XXX.
San Julián empezó a inquietarse. Eran las siete de la tarde. Hacía más de media hora que esperaba a Florencia en su estudio. Los profesores y el personal administrativo de la Facultad se habían retirado hacía rato y era el único que permanecía en su puesto. Le tenía una sorpresa, con la que quería mitigarle la pena por la pérdida de Amaranto: un par de aros y un brazalete muy finos que había comprado en la mejor joyería de Santiago. "Es para una joven de ojos azules intensos y quiero lo mejor para ella", había explicado a la mujer que lo atendió. Esta se había esmerado y San Julián firmó el cheque feliz, sin pensar en lo abultado de la cifra. Se había preocupado también de comprar exquisitos strudels, tener café a disposición y un fino licor francés, con todo lo cual esperaba agasajarla e iniciar así una velada que esperaba que fuera muy íntima.
Pasaban intranquilos los minutos; pero no se imaginaba que ella pudiera fallar, porque en la tarde habían vuelto a confirmar por teléfono la cita. Recordó una frase de su padre: "la puntualidad es la cortesía de los reyes". ¿Por qué su reina lo hacía esperar? Otro cuarto de hora, y otro más, y todavía uno más. ¿En qué momento la espera de una mujer amada deja de ser deliciosa y se convierte en atormentadora duda?
No vendrá. ¿Le habrá pasado algo? No tenía forma de imaginar nada concreto. Con el alma adolorida de verdad se dispuso a abandonar la casa de estudios. Guardó las joyas y el licor en el escritorio. Pensó en comerse uno de los pasteles, lo probó, lo encontró amargo y lo dejó. Los envolvió sin saber qué hacer con ellos. Finalmente, cuando iba a abandonar la oficina, los tiró al papelero: de ellos se encargarían en la mañana los aseadores. En ese instante sonó el teléfono. Corrió a contestar.
— Fernando, sabía que aún estarías ahí. Lo siento, no pude llegar. Te llamo desde un teléfono público. Quedé de pasar a buscar un cuaderno donde un compañero y aún no llega.
— No importa ¿nos vemos igual?
— No Fernando, estoy lejos. Nos vemos mañana sin falta, a la misma hora ¿te parece?
— Está bien.
San Julián se dejó caer en la silla. No merezco que me trate así. ¿Qué le he hecho? ¿Por qué no se preocupó de avisarme antes?¿Acaso no conoce mis sentimientos? Sí, los conoce, porque cuando al fin me llama dice que sabe que estaré aún esperándola. ¡Como si fuera normal esperarla una hora! Y luego, sí, está lejos; pero eso ¿qué importa? No es tan tarde y habría ido gustoso a buscarla a cualquier parte. Además ¿será tan importante ese cuaderno? Ella no le da tanta importancia a los estudios. No. Ella no me quiere. Pero al menos podría respetar mis sentimientos: ¿cómo puede despreciarlos así?¡Yo no merezco este trato! ¿O sí, ¡por estúpido!? Ella es descortés, sí, y sin embargo ¡mierda! la quiero. Al menos la veré mañana.
Esos tristes pensamientos dieron vuelta en su mente cien veces por la noche sin dejarlo dormir. Cuando llegaba al último de ellos —"al menos la veré mañana"— cerraba los ojos y se disponía a dormir; pero muy luego comenzaba de nuevo todo desde el principio: "No merezco que me trate así".
Llegó a su oficina con los ojos hundidos. Se le ocurría pensar que ella podría llamarlo, darle alguna explicación, confirmar la cita de la tarde. Pero en vano. Fumó un cigarrillo llenando el estudio de humo. No podía trabajar. Pasaron las horas. Si no me llama es porque no hay novedad: nos veremos en la tarde. Sí, es mejor que no suene el teléfono porque si me llama podría ser para cancelar la cita, como tantas otras veces lo hizo. Si no hay noticias no hay novedad. No puede ser tan desconsiderada que si ha cambiado de idea no me llame y me lo diga de inmediato. ¿Pero cómo estar seguro? Debo verla, tal vez tenga hoy clases y la encuentre en los patios. Miró la hora y concluyó que en ese momento era más probable que estuviera almorzando en la cafetería.
Estaba allí, sola en una mesa hojeando un cuaderno. Se acercó y le preguntó sin sentarse, casi rogando:
— ¿Nos vemos en la tarde verdad?
Ella movió la cabeza, le habló de otra cosa, algo sobre el cuaderno. El, con un tono más firme, previendo la respuesta:
— Te pregunté si nos veríamos en la tarde.
— No. Hoy no puedo.
Florencia vio que el rostro de Fernando se demudó. El pronunció entonces, con hondo sentimiento, las primeras palabras de enojo que nunca imaginó que podría decirle:
— ¡Eres descortés!
