XXXIII. Marcel se tendió en el banco.

XXXIII.


Marcel se tendió en el banco. A esa hora de la tarde en el Parque Forestal se empezaban a juntar las parejas de enamorados que tomaban posición en los escaños de madera. El amor, la pasión, el deseo de flirtear o de pasar simplemente un rato agradable las hacía desafiar el frío invernal; lo vencían sintiendo en sus rostros apegados la tibieza del aliento. Sus cuerpos se ponían muy pronto calentitos de caricias. No era el caso del hombre bien vestido y ausente que vio venir caminando lentamente hacia él. ¿Sería porque eran los únicos que estaban solos en el parque que llegó a sentarse en la banca más cercana a la suya? Cruzaron apenas una mirada, suficiente para darse cuenta de que nada podían tener en común. Marcel metió su mano al bolsillo, levantó en seguida el brazo y dejó caer desde arriba una cápsula de anfetamina en su boca. Cerró los ojos y esperó.

Minutos después comenzó a sentir que su cerebro adquiría una fría lucidez, una extraordinaria potencia de autoobservación. Era la lucidez de un yo como ajeno y distinto que sin embargo era el suyo y que se miraba desde fuera y desde adentro al mismo tiempo. Tuvo la sensación de que ese yo observado que era el mismo que lo miraba iba creciendo en tamaño de manera parecida a un globo que se infla, expandiéndose hasta ocupar su cuerpo entero y más allá, penetrando en la banca en que estaba tendido, en el árbol que se encontraba a su espalda, en la tierra y el pasto que lo rodeaban. La materia no le oponía resistencia. Sin embargo no era una sensación placentera. Empezaron a brotar en su mente desdoblada interrogantes que hace tiempo reprimía impidiéndoles emerger a la conciencia. "¿Quién soy? ¿Qué es la verdadera poesía? ¿Y para qué sirve? ¿Y yo para qué existo? ¿Pero existo verdaderamente? ¿Qué tienen que ver conmigo este banco, este árbol, la tierra? ¿Se podría saber qué buscan todos esos estúpidos que se besan? Y este viejo que se toma la cabeza entre las manos ¿qué tendrá que ver conmigo? ¿Y por qué estoy solo? ¿Y por qué estoy solo? ¡Ah!, qué profundidad la de mi intelecto superior! ¡Qué preguntas metafísicas!".

Tuvo entonces la idea absolutamente clara y distinta de que era una planta conectada a la corriente poderosa de la vida; pero no una planta cualquiera sino la única de una especie misteriosa que tenía derecho a instalarse al centro del universo, pero no sólo eso sino también a destruir aquellas otras realidades producidas en serie, estandarizadas, desechables, que configuran el mundo en que le había correspondido ser plantado. Durante largo rato pasaron por su mente imágenes completamente descabelladas.

Le pareció finalmente que el efecto estimulante de la droga empezaba a declinar. Pensó que era muy lamentable que todas aquellas grandiosas imágenes e ideas se esfumaran en su mente y que sólo pudiera recordar las palabras vacías de sentido con que las había formulado. Lo mismo de siempre otra vez, una nueva pérdida irreparable. Trató entonces de fijar la vista en las ramas del árbol que pendían sobre él, pero el árbol comenzó curiosamente a girar como un carrusel del aire. A su mente acudió desde quizá qué recóndito escondrijo la imagen de un juego giratorio en el cual, cuando era niño, le gustaba marearse por horas dando vueltas, apoyando de costado sus nalgas en el asiento, mirando los árboles que pasaban ante él mientras se daba impulso con el pie izquierdo desde el suelo y con la mano derecha desde el aro de fierro en que apoyaba un lado de su espalda.

Por la mente semi drogada de Marcel empezaron a pasar en rápida sucesión los recuerdos. Fue rememorando su vida: se la iba contando en tercera persona el yo desdoblado que volvía a observarlo como si fuera alguien distinto y sin embargo igual a sí mismo, con una lucidez que nunca antes había tenido. Una vida estéril, inútil.

En aquella plaza del juego giratorio pasó gran parte de su infancia solitaria. Allí fue creciendo como tantos otros muchachos a quienes sus padres no tenían tiempo ni espacio ni ganas de tener a su lado. Pero él era distinto porque no participaba en los grupos que se formaban para matar el tiempo y que se reían y peleaban y planeaban travesuras y juegos. Él los observaba desde la distancia ajeno a lo que hacían. Cuando alguno más curioso se atrevía a acercarse, receloso, se exponía a escuchar alguna frase displicente o enigmática dicha casi siempre en tono sarcástico. Ellos se formaron la idea de que era alguien extraño, no digno de confianza. En realidad se trataba solamente de que vivía para sus adentros.

