6. Vitrineando.

Roberto llegó a su casa pasado el mediodía. Sentía el estómago vacío y la garganta reseca: no había comido ni bebido nada desde hacía 24 horas, y eso le provocaba una extraña y muy desagradable sensación de náusea. Caminó al refrigerador y lo primero fue servirse un largo trago de Coca-Cola, que lo hizo sentirse nuevamente en forma. “Maravillosa bebida, maldito brevaje”, pensó mientras levantaba nuevamente la botella familiar y tragaba con fruición el líquido oscuro. Después, tomó del aparador la comida que su madre había preparado la noche anterior, la calentó unos minutos en el microondas y se sentó en la mesa.

    Sus padres habían salido de madrugada a sus trabajos, sus hermanos estarían en la escuela. Encontró sobre la mesa un papel con un recado que le había dejado su madre: “Roberto, llámame cuando llegues. Nos tienes preocupados por no haber llegado anoche. Mamá.”

    ¿Cómo iba a llamarla si no le quedaban minutos? Cuando terminó de almorzar se fue a tender a su cama y se quedó profundamente dormido. Así lo encontraron sus padres al volver ya de noche del trabajo. Tranquilizados de ver que su hijo estaba bien y que el plato de comida estaba vacío, lo dejaron dormir.  Y así lo dejaron cuando partieron nuevamente al trabajo la madrugada siguiente.

    ─No lo despierten -recomendó la madre a sus dos hijos menores que empezaban a prepararse para ir a la escuela.

    Roberto se despertó varias horas después. Se dió un largo baño caliente, almorzó lo que le había dejado su madre, y decidió ir al centro de la ciudad. Desde hacía días la Universidad Tecnológica se encontraba cerrada y sin clases debido a la movilización de los estudiantes.

    Se subió al bus del Transantiago que lo llevaría hasta el centro de la ciudad. Gratuitamente, pues la tarjeta BIP hacía semanas que estaba sin dinero; pero igual la hacía pasar por el detector, que sonaba dos veces anunciando que el pasajero estaba entrando sin pagar. Eso le gustaba, que sonara dos veces indicando que no habia pagado, lo mismo que hacían muchos que se subían en ese sector de la ciudad. ¿Por qué tendría que pagar, si igual el bus tenía que hacer el recorrido? Y además, casi siempre iba repleto de gente, “como si fuéramos animales. No, no hay derecho. El Transantiago es una mierda!”.

    Se bajó del bus poco antes de llegar al centro de la ciudad, atraido por la fachada imponente de un gran centro comercial. Estaba en el  cruce de las avenidas Grecia y José Pedro Alessandri de la Comuna de Ñuñoa. Como no tenía un destino prefijado le daba lo mismo entrar a éste o a cualquier otro establecimiento que fuera suficientemente grande como para entretenerse recorriendo sus pasillos y tiendas. 

    Roberto llevaba en una pequeña chequera de plástico varias tarjetas de crédito que le habían dado hacía meses las tiendas comerciales, con la sola presentación de su cédula de identidad y un certificado de que era estudiante universitario. Pero ya no podía usarlas como pudo hacerlo hasta que se completaron los montos de crédito disponibles, que mantenía impagos desde hace meses.

    Ahora, cada vez que entraba a uno de esos centros comerciales Roberto hacía lo mismo. Iba a las tiendas de vestuario y se probaba cuanto polerón y chaqueta de marca le gustaba. Se miraba al espejo, se paseaba por los pasillos y volvía la prenda a su lugar, buscando luego otra para hacer lo mismo. Iba también a los mesones de los artefactos electrónicos y se pasaba largo tiempo consultando a los dependientes sobre las características y cualidades de los últimos y más caros aparatos. Si entraba al supermercado llenaba el carro de compras con los productos más caros, que dejaba después abandonados en algún pasillo antes de retirarse.

    No sabía bien por qué actuaba de ese modo; pero en cada ocasión en que lo hacía sentía una extraña mezcla de placer y de rabia. El placer de imaginarse que todo aquello podía ser realmente suyo, y la rabia al saber que no era cierto y que debía dejarlo todo allí para que otros que tuvieran el dinero lo compraran. Además, todo eso lo reforzaba en su convicción de que el sistema capitalista era muy injusto, porque creaba las más intolerables desigualdades sociales, y era un sistema carente enteramente de valores porque todo lo medía en dinero, en vil dinero.

