III.
El cuerpo esbelto y hermoso de Florencia, su modo de vestir desinhibido, su comportamiento desenvuelto y la agilidad de sus respuestas hacían pensar que era una joven madura, segura de sí y experimentada en el amor y en el sexo; pero no era así. Ella era excepcionalmente inteligente, y a lo largo de sus estudios, tanto en el colegio como en la universidad, había obtenido las mejores calificaciones. No sólo era inteligente sino que también le gustaba estudiar. Pero quienes convivían con ella no tardaban en darse cuenta de que era una joven emocionalmente inmadura, todavía adolescente, muy centrada en sí misma y poco dispuesta a ponerse en la situación de los demás. Una manifestación de esa adolescencia emocional era su excesiva preocupación por verse siempre bella y estar constantemente atenta a la opinión que los demás pudieran tener de ella. No se trataba, como pudiera creerse, del deseo de atraer sexualmente a los hombres. Pudiera decirse incluso que el desarrollo de su sexualidad estaba retardado, siendo más propio de una adolescente que de lo que pudiera esperarse de una joven de 23 años. De hecho su experiencia en materia sexual era escasa, pues siempre se replegaba cuando un muchacho intentaba ir más allá de besos y caricias. En este plano su imaginación iba siempre mucho más adelante que sus efectivas reacciones fisiológicas.
Si sus padres y profesores hubieran estado más atentos a su lento desarrollo emocional que a su sorprendente desarrollo corporal, hubieran podido comprender que Florencia sufría una forma suave del llamado síndrome de Asperger, un mal que hacía que a la niña le resultara especialmente difícil relacionarse socialmente y entablar amistades estables. No era fácil percibirlo, pues se trata de una enfermedad o insuficiencia del desarrollo emocional y de la personalidad que es menos frecuente en las niñas que en los niños, y también más difícil de diagnosticarles porque ellas muestran más facilidades para desenvolverse en ambientes reducidos y aprenden más fácilmente, si no a superarlo enteramente, a que permanezca oculto en los pliegues de su personalidad. De hecho, el modo de comportarse y de mostrarse de Florencia en la vida social era el resultado natural de sus no siempre conscientes esfuerzos por superar esa sutil pero dolorosa afección psicológica. Florencia la sufría y soportaba en silencio, internamente, sin tener conciencia de que se trataba de un problema de su mente del que no era responsable.
— Muy bien, jóvenes. Hasta el próximo martes.
Con estas palabras el profesor terminaba siempre sus clases. Las pronunciaba en un tono que dejaba muy en claro que no quería ningún acercamiento: no era él de los profesores que gustan que los alumnos se acerquen después de cada clase a hablarles de cualquier cosa. Se imaginaba que cuando ellos se relacionan con sus profesores fuera de clases, tienen de algún modo la oculta intención de hacerse notar, o buscan alguna complicidad que pueda resultarles ventajosa a la hora de las pruebas y exámenes. Él no estaba para eso. Las notas debían ganárselas exclusivamente a través del estudio y el trabajo duro, demostrando lo que hubieran aprendido en las respuestas que supieran dar a sus siempre difíciles y originales interrogaciones. Si tenían algo que preguntar sobre la materia, esperaba que lo hicieran en las clases mismas, aunque en verdad no daba mucho espacio para preguntas y opiniones. Para eso estaban el profesor auxiliar y los ayudantes de cátedra. Desde hacía ya varios años cualquier familiaridad con los alumnos le molestaba. Con todo, se dio cuenta esta vez que no podría rehuir el acercamiento de Florencia, que permaneció sentaba en su banco mientras el resto de los alumnos hacía rápido abandono del aula. Tal vez por eso agregó esta vez una frase que los alumnos apenas escucharon.
— Espero que se den el tiempo suficiente para estudiar y profundizar la lección de hoy y que empiecen a leer la bibliografía indicada en el programa.
