XXXVIII. ​​​​​​​Fernando San Julián estaba aporcando la tierra

XXXVIII.


Fernando San Julián estaba aporcando la tierra alrededor del tronco de un enorme sauce cuyas ramas caían hasta casi tocar el suelo.

¡Fernando! ¡Fernando! Escuchó que alguien desde lejos lo llamaba. Dejó la pala apoyada en el arbol y se asomó a mirar. Vio a la distancia, en el sendero que daba a su casa, a una joven vestida de blujeans y parca. No la reconoció hasta que ella agitando los brazos en alto empezó a correr hacia él. ¡Florencia!

Florencia se detuvo a diez pasos de distancia. Dejó caer al suelo la mochila que cargaba a la espalda. Lo miraba sin saber qué decir. Él también la miraba, también en silencio. Algo, o mucho, les impedía abalanzarse uno al otro y abrazarse. Fernando con un gesto la invitó a caminar hacia la casa.

San Julián encendió la chimenea mientras ella se sentaba en el sofá. Se dio cuenta de que Florencia tenía los ojos llorosos. Fue a la cocina, llenó un vaso de agua, se lo pasó y se sentó en el sillón frente a ella.

Florencia dio varios sorbos, se secó los ojos con la manga y comprendió que él estaba ahí, esperando que ella hablara.

— No sé por dónde comenzar. — exclamó Florencia después de varios minutos de estar uno frente al otro sin decirse nada.

— Sólo quiero entender. Y saber cómo estás. Y lo que has hecho, si quieres contarme, desde esa tarde que me dejaste.

Florencia dio un suspiro, lo miró a los ojos y enseguida, bajando la vista al suelo empezó a decirle lo que tenía dentro, sin mirarlo, avergonzada, sin pensar en cómo lo tomaría él.

Le habló de Marcel, de cómo lo había conocido, de cómo la había subyugado, de sus deseos de librarse de él y de que había sido incapaz de hacerlo. Le contó finalmente de la noche en que la había violado y en que se lanzó por la ventana.

Fernando se levantó del sillón y fue a sentarse a su lado. Pasó su brazo sobre los hombros de ella, que apoyó su cara en su pecho.

— Fui a buscarte a la facultad. Ahí supe que te habían despedido. Te llamé a la casa pero habían anulado tu teléfono. Tratando de encontrarte fui a buscar a Cecilia, que también habían echado del trabajo, y me contó todo lo que había hecho el desgraciado de Fuenzalida. Me contó que te habías divorciado. Cecilia me dijo que te dijera que quiere verte. Creo que está enamorada de ti. Y yo también lo estoy, Fernando. Te amo, te necesito.

Florencia levantó la cara.

— Yo también te amo, Fernando.

Le dio un beso cariñoso en los labios y le dijo:

— Ya veremos qué hacer. Ahora vamos a preparar el almuerzo, que es la hora.

Florencia se puso a lavar la loza acumulada de varios días en el lavaplatos. Fernando puso agua al fuego pensando en preparar una buena pasta asciutta.


 

Almorzaron tranquilamente pero solamente hablaron de lo rico que había quedado el almuerzo, del tiempo que estaba tan inestable, de lo recuperado que estaba el campo en que Fernando había trabajado esos días. San Julián necesitaba procesar todo lo que le había contado Florencia y hacía esfuerzos por comprenderla. Florencia tomaba conciencia de lo herido que se encontraba él y se sentía culpable. En un momento, después de terminar el almuerzo y mientras se servían un café Florencia se acordo de la investigación del profesor.

— ¿Terminaste de traducir la investigación? ¿La mandaste a la revista? ¿Has seguido trabajando en ella?

No sabe lo que pasó. ¿Se lo digo? Lo pensó un momento y lo hizo.

— Se acabó, Florencia. Se acabó la investigación. Cuando fui a retirar mis cosas de la oficina ya no estaba en el computador. Alguien la había borrado. O, como creo, alguien se apropió de ella pensando en publicarla como suya.

— ¡¡Quéee!!! ¡No puedo creer lo que me dices!

— Estas cosas pasan entre los académicos que compiten unos con otros. Una investigación puede valer mucho. Puede significar la diferencia entre la fama y la oscuridad. Y los mediocres no pueden tener grandes ideas. Cuando se les presenta la ocasión ¡las roban!

— Algo me habías dicho, pero no creí jamás que pudieran hacerte esto. ¡Me indigna! ¡Qué rabia! Y tú ¿qué has hecho? ¿Lo denunciaste?

