V. El teléfono la despertó de sobresalto.

V.

 

El teléfono la despertó de sobresalto. El sol del mediodía se filtraba por la ventana invitando a la vida, pero Florencia hubiera preferido continuar todavía algunas horas en su sueño. No tenía idea de lo que haría ese sábado aparte de dormir, estudiar un par de horas y tal vez ir al cine en la tarde. Reconoció inmediatamente la voz profunda y algo cavernosa que le hablaba desde el auricular:

— ¡Arriba, flojonaza! El sol está en lo alto y la vida continúa.

— ¡Oh no! ¡Tú otra vez!

— No te librarás de mí tan fácilmente. ¡Vamos! Arriba, mujer. O si quieres, puedes esperarme en la cama. Pasaré pronto por ahí para llevarte a almorzar; después de todo, no tienes que ir hoy a la universidad.

— No tengo que ir, pero sí debo estudiar.

— ¡Pamplinas! Supongo que tienes que comer también. Si quieres podemos almorzar en tu departamento. ¿Qué te parece?

— ¡Ah! Marcel, eres muy simpático, ¿pero es que nunca te das por vencido?

— Por supuesto que no.

— Está bien; pero tú cocinas ¿de acuerdo?

— Ya veras qué buen cocinero soy. Después no desearás que nadie más cocine para ti. Estaré ahí en media hora. Y no tienes por qué levantarte. Lo mejor que puedes hacer es seguir durmiendo y soñando conmigo, que yo te despertaré suavemente...

— ¡Ni lo pienses! Y ponte inmediatamente a pensar qué vas a cocinar, porque estaré lista para que bajemos a comprar lo necesario.

Temiendo que Marcel adelantara su llegada se metió rápidamente a la ducha. Se vistió a la carrera con sus jeans preferidos, una blusa escocesa y zapatillas deportivas; pero después tuvo tiempo para cubrir cuidadosamente todas las huellas que hubieran podido quedar en su cara y en sus manos de la reciente trasnochada, porque su amigo tardó en llegar bastante más de lo que había dicho.

Cuando ya pasaba una hora desde que hablaron volvió a sonar el teléfono. Levantó el auricular dispuesta a echarle en cara el atraso, pero no alcanzó a hacerlo porque antes de llegar con el auricular al oído oyó la voz de Fedora que le preguntaba ansiosamente:

— ¿Estás sola?

— ¿Por qué no habría de estarlo? —replicó como extrañada.

— Porque conozco al hombre con que anoche desapareciste en la mitad de la fiesta. ¿Verdad que estás sola?

— Por supuesto. ¿Qué te crees que soy? ¿O piensas que duermo con el primero que se me pone delante? —respondió molesta.

— Perdona, Florencia. Es que me quedé preocupada, porque habíamos quedado en que te llevaría a tu departamento y no apareciste.

— Está bien, no te preocupes. Me trajo Marcel en su motocicleta. Pero por cierto que no lo dejé entrar a mi departamento. ¿Por qué me dijiste que este hombre es peligroso? A mí me pareció completamente inofensivo...

— Pero no lo es. Ayer vi como te miraba...con una mirada que conozco... ¡Ten cuidado con él, te lo vuelvo a decir! En todo caso, me alegro mucho de que estés bien. ¿Quieres que te pase a buscar en la tarde? Podríamos ir al cine, dan una buena película en el Rex.

— No, gracias, Fedora. Hoy he pensado quedarme tranquila en la casa porque tengo mucho que estudiar.

Florencia no consideraba que explicaciones como esa significaran mentirle a una amiga; o tal vez simplemente no se preocupaba de que sus palabras correspondieran a los hechos. Lo importante era dar explicaciones convincentes y atenerse luego a ellas para no ser sorprendida. Agregó en un tono de voz que quería ser despreocupado:

—Después me dirás todo lo que tengas que hacerme saber sobre nuestro amiguito. La verdad es que él no me interesa, pero lograste despertar mi curiosidad con tus advertencias.

Temiendo que en cualquier momento apareciera Marcel, Florencia dio por terminada la conversación. Justo en el momento de colgar el teléfono sintió tres decididos golpes en la puerta.


