XXV.
Roberta guardó su auto en el garaje de la casa que una vez más encontraba a oscuras al volver de su boutique esa noche. Por primera vez una inquietud cruzó por su mente al pensar en su esposo. ¿Qué le está pasando a Fernando?
En sus veinticinco años de matrimonio las relaciones con su marido habían sido bastante normales, aunque la comunicación entre ellos no fuera todo lo íntima que pudiese ser. Fernando le proporcionaba una completa seguridad sentimental, en el sentido que siempre había sido con ella afectuoso y rara vez habían tenido discusiones o sinsabores que duraran más allá del momento o el día en que se producían. Es cierto que en numerosas ocasiones él se encerraba en sus asuntos personales, en su vida universitaria o en su pasión por los caballos, y entonces podían pasar largos días e incluso semanas en que él no le prestaba prácticamente atención. Pero Roberta comprendía que en un matrimonio que quiera durar es preciso que cada uno tenga su vida personal y mantenga sus propios espacios en los que el cónyuge no participa. Ella misma tenía muchos amigos y amigas que no hacían parte del mundo de Fernando, y de su trabajo en la boutique su marido no tenía más idea que el lugar donde se encontraba y una vaga impresión sobre el tipo de personas que la frecuentaban. Pero esa relativa incomunicación no afectaba su intimidad conyugal, satisfactoria para ambos hasta hacía un par de meses, en que ella se había enredado con un atrevido ingeniero que le había hecho recordar su juventud. Desde entonces había perdido todo interés en su marido.
Por cierto, a Roberta le hubiera gustado que Fernando se interesara en sus cosas, que la ayudara y compartiera los problemas y éxitos que tenía; pero se había acostumbrado a que él, enteramente dedicado a su ciencia y a la universidad, no le diera a su negocio mayor importancia. Por su parte, ella misma no entendía nada de las investigaciones del profesor, cuyos enigmas en verdad la dejaban indiferente. Además de su lecho y la vida familiar, compartían algunos planes que hacían juntos, por ejemplo, cuando compraron la casa y decidieron cómo la decorarían, o cuando al acercarse el verano programaban las vacaciones o un viaje al extranjero, o cuando se les presentaron situaciones difíciles con los hijos.
Roberta lo respetaba y lo admiraba aunque no terminara nunca de entenderlo, habitualmente tan absorto en sus propios asuntos. Fernando también la quería, pero a su modo, con un amor tranquilo y una fidelidad que, hasta conocer a Florencia, se basaba más en sus convicciones que en un amor activo. De hecho, Fernando le había sido fiel hasta el día en que hizo el amor con Florencia. Roberta en cambio había tenido varias aventuras que juzgaba intrascendentes y en que había ido a la cama con otros hombres más por la curiosidad de conocer y tener experiencias distintas que por verdadero deseo o pasión. Un par de flirteos tenidos en ocasión de alguna fiesta social a que fuera invitada cuando su marido se encontraba ausente del país en razón de su trabajo, en las que había bebido con cierto exceso y que terminaron en el departamento del cortejante. En esos casos el asunto había quedado allí y no habían significado para Roberta otra cosa que afirmarse en la convicción de que las relaciones con su marido eran buenas. Eso había ocurrido por primera vez hacía años, cuando era joven, y de ello no le quedaba más que un vago recuerdo y la curiosa sensación de tener un secreto del que Fernando nunca se enteraría y que en cierto sentido la hacía sentirse aún más independiente de lo que era. Lo que estaba viviendo ahora con el ingeniero era distinto. Lo vivía intensamente, consciente de que era su última oportunidad en la vida.
Con el paso de los años las relaciones sexuales entre los esposos se habían ido haciendo rutinarias, los deseos de ambos se fueron mitigando y las relaciones sexuales distanciando en el tiempo sin que tuvieran mucha conciencia de ello. La vida de Fernando eran sus pasiones por la ciencia, la universidad y los caballos, y su tranquilo mundo familiar era el entorno personal que las hacían posibles. La vida de Roberta eran sus actividades relacionadas con la familia, sus numerosas amistades y relaciones sociales y su boutique en la que ponía todo su empeño por hacerla prosperar.