— Hable con Fuenzalida, el nuevo decano. Creo que fue él, pero no puedo probarlo. Hablé con Barheimner, él me cree, pero no puede hacer nada porque no tengo cómo probarlo. Tenía todo en el computador y los apuntes en papel son esbozos, fragmentos que por sí mismos no significan gran cosa.

— ¡No, Fernando! No te debes resignar. Habrá algo que podamos hacer. Yo te ayudaré. Soy capaz de meterme a la Facultad de noche y buscar en los computadores. Si fue Fuenzalida, lo descubriré. No te olvides que esa investigación en parte también es mía, porque la concebiste cuando ...

Dejó la frase sin terminar. Fue el profesor quien lo hizo:

— Cuando vi el mar en el fondo de tus ojos. Pero no, Florencia. Ya no me interesa, ya todo eso terminó para mí. Decidí quedarme aquí en el campo y convertirme en un granjero. No tengo fuerzas...

Yo le daré las fuerzas que este hombre necesita, decidió Florencia.

— No te des por vencido, mi amor. Yo también estoy vacía, herida, vencida. Pero lucharé, empezando por recuperar tu amor.

Al decir esto se levantó, caminó hacia él y lo besó con atrevimiento, con amor, con pasión, como la primera vez. Fernando bajó los brazos, pero fue sólo un momento. El beso se prolongó, se repitió, y terminó llevándolos a la cama donde hicieron el amor.


 

Antes de que saliera nuevamente el sol los despertó una bandada de pájaros que cantando y aleteando alborotaba las ramas del sauce.

Mientras Fernando revolvía una sartén donde hervían cuatro grandes huevos de campo y Florencia preparaba el café, él le dijo:

— Debo pedirte algo Florencia.

— ¡Lo que quieras!

— Quiero que nunca vuelvas a hablarme de ese poeta maldito. Quiero que lo olvides para siempre.

— Para siempre. ¡Anulado para siempre! Pero yo también tengo algo que pedirte.

Fernando la miró pero no dijo nada. Recordó que hacerle promesas a Florencia podía resultar complicado.

— Dime, de qué se trata.

— Quiero que no dejes la investigación. Quiero que pelees por lo que es tuyo. Quiero que vuelvas a la universidad.

— No es posible. Pensé mucho en cómo demostrar que la investigación es mía, pero no tengo cómo hacerlo. El que la robó la habrá enviado con su nombre a alguna revista científica, y ya no hay caso. No se puede hacer nada.

— ¡Sí se puede! Siempre se puede. Lo que deseas intensamente, con fuerza, se realiza. Lo sé, lo sé por experiencia. Y yo lo deseo intensamente. Falta que lo quieras también tú.

Fernando la miró con cariño. Seguía enamorado de esa hermosa e impulsiva muchacha. Y ella también me quiere.

No volvieron a hablar del asunto; pero los dos continuaron pensando en ello. El resto del día lo pasaron aporcando la tierra. Florencia se acordó de Amaranto. ¡Cómo me gustaría galoparlo aquí! Pero aunque lo desee tanto ya no es posible.

— Se me ha ocurrido una idea, pensando siempre en tu teoría.

— Pero Florencia, no le des más vueltas, que no hay nada qué hacer.

— Puede ser que tengas razón. Pero la idea que se me ocurrió es que, así como el cosmos ha evolucionado con el fin de producir el conocimiento, generando los sujetos capaces de conocer, ha producido también la voluntad, el deseo, el amor.

— Hmm! Es cierto. Si existe la voluntad, el deseo y el amor, es porque el cosmos los ha producido.

— Sería, entonces, no solamente Cosmos Noético, como dices tú, sino cosmos ... no sé como llamarlo, Cosmos Libidinoso, de libido, decías tú que significa deseo, placer.

San Julián sonrió.

— Sería más científico llamarlo Cosmos Volente, del latín volens, que quiere decir “que quiere”.

— De acuerdo, entonces el Cosmos Noético y Volente debe estar deseando intensamente que tu recuperes tu investigación, y que el desgraciado de Fuenzalida sea castigado. Lo sé, sólo es necesario que tú también lo desees intensamente. El Cosmos Volente conspira a nuestro favor, estoy segura.

San Julián se rió con ganas. Es realmente deliciosa esta loquilla. Florencia estaba decidida a ir a la universidad, esconderse en algún lugar y esperar la noche para introducirse en la Facultad e ir directamente al escritorio de Fuenzalida, el desgraciado.

