El domingo era el día en que se encontraban a almorzar juntos en familia. Enrique Gutiérrez, el padre de Roberto, trabajaba en una imprenta, y su esposa María Salcedo lo hacía en una tienda. Era sacrificado para ambos, pues la larga jornada laboral de 9 horas se extendía por tres horas adicionales ocupadas entre ir y venir en el Metro y conectando luego con los Buses del Transantiago. Vivían en el cuarto piso de un departamento de construcción estándard que arrendaban en la Comuna de Puente Alto.
La Comuna se encontraba al sur-oriente de Santiago y colindando con la zona pre-cordillerana de San José de Maipo. A comienzos del siglo XX Puente Alto no era más que un poblado rural de viñedos, pero en cien años había pasado a convertirse primero en una ciudad provinciana y luego quedar unida a Santiago debido al crecimiento de la capital y del mismo Puente Alto. Era ese un fenómeno que se había dado en varias direcciones, de modo que actualmente Santiago está contituido por una gigantesca conurbanación en que viven más de siete millones de personas. Puente Alto es actualmente la Comuna más poblada, con 600.000 habitantes, con predominancia de pobreza en la gran periferia y una clase media-baja en los sectores más cercanos a Santiago.
Con los sueldos de Enrique y María sumados y gestionados en común, la familia Gutiérrez Salcedo llevaba una vida razonablemente provista. Habían logrado equipar el departamento con todo lo que tenía en Santiago cualquier familia de clase media: televisor, microondas, lavadora, estufa, asadero, artefactos eléctricos de cocina, ventilador eléctrico, varias herramientas, camas para todos. Y como el departamento era pequeño, similar al de tantas villas populares que se construyeron en Santiago entre los años 60 y 80, el living-comedor, las tres habitaciones y el baño estaban atiborrados de muebles, artefactos y objetos diversos. Podrían incluso haberse comprado un automóvil, pero habían preferido pagar la carrera de Roberto en la Universidad. Se sentían orgullosos de poder hacerlo, y tenían grandes esperanzas en que él tuviera éxito como el primer miembro de la familia que llegaría a ser un profesional.
Ya sentados en la mesa don Enrique, que había pensado mucho en cómo iniciar el tema que quería conversar con su hijo mayor, lo mira y le dice:
─Roberto, nos tuviste muy preocupados el jueves en la noche, que no llegaste a dormir. Encontramos que tu ropa estaba toda mojada... ¿Qué fue lo que pasó?
Roberto, algo sorprendido pues no estaba acostumbrado a que su padre lo interrogara:
─Estuve participando en la marcha de los estudiantes junto a mis compañeros de la Universidad. Nos tiraron mucha agua los ‘guanacos’. Después, no había buses y me quedé a dormir en la casa de un amigo.
─No me gusta que te metas en líos ─terció su madre─. Mira que podría haberte pasado algo grave.
─No, mamá, sé cuidarme. Yo no me meto en los boches, sólo marcho con los compañeros. Es una causa justa, lo dicen todos... No es justo tener que pagar para estudiar. ¡Es un derecho!
Don Enrique guardó un largo silencio. Por un lado sentía orgullo por su hijo, valiente y decidido, que luchaba por sus derechos. Por otro, tenía muchas dudas. Y muy malos recuerdos de cómo habían terminado, cuando él era joven, luchas parecidas de los estudiantes, los obreros y los campesinos de aquellos años. Finalmente dijo:
─Lo importante, hijo, es que estudies. Tu vas a ser un profesional, el primero de esta familia. Sabes los sacrificios que estamos haciendo para eso. Y sabes que los hacemos felices, y que los seguiremos haciendo hasta que termines con el título en la mano.
Doña María se atrevió a agregar algo de lo que después se arrepintió al ver la cara de disgusto que le puso su hijo:
─Y piensa que si la universidad fuera gratis, quizás no hubieras entrado... por tus puntajes ...
Don Enrique: - Lo importante es que estudies. ¿Cómo van esas notas?
─Bien papá, no te preocupes. Las últimas semanas ha habido pocas clases, por los paros de los estudiantes y de los profesores.
A don Enrique no le gustaban esos paros. Sabía que eran clases que su hijo perdía, aprendizajes que dejaba de tener.
Roberto mentía al decir que le iba bien. Estaba reprobando la mayor parte de los exámenes semestrales, pero no lo podía confesar a sus padres. Pensó que lo más importante era seguir luchando en las calles, hasta lograr que la educación universitaria fuera gratuita para todos. Cuando fuera gratis, ni sus padres ni nadie podrían echarle en cara los sacrificios que hicieron para que pudiera estudiar. Sí, lo importante era la lucha contra un sistema injusto, que lo había puesto en condiciones que le impedían competir con los compañeros de su promoción que venían mejor preparados de los colegios privados y de los liceos emblemáticos.
La conversación se extendió hasta la hora del postre, pasando a ser protagonistas los hermanos menores de Roberto que contaban entusiasmados sobre los ramos que les gustaban, y lo que hacían en los recreos los amigos y amigas que tenían.