Un día en que le había tocado atender a una pobre mujer que vivía en la calle, y a la que siguiendo el protocolo derivó hacia una Casa de Atención de mujeres abandonadas, a Consuelo se le ocurrió una idea.
Humberto la estaba esperando con la bicicleta en la mano cuando ella salió del recinto municipal con la suya. Era lo que hacían ahora casi todos los días: encontrarse al terminar el trabajo e ir en bicicleta a la casa del profesor, donde Consueo se quedaba a menudo a dormir. Ya no recorrían Santiago en busca del barbón, porque habían perdido la esperanza de encontrarlo, y también el interés que tenían al principio. Habían comprobado que tenían otras cosas muy placenteras que hacer.
─Se me ocurrió que no hemos buscado al barbón donde debimos hacerlo desde el principio ─le dijo Consuelo cuando ya habían avanzado varias cuadras.
─¿Dónde?
─En las casas de acogida para indigentes, que es donde se protegen en los días de frío y de lluvia, y donde muchos mendigos pernoctan diariamente.
─Tienes razón -dijo Humberto-. Es probable que en alguna de esas casas puedan decirnos algo del barbón que buscamos.
Fue así que se prepararon cuidadosamente para reemprender la búsqueda del vagabundo de los cuadernos. Buscando en internet hicieron una lista de todas las casas que atendían indigentes en Santiago, y las destacaron y anotaron sus direcciones en un mapa digital de la ciudad. Diseñaron los recorridos más prácticos, aprovechando las pocas ciclovías que existen en la ciudad. Prepararon un retrato hablado de Juan Solojuán, según lo recordaba Consuelo, y dibujaron un bosquejo de su figura. Hicieron también fotocopias de algunas páginas de los cuadernos, por si alguien pudiera reconocerlo por la letra enmarañada con que escribía. Y partieron con la convicción de que esta vez sí lograrían saber algo de él.
No eran muchas las Casas que acogían indigentes en Santiago, y ellos las fueron recorriendo en las tardes de cada martes y jueves, de modo que tres semanas después de haber iniciado la búsqueda les quedaban muy pocas que visitar. En ninguna de ellas tenían la menor idea del barbudo culto que ellos describían. En todas les decían que casi todos los indigentes que pasaban por las casas eran barbudos, y que era muy difícil identificar a uno de ellos en base a los pocos datos que tenían.
Pero un día supieron algo que reavivó sus esperanzas de encontrar al barbudo. Fue en la Casa de Acogida Cristiana ubicada en el sector poniente del centro de Santiago. La secretaria que los atendió y a la cual describieron al barbudo no recordaba a nadie de esas características, pero se le ocurrió preguntarles por qué razón lo buscaban.
─Es que tenemos un cuaderno escrito por él, que es muy interesante, y nos interesa conocer al hombre y conversar con él.
─La secretaria se quedó un momento en silencio, tratando de recordar. Algo empezó a venir a su memoria, sí, un cuaderno, algo de un cuaderno... Y de pronto lo recordó todo. Uno de los voluntarios que colaboraban con la Casa de Acogida hacía ya más de un año había estado preguntando por un indigente al que quería devolverle un cuaderno con el que se había quedado por descuido después de haberlo llevado a la Casa una noche de lluvia, viento y frío.
─¿Recuerdas cómo se llama ese voluntario?
─Sí, un joven muy fino, Tomás Ignacio.
─Nos gustaría conversar con él -dijo Consuelo-. ¿Puedes decirnos qué días podríamos venir a verlo, o darnos alguna información sobre cómo podríamos encontrarlo?
─Hace tiempo que no se aparece por acá. Diría que ya no está en el grupo de los voluntarios. Sucede mucho con los estudiantes, que cuando se titulan dejan de venir.
─¿Sabes cuál es su apellido?
La secretaria asintió. Deben estar sus datos en las fichas. Esperen. Buscó una base de datos y encontró lo siguiente:
Larrañiche, Tomás Ignacio. Estudiante de Derecho en la UC, Abogado.
Así fue que Consuelo y Humberto supieron que Tomás Ignacio Larrañiche, hijo del senador Larrañiche, estudiante de Derecho en la Universidad Pontificia, ya recibido de abogado, había estado con el barbudo al menos una tarde y probablemente había leído igual que ellos uno de sus cuadernos.
─¿Tienes algún número de teléfono del joven?
La secretaria dudó un momento, tomó el teléfono fijo de la oficina y marcó el número que tenía registrado en la ficha de Tomás Ignacio. Lo hizo dos veces.
─Lo lamento, suena ocupado.
En lo que había durado la conversación se habían juntado ya varios indigentes en la sala de espera, de modo que debía dar por terminada la conversación.
─¿Nos puede dar el número, por favor? Es importante para nosotros, y puede que lo sea también para el hombre indigente que buscamos.
La secretaria les dió el número de teléfono móvil que tenía registrado bajo el nombre de Larrañiche. Consuelo y Humberto agradecieron a la secretaria y se retiraron, no sin antes dar una atenta mirada a cada uno de los indigentes que estaban en la sala de espera. Ninguno era el que buscaban.
Los días siguientes intentaron repetidas veces y en distintos horarios comunicarse con el número que les había dado la secretaria, pero recibían siempre la respuesta de una voz neutra diciendo “este número no tiene teléfono”. No por ello se desanimaron, pensando que sería más fácil encontrar a una persona con nombre y apellido, que había sido estudiante de Derecho y que ahora era un abogado, que encontrar a un barbudo buscándolo por las calles y las plazas.