XXIII.
Florencia entró al casino de la facultad. Pidió café y un sandwich y buscó con la mirada dónde sentarse. Vio que alguien desde una esquina le hacía señas para que se acercara. Era Fedora que la llamaba a su mesa. Florencia sintió alegría al verla. Hacía tantos días que estaba triste y encontrarse con su amiga era un alivio. Fue a sentarse con ella, que la acogió cariñosamente diciendo:
— ¡Hey mujer! ¿Cómo has estado? Te he visto fugazmente. Llegas y te vas como si te estuvieran aguijoneando. ¿Es que no te dejan respirar eh?
— No, no es eso. —respondió Florencia. —Es sólo que tengo mucho que estudiar.
— Vamos querida ¿a quién crees que engañas? Tengo más experiencia que tú y sé cuando alguien tiene que estudiar y cuando algo más que sus estudios la distraen. ¿Acaso es nuestro amigo Marcel el que te tiene apurando el paso?
— ¿Marcel? ¿Por qué piensas eso?
— Tengo ojos, cariño. ¿Recuerdas que te advertí en la fiesta que te cuidaras de él? Al parecer no oyes los buenos consejos. Marcel no es para ti ni para nadie ¿sabes? El está en constante pugna con el mundo y consigo mismo.
— No. No es Marcel —se apuró en responder Florencia.
¿Por qué le mentía? La verdad es que Florencia ni siquiera tuvo conciencia de no estar siendo veraz con su amiga. Le sucedía a menudo que sus palabras expresaran algo distinto e incluso lo contrario de lo que en realidad sucedía o sentía; pero no entendía eso como falsedad de su parte. Para ella la conversación podía ser un intercambio intrascendente de frases dichas según las circunstancias y el interlocutor, que no la comprometían. Lo importante era que las afirmaciones fueran creíbles para el otro y que llevaran la conversación por un cauce entretenido, o que sirvieran para el objetivo que se hubiera propuesto para la ocasión. Si ella no quería hablar de algo, con toda naturalidad desviaba la conversación respondiendo lo que se le ocurriera en el momento. No es que mintiera o engañara: simplemente no tenía conciencia de que puede ser importante que las palabras correspondan a la realidad. O tal vez era así porque rehuía comprometerse al hablar, intuyendo que el compromiso se produce inevitablemente cuando se dice la verdad. Si le hubiera dicho a Fedora que sí, que Marcel la tenía por las cuerdas ¿cómo hubiera podido evitar que ella le hiciera otras preguntas y que tuviera que contarle todo lo que le estaba pasando esos días, de lo cual no tenía ninguna intención de hablar absolutamente con nadie? Sin duda, de haberlo hecho le hubiera servido, se habría sentido aliviada, su amistad con Fedora hubiera crecido y hecho más profunda, y ésta, como buena amiga, tal vez le hubiera hecho ver cosas y aspectos importantes para enfrentar mejor la situación en que estaba. Pero nadie le había dicho, o si se lo habían dicho no lo había asimilado, que la veracidad y el compromiso que brota de ella son lo único que permite que entre las personas se establezcan vínculos profundos e indestructibles. Pero en ese momento lo que a Florencia interesaba era que Fedora le hablara de Marcel, por lo que dijo:
—A propósito, tú lo conoces muy bien ¿o me equivoco?
— No, no te equivocas. Durante un tiempo vivimos juntos y créeme que no fue como vivir un sueño rosa con él, todo lo contrario. Siempre estaba angustiada, preocupada, enamorada y todo eso.
— ¿Cuánto tiempo estuvieron juntos?
— Como seis meses. Fue maravilloso en un comienzo, es un excelente amante y sabe muy bien cómo conseguir lo que desea.
Fedora se llevó un cigarrillo a la boca y bebió un sorbo de café. Haciendo un gesto como para olvidar malos recuerdos añadió:
— ¡Bueno amiga! No nos pongamos melancólicas: eso es ya parte del pasado. ¿Y tú qué dices? Espero que no te haya seducido, mira que Marcel no tiene escrúpulos cuando quiere conseguir algo que se propone.
— Y si así fuera ¿eso te pondría celosa?
— ¡No! ¡Claro que no! Pero, no pienses que esta conversación es porque esté celosa o algo así. Es sólo que creo que las amigas y sobre todo nosotras las mujeres debemos ayudarnos cuando nos encontramos con tipos como Marcel, que lo único que desean es satisfacer su propio ego. Lo que te digo no es por nada más que para que seas precavida. ¡Allá tú si te involucras o no! Pero si lo haces será por tu propio deseo, y no digas después que no te lo advertí. Además, es porque te quiero mucho. Hemos llegado a ser buenas amigas y lo menos que puedo hacer es advertirte. Pero no pienso intervenir en tu vida sentimental. Para eso eres bien grande: no es necesario que te digan qué hacer.
