Consuelo Pedreros y Joaquín Campos estaban contentos con su primer trabajo profesional, ella como asistente social, él como sociólogo. Se habían graduado el mismo año, ella en una Universidad pública y él en una privada. Se habían conocido en una reunión de la juventud del partido socialista. Consuelo no estaba inscrita al partido, pero había accedido a asistir a la reunión por la insistencia de Joaquín. Poco después habían encontrado este trabajo de tiempo parcial y limitado a tres meses en Conciencia Inclusiva, una ONG dedicada a realizar estudios y proyectos sociales. El trabajo no era un verdadero empleo, sino un ‘pololo’ que no cumplía las normas legales del código laboral en base al cual los socialistas denunciaban que las empresas eran verdaderas “chupasangre” explotadoras; pero eso no inquietaba a los directivos de la ONG del pomposo y exigente nombre.
La idea general de la investigación en que estaban participando la había formulado el Alcalde de la Municipalidad de Independencia, un joven y dinámico dirigente del Partido Socialista que estaba interesado en obtener un mapa detallado de todas las iniciativas de economía informal que operaban en las calles, en las plazas y en las casas de la Comuna. Había explicado en el Consejo Municipal que esa investigación era importante para determinar una política de apoyo e incentivo a la formalización jurídica de esas actividades, que le permitiera al Municipio controlarlas mejor y cobrarles los debidos impuestos. No había dicho que también le serviría a él mismo para focalizar mejor la campaña electoral en que esperaba postular como candidato a Diputado por el Distrito. Y había convencido a los consejales de que para mayor transparencia la investigación fuera encargada a una ONG que daba indudables garantías de imparcialidad.
Consuelo y Joaquín tenían asignado un cuadrante de seis por cuatro cuadras, de calles angostas y anchas veredas con casas antiguas de un piso pegadas una a la otra, con muros en muchos casos agrietados, que daban directamente a las veredas con una puerta y una ventana a cada lado, todas provistas de fuertes protecciones de fierro. Dos escuelas, una iglesia, una plaza bastante grande y otra chiquita. Y muchos pequeños negocios, bares, restaurantes populares, bazares y puestos de venta de todo lo imaginable, como también de reparación de artefactos, bicicletas, automóviles, muebles, zapatos y cuanto hay. Por las calles transitaban muchas personas, presurosamente, haciendo esfuerzos por esquivar los puestos de ventas informales que se instalaban a vender baratijas colocadas en un trapo rectangular en el suelo, comerciantes ambulantes sin permiso que trabajaban atentos a la siempre posible e imprevisible llegada de los carabineros que aparecían a menudo con la intención de requisarles las mercaderías.
Joaquín y Consuelo estaban realmente sorprendidos por la cantidad de personas que en el sector trabajaban de modo informal. Llevaban ya varias semanas en el trabajo, y habían conocido los más variados tipos de trabajadores independientes y de microempresarios, que mediante alguna actividad obtenían los ingresos necesarios para vivir. Jardineros, lustrabotas, vendedores ambulantes, arregladores de bicicletas, artesanos, pintores, cargadores, zapateros, panaderos, productores de cuchuflís, cuidadores de automóviles, vendedores de huevos, malabaristas en los semáforos, y tantos y tantos otros oficios informales en que hombres y mujeres empeñosos y trabajadores lograban hacerse útiles a los demás, produciendo o vendiendo algún producto o prestando un servicio. No se les ocurrió pensar que podrían haberse aplicado la encuesta a ellos mismos, creando una nueva categoría de trabajadores informales, la de “encuestadores por cuenta del Municipio” que quería obligarlos a todos a formalizarse y pagar los debidos impuestos.
Consuelo y Joaquín los entrevistaban cuidadosamente y llenaban una ficha con las respuestas; pero tenían la instrucción de no decir que su mandante era la Municipalidad sino una empresa que hacía estudios de opinión pública cuyos resultados se publicarían después en la prensa. Se sorprendían de que casi todas las personas a las que se acercaban estaban dispuestas a responder sus preguntas, y no presentaban objeción ni siquiera ante algunas cuestiones bastante personales incluidas en el cuestionario.
Esa tarde, cuando ya habían completado la tarea que se habían propuesto para el día, dudaron si acercarse e interrogar también a un barbudo que estaba sentado en un banco de la plaza, con una mochila colgada del hombro y un cuaderno posado sobre las rodillas. Decidieron abordarlo.
─Buenas tardes, señor. ¿Podemos hacerle unas preguntas? Estamos haciendo una encuesta para una empresa de opinión pública que se interesa en saber qué piensan los chilenos sobre varios temas de mucha importancia. ¿Nos permite?
─¿Los manda el alcalde? ¿Son de la Municipalidad?
Consuelo y Joaquín se sosprendieron apenas un instante, pero lo negaron al unísono:
─No. ¿Por qué piensa eso?
El barbudo se dió cuenta que había acertado y pensó que podía entretenerse un momento con los jóvenes incautos.
─Hace días que los veo recorrer las calles y acercarse a la gente que está trabajando por ahí o que tiene algún pequeño negocio. No pensé que yo pudiera calificar para su encuesta.
─¿Es también chileno, no? -le respondió Consuelo.
─Pero no voto ni pago impuestos -dijo el barbudo muy serio pero sonriendo interiormente.
─Bueno, si no quiere no hay problema. Que tenga una buena tarde - le respondió Joaquín, algo molesto por haberse acercado a esa persona desagradable e impertinente.
─¡Esperen! Quiero darles algo que puede interesarles...
El barbudo tomó el cuaderno que había dejado en la banca y se lo entregó a Consuelo, que se había acercado. Ella lo recibió, hojeó el contenido y le dijo:
─¿Está seguro que no lo necesita?
─Sí, creo que sin saberlo lo escribí para ustedes.
─Entonces, muchas gracias, señor. Lo leeremos, pierda cuidado.
Ella guardó el cuaderno en la carpeta junto a las encuestas.