VIII.
Sucedió empero, que mientras las cosas por fuera pasaban conforme a la voluntad de Fernando, en sus sueños —sueños que él nunca recordaba pero que no por eso reflejaban menos su confuso estado interior— se mezclaban de las maneras más extrañas sus libros, los caballos y Florencia, siempre con fino erotismo. De día en cambio, en estado de plena conciencia, Fernando desarrollaba un curso de pensamiento orientado a establecer con Florencia algún tipo de relación que sentía que le hacía falta, pero en el cual el más mínimo acercamiento sexual resultara anulado.
San Julián empezó a dotar a Florencia de las más elevadas cualidades intelectuales. Se imaginaba haber encontrado en ella una alumna, un discípulo como el que siempre había soñado, superior a los que habían constituído cada año sus mejores esperanzas. Un psicólogo explicaría este cambio como un fenómeno de sublimación inconsciente de una tendencia erótica que el riguroso super yo del profesor no le permitía aceptar. Cualquiera sea la explicación, el caso es que el profesor fue idealizando a Florencia y poniéndola en un nivel que ella jamás llegó a sospechar.
El jueves en la mañana, apenas dos minutos después de que San Julián se instalara en su oficina, Florencia golpeó a su puerta.
— He estado pensando mucho en usted —le dijo el profesor con plena inconsciencia del sentido que en la mente de ella podían adquirir esas palabras.
Le ofreció asiento frente a su escritorio. Ella había decidido aparecer ese día ante él como una alumna aplicada y se había vestido y arreglado sobriamente.
— Yo también he pensado mucho en usted —replicó ella mecánicamente, dándose cuenta que la conversación empezaba en forma muy distinta a lo que había imaginado. Decidida sin embargo a ceñirse a lo planeado agregó de inmediato:
— Profesor, he estado reflexionando en los conceptos que nos ha expuesto en sus clases y hay algo que no termino de entender. Decía usted que la exploración del mundo subatómico revela que la materia no está compuesta de minúsculas partículas sino de conexiones múltiples que se establecen entre magnitudes elementales de energía, las que a su vez no son objetos corpóreos sino conexiones entre unidades aún más pequeñas de energía, y así sucesivamente. Esto puedo entenderlo, profesor. Lo que no llego a imaginar es que este develamiento de niveles cada vez más pequeños de interconexiones energéticas pueda continuar así hasta el infinito, sin que nos encontremos finalmente con algo estable, con una partícula sólida, el último elemento de la materia, simple, infraccionable, unidad básica de energía si usted quiere, no susceptible de ser descompuesta en elementos más simples porque ya es, por decirlo así, la simplicidad misma.
San Julián la escuchaba arrobado. Mientras ella hablaba le parecía descubrir en sus intensos ojos azules el reflejo de la inteligencia misma. Por eso se sorprendió un poco cuando ella dio señal de que había terminado con lo que tenía que decir. No había sido un pensamiento muy complejo, es cierto, pero Florencia se había expresado con claridad y precisión, sintéticamente, y en la mente del profesor la cuestión planteada por la joven adquirió una profundidad que ella no tenía modo de imaginarse.
— Ah! Mi querida Florencia. La teoría cuántica es algo sumamente complejo y abstracto, difícil de comprender incluso por los profesores que la enseñan, y te diré que rara vez se enseña bien. Por de pronto, no trates de imaginarte nada, porque la imaginación no es instrumento apto para el conocimiento científico. ¿Cómo es posible imaginarse una pauta probabilística de interconexiones dinámicas? La física es accesible solamente para el intelecto puro, incontaminado de cualquier contenido imaginable. Su comprensión verdadera es matemática, mientras que lo que expresamos con palabras son solamente metáforas.
Florencia no comprendía del todo lo que el profesor le decía. Ella creía haber entendido la teoría de los quanta cuando llegó a imaginarse esas minúsculas partículas subatómicas compuestas de "haces" de energía interconectados, que volvía luego a imaginarse como interconecciones de "haces" de energía más pequeños. En realidad el profesor hablaba de "pautas" de interconexiones, que ella traducía en su imaginación como pequeños manojos de minúsculos filamentos conectados como en una red. Ahora empezaba a sospechar que la cosa era tal vez más complicada, pero se guardó bien de decir nada al respecto. Que ese movimiento de penetración en la materia fuese interminable o indefinidamente proyectado hacia realidades siempre más pequeñas podía imaginarlo. Era cuestión de reiterar la imagen; pero entonces le resultaba infinitamente aburrido, y era ese aburrimiento lo que no podía aceptar. Era preciso encontrarse al final con algo distinto, o tal vez con la nada misma, lo que ya sería, por cierto, algo perturbadoramente nuevo. Se decidió a decir:
— Pero entonces, profesor, si todo es y será siempre igual hacia dentro de la materia, ya no hay más que seguir investigando. Ya lo sabemos todo. Resulta banal continuar buscando, pues lo único esperable en el futuro de esta ciencia es que cada cierto tiempo un científico anuncie haber descompuesto la precedente unidad de interconexiones energéticas, poniéndole un nombre nuevo a las partículas menores que componen la anterior. ¿No le parece aburrido?
