XII.
Marcel Rovira estaba cada vez más disconforme con el desarrollo de sus relaciones con Florencia. Deseaba poseer ese cuerpo magnífico que prometía sublimes placeres; pero ella parecía satisfecha con unos besos profundos y eróticos que se prodigaban largamente mientras caminaban por el parque o se sentaban en un banco de la plaza o bailaban en la disco. Ella, que no había tenido relaciones sexuales completas, había llegado a ser bastante experta en besos eróticos. Con sus labios y músculos faciales completamente relajados, succionaba los labios carnosos de Marcel, al tiempo que le llenaba la boca con su lengua alargada y recorría suavemente cada intersticio de su cavidad bucal. Marcel en cambio la besaba con labios y lengua impetuosa, que golpeaba a izquierda y derecha como una espada, que se retiraba y empujaba penetrando hasta el fondo, corcoveando como un caballo salvaje. A Florencia estos besos le proporcionaban verdaderos orgasmos que la hacían gemir, y suspirar cada vez que sus bocas se separaban un instante para volver a empezar inmediatamente con renovados bríos.
Estos placeres eróticos tenían para Florencia un atractivo adicional: saber y sentir que no perdía el control de la situación. Ella temía abandonarse enteramente a un hombre que pudiera hacerle perder la cabeza. No estaba dispuesta a entregarse a Marcel, que perseguía una sola meta: la rendición absoluta, respecto a la cual cada beso y cada caricia no era sino un medio perfectamente ejecutado con ese único objetivo. La diferencia entre ambos estaba en que Marcel, obsesionado por llegar a la meta, no era capaz de gozar cada momento por el placer que en sí mismo pudiera darle.
La insistencia de Marcel molestaba a Florencia, que se había hecho el decidido propósito de no dejarse dominar por la fuerza impetuosa y bruta del hombre. Todo en Marcel le atraía; pero había algo en él que le molestaba y le producía temor. Demoró varias semanas en identificar aquello que le disgustaba. Marcel carece de ternura. Ella podía sentirse subyugada por la fuerza de su sensualidad, pero no podría enamorarse de él. Y si no sentía en su alma aquello que entendía como el verdadero amor, por más que su cuerpo sintiera atracción y pasión, no estaba dispuesta a entregarse. Besarlo sí y dejarse besar cuantas veces quisiera: los besos eran sexo y placer sin compromiso. Pero la unión íntima de la entrega total era otra cosa: no la podía concebir sin que implicara una comunión íntima, la entrega vital de la persona entera más allá del puro sexo. No le daría, pues, aquello que su certera intuición le advertía que era lo único que buscaba Marcel. Había ya decidido, además, que el primero habría de ser San Julián.
Florencia aprendió a controlar la situación con el simple expediente de no ponerse nunca en una situación en que su intenso deseo sexual pudiera hacerle perder las defensas. Todo estaba en encontrarse con Marcel en lugares y situaciones en que el apasionamiento no pudiera deslizarse inadvertidamente más allá de lo que ella quisiera. Con simples excusas no aceptaba encontrarlo en su departamento ni dejarse llevar a ningún lugar donde aquello pudiera suceder.
Dos veces Marcel fue a golpear a su puerta en la noche; pero en ambas ocasiones ella reconoció sus pasos desgarbados en el pasillo y no se movió de la cama. En la siempre reiterada frustración de su deseo, Marcel no hacía otra cosa que acentuar su obsesión, y poco a poco empezó a incubarse en su mente un sentimiento oscuro muy parecido al odio. Sentimiento que se manifestaba, cuando estaba con Florencia, en besos cada vez más violentos de su parte, a los que Florencia respondía con esos labios y lengua relajadamente expertos que gozaban intensamente el placer del momento y que aprendían siempre nuevas formas de dar placer. Besos que harían la delicia de cualquier hombre que fuera apenas un poquito menos egoísta y obsesionado que Marcel.