Fernando se extrañó de que Florencia le dijera que en la mañana partiría a Santiago, y que él también debiera ir a ver a su antigua secretaria que tanto deseaba encontrarlo.


 

Cecilia los hizo entrar mientras dijo mirando a Florencia:

— Sabía que lo encontrarías. El que busca encuentra, y la que quiere algo lo consigue. No los esperaba tan pronto, pero los esperaba.

Florencia y Fernando se miraron. Cecilia los atendió lo mejor que pudo. Nada dijo al profesor respecto de que la habían despedido por su culpa. Al contrario, fue muy amable y cordial con ellos.

— Espéreme un momento, profesor. Debo darle algo.

Llevó una silla al lado de un alto armario. Se subió a ella, metió la mano en un cuenco de cerámica —un antiguo regalo de San Julián—, tomó una llave, se bajo de la silla y fue a abrir un pequeño cajón de una antigua máquina de coser. Sacó un disquette y se lo pasó al profesor.

— Aquí está todo. Lo que estaba en su computador. Cuando a usted lo expulsaron de la Facultad hice una copia. Pensé que me perdonaría la intrusión. Es que había visto al profesor Fuenzalida hurgando en sus cosas y sospeché que no andaba en nada bueno. Como secretaria, yo sé todo lo que puede pasar en una universidad.

Florencia se levantó de un salto y quiso besar a Cecilia, pero ésta retrocedió dejándola a medio camino. En cambio, dejó acercarse a Fernando, que la abrazó y le dio las gracias con afecto.

— Vamos a mi departamento. Tengo un computador, para que veamos lo que hay en ese disquette — le dijo Florencia cuando bajaban por la escalera del edificio.

Al llegar frente al suyo Florencia no pudo dejar de mirar el lugar donde había caído Marcel. No había rastros de sangre ni de pintura, borrados por el paso de los vehículos. Anulado, pensó, pero no lo dijo. No volvería a pensar en él, lo había prometido.

En el disquette estaba todo. Los apuntes, las notas, la bibliografía, y el texto de la investigación, en castellano y traducida al inglés.

— Debemos ir a la Facultad. Debes ir y aclararlo todo – le dijo Florencia.

— Mañana no. Debo pensar como hacerlo. El asunto es delicado y no me quiero equivocar.

— Tienes razón. Pero no debes dejar pasar un día más, no vaya a ser que sea tarde y que el desgraciado ya haya enviado tu investigación a una revista.

— Es lo que me imagino. Él o quien sea que se haya apropiado de ella.

— Pero yo iré mañana — le dijo Florencia como si pensara en otra cosa.

— ¿Y a qué vas a ir?

— Iré a... a... a ver si me consigo los apuntes y me pongo al día con alguna asignatura.

No eran esos sus planes. Florencia había cambiado mucho; pero seguía creyendo que no era importante decir siempre la verdad, y que lo importante es que lo que se dice sea verosímil, convincente.

 

Después de almuerzo partió a la universidad. En el camino compró una pequeña linterna. Y una manzana, por si le daba hambre.

Conocía bastante bien la Facultad, pero igual la recorrió por fuera para hacerse una idea exacta de la situación. Después entró y fue directamente a la oficina de la secretaria.

— ¿Está el decano, el doctor Fuenzalida?

— En reunión en su oficina, pero no recibe a nadie sin una cita previa. Y ya tiene copado su tiempo por toda la semana y hasta el jueves próximo. Si quiere la pongo en la lista.

— Sí, por favor. Dígame una cosa. ¿Sigue siendo siempre la misma de antes, la oficina del decano?

— Por supuesto. Pero cuando le corresponda su turno debe venir aquí y esperar hasta que yo le dé el pase.

— Comprendo. Está bien. Estoy cansada e indispuesta. ¿Me permite que me siente un momento en esa silla a descansar?

— No hay problema. Pero que no sea mucho tiempo. Yo debo estar atenta por si el decano me necesita.

Florencia se sentó a esperar. ¡Que la llame, que la llame!

Y efectivamente cinco minutos después sonó el citófono. La secretaria se alzó y salió rumbo a la sala de reuniones donde la necesitaban. Florencia aprovecho que quedó sola para hacer lo que había planeado. Puso una bolita de chicle en la cerradura de la ventana. Si tenía suerte, cuando la cerraran quedaría fácil de abrir con una cortaplumas que llevada en la cartera.

Volvió a sentarse, y apenas regresó la secretaria le agradeció y salió. Fue a buscar un teléfono.

—Fernando, no podré volver esta noche al departamento. No te preocupes. Llego mañana temprano.

