Isabel Gómez dió un suspiro de alivio cuando estacionó su pequeño automóvil en el lugar que tenía asignado en el condominio donde vivía. Estaba cansada y molesta, porque en el trabajo su jefe no le había reconocido los esfuerzos que había hecho para cumplir las metas que le había fijado para la semana, a pesar de que ella se había esmerado en hacerle ver lo difícil que le había resultado cumplirla.
De regreso a casa se había demorado más de lo acostumbrado, no sólo por ser día viernes en que la congestión del tránsito aumenta, sino además, porque un semáforo mal regulado le habia hecho perder más de 10 minutos en una esquina que habitualmente era fácil de cruzar. Pero lo peor fue darse cuenta que el indicador señalaba que el estanque de gasolina estaba casi vacío, y como no tenía dinero suficiente para llenarlo y pagar además los peajes de la carretera, ese fin de semana no podría ir a la casa en la playa, lo que significaba que tendría que quedarse en el departamento del cuarto piso del edificio y soportar las insistentes preguntas de su hija sobre su padre y los cuestionamientos que le hacía por haberse divorciado. Sí, Chabelita se había obsesionado porque no entendía por qué no había vuelto a ver a su padre.
Hacía casi un año que Isabel Gómez había firmado el divorcio y se había concretado en un acto legal en que Pedro Iriarte su ex-esposo le dejaba a ella todos los bienes: el departamento, la casa en la playa y el automóvil. La jueza había establecido, además, que su ex esposo debía hacerle entrega del 50 % de sus ingresos mensuales para mantención y educación de la hija, lo que él había aceptado sin poner objeción alguna. Ella, conducida por un hábil abogado, había tenido un desempeño eficiente ante la jueza, y la hija Chabelita, de ocho años, debidamente manipulada por la madre y por la abuela, había declarado que su padre no cumplía sus deberes en la casa y a menudo bebía en exceso.
El problema había surgido inmediatamente después. Porque desde el día siguiente al de su triunfo legal no había vuelto a ver ni saber del ex-marido, y de nada habían servido las demandas por incumplimiento que había interpuesto reiteradamente ante el Juzgado de familia. Había ocurrido simplemente que Pedro Iriarte, de 43 años, padre de Chabelita a la que había querido como cualquier padre estresado por el trabajo y las responsabilidades puede hacerlo hoy en día, en pleno uso de la razón y en perfectas condiciones de salud, había desaparecido y nunca más se había sabido de él.
Isabel se había hecho la idea de que se habría ido al extranjero, o que se hubiera emparejado con la amante con que había sospechado que la engañaba pero que no había llegado nunca a identificar. Se imaginaba que tal vez esa yegua lo mantenía, porque desde el día del divorcio y el acuerdo judicial Pedro Iriarte tampoco había vuelto al trabajo, ni siquiera para cobrar los días del mes trabajados y las vacaciones correspondientes.
Chabelita sentía remordimientos por haber mentido ante el juez, pero sobre todo se sabía engañada por su madre que le había asegurado que dar ese testimonio era necesario para lograr que su padre no se fuera de la casa.
Isabel entró a la casa. Chabelita la saludó apenas con un gesto, embobada como estaba ante la tele mirando la comedia de la tarde. Isabel se dirigió a la cocina, comprobando que se había terminado el litro de leche y los panes que habían quedado del desayuno. Le disgustó que su hija hubiera también dado cuenta de la botella de Coca-Cola, pues con gusto se hubiera tomado un buen vaso. Encendió la cocina, tomó una olla, virtió un poco de aceite, un tazón de arroz, dos de agua, una pizca de sal y otra de aliños, y revolvió todo con la cuchara de madera. Completaría la cena con un tarro de sardinas, porque no tenía ganas de cocinar nada más.
Isabel se tendió en la cama. Estaba cansada, pero más que eso, estaba profundamente frustrada. Había conocido a Pedro Iriarte en la Universidad de Santiago, durante el reemplazo de una secretaria con licencia maternal que hizo por tres meses en el Departamento de Relaciones Estudiantiles. Pedro era un dirigente estudiantil connotado, buen mozo, cuidadosamente vestido, conocido por todos y apreciado por muchos. Sus actividades políticas habían hecho que avanzara lentamente en su carrera, que duraba ya siete años. Pero cuando se conocieron él acababa de egresar de derecho y no le quedaba más que hacer la práctica profesional y rendir el examen de titulación.