— Lo sé, lo sé —respondió Florencia mientras pensaba: Ya idearé algo para alejarlo para siempre.
— ¡Hey! Ya tengo que irme, mira la hora que es. Tengo que estar a las siete de la tarde en punto en Irarrázaval con Pedro de Valdivia. Pablo me estará esperando.
— ¿Y quién es Pablo?
— Mi nuevo amor. Es maravilloso y creo que estoy nuevamente enamorada. Eso es lo que a ti te hace falta Florencia: e—na—mo—rar—te chica, pero de alguien que te convenga, que te quiera mucho. Además, no me explico por qué siendo tan bonita no encuentras algún novio. Mira que en las clases no pasas desapercibida ni para el más despistado; y eso incluye al insípido de San Julián.
Florencia abrió enormes sus ojos azules al escuchar la última frase de Fedora, y preguntó tartamudeando:
— ¿Por qué crees eso?
— Pues ¡porque se nota! Oye, ya tengo que irme o si no me quedo sin novio. Nos vemos mañana en clases.
Y desapareció de la cafetería rápidamente. Florencia se quedó sola con sus pensamientos. Sus sentimientos se fueron confundiendo cada vez más. Las apreciaciones de Fedora no distaban mucho de la realidad y ella lo sabía. Ya no se sentía reina, y lo que tenía por delante era la dura tarea de recuperar el control de sí misma. Marcel no me la ganará.
La lluvia de fines de junio había cesado y desde la ventana se podía observar la humedad en las calles. Florencia se sentó a mirar lo que sucedía allá afuera. Observó por primera vez que su departamento daba, más allá de la calle, ante una extensa alameda de bellos árboles erguidos, con una gama de colores que fluctuaban: rojizos, amarillentos, verdes, cafés... Se dio cuenta no sin sorprenderse, de que nunca se había detenido a ver lo que había frente a su ventana. ¿Qué ocurría con ella? ¿Dónde había quedado esa seguridad que la caracterizaba y que la hacía conseguir siempre lo que deseaba? Había algo que no andaba en todo aquello. En verdad nada andaba como debiera.
Sus pies estaban fríos pero no deseaba incorporarse para abrigarlos. Tampoco quería colocarse algo más grueso, aunque empezaba a helarse entera. Su delgado camizón le cubría sólo hasta un poco más arriba de las rodillas, pero no deseaba dejar la posición en que estaba.
Sintió que su estómago se encogía. Un desvanecimiento quiso vencerla. Sus ojos estaban vidriosos y sus pómulos le dolían. ¡Qué sensación extraña era ésa! Dolía, todo parecía frío en el departamento, había completo silencio, todo estaba desordenado. Ella quería desaparecer, no existir en ese instante, porque estaba allí derrumbada, mirando por la ventana hacia la nada, percibiendo sólo la extraña mezcla de colores que producían los árboles.
Sus pensamientos vagaban ahora desordenados y sin rumbo. Algo frío y húmedo rodó por su mejilla haciéndole perder de vista los árboles. ¡Ya no los veía, una lluvia interna los ocultaba!
