XXIX.
El miércoles temprano en la mañana comenzaron las malas noticias para Fernando San Julián. Informante de la primera de ellas fue su esposa, que no había querido comunicársela inmediatamente a su arribo, interesada como estaba en que él le contara algo de su viaje y de indagar otras cosas que la inquietaban. El le proporcionó minuciosos detalles del Congreso al que había asistido, las personalidades científicas que llegó a conocer, el ambiente reinante en el evento. Por cierto, no era éso lo que le interesaba conocer a Roberta, que trató con poco éxito de desviar la conversación con preguntas sobre el hotel donde había estado, los lugares que había visitado, los restaurantes donde había cenado, los espectáculos a que tal vez habría asistido. Con todo aquello intentaba obtener alguna indicación aunque fuera leve, que le permitiera despejar la sospecha que se había apoderado de su mente cuando su marido abordó el avión al partir.
Lo que creía haber visto en ese instante, la imagen de la hermosa joven tomándolo del brazo en el momento en que entraba al avión y los perdió de vista, no abandonó su mente durante esos largos treinta y dos días. Las dudas que había incubado las semanas anteriores a su partida se habían transformado en sospechas; sospechas que no quería reconocer que las tenía pero que no las podía evitar. Ella nunca había sido celosa con él, que tampoco le daba motivos para serlo. Por eso había despejado rápidamente las inquietudes que tuvo por los cambios que notó ultimamente en sus hábitos de comportamiento, atribuyéndolos a una curiosa pero explicable reactivación de su antiguo fanatismo por la hípica, acompañada de una aún más comprensible exacerbación de su pasión por la ciencia. Las más frecuentes idas al Club Hípico en las últimas semanas y sobre todo aquella excéntrica idea de adquirir un fina sangre, por un lado, y la invitación que recibió para el Congreso de Física, por el otro, eran suficientes para explicar sus llegadas de noche y su acrecentada introversión y actitud taciturna. Pero nada de eso era muy compatible con los dos nuevos hechos: aquella muchacha hermosísima, y la increíblemente prolongada permanencia en Europa. Ahora le costaba sacarse de la cabeza la idea de que podría haberse enredado en alguna relación amorosa.
Además de su excesiva renuencia a hablarle de los aspectos turísticos y placenteros que seguramente tuvo en el viaje y especialmente del período pasado en Italia, dos de sus preguntas habían casi convertido sus dudas en certeza.
— ¿Fuiste a las carreras de caballos?
— No, ¿por qué me lo preguntas?
— Por nada. Simplemente pensé que no dejarías pasar la ocasión de hacerlo, sobre todo ahora que estás más interesado que nunca en la hípica.
— La verdad es que no se me ocurrió, estuve ocupado todo el tiempo.
Ella no insistió en el tema porque habría tenido que darle la noticia y prefería continuar su cuidadosa indagación. ¿Qué podría tenerlo tan ocupado todos los fines de semana? La otra pregunta fue aún más contundente:
— Querido ¿cómo lograste hacer durar tanto el dinero que llevabas, que no era demasiado?
Notó que San Julián se turbó y sonrojó al responder evasivamente:
— No, me alcanzó bien.
Pero después agregó cauteloso:
— La verdad es que debí incurrir en unas pequeñas deudas en una tarjeta de crédito que me ofrecieron antes de partir.
Esa respuesta había inquietado a Roberta por razones estrictamente financieras: ella sabía que San Julián no tenía una clara noción del dinero. Y sabía que una tarjeta de crédito en dólares puede ser por un monto ilimitado. Pero tampoco insistió en el asunto pensando que a fin de mes tendría en sus manos la temida cartola con toda la información detallada. Fernando no había pensado en ello; había dado instrucciones en el banco de que acreditaran la deuda directamente en su cuenta corriente creyendo que eso era suficiente.
Durante el desayuno del miércoles Roberta le contó lo que había sucedido con el caballo. Una caída, un lamentable accidente durante una carrera, le quebró una pata e hirió gravemente en un ojo. Lo habían ido a buscar a la casa para informarle. El caballo se puso mal, y el preparador decía que debían sacrificarlo. Ella lo fue a ver y dio la autorización para hacerlo, no pudiendo consultarlo por no tener el teléfono del hotel donde se alojaba.
— Qué terrible, qué mala noticia —comentó Fernando pensando en lo triste que se pondría Florencia cuando se lo dijera.
