Juan Solojuán le contó a su banda de ex-vagabundos la conversación y los acuerdos a que había llegado con el dueño del terreno. La algarabía fue total cuando el grupo volvió a entrar al sitio y retomó sus trabajos en el huerto, el reciclaje y las ventas.
Con los buenos oficios del joven Roberto Gutiérrez que ya formaba parte integral del grupo hasta el punto que a menudo se quedaba a dormir con los demás, se invitó a Consuelo y al profesor Farías al encuentro que tendrían con don Rubén; pero solamente ella podría asistir, porque Humberto ese día tenía reunión con los apoderados del curso del que era profesor jefe.
Juan explicó a su banda de amigos que durante los dos días previos a la reunión se ausentaría de los trabajos en el terreno. Esos días lo vieron salir muy temprano y bien lavado, con la barba y el pelo cuidadosamente cortado por él mismo, y con la mejor camisa que encontró.
Así llegó el día y la hora del encuentro. Estaban los ocho socios-trabajadores y Consuelo que había llegado una hora antes para informarse de lo que se trataría en la reunión. A la hora fijada llegó don Rubén y Tomás Ignacio.
El abogado se veía más distendido que la vez anterior, porque había ocupado muchas horas los días anteriores en estudiar las leyes pertinentes al caso sobre el que debía informar, y tenía preparada una minuta de temas sobre los que era necesario tomar decisiones. Juan Solojuán, en cambio, se notaba más tenso de lo acostumbrado, porque lo que había hecho esos dos días en que sólo de noche se lo había visto en el lugar, era estar en la Biblioteca Nacional. La lectura de las leyes le había llevado a concluir que no sería fácil organizar una cooperativa de acuerdo con los criterios que había pensado, porque las leyes no estaban hechas para facilitar el funcionamiento de organizaciones tan originales.
Juan presentó a Consuelo explicando que no era parte del grupo sino una buena amiga a la que habían invitado a la reunión por su experiencia de trabajo como asistente social en un Municipio. Ella dijo que estaba feliz de colaborar y que podían contar con lo que pudiera.
Don Rubén pidió a Tomás Ignacio que presentara su informe jurídico. Juan Solojuán estaba expectante y le costó dejar de moverse en su banca. Se temía lo peor, y lo que comenzó diciendo el abogado le confirmó todas sus aprehensiones.
─La Ley General de Cooperativas de Chie, la legislación laboral y la regulación tributaria, hacen prácticamente imposible la aplicación de los criterios de organización que me fueron indicados por don Rubén y por Juan.
Juan ya sabía que era así. Los amigos de Juan lo miraron, seguros de que él tendría algo que replicar; pero Juan guardó silencio. Tomás Ignacio se dió tiempo antes de continuar su explicación.
─Hay tres problemas principales –continuó el abogado su informe-. El primer problema es que, aunque se trate de una Cooperativa y no de una sociedad por acciones, la Ley exige que se constituya un capital inicial, formado por las cuotas aportadas por los socios. Un contrato de arriendo que indique que los montos mensuales a pagar sean capitalizados como cuotas de aportes, es permitido, de modo que el aporte de don Rubén no tiene problemas. Pero la Ley no contempla la posibilidad de aportes de capital que se completen en base a compromisos de trabajos que se realizarán en el futuro. Esto no hace posible que los trabajadores participen como socios sin hacer aportes de dinero. Entones ¿cómo se justifica el 80 % que correspondería a los socios trabajadores?
Juan ya lo sabía, Consuelo y don Rubén lo comprendieron. Los demás, que nuevamente esperaban que Juan retrucara lo dicho por el abogado, sólo entendían que estaban perdiendo la batalla. Porque, en efecto, en sus mentes la reunión en que estaban era una especie de enfrentamiento entre los buenos, que eran ellos comandados por Juan, y el malo, el abogado. Una batalla que se desplegaba frente a don Rubén que era el árbitro que tenía en sus manos la decisión.
Juan había pensado mucho en el problema planteado por el abogado, y se le había ocurrido una solución que era muy sencilla. Esta consistía en poner en la escritura de constitución que la Cooperativa se constituía con un Capital Social muy pequeño, en las proporciones que habían conversado: 20 % don Rubén, 10 % cada trabajador, y que esos aportes de capital se pagaban en el acto de constitución de la cooperativa, en efectivo. Era esto una ficción, pero bastante habitual en la constitución de sociedades comerciales. La solución tenía sin embargo un problema, porque suponía que don Rubén tuviera plena confianza en ellos, en cuanto estaría haciendo un aporte completo entregando en arriendo la propiedad por cinco años.