Además, ella administraba financieramente y con toda responsabilidad y eficiencia el patrimonio conyugal. Se había hecho experta en inversiones y se preciaba de haber aumentado grandemente los ahorros de ambos manteniendo una cartera de acciones en empresas cuyos títulos habían experimentado notables valorizaciones en los últimos años.
En esas circunstancias, Roberta había tardado en darse cuenta que algo extraño le estaba sucediendo a su esposo. Es cierto que lo notaba más ausente que de costumbre; pero ya en otras ocasiones sucedió que él se había encerrado por meses en alguna investigación que lo apasionara y durante la cual se mostraba como ausente, hasta que aparecía feliz con una nueva publicación en las manos. Si ella hubiera estado más atenta a su marido, se hubiera extrañado mucho antes —recién esa noche tomó nota de ello— de que Fernando dedicaba bastante más tiempo que de costumbre a su arreglo personal cada mañana, que se había comprado varias tenidas notoriamente más juveniles que las que vestía habitualmente, y que sus llegadas tan tarde en la noche no dejaban de ser sospechosas.
Ahora, pensando en todo aquello sin decidirse a salir de su auto, sintió por primera vez en su vida una fuerte inquietud. No podía imaginarse, sin embargo, que su marido pudiera estar teniendo alguna aventura amorosa, de manera que su preocupación no terminaba de adquirir forma concreta. Debo estar más atenta y averiguar con cuidado sin que lo note.
Fernando abrió el portón de entrada. Era cerca de la medianoche. Observando la iluminación que en ese momento presentaba la casa comprendió que Roberta ya estaba acostada, probablemente mirando la televisión u hojeando alguna revista de modas, y que encontraría su cena servida en el comedor, cubierta con un plato pero seguramente ya fría. Sintió un alivio momentáneo cuando Quarz llegó rápidamente y pegó el hocico a sus piernas mostrando las habituales señales de contento por la llegada del amo. Está todo en orden, pensó acariciándolo en el cuello y dándole suaves palmadas en el lomo.
Ese día había resultado particularmente doloroso para él. En la mañana logró concentrarse en su investigación haciendo un gran esfuerzo de voluntad. Estaba en una fase especialmente tediosa del estudio, confrontando datos e informaciones de varias investigaciones recientes; pero apreciaba que su investigación estaba en un buen estado de avance y que tal vez en un mes de trabajo estaría en condiciones de enviar un primer paper a la revista internacional de física donde ansiaba verla publicada. ¿Cómo reaccionaría la comunidad científica ante su osada teoría?
Florencia no se había aparecido en su estudio, lo que él ansiaba porque no deseaba otra cosa que verla, pero lo temía a la vez porque sería el momento de enfrentar con ella la cuestión de su examen. Después de una semana de vacilación, la primera cosa que había hecho ese día fue entregar las notas a la secretaria para que procediera a publicarlas en el fichero para información de los alumnos. Al consignarle el papel a Cecilia le tembló ligeramente la mano y respondió apenas con un gruñido a la secretaria que le preguntó si estaba conforme con el rendimiento de los estudiantes. Se imaginó a Florencia informándose del resultado obtenido, y esperaba que ella entrara en cualquier momento en el estudio indignada.
Efectivamente Florencia se apareció en la tarde, cuando él se disponía ya a abandonar la Universidad. Pero ella no parecía enojada y esto lo tranquilizó. Pero ¿habrá conocido el resultado? Ella lo había visto a primeras horas de la tarde y su primera reacción fue dirigirse a enfrentar indignada al profesor; pero había desistido de hacerlo pensando que tendría que ser cuidadosa con la táctica a seguir. Finalmente, una vez que logró tranquilizarse, decidió ir al estudio de San Julián aparentando no estar informada de la vergonzosa calificación que le había puesto.
— ¿Iremos este domingo al Club Hípico? —le preguntó sin dejar traslucir ningún sentimiento.
— Por supuesto, me encantaría —respondió el profesor.
— ¿Y te has finalmente decidido a comprar a Amaranto?
— No querida. He estado pensando ¿qué haríamos con un fina sangre?
— ¡Cómo qué haríamos! Lo dejaremos en manos del mejor preparador de Santiago, ganaremos muchas carreras, tendremos dinero para viajar a Europa y estaremos felices de que ese hermoso caballo sea nuestro. Bueno, tuyo, pero para mí es lo mismo.
San Julián no quiso contradecirla, pensando que debía darle muy luego otro tremendo disgusto.
