Pasaron seis meses. El profesor Humberto Farías estaba sumamente preocupado por el comportamiento de Chabelita Iriarte Gómez, alumna de octavo básico, adolescente de trece años. El año anterior había sido una buena alumna, no muy estudiosa pero casi siempre responsable y ordenada. Le había tomado un cariño especial desde aquél ya lejano día en que había encontrado el cuaderno de Juan Solojuán en su mochila. Se sentía agradecido de ella, pues fue por esa particular circunstancia que Humberto había conocido a Consuelo Pedreros, que era ahora su mujer, aunque no habían querido casarse teniendo en cuenta las aprehensiones que les había dejado el escrito de Juan que empezaba diciendo que ‘la economía mata a familia’.
Chabelita estaba convertida ahora en una adolescente retraída, irritable y díscola, que no estudiaba ni hacía las tareas en casa. El profesor había convocado varias veces a su madre pero ella no había acudido ni respondía las citaciones. El profesor Farías había logrado entender, por las escasas frases que lograba sonsacar a Chabelita, que su madre se había emparejado con un hombre que no era su padre, al que le tenía miedo y sobre el cual no quería hablar. A menudo llegaba a clases con moretones en la cara, que indicaban que era golpeada, y que ella explicaba diciendo que se había caído y otras mentiras parecidas. Un día en que la niña llegó más retraída e irritable que nunca el profesor llegó a temer que la niña hubiese sido violentada sexualmente por el hombre que convivía con su madre.
Humberto no podía permitir que una situación tan grave continuase afectando a su querida alumna. Y decidió hacer algo. Pensó que lo primero era buscar a su verdadero padre y ponerlo al tanto de la situación. Pidió autorización al Director para revisar los archivos donde estaba la información de cuando, ocho años antes, Chabelita habia ingresado al colegio.
Encontró la carpeta, y buscando en los diferentes papeles, su sorpresa fué realmente enorme al reconocer en la carta de solicitud de matrícula, firmada por Pedro Juan Iriarte, la misma letra enmarañada de los cuadernos de Juan Solojuán.
No podía creerlo. No podía siquiera imaginar que Juan Solojuán fuese el padre de Chabelita, que se había divorciado de su madre Isabel Gómez. ¿Cómo podría él no haberse preocupado nunca más de su hija?
Una idea cruzó su mente. Sí, recordó que Chabelita le había contado que el cuaderno lo encontró tirado en la calle, y ella había alcanzado a ver la sombra de un hombre cruzando la esquina. Pudo imaginar que Juan había ido a ver a su hija desde la distancia, y que había escapado perdiendo el cuaderno por el apresuramiento que tuvo para que ella no lo alcanzara a ver.
Consuelo iba todos los días a trabajar en la Cooperativa CONFIAR, y Humberto se había mantenido vinculado a la empresa colaborando como voluntario cuando tenía algún día libre. La Cooperativa estaba funcionando bien, creciendo poco a poco con nuevas ideas que los socios trataban de llevar a la práctica. Don Rubén era informado periódicamente de las actividades y de los ingesos que le correspondían, que iban aumentando constantemente. Hasta Tomás Ignacio Larrañiche iba de vez en cuando a colaborar con el grupo. El estudio del cooperativismo y la experiencia con el grupo, y especialmente las conversaciones que tenía ocasiónalmente con Juan Solojuán, habían ido cambiando poco a poco su manera conservadora y reaccionaria de pensar, e incluso había recuperado bastante del espíritu que lo había animado cuando era estudiante universitario.
Humberto conversó con Consuelo lo que había descubierto sobre Juan Solojuán, o sea, sobre Pedro Juan Iriarte el padre de Chabelita. Como asistente social que había tratado casos similares cuando trabajaba en el Centro de Atención a la Mujer y la Infancia de la Municipalidad de La Pintana, ella tenía claras las acciones legales que podían iniciar en favor de la muchacha. Pero decidieron que lo primero que debían hacer era conversar con Juan, el padre de la niña, con el que mantenían estecha amistad a pesar de que nunca les había querido contar de su pasado.
La conversación que tuvieron fue realmente dramática. Juan lloró como un niño, sintiéndose desgraciado y culpable cuando supo lo que estaba sucediéndole a su hija.
Juan, o sea Pedro Juan Iriarte, les contó lo que mantenía guardado durante tantos años. Que había estudiado en la Universidad de Chile, que había sido dirigente estudiantil, que se había recibido de abogado, una profesión que lo había defraudado al poco tiempo de ejercerla. Les contó cómo se había enamorado, y luego desilusionado de la que fue durante diez años su esposa. Que le había dejado todo a ella cuando se divorciaron. Les contó que ese mismo día, al salir del Juzgado, había entrado en una tremenda depresión que lo llevó a recorrer las calles, solo y triste, durante meses, como un vagabundo como hay tantos que transitan la ciudad. Lo que más le había dolido y que fue la causa principal de su depresión, fue la declaración de su hija Chabelita, que entonces tenía sólo 8 años, y que dijo ante la jueza que él la descuidaba y tenía abandonada, y que se emborrachaba.
Esto que escuchó decir a su hija le partió literalmente el corazón. Deambular por las calles había sido un modo de cortar lazos con todo lo que lo mantenía en vida; fue una especie de suicidio moral. Ya nada le interesaba ni motivaba. En reemplazo de toda emoción se había apoderado de su conciencia una fría racionalidad, una lucidez analítica que le hacía comprender lo que ocurría en el mundo con el pesimismo de una razón no atemperada por el sentimiento ni emoción alguna. En ese estado de racional y fría lucidez había escrito los cuadernos. Así había alcanzado una terrible lucidez respecto a lo que sucedería si las tendencias en curso en la economía, la política, la educación, la cultura, la religión continuaran sin cambiar.
Les habló también de su desencanto con la política, que veía comandada por los intereses mezquinos del dinero. Y volvió a decirles lo que tantas veces habían conversado y escrito en los cuadernos: los problemas de la educación, de las ciencias sociales, de la religión, de la familia y del ambiente, que le parecía no tenían más solución que un cambio radical que no veía por donde pudiera venir. Les dijo que había escrito exactamente lo que su razón le dictaba, porque no encontraba a nadie con quienes pudiera compartir esas ideas y análisis angustiantes que lo abrumaban.
Consuelo y Humberto lo escucharon desahogarse, lo consolaron como pudieron, y al final le hicieron ver que la situación en que se encontraba su hija requería una acción decidida e inmediata de su parte.
Ya más calmado, Juan les contó que había empezado a superar su depresión y a creer nuevamente que pudiera valer la pena vivir, cuando la primera vez que entró al terreno de don Rubén imaginó y soñó despierto lo que podría crearse en ese lugar abandonado y eriazo, no contaminado por la sociedad. Se fue recuperando, y nuevamente vió la vida y el mundo con optimismo al comprobar que otros vagabundos, desechos como él, poseían energías ocultas que podían activarse apenas encontraban un lugar que les abría la posibilidad de realizar actividades creativas con autonomía y en solidaridad.
Juan Solojuán, o sea Pedro Juan Iriarte, abogado, ex-dirigente de los estudiantes universitarios, gerente de la Cooperativa y ex-vagabundo barbón, decidió que debía recuperar lo antes posible la tuición de su hija. El profesor y la asistente social le ofrecieron su más completa colaboración.