El argumento logró descolocar al profesor; pero no por lo que había dicho Florencia sino por lo que San Julian interpretó a partir de sus palabras. Por su mente pasó la idea de que lo que Florencia había sugerido era algo que de hecho venía pasando desde hacía ya tiempo. La física se estaba poniendo aburrida. Pero el profesor, entonces, se sumió en un largo silencio, como si se hubiera encerrado herméticamente en un mundo interior sólo suyo.
Florencia lo miró divertida, batiendo sus largas pestañas negras sobre sus ojos almendrados azules que se tornaron nuevamente maliciosos, pero no logró distraerlo. El profesor estaba como ausente, sumido su espíritu en quizás qué cavilaciones profundas. La joven se imaginó que podrían empezar a estallar las cosas ante él sin que se diera por enterado. No había visto jamás a nadie en tal grado de concentración, tan inmutable.
Pasaron los minutos, que para Florencia significaron una experiencia singular: estar ante un hombre totalmente concentrado, pero una concentración que no tenía nada de pasiva. El hombre la miraba directamente a los ojos, pero no eran sus ojos los que veía sino algo que estaba más allá, no dentro de ella sino en algún infinito insondable. Era una mirada impersonal pero viva. Florencia podía intuir la actividad interior, la agitación en que había entrado esa mente inaccesible.
Su ánimo festivo y juguetón se propuso entonces experimentar. Moviendo la cabeza a la izquierda lo miró intensamente. Nada. La volvió ahora sobre su hombro derecho. Ninguna reacción. Lo hizo entonces rítmicamente hacia un lado y otro. Guiñó ante él con el ojo izquierdo. Luego el derecho. Finalmente, intermitentemente con ambos. Ninguna reacción del profesor.
De pronto él comenzó a respirar inquieto, con creciente intensidad y ritmo, casi jadeante. Florencia observó como sus ojos adquirieron un brillo intenso, una luminosidad extraña, como si hubiera entrado en éxtasis. Esto duró poco, tal vez un par de minutos o algo más.
La respiración del profesor recuperó lentamente la normalidad mientras sus ojos volvían a su estado habitual. Florencia pensó que el hombre estaba volviendo a este mundo desde quizás que hondos pliegues de su espíritu.
En todo el tiempo en que estuvo concentrado San Julián no había despegado la vista de los ojos de Florencia, pero sólo ahora volvía a verlos realmente dándose cuenta de que lo miraban extasiados. Durante aquellos minutos de ensimismamiento en que cayó San Julián, Florencia había experimentado la sensación de que el profesor se había colocado a una distancia infinita, que se había elevado a un vértice inaccesible, inalcanzable. Y sintió con una intensidad que nunca antes había experimentado, el deseo de que ese hombre fuera suyo. Un deseo que tuvo desde la primera vez que lo había visto, con el que había fantaseado muchas veces desde entonces, pero que ahora sentía con una fuerza que la hacía sufrir.
Tenía, pues, que hacerlo volver de algún modo a su terreno y no se le ocurrió nada mejor que decir con atrevimiento una idea que cruzó por su mente cuando él había entrado en ese éxtasis jadeante en que sus ojos brillaron con una luz extraña:
— ¿Tuvo usted San Julián... como un... orgasmo? —Agregando en seguida al ver la sorpresa dibujada en el rostro del profesor: —Un orgasmo intelectual, me refiero...
Los ojos del profesor se agrandaron sorprendidos y luego se achicaron hasta hacerse como un punto, todo concentrado en Florencia. Sí, la muchacha era efectivamente un espíritu superior. Ella había intuído, y tal vez ya lo habría experimentado por sí misma. Le dijo entonces calmadamente:
— ¡Ah sí! Algo como eso. Por cierto, yo no lo llamó así. En realidad se trata de una suerte de iluminación interior, cuya luz es tan intensa que hace desaparecer del campo de la conciencia no solamente la realidad circundante sino también las propias sensaciones, emociones o intereses subjetivos. Es como si la conciencia fuera poseída por algo que se presenta como la verdad misma y que quiere hacerte partícipe de ella, aunque uno sabe que no podrá sino acceder a una pequeña porcioncita. Cuando esto sucede, muy rara vez por cierto en la vida de un científico, se experimenta un profundo placer, una inmensa felicidad.