— Pero Florencia. No estarás ...

Dejó la frase sin terminar. Florencia comprendió que él podría interpretarla mal. Le dijo:

— Mi amor. Estoy en la universidad. Lo hago por ti, por nosotros. Me quedaré escondida y trataré de hacer lo que te dije allá en el campo. Quédate tranquilo, y duerme bien. Descansa, sueña conmigo ojalá.

No le dio tiempo a replicar. Temía que Fernando le pidiera que dejara todo y que volviera enseguida. Y si él se lo pedía, le haría caso. Por eso colgó el teléfono dejándolo con la palabra en la boca.

El plan de Florencia era esconderse y de noche, cuando todos se hubieran ido y la universidad quedara cerrada, entraría a la Facultad por la ventana donde había puesto el chicle y lo revisaría todo, especialmente la oficina del decano. Imaginaba que en la noche, cuando todos se hubieran ido y hubieran cerrado la universidad, podría tener bastante tiempo a su disposición. Pensaba que la secretaria guardaría las llaves de las oficinas en algún escondrijo que ella descubriría.

Y todo pasó tal como lo había planeado. Pero no encontró nada que sirviera a sus propósitos, nada que ayudara a desenmascarar a Fuenzalida el desgraciado. Lo único que encontró y que se llevó como un pequeño trofeo, fueron tres cartas intestadas al doctor Fernando San Julián, que la secretaria mantenía en el escritorio donde dejaba la correspondencia que llegaba a los profesores.

Esperó escondida toda la noche, temiendo que los guardias la descubrieran y la denunciaran. Se sorprendió que ya aun siendo de noche y antes del alba entraron los encargados del aseo para dejar los edificios, las salas de clases y los patios limpios y dispuestos para recibir en forma un nuevo día de la vida universitaria. Salió de la universidad minutos después de que entraran los primeros estudiantes.

Cuando llegó al departamento comprobó que Fernando estaba en la ducha. Se desvistió pensando en ir a hacerle compañía. Lo había hecho antes, pero ahora no se atrevió. Prefirió meterse en la cama y cubrirse con las sábanas. Si Fernando quiere...

Fernando quiso. Después de hacer el amor y antes de entrar esta vez juntos a la ducha Fernando le preguntó lo que había hecho.

— Me fue mal. No encontré nada que nos pueda servir. Sólo tres cartas que te habían llegado y que dejé en el comedor.

Después de desayunar San Julián abrió las cartas. Las dos primeras eran rutinarias, sin importancia y las tiró a la basura. La tercera la leyó dos veces. Florencia sintió que al leerla Fernando se emocionaba.

— ¿Sabes inglés?

— Lo suficiente, creo, para entender una carta.

Se la pasó sin decirle nada. El membrete era del departamento de física cuántica de la Universidad de Yale. Estaba firmada por un doctor cuyo nombre a Florencia no le decía nada. Pero lo comprendió todo al leer el texto.

El doctor le recordaba a Fernando que habían compartido una interesantísima conversación durante el Congreso en París. Le explicaba que había sido encargado por la Revista científica de su universidad, en calidad de académico evaluador, para que emitiera un juicio sobre un artículo que un tal doctor Fuenzalida había enviado. “Por lo que usted expuso en el Congreso y por la conversación que tuvimos — le decía—, me extraña no ver su nombre al menos como co-autor del paper.” Le decía finalmente que antes de emitir un juicio favorable a la publicación del mismo, había querido conocer si estaba todo correcto y efectivamente el doctor Fuenzalida era el único autor de la investigación. Terminaba indicándole un teléfono al que podía llamarlo si lo consideraba pertinente.

— Tenías razón, mi reina. El Cosmos Noético y Volente conspira a nuestro favor.


 

Fernando San Julián se comunicó de inmediato con el Departamento de Física Cuántica de la Universidad de Yale y le explicó al colega lo que había sucedido. Éste le aseguró que no se preocupara, porque demoraría su informe lo suficiente para que Fernando resolviera la situación en su Facultad.

Después concertó una cita con el doctor Barheimner. Los hechos se precipitaron. Ante la denuncia formulada por San Julián y apoyada por Barheimner se realizó un juicio administrativo contra el decano Fuenzalida, que terminó con su expulsión deshonrosa. Barheimner fue nombrado Decano, Fernando San Julián recuperó su puesto y después de que salió publicada la investigación con su nombre fue nombrado profesor emérito. Florencia Solís retomó los estudios el año siguiente.

Y fueron muy felices durante varios años.

 

Luis Razeto

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