La frustración y contrariedad de Marcel aumentaban día a día. No sería esa coqueta y frívola burguesita quien habría de vencerlo, a él que ninguna mujer era capaz de resistir; pero que en las últimas semanas ninguna tampoco había sido capaz de satisfacerlo completamente. Irritado, con el sentimiento oscuro que crecía escondido en su mente, empezó a usar su dominio de la palabra para herir a Florencia. Le decía frases sarcásticas y despectivas entre beso y beso. Ironizó con sus estudios burgueses; la acusó de frívola y superficial por el cuidado que ponía en su presentación personal; ridiculizó cada expresión suya en que aparecía alguna ingenuidad provinciana, cada comentario en que ella demostrara admiración por algo que hubiera visto o leído o escuchado de otros. Todo esto lo hacía para demostrarle superioridad en cada cosa, para debilitarla, disminuirla.
Esto a Florencia le hacía daño, pero no se decidía a dejarlo porque no quería prescindir de esos besos y esos magníficos placeres bucales que tenían la secreta virtud de humedecer sus entrañas. Además, Marcel era suficientemente astuto como para combinar siempre sus frases hirientes con expresiones amables y miradas seductoras. En realidad, los ataques que hacía a Florencia no eran sino otra forma de seducirla, y en el arte de la seducción él era un maestro que dominaba sagazmente tanto las tácticas del halago como las de la agresión. Así, con sus palabras, él la levantaba hasta el cielo, para dejarla luego caer a un pozo profundo, a donde iba después galantemente a recogerla.
Lo único que Marcel no utilizaba en sus conversaciones con Florencia para seducirla, era sin embargo aquello con que tal vez hubiera podido llegar a su corazón, allí donde se encontraba el resorte que podría haber despertado en ella el sentimiento necesario para llevarla a entregarse en la forma por él deseada. Marcel, en efecto, no quería hablarle a Florencia de su poesía. Para él la creación poética no tenía nada que ver con el amor. Su poesía transitaba por cauces completamente distintos y, además, no se imaginaba a Florencia, de quien apreciaba solamente su cuerpo y su sexo, capaz de valorar su Arte (que en su mente aparecía siempre con letra mayúscula). La única poesía que esa mujer fuera capaz de apreciar, seguramente sería aquella que habla de sentimientos y nostalgias y puestas de sol y amores adolescentes, lo cual él por supuesto odiaba y despreciaba con toda el alma.
— Háblame de tu poesía —insistió Florencia un día de abril en que estaban en el parque de la Quinta Normal, sentados en un banco a la sombra de un árbol que mecido por la brisa otoñal dejaba caer sus hojas amarillas. Parecían haberse agotado palabras y besos. La brillante luz de la tarde se había extinguido y los árboles se veían opacos. El silencio propiciaba intimidad.
— Mi poesía nada tiene que ver con los besos y no las escribo para lindas mujeres —respondió Marcel.
— Eso espero —replicó Florencia, —porque los besos me gustan reales, como tú sabes dármelos.
Marcel no esperaba esa respuesta. ¿Será que Florencia es capaz de apreciar algo más que vestidos, bailes y besos? Una idea pasó por su mente. Recorrió con la vista las copas de los árboles, hizo un amplio gesto con el brazo como queriendo abarcar todo el parque y comenzó a recitar pausadamente, mientras con movimientos de brazos y manos fue mostrando lo que decían los versos:
Soledad… Tristeza...
El paisaje antes hermoso
ya no luce sus encantos.
Opaco...
Cubre el suelo un leve manto
de hojas secas, caídas.
Soledad… Tristeza...
La brisa otoñal
mece las hojas amarillas,
que al susurro del viento
bailan acompasadas.
Una hoja se desprende...
Baja lenta, insegura.
Con sus hermanas caídas
va a juntarse prontamente.
Cae inerte… Se confunde...
Ya nadie se acordará de ella.
Soledad… Tristeza...
Florencia le escuchó arrobada. Sentía que en esos versos estaba contenida toda la magia de ese atardecer otoñal. Se produjo un largo silencio; pero comprendiendo que Marcel esperaba su opinión la dio con sincera admiración:
— ¡Es hermosa! ¡Cómo has logrado captar en tus versos la magia de este lugar y de este momento!
— ¡Es última! ¡Puro sentimentalismo vacío! ¡Ya me imaginaba yo que te gustaría!