— Está bien, lo pensaré —respondió.
— ¡Fantástico! No sabes lo feliz que me haces.
Y al escucharlo y asumirlo como un compromiso Florencia se abalanzó a su cuello y lo besó largamente.
El profesor no se atrevió a explicarle que lo que había dicho estaba lejos de constituir una promesa. Pero Florencia astutamente, sabiendo muy bien el verdadero sentido de las palabras de San Julián, representó una escena de tanta felicidad y agradecimiento como para que él se sintiera comprometido. Por cierto quería el caballo y sabía que un día lo lograría: pero en ese momento lo que buscaba era sólo ganar posiciones para el asunto del examen.
Estaba bellísima y San Julián sintió que le sería muy difícil negarle el fina sangre, conociendo la intensidad y el fuego que Florencia ponía en aquello que deseaba.
Sin dejar de acariciarlo en el cuello ella le preguntó entonces como al pasar, como si la cosa le fuera indiferente.
— ¿Corregiste los exámenes? Me imagino que no habré obtenido una nota muy alta porque ese día estaba indispuesta. Con todo, supongo que habré aprobado ¿verdad cariñito?
San Julián no se esperaba nada parecido. Había imaginado todos los escenarios posibles y se había preparado para decirle en cada caso la respuesta que, después de mucho pensarlo, le había parecido la más adecuada. Se la había imaginado indignada. También avergonzada. O que llegara a darle explicaciones, o a pedírselas. O que le preguntara sencillamente sin haberse informado; pero en ningún caso pasó por su mente que Florencia daría por seguro que sería aprobada con ese examen.
— Escucha Florencia, sentémonos a conversar sobre ello. ¿No viste las notas en el fichero?
— No, vine directamente hacia acá porque tenía tantos deseos de verte. ¿Qué nota me pusiste?
San Julián pensó que la pregunta estaba mal hecha. ¿Qué nota obtuve? debió ser su pregunta, pero se cuidó mucho de decirlo.
— Mira. Tu examen no fue bueno. Yo sé que tu has estudiado y que sabes la materia y mereces mucho más. He podido comprobar tus capacidades en las sesiones que hemos tenido aquí juntos. Y sé que a muchos estudiantes les sucede que se ponen nerviosos en el momento del examen y se turban y no logran recordar lo que saben muy bien. Estoy seguro que eso te ocurrió esta vez.
— Tienes razón, así fue. Pero ¿qué nota me pusiste?
— Sólo un tres coma cinco.
Florencia adoptó entonces una expresión de sorpresa infinita, detrás de la cual dejaba asomar una indignación contenida.
— Pero ¿por qué hiciste eso? Si como tú mismo lo dices, sabes que estudié mucho, que conozco la materia y merezco mucho más, y que fue sólo un traspié porque estaba indispuesta y turbada. ¡Eres terriblemente injusto!
San Julián respondió tartamudeando:
— No tenía otra alternativa. Lo sabes, el profesor debe atenerse a lo que los alumnos demuestran en el papel al momento mismo del examen.
— Eso es injusto y es mentira. Tu podías ponerme la nota que sabes que merezco. Es mentira que no tenías otra alternativa, teniendo tantas como notas son posibles de poner.
— Entiende, cariño...
— ¿Qué quieres que entienda? ¿Que eres un profesor riguroso y burócrata a quien le importan más los papeles que el conocimiento?
— No es eso, mi amor. Por favor, ponte en mi situación. No tenía otra alternativa.
— ¿Tampoco tenías otra alternativa que publicar esas notas para avergonzarme ante todos mis compañeros? ¿No hubieras podido al menos esperar hasta decírmelo a la cara? ¡Y después dices que me quieres!
Con estas últimas palabras Florencia pasó lentamente de la indignación a un suave llanto fingido. San Julián no sabía qué actitud tomar.
— ¡Perdóname, cariño, perdóname!
Florencia se enjugó las lágrimas que empezaban a brotar de sus ojos.
— De qué me sirve que ahora te arrepientas. El daño irreparable ya me lo hiciste.
— Sabes que no es irreparable amor mío, pues queda todavía el examen de repetición que tomaré en dos semanas más. Yo te ofrezco enseñarte, prepararte especialmente para que puedas demostrar todo lo que sabes.