Más tarde, cursando la enseñanza secundaria, empezó a interesarse en las mujeres. Cuando veía en la plaza alguna de formas y compostura suficientemente atractivas, estuviera sola o acompañada, eso no le importaba nada, la observaba detenidamente hasta obtener de ella aunque fuera una mirada de reojo. Así empezaba como un juego todo suyo. Se imaginaba que de sus ojos salía una fuerza especial que podía atraerlas con sólo mirarlas insistentemente. Era como un lazo, como una red que lanzaba y con la cual envolvía y atrapaba a su objetivo, el cual tarde o temprano inevitablemente subyugado, habría de acercarse de algún modo hasta llegar donde él estaba. Se entretenía observando los distintos modos en que ellas iban cayendo como peces en la red de sus miradas y analizando las distintas maneras que tenían, algunas más directas, otras siguiendo extraños y oscilantes movimientos de zig-zag, para acercarse y llegar hasta él como si no hubieran querido hacerlo y se encontraran allí como por casualidad. Cuando estaban cerca suyo y antes de dirigirles la palabra, su mirada se hacía más fuerte y después de detenerse fijamente en sus ojos empezaba a recorrer el cuerpo que tenía delante como evaluando lo que iba viendo con pequeños gestos de la boca que decían está bien o más o menos o estupendo o nada especial a medida que su mirada se detenía en el cuello, en los hombros, en los brazos, en los pechos, en las caderas, en las piernas y luego sus ojos volvían a recorrer lentamente el camino inverso para terminar descubriendo si la cara se habría sonrojado y adivinar la disposición que delataran los ojos y en base a ello decir alguna frase amable u ofrecer un cigarrillo o decirle tus ojos me marean o invitarla a sentarse a su lado o cambiar displicente la dirección de la mirada como diciendo que para qué se había acercado a importunarlo.

Así llegó muy joven a convertirse en experto conocedor de las mujeres y a establecer inevitablemente con ellas una relación de dominio. En el fondo las despreciaba. Como despreciaba al mundo circundante empezando por sus propios padres y siguiendo por las patotas de muchachos con sus estúpidos juegos y siguiendo por las gentes que veía volver cada tarde a sus casas vencidos por el cansancio del trabajo y terminando por los carabineros que a veces pasaban por allí siempre luciendo con soberbia su uniforme y su gorra que muy ingenuamente creían imponentes.

Su vida cambió algo en ocasión de las protestas que se hicieron contra la dictadura. Los grupos de gente llegando en la sombra desde cualquier parte y las barricadas y fogatas y las acciones violentas en contra de los símbolos del orden establecido y del poder y la riqueza despertaron en él todas las energías de rabia acumulada por años contra el mundo. Se destacó en las acciones más audaces, en los gritos más fuertes, en la capacidad de hacer crecer el fuego con neumáticos y rejas de madera conseguidos nadie sabe donde. Esto no pasó desapercibido a los dirigentes políticos de la población que se acercaron a él y que luego de sondearlo con cautela le entregaron materiales de lectura y lo hicieron asistir a charlas clandestinas y luego a reuniones para organizar diferentes acciones revolucionarias para finalmente reclutarlo con gran formalidad en el partido. Fue así que tomó contacto con las ideas revolucionarias que venían a darle un sentido a su rabia por el mundo y a poner orden en su mente confusa.

Y fue ahí que descubrió un tipo de poesía insospechada, completamente distinta de aquella que había conocido en la escuela y que lo había llevado a los doce años a componer versos que decían la soledad de las hojas que se desprenden de los árboles en otoño. El hombre que dirigía la célula del partido y al que había confesado que escribía a veces poesías puso en sus manos la Incitación al Nixonicidio de Neruda y una selección de poemas revolucionarios de todo el mundo.

Descubrió que la poesía podía expresar no sólo emociones románticas y hablar de amor y soledad o de las cosas sencillas de la vida campestre y del mar o los árboles para extraer de todo aquello sentimientos e ideas moralistas, sino también comunicar sutil y eficazmente la rabia y hasta el odio y tener una gran fuerza transformadora y destructiva. Empezó a escribir versos revolucionarios y anarquistas y una nueva actividad vino a llenar sus tardes de ocio: recorría los puestos de libros viejos buscando con avidez poetas y poemas que sintonizaran con su nueva búsqueda literaria.

Se fue alejando poco a poco de su militancia política tomada inicialmente con tremenda pasión: lo aburrieron las largas reuniones donde se trataban asuntos burocráticos y donde se ocupaba gran parte del tiempo en la reiteración de análisis políticos referidos a la debilidad de la dictadura y a su inminente caída y donde le exigían una disciplina severa que él no estaba siempre dispuesto a obedecer.