 

Marcel Rovira se lució como cocinero de spaguetti ese día. Florencia lo observó divertida circular por toda la casa haciendo gala de un encanto especial, tarareando con entonación irregular una y otra melodía. No había imaginado que podría ser tan alegre de día, después de haberlo conocido más bien ensimismado y agresivo la noche anterior.

— ¿Siempre actúas así con los desconocidos?

— No, no siempre. Sólo cuando el desconocido es una mujer, y ella es muy linda y seductora como...

— ¿Como yo? —concluyó Florencia lanzando una carcajada.

En ese momento Marcel la tomó de los hombros y atrayéndola con fuerza la besó apasionadamente. Este beso sorpresivo la hizo temblar. Pero después de unos momentos de sentir sus labios y su lengua entre los suyos, cuando él empezó a desplazar sus manos hacia partes más íntimas, Florencia se desprendió de sus brazos con un ágil movimiento que lo pilló desprevenido.

Esa tarde se hizo corta para ambos. Rieron y conversaron amenamente. En un momento Marcel se tendió en la cama y la invitó a descansar a su lado, pero falló en su intento. Una cosa que quedó claro para ambos fue que Florencia no estaba dispuesta a ser seducida tan fácilmente por este personaje arrollador que se asomaba en su vida. En todo caso Marcel no se fue con las manos totalmente vacías: acordaron ir a bailar el próximo fin de semana al Perico Azul, un lugar en el barrio Bellavista que le aseguró era lo más exótico y entretenido y muy buena onda.

Antes de irse Marcel tomó el teléfono e hizo una llamada con voz tan baja que Florencia —que lo observaba de reojo— no supo adónde ni a quién. Ella se quedó pensando que el poeta era de aquellos hombres que pueden llevarte al paraíso y hacerte sentir una reina, pero también sumergirte de pronto en la más terrible depresión por causa de su volubilidad. Debo cuidar que no invada mi vida y la pueda destruir como un mercenario. No señor, no lo permitiré. Tendré que hablar con Fedora para que me explique por qué debo cuidarme de este hombre tan simpático que me gusta tanto.


 

La semana siguiente Marcel llamó todos los días a Florencia, siempre de noche aunque a distintas horas, con excepción del viernes en que ella se quedó esperando hasta tarde que llegara o que llamara y aún hasta más tarde tratando de imaginarse dónde y con quien estaría. Le costó dormirse, lo que no era habitual en Florencia que nunca tenía problemas con el sueño; al contrario, en diversas ocasiones hubiera querido ser capaz de resistir más firmemente a los ataques de Morfeo. Marcel pasó a buscarla el sábado en su motocicleta para ir a cenar y luego a divertirse al salón de baile del Perico Azul. Era un lugar entretenido e inquietante a la vez.

En su fachada pendía un enorme letrero luminoso con la figura de un papagayo azul que se apagaba y encendía al ritmo de la música. Marcel pagó las entradas y se dirigieron a una mesa situada en un altillo al que los condujo un mozo. El lugar, brumoso por el abundante humo de los cigarrillos, estaba tenuemente iluminado por luces azules en perpetuo movimiento. Un salón contiguo era la pista de baile. De los amplificadores brotaban las notas de una música cadenciosa y contagiosa que calentaba la sangre e incitaba a bailar. Al centro de cada salón pendía una enorme bola hecha de diminutos espejos que giraban reflejando haces de luz en las paredes. Pequeñas mesas y sillas negras hacían juego con el tono nocturno del ambiente. Algunos papagayos de cerámica colgaban en varios rincones entre exuberantes plantas ornamentales de papel. Un bar de madera antiguo y bien cuidado completaba el lugar. Parejas de jóvenes conversaban animadamente mientras bebían algún trago especialidad del lugar. Otras bailaban entusiastamente al ritmo de la salsa y el merengue. En un costado de la primera sala ocupando varias mesas se encontraba un grupo de jóvenes enteramente vestidos de negro, chaquetas de cuero, gruesos bototos y cabelleras cortadas a la manera de los punks europeos.

Mientras bailaban una sensual melodía interpretada por Juan Luis Guerra, Florencia sintió deseos de besar a Marcel. La respuesta de éste no se hizo esperar demasiado. Le susurró al oído:

— Siento la humedad de tus piernas en las mías y la redondez de tus pechos...

