26. EL DÍA DE LA CONFERENCIA

26. El día de la Conferencia

 

Llegó finalmente el día de la conferencia. La escritora se despertó temprano, tomó un buen desayuno y ocupó media hora más de lo habitual en maquillarse y vestirse. Se sentía segura y estaba tranquila. Dos días antes había ensayado la conferencia, en el auditorio de CONFIAR, siendo escuchada atentamente por su amigo Juan Solojuán y por su hermano Ambrosio. Cuando hubo terminado la exposición ambos la aplaudieron y coincidieron en decirle que estaba perfecta, sin una frase de más ni una de menos.

A esa misma hora el general Kessler se reunía con el Coronel Ahumada en la oficina de operaciones especiales de la CIICI, desde donde coordinarían todas las acciones planificadas para impedir la realización de la Conferencia.

Juan Solojuán había pasado la noche en el Museo del CCC en compañía de Gerardo Comisky, el Director del Departamento de Informática, acompañado por su equipo técnico y por los responsables de transmitir la Conferencia. Estaban preocupados porque habían comprobado que el Auditorio y sus alrededores hasta quinientos metros a la redonda habían sido ‘silenciados’ informática y comunicacionalmente. Pero ellos el día anterior habían verificado que, en el Museo, el sistema de computadores en cadena estaba perfectamente habilitado para transmitir la conferencia, y eficazmente conectado a los principales centros de re-transmisión, de modo que podrían transmitir a todo el país y para el mundo entero, donde eran muchos millones de personas las que esperaban con gran interés el mensaje en que la famosa escritora Matilde Moreno desafiaría a la Dictadura Constitucional Ecologista, y expondría sus ideas sobre la recuperación de la política y la reorganización del orden social.

Un equipo de jóvenes ciclistas estaba bien entrenado para llevarles, cada tres minutos y a medida que avanzara la conferencia, la grabación de ésta desde el Auditorio hasta el Museo desde donde sería transmitida.

Y las 900 personas inscritas para asistir al acto se preparaban para concurrir con la suficiente anticipación, provistas de sus respectivos tiquetes de entrada.

Antes de salir de su casa Matilde recibió tres llamados telefónicos. El primero fue de su hermano Ambrosio que le avisaba que estaba listo para ir a buscarla para acompañarla hasta el auditorio. Matilde se negó terminantemente, diciéndole que estaba ya por salir y que se encontrarían en el evento.

En seguida una llamada de Chabelita, que le daba un recado de parte de Juan. Este le decía que estaba todo bien preparado, que estuviera tranquila y que no se preocupara de nada.

El tercer llamado fue de Tomás Ignacio Larrañiche, que la saludaba, le auguraba éxito en la conferencia y le explicaba que él no asistiría pero que la escucharía desde su despacho. ¡Cuídate! fue lo último que el abogado le dijo. A Matilde le pareció que Tomás Ignacio estaba nervioso, o ansioso tal vez, pero no le dió mayor importancia, limitándose a agradecerle su llamada y sus buenos deseos.

Sin pensarlo más y desconectando el IAI Matilde se subió a su automóvil y partió rumbo al lugar del evento. No se percató de que a unos treinta metros sobre su automóvil se desplazaba silenciosamente el Dron que se había mantenido posado en el aire sobre su casa durante los quince días anteriores. Su mente estaba enteramente concentrada en lo que iba a decir esa mañana ante un público mundial gigantesco.

Así concentrada, pensó que fue culpa de su distracción que casi embistiera un automóvil que se detuvo frente a ella al llegar a una esquina. Iba a bajarse para dar sus disculpas cuando vió venir desde el auto que se le había atravesado en el camino a dos hombres encapuchados. Cuando llegaron hasta ella la encañonaron dos grandes pistolas. La obligaron a desplazarse al asiento del lado, mientras uno de los asaltantes tomaba el volante y el otro mantenía su arma apuntándole al cuello, amenazándola con que al menor movimiento o grito le dispararía. El automóvil de los asaltantes continuó su rumbo, dejando paso al de Matilde, que ahora conducido por los maleantes enfiló a gran velocidad rumbo a las afueras de la ciudad.

