Las semanas siguientes la joven asistente social y el profesor se encontraron muchas veces, recorriendo distintos sectores de Santiago, siguiendo una cuidadosa programación de los lugares que estudiaron juntos en el mapa de la ciudad.
Por donde iban –calles, plazas, parques– buscaban a un viejo barbón, y cada vez que veían a alguien ‘cartoneando’, mendigando o rebuscando en los recipientes de la basura, se acercaban a mirarlo. Pero en ninguna parte se toparon con Juan Solojuán.
Para ellos esto se había convertido en una muy placentera entretención. Conversaban, se contaban anécdotas, se reían; pero sobre todo se miraban. Ambos sabían que se habían enamorado, y sabían que la emoción era recíproca; pero no se decían nada, y cuidadosamente habían evitado cualquier acercamiento sexual. Tal vez estaban influidos por lo que sobre el enamoramiento y el sexo habían leído en el cuaderno del barbudo; pero lo que en realidad los retenía era la alegría de las emociones que estaban viviendo y compartiendo, y cierto temor de que eso pudiera de algún modo opacarse si daban un paso más el uno hacia el otro.
Pasaban las semanas y seguían encontrándose, recorriendo la ciudad en bicicleta, si bien casi se habían olvidado del motivo por el que habían comenzado a hacerlo. Se miraban más entre ellos que lo que miraban a su alrededor buscando al barbudo.
Pero lo que tenía inevitablemente que ocurrir ocurrió una tarde en que, después de haber hecho un recorrido algo más largo que lo habitual, en que el cielo estaba cubierto de nubes y comenzó una llovizna, se protegieron bajo un portal, encadenaron sus bicicletas como se habían acostumbrado a hacerlo, se abrazaron, y se dieron un beso en la boca, suave y dulce al comienzo, crecientemente apasionado.
Eso marcó un cambio importante en la relación entre ellos. Los paseos en bicicleta dejaron de seguir los itinerarios planificados. Se quedaban más tiempo en los parques, sentados, abrazados, besándose largamente, hasta que un día se entregaron enteros en su amor. Como Humberto vivía solo en su departamento, ése era el lugar donde pasaban casi todos los tiempos que podían estar juntos cuando no andaban recorriendo la ciudad en bicicleta.
Mientras el profesor seguía yendo diariamente al colegio Consuelo buscaba un trabajo, porque en verdad lo necesitaba, no sólo por ella sino para ayudar en su casa. Cuando estudiante había trabajado de garzona en un restaurant; pero ahora, ya profesional, quería encontrar trabajo como la asistente social que era, una profesión que sabía que era su verdadera vocación.
Mandó su curriculum a empresas privadas, a ONGs y a organismos públicos. Fue a varias entrevistas, pero el trabajo esperado no llegaba. Humberto le ayudaba en su búsqueda, le daba datos que lograba recoger aquí y allá. Un día leyó un aviso en el diario en que la Municipalidad de La Pintana buscaba contratar a honorarios, por 22 horas semanales, a una asistente social.
Pocos días después Consuelo comenzaba a trabajar en el Centro de Atención a la Mujer y la Infancia de La Pintana, una de las Comunas más pobres de Santiago. Situada en la zona sur de la ciudad, se caracteriza por ser una Comuna de muy acelerado crecimiento, con una población bastante más joven que el promedio de Santiago, y con grandes bolsones de pobreza e indigencia. La drogadicción, el alcoholismo, la delincuencia, la desnutrición infantil y el embarazo de adolescentes son los problemas que más preocupan a los habitantes de amplios sectores de La Pintana, una Comuna que cuenta también con algunos importantes sectores de clase media en riesgo de empobrecimiento. En esa realidad social comenzó a trabajar Consuelo con mucho entusiasmo, sintiendo que por fin podía darle pleno sentido a su vocación de servicio humano y social.
¿Cómo había Consuelo llegado a tener ese especial sentido y vocación de servicio? Cuando niña había imaginado que tenía vocación religiosa, porque había conocido y le gustaba el modo de ser y de vivir de unas monjas españolas muy alegres que trabajaban asiduamente en actividades de atención y promoción de personas pobres en su parroquia. Pero de aquella intención casi no quedaba huella cuando cursando tercero medio se enamoró del profesor Humberto y supo que no sería capaz de renunciar al amor de un hombre. Pero el mismo profesor había contribuido al fortalecimiento de su vocación de servicio a través de los libros que recomendaba leer a sus alumnos, cosa que ella hacía asiduamente y con gran placer. Sus estudios universitarios de Servicio Social habían dado cauce profesional a su natural inclinación por el servicio a los demás. Y ahora, finalmente, en su trabajo en La Pintana había encontrado el encausamiento práctico de su vocación.