1. Una Acción Solidaria.

Tomás Ignacio Larrañiche se sentía satisfecho, verdaderamente contento por lo que estaba haciendo esa noche. Se había preparado con cuidado, calzando poderosas botas de cuero, blue jeans de marca y una parca gris con capucha que lo protegía de la lluvia que el viento hacía caer de costado.

    Galleria ImperioJunto a dos compañeros de la Universidad Pontificia donde estudiaba Derecho, había empleado toda su capacidad de persuación, logrando finalmente convencer al pobre barbudo que habían encontrado durmiendo, acurrucado a la entrada de la Galería Imperio, bajo  un montón de frazadas  que despedían un ácido olor a humedad. Lo llevarían a la Casa de Acogida Cristiana donde podría darse un buen baño caliente, cenar un abundante plato de frijoles con fideos, tomar un té y pasar esa noche en una cama como la gente necesita.

    La lluvia había cesado pero el aire cálido y la densa oscuridad de las nubes indicaba que pronto se desataría un nuevo fuerte chubasco. El agua caída durante la tarde corría por las calles formando riachuelos y los automóviles pasaban sobre ella desaprensivos, repartiéndola sobre los transeúntes que corrían presurosos hacia los paraderos de los buses o hacia las estaciones subterráneas del Metro.

    Tomás Ignacio hacía presión sobre la espalda del vagabundo para que se apresurara. Lo hacía amistosamente, pero el hombre no parecía tener ningún apuro en ser llevado a alguna parte que no conocía ni sabía donde se encontraba. Dos compañeros de Tomás Ignacio llevaban las frazadas malolientes que el barbudo había exigido que le recogieran como condición para seguirlos.

    Habían caminado unos cincuenta metros cuando el hombre se volvió inquieto tratando de zafarse del amistoso pero fuerte brazo del joven.

    ─ ¿Qué pasa, amigo?

    ─ Mi cuaderno, dejé un cuaderno en el rincón, en el último     peldaño. Lo quiero.

    ─ No te preocupes, vamos a recogerlo.

Efectivamente encontraron un cuaderno escolar ordinario, bastante mojado.

    ─ Mira ─le dijo Tomás Ignacio─ lo pondré aquí en el bolsillo interior de mi chaqueta para que no se siga mojando, y te lo daré al llegar a la Casa de Acogida.

    El hombre asintió. No tenía razón para desconfiar, pues en su largo sobrevivir en las calles de Santiago había aprendido a distinguir a los buenos y a los malos, y al joven lo habia catalogado entre los primeros. Tomás Ignacio era alto, y si bien el barbudo no era menudo lo sobrepasaba por media cabeza. Tomás Ignacio era rubio y de ojos claros. El barbudo era de tez oscura y cabello negro, pero no era fácil saber si esos eran sus colores naturales o el efecto de la suciedad acumulada en su piel, en sus ropas y en su pelo.

    Cuando llegaron a la Casa de Acogida Cristiana fueron recibidos del modo profesional que estaba establecido en el riguroso protocolo de aceptación de los beneficiarios. Tomás Ignacio se despidió del barbudo con un amistoso golpecito en el hombro, dejándolo en manos de dos jóvenes que lo condujeron por un pasillo hasta una sala donde había varios escritorios donde estaban inscribiendo y tomando los datos de los pordioseros que, como era normal en días de lluvia, llegaban en mayor número que el habitual.

    Los compañeros de Tomás Ignacio llevaron al barbudo donde estaba una mujer de edad indefinible, menuda y provista de lentes ópticos, de rostro enjuto carente de maquillajes, peinada con un moño a la antigua, sentada detrás de un escritorio de madera. El barbudo mantenía en sus brazos los bártulos que al entrar al recinto le habían sido devueltos. La mujer clicó varias teclas del computador, que era el único objeto que estaba en el escritorio, y se dispuso a escribir los datos que le proporcionaría el hombre que esperaba frente a ella.

    ─ ¿Cómo te llamas?

    ─ Me llamo Juan.

