lugar completamente distinto a la universidad para que él pudiera dejar ya de comportarse como un responsable profesor ante una alumna aplicada. ¡San Julián debía invitarla a las carreras como una vez se lo había prometido! No en vano se había ella esmerado en encontrar ese cuadro que ahora colgaba en el estudio de Fernando, con esos briosos corceles retozando en la agreste llanura. Ahí tenía el pretexto también para retomar el asunto.
Estaba segura de conseguir su propósito. Era martes y le tocaba clase con el profesor. Miró su reloj y vio que tenía tiempo suficiente. Dejó de mirar las revistas y volvió al departamento. Se puso un vestido negro ajustado en la parte superior y hasta la cintura, y que caía con fluidez y un pequeño vuelo en la parte inferior hasta cubrir sus rodillas. Repasó su rostro con algo de rubor y delineó sus labios con un suave tono rosa, todo ello guiado por la idea de aparecer menos niña y más mujer ante los ojos de Fernando San Julián. A las 8:30 horas se encontraba instalada en la primera fila de asientos, como una reina.
Terminada la clase y una vez que estuvieron en el estudio del profesor le preguntó si quería servirse un café. Mientras lo preparaba hizo un comentario al pasar sobre el cuadro que había puesto en la pared.
— ¿No le parecen fantásticos esos caballos, profesor?
— Me parecen muy hermosos. La persona que tomó la fotografía debe haber sido un amante de estos animales. Logró captar magistralmente la fuerza contenida en sus músculos y la sensualidad de sus movimientos.
— ¡Sí! —Acotó Florencia entusiasmada— ¡Fíjese como este potro azabache parece agitado y golpea con la pata izquierda la tierra, mientras con la cabeza sobre el cuello de la yegua blanca la atrae hacia sí como queriendo decirle "eres mía aunque te resistas".
Ante esta descripción San Julián no pudo dejar de levantar sus cejas y mirar con curiosidad a Florencia. La verdad es que ella había captado exactamente la escena. Una vez más lo sorprendía gratamente.
— Tienes razón —comentó el profesor. —Estos caballos representan admirablemente toda la voluptuosidad de la naturaleza animal.
— Sí, es evidente. ¿Pero no cree que hay algo más en ellos? ¿No siente también la fuerza, el ímpetu, el fuego que hay en estos caballos? —Volvió a preguntar Florencia.
— Bueno...Eso es como tú los ves... —Empezó a responder San Julián, que no estaba esta vez tan convencido de la afirmación de la alumna.
Pero Florencia había dicho eso con muy precisa intención, de manera que agregó inmediatamente sin dejar al profesor que terminara su frase.
— Profesor, ¿dónde es que uno puede ver lo que acabo de decir con respecto a estos bellos animales? Piense Fernando ¿dónde los corceles corren como el viento y ponen toda su fuerza, su fuego y su ímpetu por ser los mejores? ¿Dónde, profesor?
— En una carrera, por cierto. —Respondió San Julián sorprendido por el entusiasmo juvenil que Florencia ponía en sus palabras.
— ¡Eso es! ¡Seguro! —Agregó ella. ¡Me encantaría presenciar una carrera así, donde debe ganar el mejor!.
— ¿De verdad te gustaría, Florencia, ir a una carrera?
— ¡Por supuesto que sí! —Y agregó tomándole la mano como pidiéndole un favor muy sentido— ¿Me llevaría usted, Fernando? ¿Por qué no vamos este fin de semana? ¡Será divertido estar allí con tantos apostadores que sueñan con hacerse ricos, mientras nosotros estaremos apreciando los mejores caballos en el momento en que despliegan todas sus fuerzas para ganar! ¡Usted me lo prometió una vez ¿recuerda?
— Me parece una muy buena idea. —Respondió el profesor, que había perdido cualquier capacidad que en otros momentos tuviera para contener a Florencia y sus propios deseos de estar con ella. Pero como no podía reconocer esto último añadió inmediatamente: —Después de todo, yo también necesito distraerme un poco. He estado últimamente muy concentrado en la investigación y a veces es bueno hacer algo diferente.
—Sí — exclamó Florencia—, usted necesita y merece descansar.
Y también quieres estar conmigo en otro lugar. Esto último lo pensó pero no lo dijo para no dañar lo que había conseguido.
— ¿Qué te parece si nos encontramos este domingo a las dos de la tarde en el Club Hípico? Te esperaré en la entrada principal. ¿Qué opinas?
— ¡Fantástico! profesor. Ahí estaré sin falta.
Esa semana Florencia no volvió a encontrar al profesor, aunque tuvo más ganas que nunca de hacerlo. Temía que si volvían a verse él pudiera repensarlo y cambiar de opinión. No quería darle ocasión de que desistiera de la invitación que le había hecho. Logró resistir al deseo de verlo y ocupó su imaginación en preparar los más audaces acercamientos a su querido profesor en el Club Hípico... y después, cuando las carreras terminaran.
San Julián por su parte no dejó de extrañarse de que Florencia no volviera a escuchar sus lecciones privadas de física contemporánea; pero se consolaba pensando que habría de verla el domingo. Ni por un momento pensó en cambiar de opinión, al contrario, la espera no hizo más que acentuar sus deseos de verla.
Luis Razeto
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