Le molestaba el moralismo de los dirigentes, que a menudo amonestaban severamente a algunos militantes que parecían más interesados en acercarse a las pocas y deslavadas mujeres que participaban en las reuniones que en la misión revolucionaria que los convocaba. “Avísenme cuando haya acción, que allí seré el primero; pero no me citen a estas reuniones insoportables”, les dijo un día. Fue alejado de toda actividad y en varias ocasiones en que se cruzó con alguno de los que había conocido en el partido fue esquivado o pasaron a su lado como si no hubieran estado nunca con él.

Pero dos meses después una noche se le acercó un hombre extraño al que nunca había visto. El hombre le habló brevemente de otro tipo de acciones y le preguntó si estaría dispuesto algún día a hacer saltar una torre de alta tensión. Seguro, le respondió. “¿Cuándo?” “No te apures. ¿Sabes hacerlo?” “No lo he hecho nunca, pero no debe ser difícil”. “Ya recibirás noticias. Tendrás primero que pasar por un período de instrucción y de prueba. ¿Estás dispuesto?”. “Si es necesario pasaré la instrucción, espero que no sea muy larga, pero cuente conmigo”. “Escucha, no debes volver a esta plaza hasta el próximo jueves. Ese día habrá otra protesta. Tú no debes participar: te quedarás aquí en la plaza sentado en este mismo banco y pase lo que pase no te moverás hasta que todo termine. Después tomaremos contacto contigo”. El hombre se alejó tan misteriosamente como había llegado. El jueves no hubo protesta, sólo un corto apagón de luz en todo el barrio. Él esperó inútilmente en la plaza hasta muy tarde al hombre que le había hablado.

Dos semanas después estando sentado en el mismo banco se le acercó una niña de no más de doce años, sacó de la falda un sobre cerrado, se lo dio y escapó corriendo. Eran instrucciones que cumplió a la letra. Así se encontró envuelto en acciones subversivas cada vez más arriesgadas, que ejecutaba con pericia a veces solo y otras en compañía de uno o dos hombres que no había visto antes, tan huraños como él y con quienes no intercambiaba sino las palabras indispensables para ejecutar la misión que habían recibido.

Nunca volvió a ver al sujeto que lo había reclutado en la organización clandestina. Esto duró casi un año. Un día llegaron a la población los rumores de una redada policial en que habían detenido a varios pacíficos pobladores. Nunca más volvió a recibir instrucciones sobre acción revolucionaria alguna por realizar. Quedó completamente desconectado. Durante casi dos meses se pasó largas horas sentado en el banco de la plaza, hasta que llegó el invierno y se aburrió.

Pensando después en todas aquellas experiencias se dio cuenta que las había cumplido ciegamente, sin otra emoción que la del riesgo que implicaban. Y analizando más y más la cosa llegó a la conclusión de que no solamente el dictador no caía sino que el mundo que odiaba seguía rodando como si no fuera impactado lo más mínimo por hechos violentos que más allá del estruendo del momento pasaban prácticamente desapercibidos y no significaban cambio alguno.

Volvió a encerrarse en sus propios pensamientos, se dedicó más intensamente a la poesía: leía y escribía día y noche. Participó esporádicamente en algunas manifestaciones y protestas que tuvieron lugar en el centro de Santiago, en ocasión de las cuales trabó relaciones con grupos de estudiantes universitarios que lo encontraron sumamente interesante y lo empezaron a invitar a sus fiestas. Se abrió para él una nueva fase de su vida en la que fue conociendo gente de otra clase, y sobre todo muchachas hermosas que se le rendían sólo después de encantarlas con largas conversaciones, de emocionarlas con sus ideas y acciones heroicas y seducirlas al final con acercamientos directos, fulminantes.

Cuando necesitaba dinero lo conseguía hábilmente con poco trabajo los fines de semana, obteniendo un porcentaje por la compra y la venta de motos y autos viejos en nombre de un comerciante de no muy buena reputación.

Un día leyendo a Huidobro concibió la que sería su propia fascinante y superior teoría poética por la que empezó a guiarse fielmente en sus versificaciones. Fue impactado por aquellos versos en que el poeta señala un camino completamente nuevo para la poesía del futuro: Que el verso sea como una llave/ que abra mil puertas./ Una hoja cae, algo pasa volando./ Cuanto miren los ojos creado sea,/ y el alma del oyente quede temblando./ Inventa nuevos mundos y cuida tu palabra.../ el vigor verdadero/ reside en la cabeza./ Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas!/ Hacedla florecer en el poema./ Sólo para nosotros/ viven las cosas bajo el sol./ El poeta es un pequeño Dios. Pensó que a los diez años él, sin conocer a Huidobro había sido ya un dios de esos, un poeta como el que anuciaba Huidobro. ¿No había visto él una hoja caer y le había creado un alma? Una hoja se desprende.../ baja lenta, insegura./ Con sus hermanas caídas/ va a juntarse prontamente./ Cae inerte...Se confunde.../ Ya nadie se acordará de ella/ Soledad... Tristeza.