Su esposa hizo referencia a la grave pérdida financiera y no perdió la ocasión de decirle que ella le había advertido que era una inversión insegura y demasiado arriesgada. Fernando no hizo ningún otro comentario y se levantó de la mesa anunciando que debía apresurarse para ir a la Facultad.
Allí lo esperaba la segunda muy mala noticia del día. Llegando a la Facultad se fue directamente a su estudio, vio que todo estaba tal como lo había dejado y fue a hablar con Cecilia, su fiel secretaria, para que le informara de lo que hubiera ocurrido en su ausencia. En su lugar encontró a otra secretaria, una mujer bastante atractiva que no había visto nunca antes y que lo recibió con fría indiferencia. Le preguntó por Cecilia y así se informó que ya no estaba trabajando en la Facultad. Sin preguntar nada más le indicó a la nueva secretaria que quería hablar con el Decano Fuenzalida.
— Le pediré al señor Decano una entrevista para usted y le informaré oportunamente —fue la fría respuesta que obtuvo.
Volvió a su estudio. Buscó diversos papeles y encendió el computador con la idea de empezar a trabajar; pero, inquieto por lo que estaba percibiendo que ocurrió en su ausencia, decidió ir a hablar con su amigo el profesor Barheimner.
Este se alegró al verlo y lo acogió amablemente, pero luego de un breve intercambio de noticias sobre sus respectivos estados de salud, le dijo con voz que denotaba real preocupación:
— No sé si te lo habrán informado oficialmente, Fernando, pero yo como amigo no puedo dejar de decírtelo inmediatamente: el Decano Fuenzalida ha iniciado un sumario administrativo en tu contra.
— ¿Y con qué motivo?
— Por abandono de deberes.
— La verdad es que no he sido muy responsable al partir de viaje, pero tomé importantes contactos en el Congreso y durante mi estadía en Europa, lo que beneficiará a nuestra Facultad —acotó San Julián con tranquilidad. —Haré un informe detallado y supongo que será bien considerado.
— ¡Ay! querido Fernando, me temo que no. Lamentablemente Fuenzalida está enfurecido contigo. Ha dicho que partiste al Congreso sin autorización, más aún, con su expresa indicación de que eras aquí necesario. Dice que cuatro semanas de ausencia son demasiado, y que tu participación en el Congreso fue una actividad completamente privada, que no es oficial ni interesa a la Facultad. Además, en la comisión encargada del sumario administrativo nombró al grupito de profesores que lo acompañó en su campaña al decanato, sus fieles seguidores. El hará lo que quiera, y puede hacerlo porque tiene la autoridad.
— ¡Mierda! —alcanzó a decir San Julián.
— Debo decirte, para que lo sepas, no para que me agradezcas porque no hice sino cumplir mi deber, que elaboré un informe especial referido a tu caso, mencionando tu extraordinaria carrera académica y tu meticuloso cumplimiento con los deberes universitarios a lo largo de más de veinte años. Pero no me hago ilusiones porque Cecilia nuestra secretaria, enterada del asunto, se atrevió a hablarle al Decano y a otros profesores en tu defensa y... ¡fue despedida! Es lamentable, es muy terrible, pero así están las cosas en nuestra querida Facultad.
— Es lamentable. Me siento culpable por lo de Cecilia. ¿Te parece que puedo hacer algo por ella?
— ¡Imagínate! No te escuchará. Yo mismo fuí a interceder por ella alegando que fue siempre excelente funcionaria. Pero no fuí escuchado. Y has de saber que fuí el único en hacerlo. Los funcionarios están aterrorizados y no se han atrevido a abrir la boca. Y a nuestros colegas, el asunto parece no interesarles mayormente. Además, la nueva secretaria coquetea con todos y tal vez más de uno considera que ha salido ganando.
— Mmm, las cosas están verdaderamente mal por lo que veo, mucho peor de todo lo que hubiéramos podido imaginar.
— Así es, estimado Fernando. Prepárate para lo peor.
— Pero yo lucharé, apreciado colega, ya verás que no le será tan fácil. —Al decir esto San Julián pensaba en las energías de Florencia que, tal como se lo había dicho en una ocasión, le trasmitiría la fuerza de su juventud para enfrentar la situación.
—Iré inmediatamente a elaborar mi informe del viaje, y explicaré las medidas que tomé con los profesores ayudantes para que hicieran las clases durante mi ausencia. Después de todo, no creo que nada grave haya podido realmente suceder.
— Hazlo, por cierto. Cuenta con mi apoyo y dime cualquier cosa en que pueda serte útil.
— Te lo agradezco de verdad, amigo. Lucharé. Ya pedí a la secretaria una entrevista con Fuenzalida.