    ─ Juan y ¿qué más? Tu apellido por favor.

    Juan guardó un silencio hosco, y ante la insistencia de la mujer dijo:

    ─ Ponga Juan, sólo  Juan.

    La mujer, después de dudar un momento intentó completar la ficha. Le hizo varias otras preguntas, sin lograr que el barbudo dijera una palabra más.

    ─No importa, amigo. Aquí eres bienvenido. Pero debo dejar constancia de las cosas que traes. ¿Me muestras por favor? ─y fue anotando los pocos objetos que el vagabundo le fue presentando.

    Al terminar de escribir la mujer llamó con un gesto a uno de los jóvenes que estaban de servicio y le pidió que condujera a Juan a completar el protocolo de llegada, que implicaba llevarlo a un gran dormitorio común donde se les asignaba una cama, dejaban sus pertenencias, y se le acompañaba en seguida a un baño de numerosas instalaciones donde los pobres hombres acogidos podían lavarse libremente. Después debían presentarse en el comedor.

    Mientras lo anterior ocurría Juan Ignacio se entretuvo conversando con otros jóvenes que, como él, hacían voluntariado en la Casa de Acogida. Sentía que esa noche había cumplido con su deber cristiano. Poco después se despidió de sus compañeros de la obra de caridad y se dirigió a su automovil, un Sedán automático que le había regalado su padre cuatro años antes como premio por haber obtenido los puntajes necesarios para entrar a la prestigiosa Universidad Pontificia.

    Del cuaderno del pobre barbudo Tomás Ignacio sólo se recordó al llegar a su casa en Providencia; pero era tarde, el hombre estaría ya durmiendo, y no era el caso de volver ahora de noche. Se lo llevaría a la mañana siguiente.

    Al llegar a su casa sacó el cuaderno del bolsillo de la parca donde lo había puesto. Al abrirlo comprobó que varias páginas estaban escritas con una letra enmarañada y difícil de entender, por lo que se limitó a sacudirlo para que el aire entrara entre sus páginas todavía húmedas. Lo puso sobre su escritorio cerca del calefactor que entibiaba la habitación para que se secara.

    Esa noche sus padres tenían un compromiso social por lo que fue directamente a la cocina donde sabía que encontraría listo para servirse lo que la empleada de la casa le habría dejado para cenar. Tomó después un rápido baño, y cinco minutos más tarde dormía en completa paz y seguro de que había cumplido una buena obra.

    Temprano en la mañana el despertador lo sacó de un sueño profundo. Cumplió aceleradamente la rutina diaria y veinte minutos después Tomás Ignacio conducía su automóvil rumbo a la Universidad. Iba pensando en la actividad solidaria de la tarde anterior, y recién entonces recordó que se había olvidado de traer el cuaderno. Dudó si volver a casa y buscarlo, pero mirando la hora comprendió que llegaría tarde a la clase de Derecho Romano.

    Fue así que recién a las 6.00 de la tarde, después de un pesado día de clases y de haber regresado a su casa a buscar el cuaderno olvidado, llegaba a la Casa de Acogida Cristiana en busca del barbudo. Pero éste ya se había ido. La secretaria que encontró no era la misma, pero no tuvo dificultad en mostrar a Tomás Ignacio las fichas de los vagabundos que habían ingresado el día anterior. Por la hora y por la breve lista de sus bártulos Tomás Ignacio supo que había sido registrado como Juan Solojuán, que fue el modo chistoso en que la secretaria había escrito su nombre cuando él le dijo, “ponga Juan, sólo Juan”.

    Tomás Ignacio preguntó si el barbudo había dejado algún recado para él, si había preguntado o dicho algo sobre un cuaderno; pero nadie supo darle ninguna respuesta. Decidió que lo buscaría en los próximos días en el mismo lugar en que lo había rescatado de la lluvia.

    De hecho lo intentó durante varios días, pero sin éxito.

    Cuando días después concluyó que  no habría nada más que pudiera hacer con el cuaderno decidió leerlo. Por algo había llegado a sus manos.

 


(Continúa en capítulo 2)