— Lo sé —dijo Florencia—, pero esto es sólo un juego y nada más, querido.

— Vamos, cariñito. Sé que me deseas tanto como yo a ti, así que ¿por qué no simplificas las cosas y cedes un poquito ya?

En ese momento Florencia se acordó de San Julián. Le hubiera gustado escuchar esas mismas palabras del profesor: si él se lo pidiera no titubearía un momento. Pero eran palabras impensables en boca de ese hombre tan diferente a Marcel.

Tuvo entonces la sensación de que le gustaban los dos. Uno por su inteligencia, serenidad y dominio de sí mismo, por su ternura y también por su edad y figura varonil. Era todo un desafío provocar a San Julián y sería fantástico tenerlo a sus pies cuando quisiera. En cambio Marcel era el ímpetu mismo, la seducción y sensualidad personificadas. Esto no representaba un desafío para Florencia, pero le agradaba enormemente su exquisita forma de besar y estaba segura de que sería un buen amante. Debía asegurarse de no ser arrastrada al torbellino que era éste. Presentía que de allí no saldría tan victoriosa y eso no le agradaba, a ella que quería ser reina. No era pues el caso de mostrar debilidad.

El resto de la noche transcurrió al ritmo frenético de la música.


 

Ya a solas en su departamento se recostó. La cama y una buena ducha son los mejores inventos del hombre para recuperarse del desfallecimiento. Su mente empezó a vagar por diferentes etapas de su vida.

Florencia era hija única de padres jóvenes que de chica, mientras ellos estuvieron enamorados, la mimaron y consintieron en todos sus pequeños caprichos dándole también mucho cariño; pero luego, cuando llegó a la adolescencia y ellos empezaron a tener conflictos cotidianos por pequeñas cosas relacionadas casi siempre con los gastos y la repartición de los quehaceres domésticos, o con diferencias de opinión sobre personas o sobre hechos que en realidad poco tenían que ver con sus vidas, la fueron dejando sola, preocupados solamente de que no le faltara nada material, de que se viera bien y de que hiciera buen papel en las relaciones sociales. La verdad es que nunca le dieron una formación personal, nunca le transmitieron valores.

Florencia no recordaba haber tenido con sus padres ninguna conversación importante, fuera de recibir de ellos innumerables opiniones sobre cómo debía vestirse en tal o cual ocasión, sobre cómo debía cuidarse de los hombres y de los peligros de la calle, sobre cómo debía aspirar a ser una profesional de éxito para no tener que sufrir ninguna sumisión en la vida, sobre cómo debía relacionarse con sus pololos, sobre los métodos anticonceptivos que debía utilizar si sentía que se estaba dejando llevar por el deseo. Eran siempre ideas liberales, que a ella le parecían obviedades, hasta que un día tuvo la impresión de que sus padres no estaban interesados tanto en que ella fuera feliz como en que no les creara problemas ni los hiciera hacer un mal papel o pasar un mal rato o darles alguna preocupación. Estaban de verdad interesados en que ella tuviera éxito en la vida; pero ¿por qué tenía la sensación de que ese éxito se lo deseaban no tanto por ella misma sino porque revertiría sobre ellos, que por sí mismos no lo habían logrado al nivel en que lo deseaban y todavía perseguían afanosamente?

"Son opiniones, no consejos", le decían como queriendo justificarse por hablarles desde el rol de padres. En la mayor parte de los casos se trataba simplemente de que hablaban delante de ella sabiendo que Florencia escucharía, pero sin hablarle directamente a ella ni esperar su opinión o respuesta sobre el asunto de que se tratara.