¿Cuántas horas había pasado así? No lo sabía ni le interesaba. Pensaba... No quiero volver a verlo más. Lo detesto, no lo soporto. Le diré que no venga más ni me llame, que no deseo seguir adelante con este estúpido juego. Sí, eso le diría. Después de todo ella estaba hecha para triunfar y una contrariedad como esta no cambiaría las metas que se había fijado para su vida. Después de lo ocurrido, ella al fin y al cabo seguía siendo la misma ¿o no? No, de verdad que no tenía respuesta por ahora. Tenía que pensar, pensar, pensar mucho en lo que hacía. Muchas chicas de su edad habían tenido algún amante y luego se habían distanciado de ellos para seguir su vida y eso no las alteraba. La misma Fedora era un ejemplo. Pero su caso era distinto: ella tenía dos amantes. Uno que le provocaba ternura, tranquilidad y seguridad de ser querida. Sí, esa seguridad que ella quería sentir siempre. Y otro que le daba miedo pero que le producía todo tipo de sensaciones eróticas, su cuerpo vibraba con su contacto, sus caricias poderosas, sus besos que habían encendido en ella una pasión carnal que no sabía cómo controlar, un fuego que le recorría el cuerpo de pies a cabeza cada vez que lo veía o escuchaba llegar. Entonces ¿estaba segura de decirle todo aquello de que no quería verlo nunca más? Y la respuesta era casi compulsiva. ¡NO! No podía hacerlo, no podía, lo necesitaba. El satisfacía sus más íntimas fantasías de mujer joven, su sexualidad que había aflorado por todos los poros de su piel, como nunca antes la había sentido. Ni siquiera con San Julián, con quien había pasado días tan bellos y felices. Necesitaba amor. Pero eso era lo que Marcel no podía darle: él no conocía esa palabra. Si ni siquiera se quería a sí mismo. En la vida de él no cabían los sentimentalismos, ni las debilidades. Eso no iba con su forma de ser. Sabía también que no podía enfrentarlo; que él era más fuerte y que al enfrentarlo él aumentaba su poder y su deseo. Se le ocurrió entonces que si ella se pusiera ante Marcel como niñita débil y sumisa probablemente sería él quien muy pronto la dejaría de lado. Sería lo mejor para mí. Pero ¿qué haría con San Julián? ¿Qué actitud tomaría con él de ahora en adelante?
Hacía ya dos semanas que el profesor trataba de concertar una cita con ella fuera de la sala de clases, pero Florencia astutamente lo había esquivado diciéndole que debía estudiar mucho, que venían los exámenes del semestre y no tenía tiempo para distraerse más de la cuenta. Se preguntó si debiera decirle a Fernando que todo entre ellos había terminado. Que todo lo que habían vivido hasta hacía un par de semanas, y esos días felices y locos en su parcela de Talca, había sido todo muy bonito y entretenido, pero era ya parte del pasado y que ella no estaba interesada en continuar con ese asunto. Podría decirle que no quería dañar la relación con su esposa y su familia. Y si él insistía, le diría que ella era joven y necesitaba a alguien que la pudiera acompañar en todo lo que deseaba hacer: salir, ir a fiestas, compartir con sus amigos, y que con él no podría hacer muchas de esas cosas que eran normales a su edad y que ella deseaba vivir. Que él no encajaba en su vida, ni ella en la de él. Él ya tenía su vida hecha y dentro de ésta no había espacio real para ella. San Julián no se podría negar ante tales argumentos; después de todo, ella tenía mucha razón en todo aquello.
Los pensamientos de Florencia fueron interrumpidos bruscamente por el teléfono. Tomó el auricular y escuchó la voz agitada y nerviosa de San Julián al otro lado de la línea.
— Querida, ¡eres tú!
— Sí —respondió ella escuetamente.
— Te he llamado tantas veces y creí que nuevamente no te encontraría. ¿Cómo has estado?
— Bien, bien ¿y tú?
— Preocupado. Quiero verte, necesito verte pronto o si no creo que me voy a volver loco. Por favor ¿no puedes hacer un alto en tus estudios y dedicarme algún tiempo? Prometo no quitarte demasiado, sólo quiero verte. ¿Qué me dices?
— Está bien. ¿Por qué no vienes a mi departamento para que charlemos un rato? ¿Puedes venir?
— Sí, iré inmediatamente.
— Espera. Dame un par de horas, tengo algo que hacer antes y si te adelantas no me vas a encontrar.
— Está bien, así lo haré.
Florencia colgó el teléfono. Sintió que no había sido muy cortés, pero era mejor así, más pronto se desilusionaría. Quería tomarse un respiro antes de enfrentarlo, pensar cómo empezaría su diálogo con él, cómo le diría lo que había decidido. Dejó caer el camisón y se dirigió a la ducha. El agua tibia era algo que la hacía sentirse como nueva, fresca, relajada. Estuvo bajo el chorro largo rato, no quería salir de allí, pero pensó que el tiempo transcurre rápido y Fernando podría llegar en cualquier momento. Se apresuró a salir. Se envolvió en una toalla, tomó otra con la que cubrió su cabellera que chorreaba agua por su blanca y tersa espalda.
En su habitación abrió el ropero y recorrió con la vista toda su ropa. Debía escoger algo sobrio, no muy llamativo. No había mucho que escoger porque últimamente no había tenido ganas de lavar ni de planchar su ropa. Tomó unos jeans negros, se colocó una camiseta de algodón blanca y se introdujo en sus botas negras de gamuza. Ese atuendo la hacía verse más esbelta y delgada, pensó, pero ya no tenía tiempo de buscar otra cosa. Se frotó nuevamente el cabello con la toalla y con los dedos intentó ordenarlos un poco. Puso algo de crema en su rostro y coloreó levemente sus labios con un tono rosa. Cuando iba a poner rubor en sus mejillas sonó el timbre. Se apresuró a colorearlas y fue a abrir.
