Dicen los abogados que la justicia es lenta pero funciona, y era exactamente el caso del asunto que nos interesa. En efecto, la posesión efectiva de la propiedad a nombre de don Rubén Fernando Donoso Tapia se había inscrito oficialmente en el Conservador de Bienes Raíces, y la querella por usurpación de propiedad contra desconocidos había concluido felizmente con una orden judicial de desalojo del recinto.
Tomás Ignacio Larrañiche estaba satisfecho, había comunicado todo a don Rubén, y éste le había anunciado que llegaría a Chile con la intención de fijar el precio de venta del sitio y proceder a entregarle las instrucciones y poderes para la venta.
Juan Solojuán y sus amigos habían recibido la orden judicial de desalojo, en que se les advertía que si no abandonaban inmediatamente la propiedad se procedería a desalojarlos y serían arrestados por la Fuerza Pública.
Juan había pensado mucho en la estrategia a emplear. Estaba decidido a hacer todo lo posible por mantener el lugar donde tanto habían trabajado, él y sus amigos, convirtiéndolo en lo que entre ellos llamaban, no su hogar sino su ‘lugar ameno’. Sí, no podían perder todo lo que habían logrado, y especiamente la comunidad que habían formado y que mantenía todo aquello lleno de vida.
Juan sabía que su única posibilidad era actuar con inteligencia e imaginación; para algo debía servirle todo lo que había aprendido en su vida.
Aleccionó al grupo, los animó, les explicó reiteradamente la estrategia a seguir. Preparó cuidadosamente el escenario y los movimientos que debían hacer el día en que vinieran a desalojarlos.
Inmerso en todas estas actividades, que se sumaban a las habituales de los cultivos, reciclajes y ventas, no había tenido tiempo para encontrarse con Consuelo Pedreros; pero pensó que era importante en este caso hacerlo, pues ella podría de algún modo ayudarlos.
Le encargó a Roberto Gutiérrez que se comunicara con ella y que le diera una cita.
Consuelo y Juan se encontraron tres días antes de la fecha establecida para el desalojo. Conversaron ampliamente, pero poco de los cuadernos, tema que quedaría para más adelante. Consuelo estaba fascinada al ver todo lo que Juan y sus amigos habían realizado.
Y llegó el día del desenlace. Juan Solojuán y sus amigas y amigos escucharon la sirena del jeep policial. Ocho carabineros acompañaban a la jueza, que venía con Tomás Ignacio Larrañiche en un auto oficial. Venía también un ‘guanaco’, carro antidisturbios que la jueza había solicitado en precaución de lo que pudiera ocurrir, considerando todo lo que el abogado le había explicado sobre el movimiento anarquista de los ‘okupa’.
Juan y sus amigos tenían todo preparado y esperaban decididos a enfrentar la situación de acuerdo a los criterios y convicciones que el barbudo había cuidadosamente explicado al grupo. Lo más importante era no provocar ni dejarse provocar, cualquiera cosa sucediera.
Lo que la jueza, el abogado y los carabineros encontraron al llegar al lugar no se lo esperaban en absoluto. Juan y sus amigos y amigas estaban fuera del sitio en espacio público, a lo largo del pasaje, formados ordenadamente con las espaldas dando al muro y con las manos en la nuca. Consuelo y el profesor Farías, provistos cada uno con una cámara de video, se habían instalado en lugares estratégicos y estaban registrando todo lo que ocurriera.
La puerta del sitio en litigio estaba abierta enteramente. Y el muro ‘bulldog’ que había hecho construir don Rubén estaba pintado con flores de todos colores y palabras de amor y de paz.
Al medio del muro sobresalía un mensaje escrito con estudiada caligrafía que decía:
“Estimado Don Rubén: Cumplo con mi palabra. Le hago entrega del sitio que me autorizó generosamente a ocupar mientras no fuera puesto en venta. Lo hemos cuidado y valorizado, como podrá comprobar. Estoy agradecido por haberme permitido vivir estos meses aquí; pero no entiendo por qué se nos ha denunciado y amenazado.Todo lo que hemos instalado en su terreno se lo regalamos, porque no tenemos donde dejarlo. Tenemos un ofrecimiento que hacerle. Atentamente – Juan.”
La jueza y el abogado se consultaron brevemente. Los hombres y mujeres a los que hubiesen debido detener si hubieran puesto resistencia estaban en un lugar público y habían hecho entrega pacífica del lugar. Habría registros en video que pudieran salir en la TV, lo que asustó especialmente al hijo del senador. Estaba todo dentro de la ley.
Procedieron, entonces, a cumplir lo que debían hacer: entraron al sitio, miraron que todo estaba en orden, salieron, cerraron la puerta, instalaron un candado, y se retiraron sin decir nada, en completo silencio, observando de reojo las cámaras de video que registraban todo lo que había ocurrido y que terminaban enfocando el muro pintado.
Juan y sus amigos pensaron que habían ganado la primera batalla, porque las cosas sucedieron tal como habían previsto. Pero faltaba lo principal, que iba a ser mucho más difícil de obtener. Mientras tanto estaban nuevamente en la calle.
Consuelo y Humberto se despidieron del grupo, y quedaron en que serían avisados por Roberto, cuyo celular habían cargado de suficientes minutos, ante cualquier novedad que ocurriese. Ellos se comprometieron a llegar rápidamente en caso de ser convocados. Tomaron sus bicicletas y se retiraron, contentos de todo lo que había sucedido hasta ahora y en lo que habían cumplido un papel importante.
Juan Solojuán y su grupo de vagabundos se instalaron a dormir en el pasaje. Habían dormido a la intemperie tantas veces en sus vidas que hacerlo nuevamente no les incomodaba mayormente. Para el joven Roberto Gutierrez era algo nuevo, pero estaba contento de hacerlo. En realidad era la segunda vez que se quedaba a dormir en la calle, y nuevamente al lado de Juan Solojuán, lo que le dió la seguridad suficiente que le permitió dormir toda la noche.