Roberto Gutierrez aplicaba toda la fuerza de sus brazos y la rabia de su mente, decidido a arrancar el poste de la señalética del tránsito. Sentía que el metal estaba cediendo ante el persistente y rítmico movimiento en vaivén que le imprimía, exaltado por el griterío de sus compañeros que lanzaban piedras a los malditos agentes del orden. Debía concluir su tarea antes de que llegara el carro lanzaaguas que se acercaba ya a cien metros por la Alameda Bernardo O’Higgins desde el oriente. “Adelante... atrás... adelante... atrás...”, gritaba, frenético, y sí, la fuerte barra de fierro dejó de ofrecerle resistencia y Roberto la levantó como un trofeo.
Se alejó corriendo antes de que el carro represor pudiera alcanzarlo, y se sumó docientos metros más adelante a un grupo de jóvenes eåncapuchados que intentaban descerrajar las cortinas metálicas de una farmacia. El fierro que empuñaba hizo la diferencia, y la turba entró enardecida al negocio, que en pocos minutos quedó prácticamente destruido y despojado de cuanto producto hubiese estado en sus estantes y vitrinas.
Sí, Roberto ese día sentía una rabia total contra el sistema. Era injusto que no pudiera llamar hoy a su polola porque se le habían agotado los minutos del celular. Y por eso ella se estaba distanciando de él. ¿Por qué no podía hablar todo el tiempo que quisiera? En la Universidad Tecnológica en que estudiaba electrónica le estaba yendo mal y temía que tuviera que abandonar. Era injusto, la preparación que traía del Liceo no le permitía seguir al ritmo de sus compañeros que venían de los Colegios privados. Era injusto que la mesada que le daban sus padres no le alcanzara para vestirse como los compañeros que tenían más éxito con las minas, y estaba harto de tener que limitarse en los carretes de los fines de semana. “El sistema está podrido, todo depende del dinero, todo pasa por el mercado, si no tienes plata no eres nadie, maldito capitalismo” Ésa era la pura verdad, más clara que el agua, y él tenía que luchar junto a todos sus compañeros conscientes y combativos.
Se dió cuenta de que las fuerzas policiales los estaban acorralando. Las bombas lacrimógenas y el humo de las barricadas que los manifestantes habían encendido lo mareaban y hacían lacrimar, y Roberto se desorientó, corriendo por una calle lateral que lo llevó a estar a varias cuadras del combate.
Dejó de correr, se sintió cansado, y después de caminar sin rumbo y sin clara noción del tiempo, se sentó en la vereda, apoyado al muro de una vieja casona. Pocos minutos después se quedó dormido. Hacía dos noches que no lo hacía.
Horas después el paso de un camión cargado de fierros que pareció rebotar al pasar por un resalto lo despertó. Estaba oscuro porque las luminarias de la calle estaban apagadas, y sólo brillaban los anuncios publicitarios. Se dió cuenta de que alguien lo había tapado con una frazada maloliente. Vió un bulto tendido a su lado. Un hombre oscuro, un barbudo que dormía plácidamente a dos metros de donde él estaba.
Comprendió que ese pobre barbudo era quien lo había cubierto con la frazada. De pié a su lado, lo observó un largo rato. La barba que le cubría el cuello no le impidió ver los rasgos de su cara en la que sobresalía una nariz grande y aguileña. Se le ocurrió pensar que pudiera ser de origen italiano, pues había conocido a un hombre de similares facciones que tenía un almacén y que siempre hablaba de que algún día volvería a su querida Génova donde había vivido los primeros veinte años de su vida. Le sorprendió que durmiera tan tranquilamente a pesar de los ruidos y de la luz que iban in crescendo, pero no quiso despertarlo, por lo que al levantarse se limitó a doblar la frazada y dejársela a su lado. Al alejarse alcanzó a ver un cuaderno de colegio que asomaba sobre la cabeza del hombre.