Eso lo había escrito siendo niño, y entonces Huidobro era sólo la infancia de la verdadera poesía. Se sintió transtornado por la idea de que ésta podía tener una fuerza superior a cualquier otra acción humana por grande y poderosa que fuera. Fue impactado por la idea de que el vigor verdadero reside en la cabeza. Y pensó que si el poeta es un dios creador de realidades nuevas ¿por qué no puede ser también el único capaz de oponerse al otro creador prepotente y al mundo deficiente que echó a rodar sin sentido? ¿Por qué no podría anular con su mágica fuerza las deformaciones del mundo, sus estructuras injustas, los poderosos que dominan sobre la tierra? Sí, los marxistas se habían equivocado pensando que podrían destruir el orden burgués con la acción de las masas y la violencia mecánica de los medios técnicos. Se han equivocado al valorar a los poetas como aquellos que sólo embellecen estéticamente la acción revolucionaria, o al pensarlos como accesorios importantes solamente por el prestigio que proporcionan a la causa, pero ineficaces en sí mismos. Pero él se encargaría de demostrar la verdadera potencia del poeta.

Creyó hacerlo cuando anuló realmente al dictador con un solo poema infinitamente más eficaz que todas las protestas y las bombas y plebiscitos que se hicieron. Porque fue cuando él terminó de escribirlo que el dictador desapareció de su mente y al poco tiempo desapareció también de la presidencia, aunque anda todavía por ahí como un sonámbulo vencido pero ya no dicta nada y tal vez se entretenga haciendo mover las hojas de un arbusto. “Poesía de anulación”, llamó él a la teoría poética que cuando se conozca revolucionará el mundo entero y no solamente lo revolucionará sino que si quieren los poetas unidos del mundo podrían anularlo entero y sumergirlo en la nada. Y Florencia quiere que le explique esa teoría pero no lo haré, porque he decidido algo mejor que consiste en practicar esa teoría fascinante de otro modo y hacer con ella la mejor poesía de su vida.

Pero él ahora está tendido en un banco del Parque Forestal y han dejado de girar las ramas de los árboles y le duele la cabeza y empieza a sentir náuseas. Debe ser por efecto de la anfetamina.

Nunca la mente de Marcel había puesto tanto orden en su vida como ese día, bajo el efecto de la droga. Intentó sentarse en la banca pero las ramas de los árboles empezaron nuevamente a girar lentamente sobre él. La realidad se esforzaba por entrar en su cabeza pero esta se resistía a dejarse avasallar por el mundo. La realidad quiso entrar entonces por un lado insospechado, haciéndole ver que tal vez su poesía no había sido tan perfecta porque había escuchado hablar recientemente de unos caras pintadas haciendo ejercicios de enlace y acuartelándose en primer grado, todo lo cual podría significar que el dictador no estaba tan anulado como debiera. Era urgentemente necesario que el poeta actuara nuevamente....

Marcel comenzó entonces a recitar con voz traposa:

Anulación del dictador: No le deseo la muerte: queda / el cadáver en la tierra nuestra, / entre nosotros; / y quizás su mal / merodee entre los vivos / o entre los muertos / que quieren descansar en paz. / No puedo llamarlo mierda: / que ésta viene del hombre / y tiene la dignidad de transformarse / en vegetal. / Ni gusano: ¿cómo podría yo / maldecir al milenario silencioso bicho / que cumple su ecológica tarea? / Reconozco que una vez intenté odiarlo / (tanto he visto el dolor interminable) / mas fue en vano: / era reconocerlo vivo, o al menos / algo. / Poetas y cantores / vivos y muertos / abstractos y concretos / melancólicos y duros / poetas pobres y más pobres / poetas de todos los mundos / no os equivoquéis, / ¡no nombradlo! / Que una vez un dios de este suelo habló de un traidor / (y era sin embargo un gran poeta: / el que me enseñó el universo) / Aquél traidor recorrió después por mucho tiempo / en cuerpo y maldición las alamedas / hasta que el infierno ya no pudo desentenderse mas / del asunto / y tuvo que recibirlo / en alguna cavidad deshabitada. / Poetas ¡no creadle compañía! / Cuidado entonces: / No le déis espacio, / no le déis tiempo / en el universo de la poesía / donde al principio era el verbo. / Que si alguien, por error imperdonable / —invoco a dios y a satanás que no suceda— / lo nombrara, / no bastarían los exorcismos / del cielo y del infierno todos juntos / para anular tan innombrable nada.

Marcel emitió la última estrofa casi gritando, porque la realidad de un dolor de cabeza al que se sumaba un horrible malestar general, había terminado por imponerse de manera insoportable.

 

Luis Razeto

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