La respuesta que Tomás Ignacio Larrañiche recibió de don Rubén Donoso era breve y bastante genérica, pero fue suficiente para que el joven abogado tomara una decisión drástica. La carta del propietario decía:
“Estimado señor Larrañiche:
Dejo en sus manos la decisión y las acciones a seguir. Obviamente todo debe hacerse en conformidad con las leyes y el debido respeto a las personas. Tenga en consideración que autoricé personalmente a un reciclador de nombre Juan, para que pernoctara en una casucha de no más de 4 mts. cuadrados existente en el lugar y que guardara allí sus pertenencias. Me pareció una persona correcta y confié en él; pero nada fue dicho sobre instalar alguna ampliación ni que llevaría a un grupo de personas a ocupar mi propiedad. Me preocupa que se trate de un grupo anarquista, que tienen fama de ser violentos.
Confiando en su buen criterio para resolver correctamente el problema le saludo atentamente
Rubén Donoso”
Tomás Ignacio había leído el mail, estudiado la legislación pertinente, y llegado a la conclusión de que estaban en presencia de un típico caso de usurpación de propiedad, un delito que merece pena de cárcel. Presentó ante el juzgado correspondiente a la zona una querella contra desconocidos. Pero conociendo las dificultades procesales del caso, al no existir personas identificadas y sabiendo que con los grupos ‘okupa’ la justicia a menudo tiene consideraciones especiales en razón de sus apoyos políticos y de movimientos sociales, decidió proceder paralelamente por una vía de hechos que le pareció que cumplía bien con la exigencia que le había puesto el propietario en su mail.
Fue así que unos veinte días después del encuentro y enfrentamiento de voluntades que habían tenido Tomás Ignacio y Juan Solojuán, llegó nuevamente al sitio. Esta vez iba acompañado de dos fornidos hombres a los que llamaba ‘maestros’ y que eran operarios a los que recurría su padre en cada ocasión en que necesitaba alguna reparación en su casa. Como el abogado temía que pudiera sufrir alguna agresión de parte de los ocupantes ilegales del terreno, dejó su automóvil estacionado en una calle que se encontraba a cien metros más allá del pasaje. El abogado había tenido también la precaución de llevar consigo la escritura de propiedad y el poder que le había dejado don Rubén Donoso en que claramente le otorgaba tuición sobre el terreno a efectos de regularizar la posesión efectiva y proceder a ponerla en venta.
Los tres hombres entraron al terreno sin golpear la puerta, empleando la llave que le había dejado el dueño antes de irse. En el sitio se encontraba solamente una mujer que, asustada ante la imperiosa indicación de que abandonara el lugar porque no era de su propiedad, escapó corriendo. Juan y los demás del grupo habían salido a medio día, unos a vender las verduras cosechadas en la mañana, y otros a buscar objetos que pudieran haber quedado abandonados al terminar de funcionar la feria libre cercana al lugar.
Tomás Ignacio Larrañiche dió la orden a los ‘maestros’ de desarmar rápidamente la pieza y el baño séptico que los ocupantes ilegales habían instalado junto a la casucha. Les dijo que dejaran todos los materiales desmontados, amontonados en una esquina del sitio. Pasó por su mente la idea de destruir también las hileras de verduras cultivadas que ya llenaban casi todo el sitio, pero no se atrevió. Lo que había hecho le parecía que estaba perfectamente dentro de la ley, pero ir más allá pudiera ser un exceso, por demás innecesario. A los operarios les bastó un par de horas para cumplir la tarea, de modo que habiendo terminado con lo que quería Tomás Ignacio salieron del sitio cerrando la puerta.
Al doblar la esquina del pasaje casi chocan con Juan Solojuán que, cabizbajo y cargado con un saco de tarros no los había visto salir. Tomás Ignacio le habló con dureza y mostrando la mayor seguridad:
─He cumplido las instrucciones del propietario. Dejé la casucha y sus pertenencias, porque la indicación que me hizo el dueño fue que a Ud., pero sólo a usted –enfatizó el abogado– lo había autorizado a quedarse a dormir en la casucha abandonada que se encuentra ahí. Le dejé todos los materiales de ustedes en un rincón del terreno, y deben ustedes sacarlos. He presentado ante la justicia una querella por usurpación de propiedad, y sepa que el delito que están cometiendo tiene pena aflictiva, o sea, cárcel. Y ustedes no tienen ningún derecho que pueda asistirlos, así que, ya sabe, desocupen rápidamente.
Juan Solojuán lo escuchó atentamente, en silencio y sin perder su acostumbrada calma. Cuando ya se iban tuvo una idea y le dijo:
─Señor, tengo algo para usted que quisiera darle.
Tomás Ignacio, temiendo que pudiera tratarse de una trampa le dijo al más fornido de los dos hombres que lo acompañaban:
─Vaya con él y tráigame lo que sea que quiere ese hombre.
Un minuto después Tomás Ignacio recibía de manos de su obrero un cuaderno, que le hizo recordar algo de sus días de estudiante.