Frente a ella un enorme ramo de finas rosas. El muchacho le preguntó si era la señorita Florencia Solís y le hizo firmar retirándose rápidamente. Ella quedó turbada en la puerta con el ramo de flores que llevó a su pecho y sus labios. Se dio cuenta que había una tarjeta donde leyó : De quien te ama intensamente: Fernando San Julián.
No se lo había esperado. Pensó que aquél era un golpe directo al corazón de cualquier mujer, que a ella la descolocaba completamente. Tuvo la clara sensación de que sus argumentos se habían desarmado, que se desvanecían en el aire. Puso las rosas en un jarrón, lo llenó de agua y llevó a su habitación, colocándolo sobre una repisa donde dejaba habitualmente sus libros, los que ahora tomó y tiró dentro del ropero.
Sintió unos suaves golpes en la puerta; era San Julián que llegaba. Al abrir lo encontró parado allí con una tímida sonrisa dibujada en sus labios. Lo invitó a pasar.
Un minuto después, mientras Florencia preparaba café, San Julián se acercó a ella por la espalda, la rodeó con sus brazos por el cuello y le susurró al oído:
— ¡Te quiero, te amo, te necesito, te deseo! Me siento abandonado si no estoy contigo, si no te veo cada día. No sé lo que me ha pasado. ¿Sabes? Nunca me había sentido así, ni siquiera cuando me casé...
— Fernando, tengo algo que decirte.
Fue lo que alcanzó a decir Florencia, porque San Julián la interrumpió:
— No, ahora no cariño, escucha tú primero lo que tengo que decirte. Me imagino lo que piensas, lo que quieres decirme. Yo sé que puedo estar equivocado contigo, pero no puedo dejar de pensar en ti: estoy enamorado y no sé qué hacer. Nunca he sentido esto por una mujer. Sé que hay diferencias entre los dos, pero las podemos superar. Sólo díme cómo quieres que haga las cosas y las haré como quieras. Sólo necesito algo de tiempo, sabes. Eres tan hermosa, tan bella.
Hundió la cabeza en su cabello. Florencia sintió que su corazón empequeñecía y no se atrevió a abrir la boca. Esta escena le quebraba todo su esquema. Pero al apreciar la debilidad del profesor pensó que las palabras con que él le expresaba su amor eran torpes e inapropiadas. Ella no quería eso: no era lo que hubiera esperado de un hombre al que había admirado y del que quería protección. Después de todo lo que había sufrido y gozado esas semanas con Marcel, sintió que algo así como una oscura maldad afloraba en su mente, un deseo de dominarlo tal como sentía y sabía que Marcel lo hacía con ella. Una confusa idea de que podía vengarse de Marcel en la persona de Fernando; vengarse del destino y de la vida y de su tristeza de mujer vencida.
— Ven, cariñito mío, ven a mi cama.
Y allí lo hizo gozar aplicando conscientemente lo que había aprendido con su amante más joven. Le dio sexo impetuoso y refinado. Una relación que empezó con San Julián tendido desnudo en la cama y ella, magnífica, parada frente a él, excitándolo con los dedos del pie, tal como lo había hecho Marcel una noche con ella. Una relación que concluyó cuando el profesor, exhausto y plenamente satisfecho, no la pudo retener en sus brazos cariñosos porque Florencia se desprendió de sus manos, se bajó de la cama y fue directamente a meterse a la ducha.
Se sintió mal. Se dio cuenta de que San Julián no merecía ese trato. ¿Cómo he podido ser así? Hice justo lo contrario de lo que pensé que debía hacer. No me entiendo. No entiendo nada.
Media hora después, mientras se servían un café en silencio, Fernando trató de abrir una conversación.
— Ibas a decirme algo cuando llegué...
Nada importante. Solamente que no me he sentido muy bien y que me he atrasado en el estudio.
— Si quieres te ayudo...
— No te preocupes. Tengo los apuntes que me pasó un compañero.
— Mmm. Recuerda que el próximo martes tenemos el examen semestral.
— Lo sé. Me encerraré a estudiar.
— Está bien, princesa mía. Pero no te olvides de que te amo intensamente.
Luis Razeto
https://www.amazon.com/-/es/gp/product/B0753JSC6Q/ref=dbs_a_def_rwt_hsch_vapi_tkin_p1_i10