Roberto Gutierrez había abandonado definitivamente sus estudios en la Universidad Tecnológica, pero no se lo había dicho a sus padres. Para que ellos no lo supieran salía todas las mañanas de su casa y volvía al anochecer, llevándose cada día la colación que su madre le preparaba y le dejaba lista en la cocina cada noche.
Roberto seguía confuso y enteramente desorientado sobre qué hacer con su vida, pero algo había cambiado en él. Había vuelto a participar en las marchas estudiantiles, pero ahora sin el convencimieto y la pasión de las ocasiones anteriores cuando todavía se sabía y sentía como un estudiante universitario. Ya no iba a los malls y supermercados como antes, pues se había dado cuenta que aquello de probarse ropas y zapatos en las tiendas y llenar carros en los supermercados para luego dejarlos abandonados no tenía sentido alguno. Las tarjetas de crédito vencidas las había tirado a un basurero en la calle.
Lo que en cambio hacía a menudo, y en tantas ocasiones que quien lo hubiera visto hubiera pensado que se había convertido en una obsesión, era tomar el cuaderno que había recogido aquella noche de su encuentro con el barbudo, y leerlo de comienzo a fin. Así, lo que en sus primeras lecturas apenas comprendía o simplemente no llevaba a entender, poco a poco había ido entrando en su mente. La crítica feroz al consumismo y a la economía que destruye la naturaleza no solamente la entendía ahora bien, sino que eran ideas que veía que se reflejaban en su propio comportamiento anterior y en el de muchos de sus recientes compañeros de la universidad.
Todo eso lo deprimía. Llegó a pensar incluso que el haber abandonado los estudios estaba muy bien porque si hubiera llegado a ser un profesional se convertiría seguramente en un contaminador más de la naturaleza. Pero no tenía la menor idea de qué hacer en la vida, limitándose a recorrer las calles, deteniéndose de vez en cuando a acariciar y jugar con algún gato o perro de los más amistosos entre los tantos que encontraba en sus recorridos por la ciudad.
Le hubiera gustado encontrar al viejo de la barba y del cuaderno. Había incluso en más de una ocasión soñado con él, que se le presentaba como un profesor que lo reprendía duramente, o como un hermano mayor que lo aconsejaba. Y un día, inesperadamente, lo que deseaba y vivía en sueños ocurrió en la realidad.
Ya no iba a los malls y supertiendas pero había encontrado un sector de la ciudad mucho más interesante e inesperado en lo que descubría cada día. Entre las calles San Isidro al oriente y San Diego al poniente, y Franklin por el norte y Placer por el sur, se encontraba el que era conocido como el barrio Franklin, que quien sabe gozar de la vida que allí se desenvuelve agitada o tranquila según el lugar y la actividad que se realiza en sus calles, galpones y recovecos, puede fácilmente convertirse en un adicto visitante.
Allí se encuentran numerosos mercados Persa donde miles de vendedores despliegan sus productos en las anchas veredas de las calles principales. De todos los sectores del barrio Roberto prefería el que concentraba numerosos negocios de antiguedades y de ‘cachureos’, en mútiples puestos cuyas lámparas de colores y cristales, muebles de maderas preciadas, juguetes que entretuvieron a los abuelos y herramientas de los más variados oficios, estaban distribuidos por los pequeños comerciantes de modos tales de atraer al público con rara e ingenua pero eficaz estética visual. Se detenía especialmente a mirar posters y antiguas revistas, cuadros de pintores desconocidos, libros de títulos extraños y curiosos, y una multiplicidad de objetos envejecidos que en su época decoraron y prestaron servicios en las casas y mansiones de la antigua aristocracia y la burguesía ciudadana.
Le gustaba también recorrer los galpones que concentraban a los vendedores de objetos de tecnología, fotografía, computación, radios, computadores, videojuegos y CDs de música y películas, que por ser pirateados se vendian a precios irrisorios, y que en algunas ocasiones Roberto compraba con la ‘mesada’ que le daban sus padres.
Pasaba también delante de los puestos de ropa. Pero ya no se probaba lo que no habría de comprar, limitándose a mirar las zapatillas, polerones, mochilas, sombreros, cinturones, zapatos, jeans y un cuantohay. Las ‘marcas’ eran las mismas que Roberto había visto en las grandes tiendas comerciales, pero los precios eran aquí muy inferiores. Tal vez los productos eran ‘pirateados’, pero eso, a la gente que en abundancia recorría y compraba en este barrio, no le importaba en absoluto.