Lo dijo con hondo sentimiento, con profunda verdad. Para él la cortesía es lo mínimo que se deben los seres humanos por el solo hecho de serlo. La cortesía se la debemos incluso a quienes nos son indiferentes, a quienes nos son desagradables, hostiles. Hasta a nuestros enemigos. En las películas a menudo los bandidos que van a matar a sus víctimas a sangre fría son corteses con ellos. Para Fernando ser descortés es lo último en las relaciones humanas y se lo dijo pensando en ello. Se lo dijo suavemente, con exterior cortesía, pero en su fuero íntimo sabía que era el insulto mayor que podría decirle.
— No, no lo soy —respondió Florencia.
San Julián se alejó sin decir nada, descortés él mismo. ¿Por qué será que nos contagiamos tan fácilmente con lo malo? ¿Pero fue descortesía la suya o simplemente que no pudo hablar por esa mezcla de tristeza e ira que lo envolvió impidiéndole permanecer en su presencia? Se fue pensando que no quería verla nunca más, que debía olvidarla. Pero ¿cómo? Eso era imposible, porque al menos cada semana la tendría ante su vista en clase. Y además, la amaba. No. Quería volver a verla. Pero —decidió en ese momento recurriendo a la última gota de dignidad que le quedaba— no sería él quien la llamara ni buscara. Tendría que ser ella quien diera el primer paso, al menos un pequeño paso, una explicación razonable. Si no lo hacía, si el amor, la amistad o lo que fuera que ella sintiera por él no era más fuerte que su orgullo seguramente herido, ese amor, amistad o lo que fuera no valdría nada, no lo quería, sólo podría provocarle nuevos sufrimientos. Pero en ese momento tuvo la certeza de que ella no lo haría, porque además de ser descortés me evita. Todo entre ellos había entonces terminado. Se encerró en su estudio y lloró como un niño.
Ella no lo llamó. Pero San Julián no dejó de esperar. Aquella certeza que tuvo en un momento de que todo había terminado se desvaneció poco a poco en su mente, oscurecida por el deseo intenso de volver a encontrarla. Después de todo, en cualquier pareja de enamorados se producen desencuentros que los hacen distanciarse e incluso terminar formalmente —lo que entre ellos ni siquiera había sucedido—, y vuelven. El amor que es más fuerte los atrae, todo se aclara y superado el motivo que los mantuviera transitoriamente alejados, la comunicación, el amor y la pasión se perfeccionan, purificados por el dolor del distanciamiento. La unión se profundiza. Estas ideas le fueron devolviendo el optimismo, pero aún así se resistía a dar el primer paso. Tenía la secreta esperanza de que el desentendimiento —así empezó a llamarlo— no hubiera sido para ella algo tan serio, tan grave como él lo había vivido. Después de todo, Florencia es joven y no siente las cosas con igual hondura como puede sentirlas un hombre maduro.
Con este nuevo estado de ánimo San Julián volvió a trabajar en su investigación. Era allí, en su estudio, donde debía esperar que ella volviera, porque era donde le sería más fácil hacerlo, estando tan a la mano y debiendo Florencia asistir regularmente a las clases. Llegaba más temprano que nunca en la mañana —por cierto, la nueva secretaria no hizo sino disgustarse y continuó llegando a trabajar con más de media hora de retraso respecto al horario establecido—, y se retiraba cada día entrada ya la noche. Fernando quería darle de ese modo a Florencia todas las oportunidades.
Con este ritmo de trabajo la investigación avanzó rápidamente y San Julián casi no se dio cuenta cuando llegó al final. ¡La había terminado! Sólo le quedaba el trabajo rutinario de las revisiones y luego traducirla al inglés, lo que debía hacer con gran cuidado aunque fuera esa la parte más aburrida, la única verdaderamente aburrida, de todo el trabajo.
Empezó a hacerlo lentamente, sin mayor incentivo. Sin el estímulo del trabajo intelectual creativo, el profesor empezó a sentirse terriblemente vacío. Antes podía esperar nuevas ideas, establecer relaciones con otros conceptos científicos o filosóficos, y el trabajo era algo que lo ayudaba a olvidarla, o al menos, que ponía a Florencia fuera de su conciencia mientras se ocupaba en los conceptos y las fórmulas. Pero ahora la espera era solamente espera. Y la pura espera, la espera absoluta, hacía que las horas, los minutos, fueran interminables. La nueva secretaria había sacado de la puerta el cartel que rogaba no interrumpir al profesor, y tampoco atendía sus llamadas, de manera que cada vez que alguien golpeaba a la puerta o que sonaba el teléfono, Fernando saltaba pensando que sería ella. Inútilmente: sólo sobresaltos carentes de sentido.