— Esperemos que todo concluya bien, tal vez me he alarmado más de lo conveniente —concluyó Barheimner.
El cuarto hecho negativo que le sucedió a San Julián ese día fue que no pudo contactarse con Florencia de ninguna forma. Le telefoneó insistentemente al departamento, la buscó en la Facultad, pero nada. Tan absorto estaba en esa búsqueda que tampoco se dio cuenta de que ninguno de sus colegas se acercó a él para saludarlo después de su larga ausencia, ni para preguntarle sobre su importante participación en el Congreso ni sobre las últimas novedades científicas que él podría traer desde Europa. En una sola cosa tuvo suerte San Julián ese día: no supo en qué andaba Florencia mientras él recibía una mala noticia tras otra.
Florencia se había despertado temprano, con una idea fija en la cabeza: ir a ver a Amaranto. Quería montarlo, sí, eso quería. No tenía la más mínima intención de ir a la universidad, no deseaba incorporarse hasta que se encontrara completamente repuesta. Ya vería cómo se pondría al día con las materias; solicitaría ayuda a alguno de sus compañeros y a Fedora.
Se vistió rápidamente con tenida deportiva. Se sirvió un café y un par de tostadas, puso apresuradamente algo de maquillaje en su rostro y partió directamente al Club Hípico. Montaría su fina sangre. Se fue directamente a las caballerizas, casi corriendo. Se sentía intranquila, intuía que algo no andaba bien. De pronto sintió angustia. No sabía por qué. Se tranquilizó al divisar al preparador, un hombre regordete y afable que le había prodigado amplias sonrisas al conocerla.
— ¿Qué tal, señor Martínez? ¿Cómo está usted?
— Señorita Florencia, pero qué gusto de verla otra vez. Me alegra tanto que venga por acá; pensé que no la volvería a encontrar, después de que perdiera el motivo para venir.
— ¿Por qué dice eso? Usted sabe que mi gran amor es Amaranto, y eso es precisamente lo que quiero pedirle después de tanto tiempo sin verlo. Quiero montarlo, eso no me lo va a negar ahora como lo hizo la primera vez.
— Pero señorita, ¿acaso usted no se ha enterado?
— ¿Enterarme de qué? —preguntó Florencia alarmada.
— ¿No le han informado que Amaranto fue sacrificado hace ya una semana?
— ¿Sacrificado? —casi gritó Florencia— ¿de qué diablos me está hablando?
El preparador se limitó a un gesto expresivo.
— ¡Mi caballo!, mi hermoso caballo, ¡sacrificado! ¡No!, no es posible, es mentira, usted miente, ¡miente!
— No, por favor. Yo no haría una cosa así —replicó el hombre sorprendido.
Un dolor profundo invadió entonces a Florencia. El afecto que había llegado a sentir por el fina sangre le producía una honda sensación de pérdida, de vacío. La misma que experimentara varios años atrás cuando perdió a Bobbie, su hermosa mascota, un fino y amistoso cokier spanier que llegó a ser su más fiel amigo cuando ella tenía doce años. Aquella vez había llorado con el alma. Ahora sentía algo similar.
— ¿Qué fue lo que sucedió?
El hombre le relató detalladamente lo ocurrido.
Un rato después Florencia abandonaba las caballerizas y el Club Hípico. No sabía que hacer, estaba profundamente lastimada. Deambuló por las calles, sin tener noción del camino que seguía. Una serie de imágenes y de situaciones vividas por ella en el último tiempo se agolpaban en su mente, y siempre llegaba a la misma conclusión: estaba sola, triste; nada de lo que intensamente había deseado y conseguido la hacía feliz. Todo le parecía efímero, volátil. Lo que acababa de saber sobre Amaranto le pareció que le pasaba con todo lo demás. Todo aquello que anhelaba y llegaba a tocar se escurría ahora entre los dedos. Era la nada misma. No tenía nada. Es cierto, tenía dos amantes, que no estaban con ella para acompañarla en el largo camino de la vida; uno porque no quería, el otro porque no podía. Eso era lo mismo que nada. Pensó que también su carrera se le esfumaba. Haber estado ausente de clases por más un mes —tampoco había asistido mucho en las dos semanas anteriores en que su cabeza estuvo en el viaje que haría—, la habría atrasado tanto en las materias que ya no le sería posible recuperarse lo suficiente como para aprobar el semestre. Lo dio por perdido.