— ¡Demostrarlo en el examen de repetición, lo haré! Y si de verdad crees que no merezco la nota que me pusiste tendrás la ocasión de demostrármelo. ¡Debes reparar la vergüenza que me haces pasar. Si no lo haces sabré que todas tus declaraciones de amor son puras mentiras, y que te has estado aprovechando de mí como de una alumna ingenua. ¡Y no me verás nunca más!
El bueno de San Julián atribuyó esta amenaza, este verdadero chantaje, a la turbación del momento; pero también pensó que Florencia era capaz de hacer lo que sus palabras dejaban entrever. Un escalofrío recorrió su espalda.
— Está bien, mi amor, ya pensaremos en eso. Sé que darás un muy buen examen de recuperación y que merecerás una buena nota. Pero dejemos eso y pensemos en el domingo. Iremos al Club Hípico y veremos a Amaranto. Ahora ¿no quisieras ir a cenar juntos... y después al Arrayán, como la primera vez?
— No. Ahora no. Estoy muy triste y enojada y no tengo deseos de hacer nada más sino irme a encerrar a mi departamento. Nos vemos el domingo igual que siempre.
Diciendo esto se fue dejando a San Julián con un beso extendido en los labios que no quiso recibir. Un siete. Tendrá que ponerme un siete, ya verá quién es Florencia Solis.
Se fue caminando hasta su casa, y en el trayecto fue pasando del enojo a la confusión y de esta al arrepentimiento y de nuevo al enojo y a la confusión:. ¿Quién soy, me lo pregunto de verdad? ¿Cómo puedo ser tan mala con un hombre así? Pero si de verdad me ama, no debió reprobarme, sabiendo que he sido buena alumna.. Claro que tampoco estuve yo tan bien en el examen. Pero es injusto, porque sabe que conozco la materia. Y después de un momento: El que me tiene así de mal es Marcel, no Fernando ¡Maldición!
Fernando recordaba ahora el asunto en silencio y con dolor, tendido en su lecho, dando la espalda a su esposa que en la cama contigua hojeaba distraída una revista mientras pensaba por dónde empezar para descubrir lo que le estaba sucediendo a su esposo. Sabía lo difícil que era hacerlo hablar de lo que no quería. Pero esta vez fue Fernando el primero en tomar la palabra.
— ¿Cómo están nuestras finanzas Roberta?
— Bien, como siempre, querido ¿por qué me lo preguntas?
San Julián no respondió. En su enamorada locura pensaba en la posibilidad de hacer feliz a Florencia comprando el fina sangre que ella tanto deseaba. Se imaginaba que si se lo regalaba ella perdonaría todo y serían nuevamente felices amantes. Preguntó nuevamente:
— Me imagino que están bien porque tú sabes de esas cosas. Lo que quiero saber es si tenemos dinero en efectivo o podríamos tenerlo de aquí a no mucho tiempo.
— En la cuenta corriente tenemos lo necesario para el mes, como siempre. Tu sabes que nuestros ahorros los tenemos invertidos en acciones y bonos. ¿Por qué me lo preguntas querido?
— Por nada. Es sólo una idea muy vaga. No tiene importancia.
— Pero sí la tiene, querido. Es primera vez que veo que te interesas por nuestro estado financiero. ¿Es que estás pensando en alguna inversión?
— Sí, algo así, pero perdona, no quiero molestarte con esto ahora. Fue sólo una idea que cruzó por mi mente. Olvídalo.
— Está bien, si no quieres contarme de qué se trata no importa. En todo caso, tú sabes que las acciones se pueden vender en cualquier momento si es necesario. Aunque en verdad no me gustaría hacerlo estos días, porque han bajado de precio y no es buen momento para venderlas. Pero si es necesario no perdemos demasiado si nos deshacemos de algunas...
— Está bueno saberlo, querida. Si llego a decidir algo lo hablaremos. Ahora durmamos, que es tarde.
Le dio un beso en la frente y volvió a recostarse de espaldas. Roberta apagó la luz pensando que todo aquello era realmente muy extraño. San Julián lloraba en silencio, confundido por todo lo que le estaba pasando, sin terminar de comprenderlo ni de comprenderse.
Luis Razeto
https://www.amazon.com/-/es/gp/product/B0753JSC6Q/ref=dbs_a_def_rwt_hsch_vapi_tkin_p1_i10