XXII.
Con la mochila colgando del hombro izquierdo Florencia buscaba las llaves ante la puerta de su departamento. Eran las siete de la tarde y llovía a cántaros. Su cabello y sus ropas se habían mojado totalmente al caminar bajo el agua los no más de cincuenta metros que separaban el edificio de la calle donde la había dejado San Julián. Ella no quiso invitarlo a subir. Después de una semana entera de estar con él Florencia quería estar sola y poder así, relajada, recordar cada momento, reflexionar, sacar alguna conclusión de todo aquello. En ese momento sintió una extraña, indefinible inquietud. Se acordó de Marcel, del cual se había completamente olvidado en las últimas semanas. ¿Qué sería de él? ¿Habría vuelto a Santiago? Alcanzó a pensar que no le sería fácil terminar su relación con el poeta, obsecado y duro como era; pero estaba decidida a hacerlo cualquiera fueran las resistencias e insistencias que él tuviera. No mantendría amores con dos hombres al mismo tiempo por más que ambos le gustaran. ¡Con San Julián las cosas andaban tan bien!
Abrió lentamente la puerta, con la sensación de que su indefinible inquietud adquiría cierta forma y se acentuaba haciéndole acelerar los latidos del corazón. Algo pasaba. Lo primero que percibió fue un fuerte olor a tabaco e inmediatamente se dio cuenta que su departamento apestaba por el humo de quizá cuántos cigarrillos fumados durante días sin que las ventanas hubieran sido abiertas. vio un par de zapatos en el suelo, varias cosas tiradas en el diván y en la mesa una serie de tazas, vasos y platos sucios con restos de comida. Estaba por salir escapando en busca de ayuda cuando oyó la voz de Marcel Rovira que le hablaba con total despreocupación desde su dormitorio.
— Por fin has vuelto. Te estoy esperando desde hace días.
— ¿Qué haces tú aquí? —Replicó indignada mientras mecánicamente abría las ventanas del comedor. —¿Y quién te ha dejado entrar? ¿De dónde sacaste las llaves? No tienes derecho...
— Calma, calma, que no ha pasado nada, te lo aseguro. Dejaste la puerta sin cerrar con llave, por lo que pensé que volverías pronto. Está todo bien. Un poco desordenado tal vez, pero eso se arregla en un momento. No tienes por qué enfadarte.
— ¡Cómo que no! Llego tranquila a mi departamento y me encuentro que está todo patas para arriba y un extraño tendido en mi cama sin que lo haya invitado.
— ¡Cómo que un extraño! ¿Ya te olvidaste de mí? ¿Por unas semanas que he pasado fuera, viajando y conociendo los más curiosos lugares y ambientes del altiplano, ya me desconoces? Escucha, te contaré las cosas más fascinantes que haya visto nunca, y eso que harto he viajado en mi vida.
Marcel había adoptado un tono conciliador, casi humilde, esperando que Florencia se desenfadara. Se imaginó que podría interesarla en su viaje. Pero ella no quería saber nada de él y no se mostraba dispuesta a ceder.
— Pues, has de saber que lo nuestro ha terminado. Definitivamente. Y que ya no quiero que vuelvas por aquí, así que ahora puedes ir tomando tus cosas y retirarte.
— Pero ¡estás completamente mojada! ¿Y me echarás así no más, directamente a la lluvia? Permite al menos que te ayude a ordenarlo todo —dijo él levantándose de la cama y pasando al comedor.
— Está bien —concedió magnánima Florencia—; pero luego te irás, porque estoy muy cansada y verdaderamente indignada.
— Y completamente mojada —acotó Marcel—. Lo mejor será que te des una ducha caliente y te cambies de ropa. Mientras tú lo haces, verás que dejo aquí todo como lo dejaste la última vez. Luego te serviré un exquisito café.
Mientras decía esto hacía gala de todas sus dotes histriónicas con la esperanza de ablandar a Florencia. Esta, ya un poco menos enojada tomó una toalla, entró al baño y cerró la puerta.
Se desvistió, echó sus ropas sucias al canasto y se metió a la ducha. Un largo, muy largo baño caliente fue relajando sus nervios y todos sus músculos hasta sentirse distendida, casi olvidando el reciente altercado con el intruso Marcel.
Éste, mientras ponía algo de orden en el departamento, pensaba rápidamente qué habría de hacer para reconciliarse con la hermosa y deseabilísima Florencia; más aún, para convencerla de que lo de ellos, lejos de terminar, era finalmente el momento de empezarlo de verdad.
