Consuelo y Humberto se encontraron dos días después en un café del centro, a las seis de la tarde. Tres horas después todavía estaban ahí. Hicieron recuerdos del colegio, la experiencia de él como profesor, de ella como alumna, dos experiencias tan distintas, y sin embargo, descritas y comentadas ahora, diez años después, tenían puntos de contacto, cosas que habían vivido juntos. Por ejemplo, cuando uno de los alumnos del curso de Consuelo se había enfrentado al profesor y le había dado un puñetazo que lo dejó sangrando de la naríz. Ella lo recordaba más vívidamente que él; lo había sufrido y le había despertado un incontrolable enojo con el compañero agresor.
─No entendí por qué tuvo apenas dos días de suspensión y no fue expulsado del colegio.
─El director quería echarlo, sí; pero yo no quise. Preferí encararlo, conversar con él, y así supe la verdadera tragedia que era su vida, con sus padres que se agredían y peleaban casi todos los días. Vivía en una familia y en un barrio violento, y no había aprendido a controlar sus rabias. Conversamos largamente, me pidió perdón, lo perdoné. Quizá recordarás que de ahí en adelante no volví a tener ningún otro problema con él.
Fue ahí, al escuchar el relato del profesor y descubrir esa otra faceta suya, que Consuelo le confesó el dulce secreto que había guardado sin nunca decírselo a nadie. Le hizo enfatizando cada palabra, como si el recuerdo fuera todavía algo que la afectara.
─Me dolió mucho cuando ese matón te dejó sangrando. Me dió una rabia muy grande, y tuve ganas de ir a pegarle. Después, durante varias semanas, estuve arrepentida de no haberme enfrentado a él. Me limité a no dirigirle nunca más una palabra.
─Pero ¡eras una niña!
─Sí, una niña que estaba enamorada de su profesor de lenguaje...
Al decir esto Consuelo se sonrojó ligeramente, mientras lo miraba sonriendo, dejando que su cabello cubriera coquetamente su ojo izquierdo. Humberto percibió el cambio en el rostro de ella, la miró con dulzura y no supo qué decir. Fue ella la que preguntó:
─¿Te diste cuenta de algo? Porque yo trataba de esconderlo, que no se me notara...
─La verdad – dijo él - es que te tenía mucho afecto, eras mi mejor alumna. Y sentí no tenerte en clases el año siguiente.
En ese instante Consuelo y Humberto sintieron que algo mágico estaba naciendo entre ellos; pero no dijeron nada al respecto.
La conversación siguió todavía un largo rato, pero ahora contándose mutuamente lo que hacían. El le contó de cómo en diez años había cambiado la educación, que estaba trabajando en otro colegio, y lo diferentes que eran los alumnos de hoy de los de diez años atrás.
─Es un colegio grande, con muchos alumnos, profesores y aulas. Pero el cambio más importante que observo es en la actitud y el comportamiento de los alumnos, especialmente de los adolescentes, frente a los profesores, y entre ellos. Nos han perdido completamente el respeto, y no me refiero sólo a la autoridad del profesor, sino especialmente al conocimiento y a los valores que tratamos de fomentar en ellos. Los alumnos creen saber más que nosotros, y en todo caso, no muestran el menor interés en los programas, ni en los conocimientos ni en los valores que tratamos infructuosamente de enseñarles.
El profesor había empezado a desahogarse, relatando sus preocupaciones y frustración a la que había sido su mejor alumna hacía diez años. Ella lo escuchaba, atenta y compungida, sin decir nada con palabras, pero expresándole su comprensión y simpatía con la mirada y la actitud de devoción con que lo escuchaba.
─Yo trato de liberarme de la rigidez de los programas que el Ministerio de Educación nos exige, porque pienso que lo básico es enseñarles a hablar, a usar las palabras para comunicarse, y a leer, que es el mejor modo de conocer nuestro idioma y de aprender a pensar. Pero es tal el bullicio y el desorden incontrolable que se produce en gran parte de las clases, que no estoy seguro siquiera de si hay algunos que me escuchan. Trato de animarlos a hablar, a expresarse, y entonces no salen más que expresiones breves y casi guturales, que apenas logro entender.
Como el profesor pareció entrar en un silencio triste Consuelo se atrevió a preguntarle algo:
─¿Y esos libros tan entretenidos que nos proponías leer?
─Pues, muy pocos los leen, la mayoría busca en internet un resumen y lo copia creyendo que con eso han cumplido. Y entre ellos ─siguió su desahogo el profesor- ya no juegan, excepto a la pelota. Todo lo que hacen en los recreos es contarse boberías y molestarse unos a otros, cuando no caen en casos extremos de bulling.
Consuelo poco a poco lo llevó a hablar de otras cosas. Quería saber de su vida más allá del colegio. Humberto le contó entonces, sin entrar en detalles, que se había casado, que está divorciado, que tiene un hijo al que ama, con el que se encuentra cada dos fines de semana.
Ella le habló de sus estudios en la Universidad, de cuánto le gustaba su profesión de trabajo social, aunque apenas había tenido ocasión de practicarla. Le contó brevemente los problemas económicos de sus padres, y no dejó sin decirle que ella estaba ahora sin pareja, después de una experiencia breve y fracasada que había tenido con un estudiante inmaduro.
De repente Consuelo se dió cuenta de la hora. Tenía que irse porque había quedado con sus padres en que llegaría a cenar.
─No alcanzamos a hablar de los cuadernos, dijo Humberto. Tendremos que encontrarnos otra vez...
─Por supuesto, a eso habíamos venido. Pero ha sido muy grato encontrarnos y conversar de nosotros.
─Sí, asintió él. ¿Cuándo nos vemos de nuevo?
Quedaron en que se pondrían de acuerdo por teléfono, cuyos números dejaron registrados.
Humberto quiso pagar la cuenta, pero ella insistió en que debían pagar cada uno la mitad. Que fue lo que hicieron.
El profesor se fue caminando lentamente. Estaba realmente contento de haberse encontrado con Consuelo. Se sentía aliviado por haber comunicado sus angustias y problemas a la que había sido su mejor alumna y que era ya toda una mujer. Se fue pensando que era ciertamente una joven muy bella, atractiva, inteligente, entretenida, y fueron pasando por su mente muchas otras cualidades que, en verdad se las imaginaba, las intuía, porque en poco más de dos horas de conversación en que había hablado él casi todo el tiempo no había llegado a conocerla tanto.
Consuelo se fue casi corriendo a tomar el Metro. Estaba feliz a pesar de lo angustiante de la situación escolar que le había descrito su antiguo profesor; pero lo que predominaba en su alma en ese momento era el revivir de una antigua emoción de adolescencia.