    El Centro Comercial al que entró Roberto era más pequeño que la mayoría de los malls comerciales que acostumbraba visitar, de modo que lo recorrió entero en menos de tres horas. Personas solas, familias con niños, parejas de enamorados, grupos de amigos, entraban y salían del recinto, que era no sólo un lugar para ir de compras sino también de paseo y entretención. 

    escalaDando una mirada panorámica pensó que era mejor iniciar su recorrido a partir del cuarto nivel para ir en seguida descendiendo a los pisos interiores. Se encaminó al ascensor pero lo distrajo la visión de una hermosa y esbelta jovencita que se dirigía a la escala mecánica, por lo que optó por subir por ésta que le ofrecía un mejor panorama visual y le permitía además formarse una idea de lo que había en cada nivel.

   cine La jovencita llegó sólo al segundo nivel. Roberto continuó por las escalas que ascendiendo en zig-zag lo instalaron finalmente en el cuarto piso. Allí estaban las salas de Cine, el patio de comidas, y numerosas tiendas de variados rubros. Ocupó largos minutos mirando las carteleras de los films que se proyectaban al mismo tiempo en las diversas salas del portal y también las que se anunciaban para los días siguientes. Todas extranjeras, la mayoría producidas en los Estados Unidos. Hubiera querido ver alguna de las películas de acción en cartelera, pero no tenía dinero. Esto no le impidió minutos después tomar puesto en una mesa frente a uno de los varios negocios que ofrecían variadas alternativas de comida. La especialidad que éste anunciaba y que podía apreciar en las mesas eran las carnes a la parrilla. Cuando cinco minutos después se acercó un mozo a tomar su pedido le dijo que había esperado demasiado, se levantó y se fue. 

    patioEran varias las ofertas de pizzas, sandwichs, pollo asado, papas fritas, hamburguesas que se anunciaban con grandes carteles en locales de nombres gringos. ¿Es que los chilenos ya no sabemos preparar un buen sandwich, que tenemos que copiar a los gringos? La pregunta que pasó por su mente no le impidió sentarse nuevamente en una de las pocas mesas vacías  de uno de los más conocidos negocios de hamburguesas. Pero pronto se levantó y comenzó a recorrer las tiendas que bordeaban los amplios pasillos: una tienda de artículos deportivos, otra de productos de belleza, varias boutiques de modas, una tienda especializada en regalos, y una librería que no le interesó mayormente.

    Bajó al tercer nivel y ahí estaban numerosas y atractivas tiendas cuyos nombres en inglés eran los mismos que se encontraban en todos los malls que conocía. La mayoría de ellas eran franquicias multinacionales que ofrecían cuanto artículo pudiera interesar al visitante, desde finas carteras hasta artículos ópticos de los más variados usos. Allí estaban las grandes empresas del retail, las boutiques internacionales de modas y calzados, las más conocidas marcas de tecnología, de fotografía, de equipamientos del hogar, las joyerías, perfumerías, artículos de cuero y muchísimo más. Roberto entró en una óptica y no resistió la tentación de probarse una serie de lentes de protección solar.

    El segundo nivel lo recorrió más rápidamente, deteniéndose sólo a mirar las vitrinas exteriores de las más de treinta tiendas y negocios que se afanaban en mostrar a los visitantes los más variados y modernos artículos de carácter suntuario, que no servían mucho para satisfacer necesidades reales pero cuyo uso aumentaba transitoriamente la autoestima y proporcionaba prestigio social. Roberto veía a la gente que entraba y salía de esas tiendas, sonrientes y felices por las compras realizadas. 

    El primer nivel del portal lo ocupaba casi enteramente un gran supermercado,  junto a una farmacia y una serie de negocios menores. Antes de salir del recinto Roberto se entretuvo unos minutos mirando a la gente con sus carros de compras llenos de variados productos, que se encaminaban a la escala que conducía al estacionamiento subterráneo. Esas personas le producían una mezcla contradictoria de desprecio y de envidia. Roberto no entendía por qué se sentía irresistiblemente atraído por aquél despliegue de lujos y atracciones, al mismo tiempo que hubiera querido hacer con todo aquello un gigantesco incendio purificador.

    Esos sentimientos encontrados y confusos lo llevaron a recordar su participación en la jornada de lucha del día anterior. Así, ya nuevamente en la calle trató de recordar en qué momento dejó de tener en sus manos el fierro de la señalética que había arrancado. Sólo recordó la satisfacción que sintió cuando los compañeros lo aplaudieron al hacer palanca y abrir la cortina metálica de la tienda. Le pareció recordar que había dejado que alguien recogiera el fierro al entrar al negocio; pero él no había entrado.  

    No tenía un recuerdo muy claro de lo que había hecho después; pero se acordó del barbudo con el que había compartido en la noche la vereda, el muro de la casona y su frazada maloliente. Se le ocurrió ir a encontrarlo. Quería conocerlo, saber qué hacía, de qué vivía, por qué había llegado a ese estado, qué lo había movido a cubrirlo del frío de la noche. Y por qué al dormir reposaba su cabeza en un cuaderno.

Esta vez el bus del Transantiago estaba lleno de gente, pero eso no era un impedimento para él, que se subió empujando y abriéndose espacio con los codos. Así Roberto llegó a la esquina donde había pasado la noche, recorrió todas las calles cercanas del barrio Yungay; pero el barbudo no estaba en ningún lugar. Tal vez otro día tuviera mejor suerte y lo encontraría.