Dándose cuenta de que Florencia tomaba su tiempo, se le ocurrió una idea que inmediatamente puso en práctica: cerró las ventanas por donde había empezado a entrar el agua y el frío de la tarde, puso la tetera al fuego, y sin hacer ningún ruido bajó corriendo a la calle, donde compró unos deliciosos pasteles y cogió una rosa al pasar por el antejardín del edificio.
Cuando volvió estaba también él con las ropas mojadas. A través de la puerta del baño sintió todavía el agua de la ducha que parecía dialogar con el agua de la lluvia que golpeaba las ventanas y el balcón. Imaginó el cuerpo desnudo de Florencia bajo el agua. Se sacó entonces la camisa, dejando su torso desnudo, y también los zapatos mojados, dejando todo en una silla frente a la estufa eléctrica que encendió con el pie. Colocó un mantel en la mesa y sobre él los pasteles, la rosa y un candelabro de tres velas. Cerró las cortinas de la ventana y preparó dos humeantes cafés. Cuando llegó con estos a la mesa se oía solamente el agua de la lluvia.
Florencia, medio inconsciente por la excesivamente caliente y larga ducha que finalmente decidió dar por terminada, recién entonces se dio cuenta que en su enfado y en su apuro por alejarse de Marcel y meterse al baño, no había tomado ningún vestido y ni siquiera ropa interior. Pensó con desagrado en ponerse la misma ropa que había tirado al canasto; pero desistió al sentirla mojada y más sucia que antes. Comprendió que no tenía alternativa.
Se envolvió cuidadosamente en la toalla de baño, bastante grande para cubrir su cuerpo desde donde comenzaba la redondez de sus pechos hasta unos centímetros sobre las rodillas. Buscó aprobación en el espejo, pero este, totalmente opacado por el vapor de la ducha caliente, le devolvió apenas la imagen de una sombra. Abrió entonces la puerta y dio un paso decidido en dirección a su dormitorio, al que debía llegar cruzando el comedor. Entraría a su pieza y cerraría la puerta con el cerrojo. Como quería que Marcel la viera lo menos posible en ese atuendo, partió prácticamente corriendo; pero con tan mala suerte que en su precipitación la toalla se enredó en la manija de la puerta del baño abriéndose ampliamente por delante y dejándole ver su cuerpo enteramente descubierto desde la cintura hasta los pies. Con un rápido gesto quiso tomar la toalla para cubrirse nuevamente, haciéndolo con tanta energía que esta vez la toalla se abrió por la parte de arriba, exactamente delante de la cara de Marcel que, sentado a dos pasos de la puerta se levantaba de la silla, sorprendido y encantado a la vez ante esta inesperada visión.
Tomarla en sus brazos y atraerla con fuerza hacia sí fue cosa de un instante, que no dejó tiempo a Florencia para reaccionar. Ella se recuperó apenas pasó su sorpresa y trató de soltarse al mismo tiempo que hacía esfuerzos por volver a cubrirse con la toalla. Pero fue en vano. Marcel dejó caer hábilmente la toalla con una mano mientras con ambos brazos apretó contra su cuerpo el de ella que se resistía inútilmente. Los golpes de puño que Florencia empezó a dar en la espalda de Marcel no hicieron sino aumentar la fuerza avasalladora de éste, que con las manos y el cuello y la boca recorría con lascivia las curvas aún ligeramente húmedas y las partes más íntimas de la hermosa joven.
Florencia lentamente fue cediendo y pasando de la resistencia a la entrega voluptuosa. Le ofreció su boca entreabierta, gimiendo; apegó su fragante cuerpo al suyo y con la manos empezó también ella a recorrer su espalda varonil, iniciando luego un movimiento ondulatorio de caderas.
Casi sin darse cuenta fue llevada por Marcel a la cama. Con los miembros estirados ahora sin movimiento, respirando fuertemente por la nariz, Florencia sólo desea que él continúe su empuje. Sus ojos y cejas parpadean mientras de su boca brotan, incontrolados, guturales sonidos. Cogiendo sus pies con ambas manos ella se abre a sus deseos. Marcel penetra profundo y empieza a golpear vigorosamente sus entrañas. De su garganta brotan murmullos que van convirtiéndose en gritos ahogados de placer. Ella lo retiene con las manos por la espalda y pone en movimiento la parte inferior de su cuerpo. Distiende completamente los dedos de los pies y sin soltar al amante mueve a un lado y otro su cuerpo sudoroso y cálido, torciendo la cintura. De su boca sale ahora una risa de espasmo incontenible. Una marea de placer inunda su cuerpo, como en oleadas sucesivas, recurrentes, cada vez más intensas. Ambos desfallecen al mismo tiempo.
