Consuelo Pedreros se integró fácilmente al trabajo en el Centro de Atención a la Mujer y la Infancia. Fue acogida amablemente por la Directora del centro y presentada al pequeño equipo de trabajo de esa unidad municipal. Le indicaron con precisión las tareas que debía realizar, y le dieron a leer el Protocolo de atención con que debía actuar ante los ‘casos’.
Como la Municipalidad de La Pintana estaba muy distante de su casa no podía ir en bicicleta. Tres horas le ocupaba ir y venir en los medios de locomoción pública, tiempo que hubiera querido aprovechar de algún modo, pero era demasiada la aglomeración de gente en el bus y en el Metro, durante gran parte del trayecto, que ni siquiera llegó a imaginarse cómo pudiera ocupar esas horas con provecho. Por suerte el trabajo era de media jornada, y le ocupaba solamente los días lunes, miércoles y jueves.
Estaba entusiasmada, le gustaba encontrarse con las personas, atender sus casos, lo que hacía con especial dedicación y afecto. Hubiera querido dedicarle a cada persona mucho más tiempo que el que podía, pero eran muchas las situaciones que debía atender.
Así conoció a mujeres, niños, niñas y adolescentes con maltrato físico y psicológico, supo de abusos sexuales diversos, de retraso mental y problemas psicosociales crónicos, de crisis familiares y trastornos emocionales, de problemas económicos básicos, de negligencias severas de los padres con los hijos que deambulan por las calles, de alcoholismo y drogadicción de varios tipos y niveles de gravedad, de niños y adolescentes que sus padres declaran que son rebeldes e incontrolables, o retraídos y pasivos, o hiperkinéticos, o malos y agresivos, etc. Llegaban también muchas personas a quejarse del comportamiento de los vecinos, y de jóvenes drogadictos y alcoholizados, y de pandillas de muchachos agresivos que no dejaban ocasión de molestar, agredir y robar en las casas.
Esos eran los problemas reales que Consuelo escuchaba cada día; pero también estaban las personas que llegaban a aprovecharse de los servicios municipales, y que con relatos ficticios y a menudo inverosímiles querían despertar la compasión de la asistente social y obtener algún beneficio. Consuelo tenía intuición para darse cuenta de esas intenciones, y además, a menudo era puesta en guardia por alguna de sus compañeras de trabajo.
Estaban también, y no eran pocas, las personas, especialmente de tercera edad, que iban al Centro con la única intención de escapar por un momento de la soledad en que se encontraban y hablar con alguien que las escuchara. Consuelo les dedicaba todo el poco tiempo que le estaba permitido hacerlo, pues si se alargaba la conversación las personas se iban sumando en la sala de espera.
El trabajo de Consuelo no ofrecía mayor complejidad en cuanto al cumplimiento del protocolo municipal. Debía llenar para cada caso una ficha y derivar la persona al servicio o al profesional correspondiente al caso. Pero psicológicamente era para ella fatigante, pues su natural predisposición la llevaba a sentir los problemas de los otros como si tuviera en ellos alguna participación. Sus colegas, que no tardaron en darse cuenta que Consuelo era una joven dotada de una especial sensibilidad con el sufrimiento humano, le recomendaban que no se involucrara, que el trabajo de ellas era estrictamente profesional y que debía limitarse al cumplimiento de los protocolos establecidos.
A Consuelo le costaba no involucrarse con las personas que iba conociendo; pero no tardó en comprender que era necesario lograrlo, crearse una cierta coraza de insensibilidad, porque de lo contrario el trabajo sería para ella psicológicamente devastador. Se lo habían enseñado reiteradamente en la Universidad; pero al mismo tiempo le habían inculcado que el servicio social debe centrarse en las personas, considerarlas en su integridad, o sea prestando atención a todos los aspectos de sus personalidades y de sus vidas, y ello por cierto involucraba los sentimientos y las emociones, los problemas y los dolores.
Consuelo siempre había pensado que había algo de contradictorio en ambas enseñanzas, y se había quedado con la idea del servicio integral, pensando que en la realidad ella tendría la fuerza moral suficiente para sobrellevar con generosidad el sufrimiento ajeno. Sólo que no se había imaginado que eran tantos los dolores y heridas, y tantas las personas que los experimentaban con demasiada intensidad.
¿Cómo hacer para no convertirse en una burócrata insensible? Se lo preguntaba a menudo, especialmente cuando volvía del trabajo en las micros y el Metro repletos de personas cansadas, irritables, cuyos problemas en el trabajo y en sus casas le parecía que podía intuir por los gestos, los rostros, los labios apretados y las muy escasas sonrisas que veía a su alrededor.