Lo dijo con la secreta intención de poner algo, cualquier cosa, que inhibiera o postergara el inevitable encuentro con ella. Pero Florencia no se dio por aludida en lo más mínimo y apenas vio que quedaban solos en la sala le dirigió la palabra con desenfado:
— ¡Mira donde vengo a encontrarte, Fernando! Una verdadera sorpresa, que de verdad no esperaba. Pero es muy agradable volver a verte nuevamente y recordar aquella vez que anduvimos a caballo y me caí al agua. ¡Me parece increíble!
¡Qué muchacha!, se dijo el profesor a sí mismo. Me habla con el mismo todo desenvuelto, con la misma familiaridad y calidez, en la misma forma directa en que lo hizo en aquella hacienda del sur. No parece que le haga ninguna diferencia el ambiente universitario ni la clase magistral que ha escuchado. Pero mientras las palabras de la joven le parecieron algo fuera de lugar, escuchar de nuevo esa voz hizo resonar en su alma un sentimiento muy sutil. Una voz tan especial que parecía no corresponder exactamente al cuerpo delicadamente femenino de la muchacha; una voz algo ronca, ligeramente varonil, y sin embargo dulce y cálida, que se imaginaba sería capaz de expresar en el tono y con la intensidad exacta, la más suave ternura o la ira más encendida. Pero lo que calladamente resonaba al fondo de su alma no era lo mismo que expresaron sus palabras:
—Señorita Florencia, aquí los alumnos no me llaman por mi nombre. Soy para todos el profesor San Julián.
Esta vez fue ella la sorprendida. No esperaba que Fernando intentara poner de este modo tan brusco y directo una distancia que —lo decidió en el momento— ella no estaba dispuesta a reconocer por ningún motivo.
— Muy bien, profesor San Julián, —respondió rápidamente. —¡Pero usted me engañó! No me dijo que era profesor en la universidad, aunque en verdad no puedo dejar de decirle que me agrada tener la suerte de que sea mi maestro. Me parece fantástica esta casualidad.
— Yo no la engañé —se defendió el profesor. —Distinta cosa es que no le haya proporcionado mayores datos sobre mi actividad.
— ¡Ah! Veo que temió que pudiera volverlo a ver. ¿Pero usted pensaría que yo lo hubiera buscado? —lo dijo con voz divertida, maliciosa, de manera que no disonaron estas palabras en los oídos del profesor.
— No es eso. Simplemente que no me gusta mezclar con mi trabajo académico absolutamente nada de afuera de la Universidad. Le diré que incluso esto vale hasta para mi esposa, que lo ha comprendido bien y que no viene a encontrarme aquí sino en las muy contadas ocasiones en que resulta totalmente indispensable.
El profesor se defiende bien, pensó ella mientras se daba cuenta de que el acercamiento que deseaba le resultaría más difícil de lo que había imaginado. Incluso la alusión a su esposa la entendió como un explícito y directo mensaje destinado a alejarla. Pero Florencia, sintiéndose desafiada por la inesperada dificultad, tuvo aún mayores deseos de acercársele. Dejó caer hacia adelante un mechón de su cabello, lo enrolló entre los dedos escondiendo con coquetería evidente su ojo derecho, y encontrando el tono más persuasivo de su voz cambió el curso de la conversación:
— Profesor, sea bueno conmigo. Vengo por primera vez a esta universidad. Creo que le conté que estaba estudiando en Valdivia. Lo que no le dije es que hice los trámites para trasladarme a Santiago. La universidad de allá la encontraba mediocre y supuse que en Santiago las cosas estarían mejor. ¡Y lo acabo de comprobar en su magnífica clase! —agregó intuyendo al vuelo que con eso lo halagaría y podría tal vez hacerle bajar las defensas. Por el movimiento de sus ojos se percató que había dado en el clavo. Envalentonada añadió:
— Sí profesor, sea bueno conmigo. Llego aquí al cuarto año de la carrera y no conozco a nadie. Me siento como la provinciana que soy. Estoy en completa desventaja ante mis nuevos compañeros de curso. No conozco siquiera donde se encuentra la biblioteca. ¿Quisiera usted ser tan gentil de mostrármela y enseñarme sus secretos?