Juan prefirió esperar a que Tomás Ignacio continuara explicando los otros dos problemas que había anunciado. Fue lo que hizo el abogado sin dar tiempo para preguntas o intervenciones.
─El segundo problema tiene que ver con los impuestos. Propone Juan que los trabajadores se paguen no con salarios propiamente tales, sino en la modalidad de anticipos sobre las ganancias de la empresa. Eso legalmente no tiene problemas; pero pone a la cooperativa, que según la ley chilena paga impuestos sobre las utilidades igual que cualquier otra empresa, en un gravísimo aprieto. Porque todo ese dinero que recibirían los trabajadores, y también el equivalente correspondiente a don Rubén, al no ser salarios ni arriendo sino anticipos sobre las utilidades, harían que contablemente la empresa aparezca con unas ‘ganancias’ elevadísimas, sobre las cuáles la cooperativa debería pagar el impuesto correspondiente, que asciende al 35 % del total. Considerando además el pago del IVA sobre las ventas, que no habría mucho de qué gastos descontar, la empresa estaría en desventajas enormes frente a cualquiera otra que compitiera con ella.
Juan también había pensado en ello, y obviamente la solución que se le ocurría era manejar una contabilidad paralela y vender lo más posible en el mercado informal, sin declarar ni facturar. Pero, nuevamente, ¿qué pensaría don Rubén de esa opción que sabía ilegal?
Don Rubén estaba sorprendido al enterarse de que las cooperativas pagan impuestos a la renta en Chile, pues en Australia y en muchos países están exentas en razón de los aportes que hacen a la solución de los problemas sociales.
Las caras de los amigos de Juan estaban enteramente sombrías. Juan se mantenía en silencio. Consuelo pensaba que tenía que decir algo, pero no se le ocurría qué cosa pudiera servir. Tomás Ignacio continuó:
─El tercer problema se refiere a la ley laboral. La Ley Laboral exige contratos de trabajo con montos salariales fijos, no dependientes del volumen de las utilidades de la empresa, como propone Juan. Además, es necesario que los trabajadores tengan previsión social, de salud y de cesantía, según la ley, que suman más del 20 % y que tendrían que salir de la empresa.
Sin dar tiempo a réplicas que suponía que Juan intentaría, Tomás Ignacio concluyó su informe diciendo:
─Señoras y señores, siento mucho comunicarles que sus ideas cooperativas son muy bonitas pero impracticables según la legislación que nos rige.
Don Rubén, había escuchado muy atentamente y en completo silencio el informe de su abogado. Hubiera querido escuchar algo muy distinto; pero no quería ser él quien pusiera punto final al sueño de esos hombres y mujeres que veía ante sí cabizbajos. Un proyecto en que había pensado esos días y que se había convertido también en su propio sueño.
Juan tenía cosas que decir, pero antes de hacerlo quería conocer la reacción de don Rubén al lapidaro informe del abogado. Así podría adaptar sus argumentos para que fueran mejor acogidas por don Rubén. Pero en realidad estaba dudando si era el caso de contraargumentar algunos puntos en que veía posibles soluciones parciales a los problemas planteados por el abogado, o más bien formular la que había pensado como una propuesta alternativa a la anterior. Esta consistía en convencer a don Rubén que les arrendara el terreno, y que ellos verían después el modo mejor de organizarse.
Pero fue Consuelo la que intervino, apasionada:
─Uff! Las leyes de este país están hechas para matar los sueños de las personas. Fueron pensadas solamente para favorecer el capitalismo y para que los políticos se aprovechen de los privilegios del poder. Parece que hubieran querido que el pueblo se mantenga en la pobreza, impidiéndoles organizarse con autonomía. Todo es individualismo y competencia. La cooperación y la solidaridad no encuentran más que obstáculos.
Juan estaba de acuerdo con eso, pero lamentaba mucho que Consuelo lo dijera, porque ello no tendría más efecto que alarmar al propietario y hacer que el abogado estuviera menos dispuesto a buscar cualquier solución.
Tomás Ignacio frunció el seño e hizo un gesto de desagrado. Sintió la diatriba de Consuelo como una agresión a su propio padre, legislador connotado, y a su propia calidad de hombre de derecho.
Don Rubén se levantó del rústico asiento en que estaba, y donde un clavo medio suelto le estaba molestando.
─Hagamos un receso. Quiero pensar en todo lo que hemos escuchado. Un cuarto de hora y volvemos para tomar decisiones.