Florencia se sentó en la cama. Había tomado finalmente una decisión: llamaría a Fernando, le diría que lo sucedido no volvería a pasar nunca más. No lo dejaría esperando otra vez, pero no sólo eso. Se había dado cuenta de que no se estaba comportando lealmente con él y que lo hacía sufrir inútilmente. Él en cambio era tan bueno con ella, tan comprensivo, le aceptaba todos sus caprichos. Ella también lo quería. Se había enamorado de él, sí, se enamoró de él cuando lo conoció. Si no ¿por qué se había pasado las vacaciones, después de haberlo encontrado casualmente en El Arriero, esperando volver a verlo, imaginando que aparecería en cualquier momento? ¿Y por qué si no, al volver a encontrarlo en el momento menos esperado, en su primer día de universidad en Santiago, sintió tanta alegría? ¿Y todos sus deseos, sus fantasías, sus esfuerzos por conquistarlo? ¡Por eso se había entregado a él! ¡Y tanta felicidad que experimentó en aquella semana que compartieron en la parcela de Talca! Había sido tan torpe al enredarse con Marcel. ¿Por qué se dejó llevar por el deseo de sus besos? ¿Por qué si estaba enamorada del profesor empezó a salir al mismo tiempo con el supuesto poeta? No lo entendía, no se entendía. ¿Es que entonces no estaba realmente enamorada de Fernando? ¿Por qué después de que Marcel la había poseído aquella noche, sintió que su amor por Fernando se apagaba? ¿Por qué? No tenía respuestas por más que intentaba comprenderse. Fernando es tan tierno. Sí, ella lo quería ahora, nuevamente. ¿Enamorada? No estaba segura, pero sin duda lo quería mucho. Él era tan bueno. En el viaje a Europa la había vuelto a hacer feliz: se había olvidado de Marcel. Se acordó de él solamente en el sexshop, en ese local lleno de luces y sin embargo tan lúgubre, tan malsano. Sí, debía dejar definitivamente al poeta maldito. Pero ¿cómo liberarse? Una idea asomó en su mente, una idea loca y sin embargo...
Florencia se dirigió resueltamente al baúl donde había colocado las cosas inútiles que compró fascinada en Europa. Hurgó hasta encontrar el falo de goma. Lo colocó erguido debajo de un papel arrugado y le aplicó un fósforo encendido. Se rió a carcajadas al ver cómo ese trozo de plástico se encorvaba y perdía su apostura, cómo se derretía lentamente hasta quedar convertido en una masa informe de materia gris. Estaba contenta, como si el rito cumplido la hubiera liberado del verdadero miembro viril de Marcel.
Volvió a pensar en Fernando. Él la amaba, era generoso como ninguno, con su gentileza y cariño la hacía sentirse bien, con él se sentía segura, le daba gusto en todo. Era un muy buen amante, y aunque ella le dijera que no era todavía en eso un experto, la verdad es que él le entregaba su cuerpo en forma tan exquisita. A ella le encantaba explorar cada parte de ese cuerpo que se excitaba tan fácilmente; sentir sus reacciones, despertar su erotismo fino e intenso, tal como era él por dentro. Sí, una persona de categoría superior. Tranquilo, benévolo, austero y a menudo ensimismado, pero en el fondo de muy buen humor. De su persona irradiaba un encanto especial que advertían sólo aquellos que lograban superar la barrera con que él ponía distancia con quienes no le interesaban. Pero ella no solamente había hecho trizas esa barrera, sino que se había introducido en su corazón y en su mente en tal forma que vivía dentro suyo: lo había enamorado. Era tan bueno. ¿Pero sería capaz de explicarle lo que le ocurrió con Marcel? ¿Que ella no podía resistirse a las caricias, a los besos, a la fuerza de la pasión incontrolable de ese hombre que la dominaba? ¿Que ella era débil y se dejaba llevar por la que Fernando llamaba tan pulcra y simpáticamente líbido de los sentidos? ¿Qué pensaría Fernando si supiera que había tenido sexo con otro hombre al mismo tiempo que con él? Se sintió malvada. ¡Pero no quería serlo! ¡Pero no podía dejar de serlo! ¿Cómo liberarse de Marcel? Pero ese no era el problema verdadero. ¿Cómo liberarse de sus propias inclinaciones? ¿De su propios deseos de ser besada por él? ¿Podría tal vez el amor de Fernando liberarla? Si yo estuviera enamorada de verdad me entregaría a uno solo y para siempre. Por otro lado, se decía que el amor es sufrimiento, dependencia, y ella no quería sufrir ni depender de nadie. Quería ser libre. Y sin embargo lo que hacía era precisamente sufrir y ser terriblemente dependiente. Pero ella lo quería. Si no se sentía verdaderamente enamorada de él le parecía que sería tan fácil llegar a estarlo. ¿Se resistía acaso por un temor incomprensible a la que se imaginaba pudiese llegar a ser una dependencia aún más completa de la que tenía ahora respecto a Marcel? Pensó que la dependencia del alma —porque eso era el amor— seguramente sería más tremenda que la dependencia del cuerpo. Es cierto que había escuchado decir que el amor construye un nosotros y que en éste el yo no se pierde. Pero el amor de Fernando parecía ser tan intenso que no podía dejar de imaginarlo avasallador: él querría que ella estuviera siempre a su lado, que hiciera lo que él quería. Y sin embargo era exactamente al revés: era ella quien en verdad lo dominaba, era él quien se sometía incluso a sus caprichos. Sí, no había sido siempre correcta con él. La culpa no era suya sino de ese terrible Marcel, dominante y agresivo que él sí la dominaba, no la dejaba respirar. La había sometido como a una esclava solamente por una pasión del cuerpo; pero de éste se liberaría en la primera ocasión en que lo encontrara. Y entonces sí se entregaría a Fernando San Julián de cuerpo y alma.