Ahora comprendió San Julián la razón de encontrarse con esta alumna nueva en su curso del cuarto año de carrera. A él no le gustaban esos cambios de Universidad. Había conocido a varios estudiantes que cursaron materias en provincia y que luego no fueron capaces de ponerse al nivel de las exigencias de su Facultad pues tenían una base insuficiente. Pero ella le pareció bien dispuesta. La alusión a la mediocridad de la universidad provinciana y, sobretodo, la referencia que había hecho a la "magnífica" clase que acababa de dictar, lo convencieron. Además, sabía que no le sería fácil terminar esta conversación, mientras que mostrarle la biblioteca parecía una forma académicamente adecuada de encauzarla.
— Bueno, le mostraré la biblioteca. Acompáñeme.
Por cierto, era lo más normal del mundo que un profesor atravesase los patios de la universidad en dirección a la biblioteca acompañado por una alumna. Pero por la mente de San Julián pasaba la idea que el hecho no pasaría desapercibido a los estudiantes y demás colegas, que rara vez lo veían fuera de clases o de las escasas reuniones de académicos que se hacían en esa Facultad. Además, esa minifalda floreada, esa joven tan atractiva... Creía sentir que los miraban, e interpretaba cualquier gesto, cualquier risa de los grupos al lado de los cuales pasaban, como si fuera una señal precisa que confirmaba sus aprehensiones.
La verdad es que cada cual estaba en lo suyo y nadie se fijó en ellos. En ellos, porque la joven ciertamente no pasaba desapercibida; pero Florencia estaba acostumbrada desde siempre a que la miraran al pasar. Recibía esas miradas como un tributo que todos le debían, sabiéndose hermosa como ninguna.
Fernando San Julián no le dirigió la palabra hasta que entraron en la biblioteca. Ahí, en cambio, se entusiasmó enseñando a la joven la valiosa biblioteca que la Universidad había acumulado a lo largo de décadas y a la que él mismo había contribuido con cuatro importantes volúmenes de su autoría. Al respecto, no pudo resistir la tentación de mostrárselos uno a uno, explicándole en cada caso el tema de que trataban y lo necesario que era que los leyera si quería realmente aprender las materias que impartía en la Facultad.
Esta vez ella se interesó realmente por lo que le iba mostrando. Sabía que tendría que acudir muchas veces a la biblioteca y que el aprendizaje de sus procedimientos y contenidos le sería utilísimo. Además, el mismo entusiasmo del profesor se le iba poco a poco contagiando. En cuanto a los libros de San Julián, se permitió tomarlos y acariciarlos largamente con sus manos delgadas en una forma que al profesor le pareció ligeramente sensual.
Florencia sintió pesar cuando San Julián le anunció de pronto que tenía un compromiso que cumplir y que debía dejarla.
— Aproveche de estudiar ahora mismo ya que está aquí —le aconsejó. Y agregó las mismas palabras abruptas con que terminó su clase, aunque dichas esta vez con un tono que ella sintió más cálido:
— Hasta el próximo martes.
— Hasta luego Fernando, perdón, profesor San Julián. Espero que volvamos a conversar —se atrevió a añadir.
Esa noche a Fernando San Julián le costó conciliar el sueño. Acostado y con la luz apagada, después de que su mujer se durmió, recordó cada detalle del encuentro que había tenido con Florencia en la hacienda del sur. La discusión por el caballo negro. El paseo y la carrera por el bosque. Sus risas alegres, la expresión de su rostro en que se combinaban en extraña forma ingenuidad y sensualidad. Su voz tan especial. Sus ojos. Esos ojos intensamente azules que lo miraban de aquella manera... Y ese cuerpo ondulado y ondulante, cuya suavísima piel no dejaba percibir a la vista la firme musculatura que pudo en cambio sentir cuando la sacó en sus brazos del arroyo donde había ido a caer. Esos pechos pequeños, como de niña inmadura y sin embargo tan atrayentes, que miró a través de la delgada tela que, hecha transparente por el agua, se había adherido a la carne húmeda despertando en él sensaciones ya olvidadas de juventud. Esas piernas perfectas, doradas, que habían vuelto a turbarlo hoy en clase sugiriéndole deleites impensables...