De pronto se encontró ante una entrada del Metro. Sin pensarlo sacó un boleto y partió en dirección al oriente. Se bajó en Providencia, dándose cuenta recién en ese momento que se había acercado inconscientemente a la casa de San Julián. Pensó en llamarlo. Quería compartir su pena. Seguramente él no sabría aún lo ocurrido. Cogió el auricular de un teléfono público y marcó el número de su casa. El teléfono sonó inútilmente. Llamó entonces a la Facultad. La voz desconocida de una secretaria le informó que el profesor no estaba en ese momento en su estudio. Abatida, tomó rumbo hacia su departamento. Se sentía vacía.
En la noche logró comunicarse con Fernando. Lo llamó a su casa; contestó una voz de mujer:
— Un momento. ¿De parte de quién?
Florencia titubeó un segundo.
— Una alumna.
Un instante después Fernando estaba al teléfono.
— ¿Supiste lo que pasó con Amaranto?
— Sí, hoy en la mañana.
— Eso me puso muy triste; pero ahora estoy indignada. ¿Quién autorizó que lo mataran? ¡Era mío! Podrían haberlo curado, podría haberse recuperado. Aunque no volviera a competir en las carreras ¡estaría vivo! Podríamos haberlo llevado a tu parcela y lo hubiéramos podido montar. Era tan bello y yo lo quería tanto. ¿Con qué derecho lo sacrificaron? ¿No te parece que es una injusticia? ¿Que fue una crueldad lo que hicieron? ¿No te parece?
— Sí, por supuesto.
— Y tú ¿harás algo?
— No sé, no sé qué se pueda hacer.
— ¡Pero cómo! Si era tuyo, y tú me lo regalaste.
Fernando, inhibido por la presencia de Roberta, no supo qué responder. No dijo nada. Recién entonces Florencia se dio cuenta de que él no hablaba libremente. Esto aumentó su abatimiento.
— Veo que alguien te ha trabado la lengua. ¿No puedes hablar?
— No, no mucho.
— Está bien. Después conversamos.
— Está bien. Lo siento.
La última palabra fue sólo un murmullo, tan suave que Florencia no alcanzó a escucharla.
San Julián hubiera querido concertar de inmediato una cita con Florencia, pero no pudo hacerlo en presencia de su esposa. Ella sí hubiera podido; le bastaba haberle indicado cualquier hora y lugar. Pero no lo hizo. Ambos se quedaron con la sensación de que se había establecido nuevamente entre ellos una gran distancia. Florencia volvió a sumirse en sus tristes pensamientos. Fernando no haría nada en relación al caballo, y si no estaba dispuesto a defenderla ante ese atropello a sus derechos, tampoco estaría jamás disponible para compartir su vida con ella. ¡Si ni siquiera se atrevió a decir más que un sí o un no por teléfono porque estaba con su esposa!
Fernando estaba también abatido. La pérdida de Amaranto, la injusta exoneración de su secretaria, el sumario administrativo, el ambiente enrarecido que sintió en la Facultad, las sospechas que creyó notar en su esposa, y ahora la distancia que sintió que se establecía entre él y Florencia, lo afectaban profundamente en cada uno de sus mundos, que parecían tambalear sin que él pudiera hacer mucho por evitarlo. Pero él creía tener todavía reservas de energía para luchar; sobre todo no estaba dispuesto a perder el amor de Florencia. No, no permitiría que ella se alejara. Las alegres semanas que pasaron en Europa lo hacían creer que había recuperado su cariño y que todo volvería a ser como al comienzo, como en aquellas semanas que culminaron incomprensiblemente después de aquellos días felices pasados en la parcela de Talca. Y si Florencia lo amaba, él enfrentaría con decisión todas las demás situaciones y problemas que lo estaban afectando.
Pero en los días siguientes no le fue posible encontrarse con ella. Nuevamente, igual que antes del viaje a París, tuvo la impresión de que Florencia lo rehuía con excusas banales. Hablaron solamente por teléfono. Sobre lo sucedido con Amaranto ella no mostraba ya la pena ni la indignación de antes. Ni siquiera reaccionó cuando le dijo que, en su ausencia, fue su esposa quien autorizó que sacrificaran al caballo herido. Parecía indiferente, ajena, y no solamente respecto al fina sangre perdido; también se mostraba distante con él. Fernando le hablaba de su amor, de lo mucho que deseaba encontrarla, de todo lo que sufría por no verla. Le dijo que podían ir nuevamente a la parcela. Le pidió una cita. Florencia accedió: se comprometió formalmente a ir a su estudio en la tarde del día siguiente.
Luis Razeto
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