Tomás Ignacio cerró el cuaderno sintiendo un verdadero malestar en el estómago, como si algo de lo leído le hubiera afectado muy hondamente sin darse cuenta. El barbudo que había rescatado de la lluvia era ... un subversivo, un anarquista, un resentido social. Tomás Ignacio era un joven que entendía la importancia de practicar la caridad cristiana con los pobres; pero ello no significaba que consintiera con ideologías que atentaban contra el orden establecido. Él tenía claras las ideas de su clase.
Tuvo esta vez la certeza de algo que había ya pasado por su mente en otras circunstancias y en relación a otros asuntos: que Dios había puesto el cuaderno en sus manos para evitar que un pensamiento tan negativo cayera en manos de alguien que pudiera hacer mal uso de él. Pensó en romperlo y tirarlo a la basura; pero pasó por su cabeza que no tenía derecho a hacerlo, por lo cual lo dejó al fondo del último cajón de su escritorio.
Sacudiendo mentalmente la desagradable sensación que le había dejado la lectura, se encontró pensando en su padre, que en su conciencia representaba exactamente lo contrario de lo que había leído en el cuaderno del resentido barbudo.
Su padre, don Eduardo Larrañiche era un hombre de bien, un hombre que había dedicado su vida entera al servicio público, en distintos cargos de alta responsabilidad, hasta llegar a la posición que ocupaba actualmente como Senador de la República, por el Partido Demócrata Progresista. Un hombre afable, siempre cordial, respetado por todos, que aparecía frecuentemente en la prensa y la televisión diciendo siempre palabras que ponían de manifiesto su prudencia, su moderación y centrismo, y su dedicación al bien común de la sociedad.
Tomás Ignacio lo admiraba profundamente. Entendía que rara vez se detuviera a conversar con él, pues sus altas ocupaciones lo absorbían. Podía describirlo como un hombre moderadamente religioso, porque cumplía casi siempre con el deber de la Misa dominical, excepto cuando estaba de vacaciones o de viaje; pero no participaba en las actividades que organizaba la Iglesia a lo largo del año.
Habían celebrado pocos días atrás su cumpleaños 55. Era un hombre pleno de vida y de energía, seguro de sí, orgulloso de lo que hacía en bien del país, y que había sabido construir una verdadera fortuna en pocos años. Una fortuna que no era el fruto de una herencia, sino el resultado de su trabajo y su inteligencia. Tenía varias propiedades en distintos lugares del país, inversiones en acciones de la bolsa, y una cuenta en un banco de Panamá. Esto último lo había sabido una tarde por casualidad, escuchándolo hablar con su madre a la que reprochaba no querer acompañarlo a una importante actividad social no obstante haberle dado tanta posición en la sociedad.
A Tomás Ignacio nunca se le había ocurrido preguntar ni preguntarse cómo había logrado su padre tanta fortuna. Se limitaba a pensar que don Eduardo, como lo llamaban todos, era un hombre bendecido por Dios. Y consideraba normal y justo que su familia llevara una vida de alto estandar económico, como correspondía a las altas responsabilidades y a la posición social que detentaba el senador.
La madre de Tomás Ignacio, Cecilia Mendieta, era seis años más joven que su padre. Era una mujer que había acomodado su vida a los deseos e intereses de su marido. Se mantenía joven, hermosa e inteligentemente informada de la vida política y social del país, para que su marido pudiera lucirse con ella en las actividades a las que la invitaba o que requerían su presencia protocolar. Era una persona de piedad y fe cristiana convencida pero ingenua, reservada pero no triste, a la que Tomás Ignacio no recordaba haber escuchado nunca hablar de sí misma. Había conocido a don Eduardo y se había enamorado de él cuando estudiaba diseño y decoración, profesión que no había llegado a ejercer pero que podía verse que aplicaba en cada detalle de su hogar.
Tomás Ignacio debía a su madre sus convicciones católicas. Una fe que se había fortalecido en la Universidad al vincularse a una comunidad de muy conspicuos ex-alumnos de colegios jesuitas, que aplicaban su espíritu solidario realizando actividades de voluntariado en la Casa de Acogida Cristiana.
Sintió necesidad de rezar, de comunicarse con Diosito, como llamaba a ese personaje omnipotente y débil a la vez, duro para juzgar los pecados y samaritano con el pecador, que se había construido en su mente poco a poco en base a lo que le enseñaron en las clases de religión del colegio, a las prédicas dominicales del párroco y a las lecciones no verbalizadas de su madre.
“Te doy gracias Diosito, porque no soy como otros jóvenes que se drogan y que andan desquiciados por la vida buscando solamente sus placeres sensuales. Te doy gracias porque me pusiste en una familia de bien y me libraste de la miseria y la ignorancia. Diosito mío, has sido tan generoso conmigo que no sé como agradecer tu infinita bondad. Te agradezco no ser un resentido social, ni caer en la bajeza del pordiosero obligado a vivir de la ayuda ajena. Te agradezco contarme entre los que pueden hacer obras de caridad en beneficio de los más pobres entre los pobres. Amén”
Pocos minutos después de decir esta oración silenciosa que le salió del alma, se durmió. Pero tuvo pesadillas que lo hicieron agitarse y darse muchas vueltas en su cama. Soñó que había subido hasta la cúspide de la cúpula cónica que se alzaba sobre la torre de una iglesia, pero que no tenía como bajarse sin resbalar sobre la multitud que lo vitoreaba por la hazaña de haber llegado tan alto. Soñó también que iba perdiendo uno a uno los dientes mientras marchaba orgulloso en un desfile de hombres y mujeres disfrazados de fiesta, y que cada vez que perdía uno se agachaba a recogerlo, encontrándolos convertidos en dientes de oro brillante. Sólo que juntándose en su bolsillo, ya no le servían para ostentar su sonrisa fotogénica, que poco a poco se iba transformando en una fea mueca.