Fue un prolongado acto de placer, tan diferente a los que había tenido los días anteriores con Fernando San Julián. Éste la había tratado siempre con dulzura, tiernamente, como temiendo hacerle daño, y ella había gozado íntimamente sus caricias eróticas. Lo que en cambio sintió ahora con Marcel fue como un terremoto o un torbellino que pasara sobre ella dejándola exhausta y anulada.
Cuando ya entraba la noche finalmente Marcel la dejó sola, tendida en la cama, con la mente totalmente en blanco, la invadió una indecible sensación de tristeza. En ese mismo estado se despertó el día siguiente al medio día. En su mente afloraba vagamente la imagen de Marcel vistiéndose tranquilamente después de haberla poseído, y luego abandonando el departamento silbando alegre una canción, volviéndose sólo para darle una última mirada de triunfo y retirarse sin decirle una palabra.
La tristeza y el vacío se apoderaron de su alma vencida. Recuperó apenas la sensación de seguir viviendo cuando tomó de la mesa y tiró al basurero el candelabro con las tres velas enteramente consumidas y las dos tazas llenas de café frío. Iba a botar también el pastel de crema que vio en un plato, pero en vez de hacerlo se sentó y empezó a echárselo a la boca con los dedos.
El otro pastel lo había cogido Marcel al retirarse, y lo mismo había hecho con la flor que con todo cuidado y parsimonia se había puesto en el ojal de la chaqueta como si fuera un merecido galardón.
La lluvia había cesado y el sol asomaba brillante por la ventana. Pero Florencia, lejos de sentirse invitada a salir se encerró en su departamento. Si la lluvia hubiera continuado, entonces sí hubiera salido a recibirla libremente sobre su cuerpo, como esperando que la limpiara de todo lo que había recaído sobre ella esa noche.
Florencia no quería saber del sol y la tibieza de la tarde. Dejó cerradas las cortinas del departamento como queriendo esconderse de la vida. Buscó luego en el agua de la ducha lo que las nubes no quisieron darle, no sin antes poner doble cerrojo a la puerta de calle.
El teléfono sonó inútilmente varias veces; intuía que al otro lado la esperaba la voz cálida de Fernando San Julián. Pero ¿qué habría de decirle? ¿Cómo podría salir nuevamente con él, como si nada hubiera pasado? Se sintió culpable de infidelidad, sucia y desleal, sin pensar que el destino y el poeta la habían violado por la fuerza.
Se quedó nuevamente dormida, profundamente dormida, como si su espíritu hubiera querido encerrarse en sí mismo lejos de su cuerpo. Pasó la tarde, llegó la noche. Cuando se despertó al día siguiente y miró el reloj, se acordó que era martes y que a esa hora estaría el profesor San Julián dictando su clase, tal vez algo inquieto por no verla allí en primera fila.
Sonó nuevamente el teléfono. Calculó que la clase de San Julián había terminado y que la llamaba desde su oficina. Lo dejó sonar hasta que se apagó.
Entonces sintió un vacío profundo en el estómago. No había comido nada desde aquel pastel que Marcel dejó en la mesa. Se sirvió un café muy cargado y un caldillo de mariscos que preparó con dos tarros que encontró en la cocina.
Después se tendió en la cama. Mientras en su imaginación recordaba confusamente todo lo que había sucedido con Marcel aquella noche, su cuerpo empezó a sentir extrañas inquietudes y deseos. Se levantó varias veces, caminó por toda la casa para luego volverse a tender, abrió la puerta del departamento y bajó las escaleras; pero volvió sobre sus pasos para encerrarse nuevamente en la pieza. No entendía qué le pasaba; tampoco intentó comprenderlo. Simplemente esperaba, confusamente, sin saber exactamente qué.
La inquietud fue creciendo hasta que la penumbra y el silencio envolvieron nuevamente la habitación. Se metió finalmente bajo las sábanas. Fue entonces que sintió en el pasillo los pasos desgarbados de Marcel que retornaba para rubricar su triunfo sobre ella. Sin pensar en nada, sin darse cuenta de lo que hacía, se levantó de un salto y abrió la puerta antes de que él alcanzara a golpear.
Luis Razeto
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