— ¡Pero es una poesía tuya! Y refleja una situación de desamparo, en perfecta armonía con el momento. ¿Por qué niegas esa parte de tu alma? ¿Por qué desprecias un sentimiento verdadero? ¿Por qué desdeñas lo que brota de tu corazón en este instante maravilloso?
— ¡Te equivocas completamente! Esos horribles versos son puro romanticismo despreciable. ¿O tú crees que la poesía se improvisa así, juntando palabras dulzonas? No. La poesía es el resultado de un trabajo riguroso, diría científico, si esta palabra no se usara para referirse a las estupideces que estudias en tu despreciable facultad.
Con estas palabras Marcel ponía de manifiesto el aspecto más pequeño de su alma. En realidad, él estaba halagado por la sincera admiración de Florencia, pero no podía admitirlo. También la había engañado, haciéndole creer que esos versos los compuso en el momento, cuando en realidad los había escrito hacía muchos años, cuando era un adolescente imberbe de doce años.
La verdad es que Marcel sabía apreciar y discernir la verdadera poesía, pero él mismo no era un creador. Era por eso que quería despreciar esos versos, que sabía que no eran inferiores a lo mejor que había logrado después en tantos años de esfuerzo poético. En todo caso, el hecho de recordarlos todavía y el tono profundo y sentido de su voz al recitarlos, ponían de manifiesto que encontraba en ellos más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Además, algo en su rostro delataba cierto orgullo por haber sido capaz de crear esos versos cuando era todavía niño.
Con esa poesía había ganado un premio en el colegio, y lo que fue más importante en su vida, fue esa misma poesía la que en su infancia le llevó a creer que llegaría a ser un gran poeta, alguien que habría de hacer algún día una contribución completamente original y perfecta a la poesía universal. Idea descabellada que lo atormentó durante toda su adolescencia y que se convirtió con el tiempo en una verdadera obsesión.
En cada nueva poesía que creaba ponía todo el ardor de esa obsesión y muchas veces llegó a creer que finalmente se acercaba a algo que valiera realmente la pena; pero cuando pasaban algunos días y releía el fruto de su esfuerzo, venía siempre el desengaño, la frustración inevitable.
Así fue como Marcel desarrolló una personalidad patética. Su obsesión se sostenía sobre una voluntad férrea e inquebrantable, que a su vez se sostenía en su obsesión. Tenía voluntad pero no vocación de poeta: no había sido elegido para ser portavoz de la belleza intangible de la Idea. O él no había dispuesto su espíritu para serlo: porque no había creado en su adolescencia esa zona de silencio interior, ese hábito de recogimiento y de amor por la belleza, que son lo que hacen apto al hombre para la actividad creadora. Estaba movido por el deseo del triunfo y la voluntad de autoafirmación. Perseguía obsecado su propia quimera, en vez de buscar pacientemente los rastros sublimes de la belleza.
No es raro que el hombre que escucha la voz del espíritu y sigue obediente su vocación creadora se aparte del común de la gente y viva en un mundo todo suyo. Le molesta la frivolidad, la inconsciencia, la liviandad y las pequeñas ambiciones que constituyen la vida corriente de muchos, y a menudo vive apartado, pues necesita silencio para escuchar atento los recados e inspiraciones que le llegan de lo alto y que, considerándolo su tesoro, no puede permitirse dejar pasar y perder. Desprecia la mediocridad; pero no puede despreciar nunca a las personas, pues ha sido llamado para entregarles el fruto de su obediencia y trabajo especial. Convierte su inspiración en obra, precisamente para transferir a los otros el don que la gracia le ha concedido.
No era esa la actitud de Marcel ni así se explicaban su desdén y desprecio del mundo en que vivía. El proyectaba sobre los demás su propia frustración, y la crítica feroz a que sometía las costumbres burguesas era consecuencia de una oscura necesidad de sostener su desmedido ego por encima de todos. Los juicios tremendos que emitía sobre cualquier cosa que despertara el interés o la admiración de los demás, escondían el temor y el deseo de evitar ser tocado por el juicio que podría merecer su obra, que él mismo desdeñaba y juzgaba interiormente con excesiva severidad.