Los olores de coloridas frutas y verduras frescas que brotaban de los puestos y carretones, y de los pescados, mariscos y carnes fritas y a la parrilla que surgían de los pequeños restaurantes y de los puestos callejeros, hacían salivar a Roberto e incluso a menudo dolerle el estómago. Pasaba de largo frente a ellos, y entraba en otros galpones, de muebles, de artefactos de cocina, de camas y colchones, y tantos otros que no dejaban de atraer su atención. Eran miles los talleres, microempresas y puestos de artesanos que fue conociendo en sus reiteradas idas y venidas por el antiguo y atractivo barrio Franklin, donde trabajaban miles de hombres y mujeres del pueblo y se desplazaban decenas de miles de compradores provenientes de todas las clases sociales, todo ello desenvolviéndose en un ambiente habitualmente amistoso, interrumpido en ocasiones por las fuerzas policiales que controlaban los puestos, sabiendo que aquél era también un lugar donde se ‘reducían’ muchos productos cuyos robos habían sido denunciados cada día.
A Roberto le gustaba recorrer esas calles llenas de vida y de pueblo, y encontraba allí mucho más satisfacción de la que meses antes buscaba en los grandes y modernos malls comerciales. Y fue una tarde de estas que Roberto reconoció las facciones del hombre de la barba y de la nariz aguileña que hacía ya más de un año había observado mientras dormía plácidamente en la calle aquella madrugada después de la marcha estudiantil.
Lo reconoció aunque ahora tenía la barba recortada y ya no estaba tan sucio y descuidado como lo había conocido. Juan Soloján estaba entregando un saco repleto de tarros y objetos metálicos en un negocio, y el hecho de ver el saco ratificó a Roberto que efectivamente ése era el hombre que lo había cubierto con una frazada la noche de la gran protesta en que se había desatado su furia contra una señalética de la calle.
Roberto esperó que el barbudo terminara su venta. Cuando lo vió alejarse se apresuró y se puso a caminar a su lado. Le dijo:
─Hola amigo, yo te conozco...
El hombre tuvo un sobresalto casi imperceptible que Roberto intuyó.
─No te preocupes ─le dijo-, tu me ayudaste, tu me cubriste con una frazada una noche que me quedé a dormir en la calle a tu lado, ¿lo recuerdas?
Sí, Juan lo recordaba, y al reconocer al joven el barbudo se tranquilizó completamente. Roberto le extendió la mano diciéndole su nombre.
─Me llamo Juan, respondió el hombre.
Y así tuvo comienzo una larga conversación. O más bien un monólogo, porque el que hablaba era Roberto, limitándose Juan Solojuán a asentir de vez en cuando, animándolo a que continuara su relato. Roberto le contó que había encontrado el cuaderno que había dejado en la calle, que lo leía a diario y que lo entendía. Le describió su vida, sus dudas, su fracaso en la universidad, el problema con sus padres, su no saber qué hacer. Mientras le hablaba lo seguía, cruzando calles y plazas, sin saber hacia donde se dirigían. Hasta que entraron al pasaje y luego al sitio donde vivía y trabajaba ahora Juan Solojuán con sus amigos.
Juan Solojuán le mostró y le explicó lo que estaban haciendo, advirtiéndole que no sabían hasta cuando pudieran continuar ahí, porque el terreno era de un señor que vivía en el extranjero y que lo iba a vender. Le presentó a las dos mujeres y dos hombres que estaban ahí enfrascados en el cultivo del huerto. Roberto se mostró maravillado, y realmente lo estaba.
Finalmente Juan le dijo que podía venir cuando quisiera, que si quería sumarse al grupo podía hacerlo. Que necesitaban a alguien que les ayudara con el trabajo del huerto y especialmente con las ventas de lo que producían.
Y así fue como Roberto Gutiérrez llegó a ser el sexto integrante de la banda del barbudo, llegando cada mañana al sitio y retirándose cuando comenzaba oscurecer.
Tres semanas después se atrevió a contarle a sus padres que le había ido mal en la universidad, pero que había encontrado un trabajo, que le dejaba poca plata pero que estaba aprendiendo muchas cosas.
Don Enrique Gutierrez y doña María Salcedo experimentaron una grave decepción al comprobar lo que ya en más de una ocasión habían sospechado, aunque como todos los padres que aman a sus hijos siempre confiaron cuando Roberto les decía que seguía batallando con el estudio. Se limitaron a escucharlo. La tristeza los había enmudecido, no se les ocurría qué decir, ni sabían si debiesen reprender o más bien consolar a ese hijo que les contaba su fracaso.