Juan Solojuán regresó a ‘su casa’ por cuarta vez en el día. Había tenido suerte y bastante trabajo recolectando los tarros de cerveza que habían quedado botados la noche anterior después de un evento cultural organizado por la Municipalidad de La Cisterna en una de las plazas cercanas. Los tarros que había ido llevando en su saco formaban un montón de tamaño considerable, al lado de la casucha de madera.
Al entrar al sitio del modo habitual, se sorprendió al ver a un hombre de unos 60 años, cuya obesidad le hizo pensar que era un tipo bonachón.
El hombre lo miró de arriba abajo, retrocediendo dos o tres pasos, algo atemorizado al ver la inesperada presencia del vagabundo. Pero le habló con energía:
─Soy el dueño de este sitio. ¿Quién eres tú? ¿Y qué haces aquí?
Juan Solojuán lo saludó con un gesto y una leve inclinación de cabeza, que hizo disminuir algo el temor de don Rubén Donoso, como se llamaba el propietario.
─Buenas tardes! Lo siento. Me instalé aquí hace unas semanas, pero verá que no he hecho daño alguno, al contrario, como puede ver, he comenzado a cortar el pasto seco, porque puede provocarse un incendio y afectar a los vecinos.
─¿A qué te dedicas?
─Reciclaje. Hago reciclaje. Colecto tarros y otros objetos de metal, y los vendo en negocios que los compran.
Así comenzó una larga conversación. Por más de dos horas, don Rubén, que pronto se dió cuenta que Juan era una persona instruida que quizás por qué razón había caído en semejante pobreza, le hizo todo tipo de preguntas sobre su trabajo, sobre el barrio, sobre Santiago, y sobre cómo veía la situación económica y política del país.
El panorama que el gordo Donoso se fue formando con la información y las opiniones que le proporcionaba Juan Solojuán era muy pesimista. Pero la opinión que se iba creando sobre el barbudo era cada vez mejor. En Australia tenían conciencia de los problemas ecológicos, del cambio climático y del calentamiento global; pero le resultaba sorprendente y admirable que un hombre de ese nivel de pobreza y abandono se preocupara del ambiente y trabajara reciclando aluminio, uno de los metales cuya producción era de las más contaminantes de las aguas y la atmósfera.
Al final, don Rubén le contó que había llegado de Australia hacía apenas cuatro días. Se había ido de Chile más de 40 años atrás, siguiendo a sus padres que escaparon de la dictadura de Pinochet. Le contó a Juan que tenía en Australia un taller que había llegado a ser una pequeña empresa de ebanistería.
─Cuando falleció mi padre, hace seis meses, supe que soy heredero de un sitio en Santiago, que es éste, y decidí venir a conocerlo y hacer los trámites para venderlo.
─Tendrá que hacer primero la posesión efectiva -le dijo el barbudo.
Sorprendido por esa respuesta el gordo le dijo que ya había iniciado el trámite con un abogado, el que demoraría varios meses en estar completado. Explicó a Juan que él debía regresar a Australia pero que volvería a Santiago para concretar la venta cuando ya el título de propiedad a su nombre estuviera en regla.
─Mientras tanto te puedes quedar aquí; pero debes saber que tendrás que buscar otro lugar cuando se negocie la venta del sitio.
Juan Solojuán se mostró agradecido y dió al hombre su palabra de que cuidaría del sitio en la mejor forma que pudiera.
─Mañana vendrán unos maestros a cerrar el sitio con paneles de cemento y pondrán una puerta. Les diré que te dejen una llave.
─Gracias! No sabe cuánto le agradezco! – El agradecimiento de Juan era realmente profundo y sincero, y el gordo lo apreció al instante.
Miró nuevamente a Juan de arriba abajo, pensó en hacerle una última pregunta, pero desistió. Cuando ya se iba fue Juan quien lo detuvo con una pregunta:
─¿Me permite que arregle la llave del agua, que está goteando desde quizá cuanto tiempo?
─¿Agua? ¿Hay en el sitio una entrada de agua?
Juan le mostró la llave que goteaba al fondo del sitio, y luego un viejo medidor que había estado cubierto de pasto durante años, y que él había limpiado.
El hombre anotó el número del medidor, y registró el marcador del consumo.
─Pagaré la cuenta que esté pendiente de pago. Si quieres puedes arreglar la llave; pero no quiero encontrarme con otra deuda cuando regrese...
─No se preocupe señor, seré cuidadoso...
El gordo asintió con la cabeza y se fue sin decir nada más. Juan lo siguió con la mirada. Se quedó pensando en cómo impedir que lo desalojaran de ese lugar en que se había instalado, y sobre el cual estaba incubando unas extrañas ideas.
─No, no me iré de aquí, ya verá este buen señor lo que soy capaz de hacer. Ya lo verá...
Comprar versión E-book