¿Será que estoy enamorada? Si no ¿por qué entonces sentí tanto temor de perderlo cuando me dijo que yo era una descortés y pareció terminar para siempre conmigo? ¡Descortés! Qué palabra más suave para quien en verdad lo engañaba y lo trataba mal. Y sin embargo, dicho por él y en ese tono de voz, que fuerte me pareció ese adjetivo, qué profundo caló en mi conciencia. Es divertido. Lo que hice ese día fue en verdad una simple falta de cortesía. No me preocupé de que llegaría tarde a la cita por ir a buscar ese cuaderno. Pero en esa palabra suya sentí que me acusaba de todo, que llegaba hasta el fondo de mi falsedad. Y sin embargo creo que lo amo. Si no fuera así ¿por qué sentí que el mundo se derrumbaba pensando que él me dejaba para siempre? ¿Por qué no fui inmediatamente después a buscarlo? ¿Por qué no me atreví a llegar hasta su estudio esa tarde y me detuve en el camino pensando que él estaría furioso conmigo y no querría verme? La verdad es que no logro comprenderme. ¿Por qué me ama? ¿Qué encuentra en mí que lo apasiona? ¿Sólo mi cuerpo? Sea lo que sea, terminaré con Marcel e iré a buscarlo.
Con la decisión tomada pensó en llamar inmediatamente a Fernando a su estudio. Pero al descolgar el teléfono cambió de idea. Primero hablaría con Marcel. Así estaría libre para encontrarse con Fernando sin sentir ninguna culpa. ¿Dónde ubicarlo? Se le ocurrió que Fedora tal vez sabría dónde pudiera encontrarlo. La llamó a la residencia donde ella vivía.
— Florencia, por Dios, ¿aún quieres encontrarte con él?
— No te preocupes. Él no me interesa. Es sólo que debo arreglar un asunto.
— Esta bien. Lo único que puedo decirte es que cuando Marcel no tiene nada mejor que hacer va a parar al taller de un pariente que vende motos y automóviles y que le permite hacer algunas ganancias en negocios no muy limpios.
Fedora le dio el teléfono. Tuvo suerte. Marcel no le dio tiempo para explicarle el motivo de su llamada.
— ¡Ah! Veo que la querida y esquiva Florencia vuelve en busca de su amor.
Al oir su voz un escalofrío recorrió el cuerpo de Florencia. ¿Temor? ¿Deseo? ¿Ambas cosas indisolublemente unidas?
— Estuve fuera de Santiago largo tiempo.
— No me digas nada más. Ya me lo contarás todo. Y espero que sea una explicación convincente. Pasaré mañana en la noche a tu departamento.
— No en mi departamento Marcel. Quiero hablar contigo antes. ¿No podríamos encontrarnos hoy en algún café? ¿O en el parque? Donde tú quieras.
— No, hoy no puedo, será mañana en tu departamento. Si quieres de ahí vamos a cenar a algún lugar. Pasaré a buscarte a las diez, ¿está bien?
— Está bien, iremos a cenar.
Florencia se quedó pensando que había perdido la primera batalla. Pero se tranquilizó convenciéndose de que su decisión era irrevocable. Esta vez terminaría para siempre con Marcel. Sí, ella podía hacerlo.
Luis Razeto
https://www.amazon.com/-/es/gp/product/B0753JSC6Q/ref=dbs_a_def_rwt_hsch_vapi_tkin_p1_i10