Roberto trató de ubicarse. Caminó hasta la esquina y buscó la señalética que indicaba el cruce de las calles Esperanza y Compañía. Recordó que había destruido una igual a ésa el día anterior, pero no atinó a pensar que ahora estaba sirviéndose de otra que aún estaba en pié.
Conocía bastante ese barrio que no estaba lejos de su Universidad. Era conocido como el Barrio Yungay, y en sus primeros meses de vida universitaria lo había recorrido ampliamente junto a sus compañeros, porque uno de ellos era miembro muy activo de una organización vecinal “en defensa del barrio Yungay”, y había movilizado a muchos estudiantes a sumarse a sus actividades. Así Roberto se había enterado de un trozo de la historia del barrio, que había sido, hasta casi cien años atrás, uno de los sectores residenciales más ricos y prósperos de Santiago.
Subsisten todavía en este barrio edificaciones que datan de mediados del siglo XIX, así como grandes casas residenciales construidas para las familias aristocráticas de su tiempo por connotados arquitectos formados en Francia. Todo ello en el marco de una de las primeras planificaciones urbanas que se hicieron en Chile. Pero a mediados del siglo XX las clases altas empezaron a trasladarse masivamente a la nueva Comuna de Providencia, atraídos por el prestigio de algunas familias muy ricas que la formaban. Así, el barrio Yungay poco a poco fue perdiendo su antiguo esplendor, y distintos procesos lo han convertido en el que es hoy uno de los sectores más curiosos y bizarros de la ciudad.
Varias de las grandes residencias fueron transformadas en colegios, centros culturales y empresas de servicios. Muchas otras se convirtieron en cités densamente habitados por arrendatarios pobres provenientes de la inmigración de peruanos, ecuatorianos, bolivianos y paraguayos que han abundado en las décadas recientes. Y están también las casas ocupadas por los grupos okupa y por movimientos anarquistas que realizan en ellas actividades de contracultura y que subsisten mediante la producción de artesanías que venden en las calles del centro, o en verano en los balnearios de la costa. Algunas antiguas edificaciones han sido destruidas para levantar en sus terrenos edificios de altura. Y es contra esta especulación edilicia que no ha dudado en provocar incendios y desalojar por la fuerza a los habitantes de antiguas construcciones declaradas no habitables por la autoridad edilicia, que se movilizan los integrantes del Comité de Defensa del Barrio Yungay.
El lugar que más le gustaba a Roberto, y al cual iba con su polola cada vez que podía, era la espaciosa Plaza Yungay, donde a menudo se organizan ferias artesanales y eventos culturales. Pero lo que más atraía siempre la atención de Roberto y que levantaba su espíritu revolucionario era el Monumento al Roto Chileno, ubicado al centro de la plaza sobre cuatro enormes columnas que parten de la base de una fuente. En lo alto se encuentra la estatua al Roto Chileno, de casi dos metros de altura, que representa al hombre del pueblo que levanta un fusil con la mano derecha. Detrás de la estatua, simbólicamente se aprecia una hoz.
Roberto recordó que a pocas cuadras de donde se encontraba había una casona ocupada por un grupo de jóvenes anarquistas con los que había compartido cervezas y conversaciones hacía ya un año atrás. Con ellos había tomado conciencia, lo había comprendido todo, que el sistema nos impide ser libres, nos quita los derechos y nos exige pagar por todo, hasta por la educación y la salud. Pero la casona estaba cerrada. Pensó que quizá sus ocupantes pudieran haber sido detenidos en la marcha estudiantil del día anterior. Se dirigió entonces a la Plaza Yungay, delante del monumento al Roto Chileno, y leyó en voz alta la inscripción que se encontraba en el pedestal del monumento:
─“Chile agradecido de sus hijos por sus virtudes cívicas y guerreras” ─Y agregó casi gritando─ “Chile reprime a sus hijos por sus virtudes cívicas y guerreras”.
Unos niños que jugaban entre los árboles y unos ancianos que sentados en los bancos descansaban a la sombra, lo miraron como si Roberto fuera uno de los tantos jóvenes que a menudo se drogaban y emborrachaban de noche en esa plaza.