Vino a su mente la primera vez que se sintió atraída por alguien del sexo opuesto. Tenía trece años y cursaba el Octavo Básico en el liceo de Valdivia. Con algunas compañeras de curso se entretenían escribiendo papelitos con mensajes que dejaban escondidos en los bancos de los niños de cursos superiores. A ella le gustaba José, un muchacho alto y apuesto, seleccionado del equipo de básquetbol del liceo. Es lindo, era lo que se decía a sí misma; pero no se sentía enamorada de él. Ella también practicaba ese deporte e integraba el equipo femenino de enseñanza básica. A menudo se encontraban practicando en la misma cancha. Había obligado a su padre a comprarle un balón: así se aseguraba el modo de verlo continuamente. El romance nunca se concretó: eran tan tímidos que jamás se atrevieron a pololear, aún intuyendo ambos que se gustaban. La atracción duró poco tiempo, ya que al terminar el año sus padres decidieron cambiarla a un colegio particular. Un año después se enteró de que él estaba pololeando con una de sus antiguas compañeras de curso. Fue entonces que se prometió a sí misma nunca más quedarse sin concretar sus deseos por timidez o falta de iniciativa. Desde entonces se esforzó por adquirir desenvoltura en sus relaciones con varones.

Recordó su primer beso. Fue una tarde en la capilla del colegio. El muchacho era de familia alemana, rubio y demasiado pálido para su gusto, pero lo bastante ‘lindo’ como para decidirse a satisfacer con él aquella curiosidad que tenía de experimentar la sensación de apretar entre los suyos los labios de un muchacho.


 

El recuerdo de ese primer beso llevó a Florencia a sentirse confundida respecto a sus sentimientos. Marcel Rovira... Fernando San Julián... Un poeta y un científico... Un joven impetuoso y agresivo y un hombre mayor respetuoso y tierno… Uno que vaga por el mundo sin destino y otro que se ha construido un mundo donde es admirado y envidiado por muchos... Uno con quien salía y había ya entablado una relación erótica, el otro por el que sólo sentía un deseo profundo de conquistarlo, sin saber aún si lo lograría. Los dos eran mayores que ella, pero uno bastante más que el otro. Había leído alguna vez que cuando las niñas han sido descuidadas por su padre o lo han sentido ausente, después se sienten atraídas por un hombre mayor. Y que las mujeres inseguras buscan el amor en alguien que en cierto modo reemplace a la figura paterna. Quizá sea cierto, pensó.

Marcel Rovira no era precisamente de esos hombres que se caracterizan por ser románticos y atentos con las mujeres; pero había algo en su personalidad que lo hacía irresistible. No era de los que se esforzaban mucho por hacerse simpáticos; pero caía bien en muchas partes. Florencia pensaba que tal vez todo radicaba en sus cualidades histriónicas, en el hecho de ser poeta, conocedor de muchos lugares y personas, especialmente mujeres. Le agradaba que siempre estuviera tarareando o silbando alguna canción, o cantándola con esa su voz ronca entonada que lo hacía único. Era divertido escucharlo. Pero más que todo esto, Florencia sentía por él una atracción diferente, que no había sentido nunca antes por ningún hombre. Una atracción tan fuerte que la hacía temer y negarla ante él. Pero nunca tuvo fuerzas para resistir una invitación suya a salir al cine o a bailar o a caminar por el parque, y a besarse, a besarse siempre, a besarse apasionadamente.

Marcel era sensual y provocador. Con sus penetrantes ojos negros lo insinuaba todo, aunque no se limitaba tampoco en decirlo con palabras tan directas que a menudo llegaban a ser soeces. Florencia llegó a pensar que era un niño grande, caprichoso, que aún no maduraba y que era eso lo que marcaba la diferencia con San Julián.

Sentía que debía tomar una decisión. ¿Pero cómo decidirse entre dos personas tan distintas que no se pueden comparar? Por otro lado ¿cómo relacionarse con dos hombres sin que ésto le trajera confusión y dificultades obvias?

Cada vez que sonaba el teléfono y al otro lado estaba Marcel preguntándole si quería salir, aceptaba de inmediato aunque tuviera lecciones muy importantes que estudiar. Pero asomaba cada vez más intensamente la necesidad de estar cerca de San Julián, del cual —llegó a preguntarse— ¿acaso estaría enamorada?

No tenía respuestas para eso. Esto ya es complicado: pero no hay que perder la calma. Mañana será otro día. Ya veré lo que hago. Estaba cansada. Sintió el ruido sordo que llegaba de la calle, cerró suavemente los ojos y se quedó dormida.

 

Luis Razeto

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