El general Kessler y el coronel Ahumada, que seguían en la pantalla la escena del asalto que les era trasmitida por el Dron se miraron complacidos, y enfocaron en seguida una escena diferente: la que se desenvolvía en la calle frente al lugar donde se realizaría la conferencia.

La pantalla les mostró a numerosas personas acudiendo al lugar, mientras comenzaron a escucharse disparos y el ulular de sirenas policiales y de bomberos. Un escuadrón policial se instaló en los ingresos del recinto impidiendo la entrada del público, lo que sumado al ruido de los disparos y de las sirenas creó en la multitud una gran confusión. Muchos intentaban comunicarse con sus IAI, pero en vano. La gente corría, algunos presionaban para que los dejaran entrar al recinto, la mayoría trataba de alejarse del lugar; pero se los impedía la llegada de varios carros antimotines que lanzaban fuertes chorros de agua sucia, gases lacrimógenos y bombas de humo, haciendo que la escena fuera enteramente caótica.

El general y el coronel volvieron a mirarse complacidos. Todo estaba ocurriendo conforme a lo planificado. Dieron un vistazo a otra pantalla donde apreciaron que el automóvil de Matilde continuaba alejándose rápidamente por la carretera hacia el norte de Santiago.

 

***

 

El primer ciclista estafeta llegó jadeando hasta donde lo esperaba Juan Solojuán. Este extendió la mano para recibir los primeros minutos de la grabación, pero el joven le contó que Matilde no había llegado al Auditorio, que la policía estaba impidiendo la entrada, y que en las calles adyacentes había un enorme tumulto de gente que era reprimida violentamente por la policía.

Juan Solojuán dió varias instrucciones a los técnicos con los que estaba esperando comenzar la transmisión de la conferencia, y después no se le ocurrió nada mejor que pedirle al estafeta que le prestara su bicicleta pensando que, como siempre se dice, entre las cosas que no se olvidan nunca está el manejar una bicicleta. Solamente que, a sus años, con la pierna enferma, ya no estaba en condiciones de hacerlo. Pero uno de los técnicos le resolvió el problema, diciéndole que podía llevarlo donde quisiera en su moto.

El general Kessler y el coronel Ahumada observaban en la pantalla el tumulto en la calle y, complacidos por lo que estaban viendo se echaron hacia atrás en sus sillones, apoyando sus cabezas entre sus manos entrelazadas. El éxito era completo. Se sorprendieron al sentir unos golpes nerviosos en la puerta y ver a Julio Bustamente, el experto en medios informáticos de la CIICI. Estaba pálido, y entró sin decir palabras. Se acercó donde sus jefes y pulsó unos comandos en el equipo que estaban operando.

En la pantalla apareció la imagen de Matilde Moreno que daba su conferencia desde el estrado del auditorio.

—No lo puedo entender— exclamó el informático. —El auditorio está cerrado, con todas las comunicaciones silenciadas, tal como usted nos lo encargó.

Los tres miraban incrédulos la pantalla desde donde Matilde Moreno estaba diciendo a todo el mundo:

Quienes hemos sufrido los terribles acontecimientos y desastres ocurridos en la primera mitad de este siglo, hemos vivido asustados, temiendo que algo similar pueda suceder nuevamente. Este temor nos ha hecho aceptar sumisamente la pérdida de gran parte de nuestras libertades, y en especial las libertades que tienen que ver con la vida social: las libertades de emprendimiento económico, la libertad de asociación, la libertad de prensa y comunicación, y en general las libertades políticas.

El general, furioso, desconectó esa pantalla y activó los comandos que lo comunicaban con los subordinados que estaban secuestrando a Matilde.

—¿Está Matilde Moreno con ustedes?

—Sí, señor, todo de acuerdo a lo previsto.

—¿Están absolutamente seguros de que es ella y no otra persona?

—Por cierto, la reconocimos sin dificultad.

—Pues, entonces, aborten su misión. Déjenla botada en un lugar solitario en las cercanías de Batuco. Y vuelvan aquí inmediatamente.

Dicho esto el general dió a gritos la orden de investigar el lugar del origen de la transmisión.

