Pasaron cinco meses desde que Juan Solojuán se encontró con don Rubén Donoso el dueño del sitio en que se había instalado. Juan estaba agachado retirando unas malezas que entorpecían el crecimiento de las plantas que estaba cultivando, cuando un grito duro y destemplado lo hizo levantarse asustado:
─¡Qué está pasando aquí! ¡Quienes son ustedes!
Juan caminó hacia el joven que había gritado. Lo miró atentamente, y le vino a la mente un viejo recuerdo. Lo reconoció. Era el joven estudiante que lo había encontrado en la Galería Imperio aquél día de lluvia y frío y que lo había llevado a la Casa de Acogida Cristiana. ¡Pero cómo había cambiado! Ya no vestía jeans ni una casaca ni estaba despeinado. De riguroso traje oscuro y corbata azul intenso, no tenía ya la pinta de un estudiante universitario sino la de un hombre joven que se había abierto camino en el mundo.
Tomás Ignacio Larrañiche, en cambio, no podía reconocer a Juan Solojuán, que ya no tenía la barba tan larga ni estaba harapiento ni sucio y maloliente. Los olores que Tomás Ignacio sentía eran los del huerto, donde crecían lechugas, habas, arvejas, cebollines, ajos, cilantro, orégano y varias otras plantas que no sabía reconocer.
En diversos lugares del sitio se habían puesto de pié otras personas, dos mujeres y dos hombres, que al escuchar los gritos del hombre levantaron la cabeza.
Juan pensó que Tomás Ignacio pudiera haber conservado su generosidad juvenil y le habló asumiendo una actitud amistosa:
─Señor, usted no nos conoce. El dueño de este sitio, que vive en Australia, me autorizó a quedarme aquí por un tiempo, hasta que él nos dijera que debíamos irnos.
─Lo sé ─dijo Tomás Ignacio sin cambiar el tono duro y autoritario de su voz-. Lo sé, porque don Rubén me lo dijo cuando me encargó que tramitara su posesión efectiva. Pero nunca me habló de varias personas, ni menos de que estarían aquí instalando un negocio en su propiedad.
El abogado estaba pensando que no le sería fácil desalojar a esos hombres del sitio, lo que era indispensable para poder ponerlo en venta según las instrucciones de don Rubén.
Juan trató de explicarle algo, pero Tomás Ignacio siguió hablando sin dejarlo decir nada.
─Tienen que irse, no tienen derecho a hacer lo que están haciendo aquí. Está por llegar el dueño del sitio y esto tendrá que estar completamente despejado. ¡Son sus instrucciones! Y si no se van por las buenas, mandaré a los carabineros para que los desalojen por la fuerza.
Al escuchar esta amenaza Juan Solojuán sintió que la ira le subía a la cabeza y le vinieron deseos de echar a ese joven prepotente a patadas. Pero se contuvo, limitándose a decir con fuerza, mirándolo a los ojos:
─¡Venga entonces con los pacos! Pero tendrá que tramitar una orden de desalojo, que usted bien sabe que demora al menos cuatro meses. Y cuando finalmente vengan a sacarnos veremos qué pasa.
Tomás Ignacio enmudeció. Pensó en el enojo que tendría su padre el senador si un día apareciera su hijo en la tele desalojando con los carabineros a esos hombres. No se había imaginado que ese hombre que parecía un campesino humilde pudiera enfrentarlo así. Jamás se imaginó que pudiera tener conocimiento de las leyes y tanta seguridad en sí mismo. Y también sabía que ese individuo rústico tenía razón en que se requería una orden judicial para proceder al desalojo. Pero se tranquilizó, pensando que él era solamente un profesional a cargo de una tarea, y que si debía abrir una querella y tramitar un juicio sería ocasión de ganar una buena entrada adicional, pues su contrato con don Rubén Donoso no incluía hacer frente a una situación como ésta.
Tampoco era el caso de enfrentar ahora a esas personas que se habían acercado y formaban ahora un semicírculo detrás del barbudo. Decidió retirarse manteniendo su fingida dignidad, no sin antes decirles:
─Ya están advertidos. Deberán desalojar por la razón o por la fuerza.
¿Quién era ese hombre que parecía un campesino pero que sabía de leyes y que había osado enfrentarlo? Se preguntaba al entrar a su automóvil que había dejado estacionado a la entrada del pasaje.
Cuando el abogado se fue del sitio dando un portazo y después de sentir el automóvil partir acelerado, Juan Solojuán se sentó tranquilamente en una banca que había contruido él mismo e invitó a sus amigos a conversar.
─No tengan miedo. No estamos haciendo nada malo aquí, al contrario, estoy seguro que el dueño del sitio va a apreciar lo que estamos realizando. Como les expliqué cuando los invité a construir este huerto, me comprometí a dejarlo cuando fuera vendido y tuviera un nuevo dueño, y eso no será tan pronto. Pero por la fuerza no nos sacarán, se los aseguro. Tengan confianza en lo que les digo.
─Con estas palabras los amigos de Juan se tranquilizaron y retomaron su trabajo. A esas dos mujeres y dos hombres los había encontrado viviendo en la calle y recolectando desperdicios, igual como lo había hecho él durante dos años. Les había motivado, les había enseñado, y trabajando fuertemente habían construido un huerto urbano hermoso, cultivado con técnicas de agricultura orgánica e instalando un mecanismo de riego automático. También habían levantado un gallinero que los proveía de huevos e incluso un par de veces de pollo asado.
Se alimentaban de lo que producían y vendían lo que no alcanzaban a consumir ellos mismos. En tan poco tiempo habían formado una verdadera comunidad de amigos, casi totalmente autosuficiente. La autoestima de todos ellos se había alzado desde lo hondo de un pozo hasta el cielo. No dudaron que serían capaces de hacer frente a la incumbente amenaza.
Esa tarde Juan Solojuán comenzó a escribir un nuevo cuaderno:
Economía mata a religión.
A la misma hora en que iba plasmando sus reflexiones con su letra desaliñada, Tomás Ignacio estaba escribiendo un e-mail informando al dueño del sitio que un grupo de jóvenes vagabundos lo había ocupado. Para darle más fuerza a su mensaje, le contó que en Chile había un movimiento anarquista llamado ‘okupa’, que no respeta ni las leyes ni la propiedad privada, y que era probable que los ocupantes del terreno pertenecieran a dicha organización, lo que complicaría el desalojo si no se procedía con la mayor rapidez. Por ello le pedía autorización para iniciar una denuncia judicial por usurpación, insistiendo que era algo que debía hacerse con urgencia si quería recuperar y poder vender su terreno. Le pedía instrucciones y le indicaba sus honorarios, asegurándole que éstos sólo se pagarían cuando el desalojo y la recuperación del sitio se hubieran completado.