Con todo, sería muy injusto decir que Marcel fuera un hombre mediocre. Estaba dotado de una inteligencia poderosa, de una voluntad avasalladora, de una aguda percepción, de una especial capacidad de descubrir las debilidades del hombre y de sus obras. Si hubiera canalizado esas facultades en términos más positivos; si hubiera puesto algo de amor en su relación con el mundo; si tan sólo hubiera estado menos encerrado en sí mismo, hubiera podido ser, por ejemplo, un destacado crítico literario, un compositor de hermosas canciones, un penetrante teórico del arte, o incluso un talentoso poeta.
De hecho, Marcel había desarrollado una fascinante aunque desquiciada teoría poética con la que desde hacía ya varios años orientaba su esfuerzo creativo. Más que en los versos a que daba lugar, era en esa teoría poética donde residía toda la fuerza de su espíritu negativo. Y más que en su poesía, era en su vida tan desquiciada como fascinante donde aquella teoría encontraba su más cabal concreción.
El duro juicio que hizo Marcel sobre la romántica poesía que escribió en su adolescencia y que Florencia creía improvisada en el momento, muy lejos de disminuir la admiración que en ese momento sentía ella por él, la acrecentó; y junto a la admiración surgió en ella el deseo de conocer cómo sería aquella que Marcel consideraba "verdadera" poesía.
— Si no te gusta y así piensas de esos versos ¿por qué me los creaste y por qué los recitaste con profundo sentimiento?
— Quería solamente comprobar que tus capacidades poéticas se quedaron estancadas en la mediocridad, hundidas en el pantano de lo que te enseñaron en el colegio. ¡No eres más que una de tantas mujercitas románticas cuyos ojos se llenan de lágrimas con cualquier sentimentalismo artificial y barato!
— ¿Por qué me agredes otra vez? ¡No he hecho más que admirar una obra tuya! —se quejó Florencia con verdadera tristeza que, ahora sí, hizo brotar de sus ojos dos lágrimas claras.
Pero Marcel, siempre atento a cualquier oportunidad de húmeda libación que pudiera presentarse, recogió profanamente con su lengua esas lágrimas y las trasladó directamente a la garganta de Florencia, que saboreó dulcemente su amargo sabor.
Media hora después Florencia, cuya curiosidad por la poesía de Marcel se había irresistiblemente despertado, volvía sobre el tema:
— Lo siento Marcel, pero a mí tu poesía me gustó mucho, tanto que pienso que debieras escribirla inmediatamente antes de que la olvides, y aunque tienes razón en que puedo no ser capaz de apreciar la que tú consideras verdadera poesía, en verdad quisiera conocerla. ¿No podrías recitarme ahora algunos otros versos tuyos? Tal vez no esté tan empantanada como crees y sea capaz de disfrutarlos también.
— Mi poesía no está hecha para disfrutar sino para sufrir y destruir. De modo que no es para ti, ferviente gozadora de la vida que, sin embargo, te resistes a aceptar el único placer verdadero que desde que te conocí intento proporcionarte.
No podía sospechar Florencia que en esa frase lapidaria estaba contenida la esencia de la teoría poética de Marcel; pero lo que entendió fue suficiente para hacer crecer en ella el interés por conocer tan extraña poesía. Pero como las artes seductoras de Florencia no tenían en Marcel el efecto que podían alcanzar en Fernando San Julián, por más que insistió esa tarde en que le mostrara algo de su obra poética no obtuvo sino una reiterada negativa.
¡Pues ahora —pensaba ella esa noche mientras trataba de conciliar el sueño en su cuarto, —tengo no sólo uno sino dos grandes secretos que descubrir: la idea genial de Fernando San Julián y la demoledora poesía de Marcel Rovira! ¡Madre mía, con qué hombres sorprendentes me he venido a enredar aquí en Santiago!
Luis Razeto
LA NOVELA EN PAPEL Y EN DIGITAL LA ENCUENTRAS AQUÍ:
https://www.amazon.com/gp/product/B0753JSC6Q/ref=dbs_a_def_rwt_hsch_vapi_tkin_p1_i9