Casa vez que Pedro se aparecía en el Departamento de Relaciones Estudiantiles Isabel lo atendía con especial dedicación, contento y simpatía. Le gustaba, lo miraba largamente, y como la atracción era recíproca, se les vió a menudo conversar en el casino de estudiantes tomando café y salir juntos de la Universidad cuando ella terminaba su turno de trabajo.
Se enamoraron. A él le encantaba su sonrisa y simpatía, además de su cuerpo esbelto, bien torneado y bien cuidado. Isabel sabía que, no teniendo estudios universitarios, le sería difícil lograr algún día casarse con él, y fue inmensa su sorpesa y su alegría cuando él se lo propuso unos meses después. Desde ese momento a Isabel se le abrió el mundo y sus expectativas. Él llegaría a ser un abogado respetable, o un político importante, tal vez incluso un senador de la República. Se imaginaba que tendrían una casa grande en el barrio alto de Santiago, hijos estudiando en los colegios de los ricos, relaciones con empresarios, con políticos, con personajes del espectáculo. Y en todo eso ella no desentonaría, pues para éso se estaba formando cuidadosamente en presentación personal, buenos modales, protocolos y, por cierto, tomando clases particulares de inglés con un profesor que había conocido en la Universidad y que no le cobraba demasiado. Así llegó el día en que, llena ella de ilusiones y él profundamente enamorado, se casaron.
Isabel empezó a inquietarse pocas semanas después de la luna de miel que habían tenido en Chiloé. Ella hubiera preferido que fuera en París, o al menos en Buenos Aires. Se lo había insinuado, pero sin éxito, y como se había acostumbrado a darle en el gusto en todo, pasaron diez alegres días en un pequeño hotel de Chonchi.
Poco después de llegar de regreso a Santiago tuvo ella la segunda decepción. Isabel quería que se fueran a vivir a la Comuna de Providencia; pero él había decidido instalarse en la mucho más modesta Comuna de La Florida, donde arrendaron un Departamento de dos habitaciones y un baño.
Poco a poco y cada vez más claramente, Isabel se fue dando cuenta de que Pedro no tenía ambiciones. Peor aún, no había terminado de titularse de abogado rindiendo el examen final que se exige para ejercer en propiedad la profesión. El se esforzaba poco en los trabajos que emprendía, y aún menos en la actividad política de la que a menudo se declaraba decepcionado. Lo veía sin fuerzas, sin entusiasmo, incluso algo deprimido. Lo peor era que ni siquiera mantenía las amistades que había desarrollado en la Univesidad.
Entonces ella inició una lucha cotidiana por incitarlo a superarse, a no quedarse en la mediocridad, a surgir y ser alguien importante en la vida. Pero Pedro no reaccionaba bien, la escuchaba, le decía que sí, pero no tomaba la iniciativa ni aprovechaba las oportunidades que se le presentaban.
La cosa había cambiado algo cuando nació Chabelita. Pedro decidió aceptar un trabajo fijo, con horario, en un estudio jurídico, con un sueldo bastante mejor que lo que obtenía ejerciendo como procurador. Presionado fuertemente por Isabel, Pedro había consentido en comprar un departamento de dos dormitorios en la misma villa de La Florida donde vivían, tomando un crédito en el Banco del Estado, que lograron ir pagando con los ingresos de ambos y con notables sacrificios de parte de ella. Isabel pensaba, en efecto, que era ella la que hacía los sacrificios para ahorrar cada mes lo necesario para pagar el dividendo; pero lo cierto es que Pedro era muy austero y no gastaba más que lo indispensable.
Cuando se divorciaron, Isabel trató de encontrar un nuevo amor que pudiera darle curso a sus ambiciones; pero con sus 37 años y su hija que hacía lo posible por ahuyentar a cualquier eventual pretendiente, sólo había logrado ser la amante del socio de uno de los dueños de la empresa donde trabajaba, el cual no tenía la menor intención de casarse con ella, y que en realidad apreciaba de Consuelo solamente los servicios sexuales que le prodigaba una vez a la semana, los que compensaba con pequeños regalos de no mucho valor.
Al darse cuenta de que nada serio lograría con ese hombre Isabel lo había ido poco a poco dejando, con mucho cuidado para evitar que la cosa terminara en la pérdida de su empleo, cuyo sueldo difícimente encontraría en otro lugar.