—Apenas lo descubran allánese el lugar, deténgase a todas las personas que estén allí, y requísense todos los equipamientos informáticos y de comunicación que encuentren.

Mientras todo esto sucedía Tomás Ignacio Larrañiche, solo en su despacho, escuchaba la conferencia de Matilde sin la menor noticia ni sospecha sobre los terribles acontecimientos que estaban ocurriendo muy cerca de allí. Mientras la escuchaba movía afirmativamente la cabeza, mostrando su acuerdo con lo que decía la escritora:

A quienes hemos vivido sucesos tan terribles como fueron el Levantamiento de los Bárbaros y la Gran Devastación Ambiental, que ocasionaron gigantescas pérdidas de vidas humanas y dolores y sacrificios inmensos para los sobrevivientes, nos costará también aceptar una verdad que las ciencias y las filosofías han demostrado fehacientemente a lo largo de la historia humana.

Me refiero al hecho de que las personas y las colectividades estamos naturalmente orientadas a ser más y a ser mejores que lo que somos, de lo que hemos llegado a ser en un momento determinado. Ésta es una verdad que podemos reconocer fácilmente si nos detenemos a pensar en nosotros mismos y en las personas que conocemos. ¿Acaso no queremos, todos nosotros, tener más conocimientos de la realidad, mejorar nuestras condiciones de vida, alcanzar una mejor salud, disponer de más recursos y bienes para realizar nuestros proyectos y satisfacer mejor nuestras necesidades? ¿Acaso no experimentamos que nuestras aspiraciones y deseos son crecientes y cada vez más refinados? ¿Acaso no aspiramos a hermosear nuestra cosa, a mejorar nuestro entorno, nuestro ambiente natural y social? ¿No soñamos con un mundo mejor, donde podamos realizarnos con mayor libertad?

Pero sólo podemos realizar esos proyectos y esos sueños, y crecer personal y socialmente, si somos libres, libres para pensar, para crear, para emprender, para asociarnos con otros que compartan los mismos propósitos. Si la sociedad no nos prohibe realizarlos. Donde las libertades están restringidas, la sociedad permanece estática, no cambia, y entonces se cristaliza, y las personas nos convertimos en sujetos tristes y disconformes. Y crece la delincuencia, porque esa tendencia a ser más es más fuerte que todas las leyes que nos impiden realizarnos y desarrollarnos.

Tomás Ignacio, igual que el general y el coronel, no tenía la menor idea de que lo que estaba escuchando y que era transmitido a todo el mundo, siguiendo precisas instrucciones de Juan Solojuán, no era a Matilde hablando en vivo sino la grabación que había encargado hacer durante el ensayo de la conferencia efectuado en el auditorio el día anterior, estando presentes solamente él, Ambrosio, el camarógrafo y el sonidista.

La moto en que iba Juan, guiado por el joven técnico informático, se adentró en medio de la multitud que continuaba intentando escapar del encierro en que los mantenía la policía. El olor a gases lacrimógenos era insoportable, el humo no les dejaba ver bien lo que sucedía, y los oídos les dolían por el ruido de los disparos y sirenas.

Juan Solojuán le pidió al joven que detuviera el vehículo. Se bajó y comenzó a caminar, cojeando ostensiblemente pues no llevaba consigo el bastón con que se ayudaba habitualmente.

De pronto sintió un tremendo dolor en el pecho. Cayó al suelo. Alcanzó a ver una mancha de sangre en su camisa, y comprendió que había sido herido por una bala de grueso calibre. Se sintió mareado, su vista se nubló, y perdió el conocimiento.

En ese momento el general, que desplazaba su vista por sobre la multitud, daba instrucciones a la policía y a todos sus agentes que cesaran la represión y que se retiraran del lugar, volviendo todos a sus cuarteles.

Juan Solojuán seguía tendido, la sangre empezaba a manchar el suelo mientras el joven técnico a su lado pedía ayuda a gritos.

A esa hora Matilde Moreno, que había sido abandonada en unos campos eriazos y a quien le sustrajeron su IAI, trataba de orientarse para encontrar alguna vivienda desde donde pudiera comunicarse.