12. La PYME de don José y la cesantía del padre de Consuelo.

Don José Campos, el padre de Joaquín, era un hombre eminentemente práctico. Tenía una pequeña empresa de construcción y reparación de viviendas, y nunca le faltaba trabajo. Decir ‘empresa’ era usar una palabra exagerada. En realidad se trataba de que él sabía hacerse cargo de la construcción o ampliación de una vivienda, y de  todo tipo de reparaciones. Contaba con un pequeño grupo de colaboradores que hacían las tareas de electricidad, gasfitería, cerrajería, carpintería y albañilería. De las terminaciones de las obras casi siempre se encargaba personalmente. Le gustaba especialmente la instalación de cerámicas y la pintura. Conocía a los proveedores de buenos materiales, y contaba con el flete de un amigo camionero cuando lo necesitaba. Poco a poco había logrado tener todas las herramientas y equipos necesarios. Era bueno en lo que hacía. Su esposa llevaba ordenadamente la contabilidad y se encargaba de pagar los impuestos y las imposiciones a los trabajadores. Ella lograba siempre que él aumentara en un 5 % el monto de los presupuestos, pues siempre podían surgir imprevistos, que era lo que ocurría habitualmente.

    maestro albañilDon José repetía siempre que el buen trabajo es lo principal en la vida, después de la familia. Había logrado poner a su hijo en un colegio de prestigio y estaba contento de que hubiera estudiado en la Universidad, aunque poco entendía de qué se trataba la sociología. Hubiera preferido que Joaquín lo acompañara en su trabajo, y no le gustaba que estuviera tan metido en la política; pero respetó siempre sus decisiones.

    Don José tenía ya sesenta años, y había vivido en todo tipo de regímenes y gobiernos, civiles y militares, de izquierda, de centro y de derecha. Pero la vida de don José y de su familia no había cambiado en todo ese tiempo. Para él no era importante quienes estuvieran en el gobierno, pues vivía de su trabajo, que nunca le había faltado. Siempre había alguien que necesitaba sus servicios, y la relación que mantenía con sus colaboradores en la empresa era siempre la misma, cordial y correcta, y nada de eso cambiaba porque fueran elegidos un nuevo presidente, parlamentarios de uno u otro partido, o un alcalde que se aprovechara más o menos de su cargo.

    Esa noche Joaquín llegó a su casa y fue directamente a su habitación, saludando apenas a sus padres. Pensaba en Consuelo. Ella le gustaba, pero no se había atrevido a decírselo. Y estaba molesto, intuyendo que el escrito del barbudo que habían leído juntos pudiera haberlo desmerecido en algo a los ojos de ella.

    Pero Consuelo tenía otros asuntos muy distintos en qué pensar. Su madre trabajaba como secretaria en la Corporación Cultural de la Comuna, y estaba preocupada porque había llegado un nuevo jefe de servicio que probablemente traería su propia secretaria. Si bien la Corporación dependía de la Municipalidad, el personal que trabajaba en ella no gozaba de la inamovilidad laboral de los funcionarios públicos de planta, pues se gestionaba de modo independiente y sin adscripción a la carrera funcionaria. Si la despedían la situación familiar se agravaría al extremo, pues su padre había sido recientemente despedido del colegio en que trabajaba como responsable de la mantención y el aseo del edificio y el mobiliario. Le habían dicho que el colegio tenía que reducir personal porque la reforma educacional del gobierno les ponía exigencias que significarían menores ingresos para los sostenedores. La verdad era otra: su padre había apoyado una toma del colegio realizada por los alumnos, y eso no había gustado nada al director del establecimiento. 

 

    Todo es política, la política está en todo, pensaba con disgusto Consuelo. No se valora la dedicación al trabajo, ni los años de esfuerzo entregados a la empresa, ni la honestidad a toda prueba.

 

    A Consuelo no le gustaba la política, o tal vez la verdad es que le temía, porque su padre le había contado las persecusiones que había sufrido durante la dictadura. Pero que lo despidieran ahora en democracia de su trabajo por apoyar una causa en la que su padre creía era demasiado injusto. Consuelo no apreciaba la política, pero le gustaba mucho el trabajo social, el servicio a la gente, y estaba feliz con la profesión que había elegido.

    En las variadas ‘prácticas profesionales’ que había realizado como estudiante en la Escuela de Trabajo Social había conocido muchos casos de pobreza y marginalidad. Pero lo que más la conmovía era lo que observaba en las personas que quedan cesantes. Perder el empleo, si no se encuentra otro muy pronto, se convierte en un tremendo drama humano. En muy breve tiempo se agotan los ahorros y los pocos ingresos que se hubieran obtenido por indemnización o por subsidio de cesantía. Se dejan de pagar las tarjetas de crédito y de cumplir otros compromisos. Las personas tienden a aislarse. La búsqueda de trabajo se convierte en una actividad psicológicamente desgastante, y sobreviene la pérdida de la autoestima al no encontrarlo, lo que conduce muy pronto a un estado depresivo constante. Para agravar las cosas ocurre casi inevitablemente que se van acentuando las quejas y las desaveniencias familiares. Lo peor de todo, había concluido Consuelo de los casos que llegó a conocer, es la humillación a que se ven sometidos los cesantes que tienen responsabilidades familiares que no pueden cumplir, situación que los lleva a rebajarse y perder la dignidad. Mi padre no llegará a eso, él es fuerte, encontrará pronto el trabajo que busca. Yo estaré a su lado, le daré todo el amor que necesita para mantenerse firme.