Luchó interiormente contra esas imágenes que volvían una y otra vez a su mente. No debía pensar en ello, no debía. Menos ahora que sería su alumna por al menos todo ese año. ¿Qué le estaba pasando?
Luchó y venció, finalmente, quedándose profundamente dormido. Lo que Fernando San Julián no supo nunca fue que esa noche su inconsciente le hizo una mala jugada, haciéndole soñar sueños finamente eróticos que nunca supo haber tenido ni que podría jamás recordar. Sueños que empezaron con las manos de Florencia acariciando sensualmente la portada, el lomo, las páginas de su último libro... Lo tiene en sus dos manos, se lo lleva a los labios, lo besa primero tiernamente y luego con creciente pasión. De pronto el libro, entre las manos y los labios de Florencia, va dejando de ser su libro y se va convirtiendo en él mismo. Mientras ella recorre las páginas con sus labios húmedos, el libro se transforma imperceptiblemente en su propio rostro, en su cuello, en su pecho... que las manos y la boca de Florencia continúan acariciando cada vez más sensualmente.
Por su parte Florencia esa noche estuvo largo rato pensando cómo acercársele sin asustarlo para que no la evitara. Debía existir algún modo. Intuía que no sería fácil, pero a ella los desafíos la animaban, y este era uno de los difíciles. La idea de enamorarlo, de seducirlo, ya había cruzado por su mente allá en el sur durante aquél encuentro que la había perturbado y seguido durante el resto de sus vacaciones. ¿Cuál sería el siguiente movimiento que debía hacer para aproximarse al hasta ahora esquivo profesor? Una pícara sonrisa afloró en su cara cuando pensó en su apellido. Eso de San no durará mucho. Sabía que no le era indiferente desde su primer encuentro en el sur. Y lo había comprobado en la primera clase cuando disimuladamente él miraba sus piernas; eso le daba confianza en lo que empezaba a planear. En la biblioteca había intuido que al profesor le agradaba que le alabaran su ego profesional, por lo que estaría dispuesta a dedicarle tiempo a leer aquellos tomos que le había mostrado.
A la mañana siguiente el profesor, detenido en el penúltimo peldaño a la entrada de la Facultad, recorrió con la vista los grupos de estudiantes con la inconfesada esperanza de verla, sentimiento confusamente acompañado por cierto temor de encontrarla. Finalmente, convencido de que Florencia no estaba, dio el último paso y se dirigió a su oficina.
Hizo lo mismo todos los días hasta el martes de la semana siguiente. Esos días hizo también algo que no acostumbraba hacer desde hacía tiempo: ir personalmente a la biblioteca y quedarse allí a estudiar por largas horas. La bibliotecaria encontró algo extraño en el hecho, acostumbrada como estaba desde hacía varios años a enviarle los libros que cada día mandaba pedir con su secretaria en una pequeña hoja de apuntes. No dejó de sorprenderle tampoco cierta curiosa inquietud que le pareció percibir en el modo en que el profesor trabajaba, como también la facilidad con que se distraía cada vez que alguien entraba en la silenciosa sala de lectura.
Esos días Florencia había ido a la Facultad todos los días asistiendo a las clases programadas. Había estado en el casino universitario, se había dedicado a conocer y entablar amistad con sus nuevos compañeros de curso, pasó varias veces por la secretaría de la facultad requiriendo diversas informaciones, se consiguió con un compañero y copió en su cuaderno con letra prolija los apuntes de la clase del profesor San Julián. Lo único que no se le ocurrió hacer fue ir a la biblioteca. Por eso se preguntó más de una vez qué sería del profesor, y llegó incluso a informarse que el viernes en la tarde él dictaba otro curso dirigido a los alumnos del último año de la carrera. Se le ocurrió entonces que daría una vuelta por la sala a la hora en que terminara esa clase; pero no lo hizo pues a esa hora estaba programando con un grupo de compañeros una fiesta que harían esa noche en la casa que uno de ellos generosamente (mejor dicho, con la generosidad de sus padres) ponía a disposición del grupo.
Luis Razeto
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