Le habló entonces de su teoría de las dos líbidos, la de los sentidos y la del intelecto, afirmando con pleno convencimiento la superioridad de ésta última.
Todo esto lo dijo el profesor en aquel tono de voz especialmente coloquial con que se habla entre iguales, o más exactamente, entre quienes comparten un lenguaje propio o un secreto especial. Aunque no estaba ausente en su tono su vocación de profesor.
Mientras Fernando San Julián se esmeraba por introducirla en los secretos placeres intelectuales y hacerle desear eso que ella había llamado orgasmos intelectuales, Florencia Solís empezó a desear e imaginarse muy concretamente tener con el profesor un verdadero orgasmo sensual. Él, él sería el primer hombre que habría de proporcionárselo.
Se produjo un silencio. Al profesor el silencio no le incomodaba. A Florencia le pareció interminable, por lo que decidió interrumpirlo:
— ¿Y se puede saber, profesor, qué es lo que acaba de descubrir? ¿Qué fue lo que pasó por su cabeza... mientras me miraba?
San Julián no hizo comentario alguno de la última atrevida frase de Florencia, que pasó directamente a su subconsciente.
— Se me ha ocurrido una hipótesis extraordinaria, mi querida Florencia, que te la voy a explicar con palabras sencillas. Me parece que estoy encaminándome a dar un paso crucial en la comprensión de la materia.
Lo dijo sencillamente, pero al decirlo tomó conciencia de lo desmedido y arriesgado de su afirmación. Florencia lo animó a continuar levantando las cejas sin dejar de mirarlo.
—Como sabes, la ciencia avanza mediante la formulación de hipótesis cada vez más comprehensivas. No me refiero a las pequeñas hipótesis que se formulan para cada investigación de campo, sino a las grandes hipótesis articuladoras capaces de fundar nuevos paradigmas científicos complejos. Estas hipótesis se basan a menudo en ideas incluso extravagantes, en grandes ideas que surgen rara vez, en la cabeza de cualquier científico. Puede ser sólo un momento de iluminación. Después de ello, el científico debe dedicar largos años, no sólo él sino equipos de numerosos investigadores, a examinarlo minuciosamente todo, a fin de comprobar si la gran nueva hipótesis es compatible con todos y cada uno de los conocimientos existentes. Pues bien, se me ha ocurrido una hipótesis fantástica, que podría ser el comienzo de la unificación de todo el saber científico contemporáneo, incluyendo las ciencias físicas y las históricas o sociales. Por cierto, por el momento no es más que una idea simple, apenas una intuición que deberé trabajar mucho, antes de lograr su formulación rigurosa como hipótesis científica.
San Julián guardó silencio y miró a Florencia tratando de percibir qué impresión le habían causado sus palabras. Ella estaba realmente fascinada y no se le ocurría nada que decir. Batiendo los ojos lo invitaba a continuar la explicación.
—Mira Florencia. La física clásica nos puso ante un mundo mecánico, en que la materia se supone compuesta de pequeñas partículas, los átomos, compuestos a su vez de partículas aún más elementales, electrones, protones, neutrones, etcétera, capaces de desatar energías contenidas en sus estructuras mediante la disociación de las relaciones que ligan sus componentes. La energía que mantiene unidos esos elementos se desata cuando se logra separarlos mecánicamente. Para ello se utilizan partículas libres infinitesimales que son aceleradas en máquinas especiales hasta hacerlas chocar para lograr el fraccionamiento. Naturalmente, esta es una manera completamente vulgar de explicar la idea matriz de la física moderna.
Florencia lo escuchaba con sumo interés. Lo que decía San Julián le era conocido desde sus tiempos del colegio, donde un buen profesor hizo despertar en ella una vocación que la llevó luego a optar por licenciatura en física, la carrera universitaria que ahora seguía. Hizo un leve gesto que indicaba que estaba comprendiendo bien e invitaba al profesor a continuar su explicación.
— Hubo dos teorías que pusieron en cuestión aquella comprensión mecanicista de la materia: la teoría cuántica y la teoría de la relatividad. Con ellas...
Pero la explicación fue interrumpida por unos golpecitos en la puerta. Era Cecilia, la secretaria de los profesores que venía a recordar a San Julián que los alumnos de postgrado lo estaban esperando y preguntaban si dictaría hoy su clase. El profesor asintió con un gesto, miró su reloj, tomó de la mesa unos papeles y un libro, y salió apresuradamente de su estudio, excusándose ante Florencia con una alusión a la velocidad en que pasa el tiempo en ciertas ocasiones.
— Espero que podrá continuar su explicación; en verdad me interesa sobremanera —alcanzó a decir Florencia antes de levantarse del asiento y abandonar también ella el estudio.
Luis Razeto
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